XXIV
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LA DEUDA

Jesús no fue directamente a Jerusalén, sino que tomó primero la ruta que llevaba a Sidón, en el oeste, donde visitó las dispersas comunidades judías que se encuentran apenas dentro de las fronteras. En Sarepta, una viuda fenicia, que se protegía de la lluvia bajo la famosa higuera de ese lugar, le imploró que curara a su hija cataléptica. Se negó, porque sólo tenía deberes con los israelitas, y preguntó:

—Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo?

—Mi higuera te ha dado amparo.

—Te lo agradezco, pero no se debe echar a los perros el pan de la mesa de los niños.

La viuda insistió:

—No niegues a los perros las migajas caídas —pidió.

Entonces, recordando que Elías había realizado, setecientos años antes y en esa misma ciudad, el milagro del jarro de aceite y el tonel de harina inagotables para una viuda fenicia, se conmovió y curó a la muchacha. Y fue la única extranjera por quien dejó de cumplir sus exclusivas normas.

Conviene recordar que su capacidad de curar era limitada. Como saben los médicos expertos, el acto de curar por la fe, incluso cuando se realiza en nombre de un dios, es físicamente agotador, y si se practica con demasiada frecuencia empaña el espíritu. Una vez, en el punto culminante de su popularidad, rodeado por una multitud ante las puertas de la sinagoga de Jorazín, sintió una brusca pérdida de poder y exclamó:

—¿Quién me ha tocado?

Una mujer confesó que había rozado el sagrado ruedo de su ropa de plegaria; sufría de un flujo menstrual que la tornaba perpetuamente impura.

—¿Quieres hacer de mi un mago, ladrona? —dijo él, indignado; luego, apresuradamente, pronunció las palabras que dedicarían la curación a Dios.

Cuando se acababa el invierno, dejó Sidón y fue a Samaria a través de Galilea. Para apartar de sí la atención dispersó a sus discípulos de a dos y de a tres. Mientras Pedro y él pasaban por Cafarnaúm, el tesorero de la sinagoga, encargado de percibir el impuesto del templo, los detuvo y les exigió el pago. El monto autorizado por el Deuteronomio era de medio siclo, es decir, dos dracmas, por cada judío adulto en todo el país; era el único impuesto que nadie osaba evadir, y por lo tanto nada costaba percibirlo. Aunque, a los ojos de Jesús, el clero del templo utilizaba muy mal las enormes sumas de dinero obtenidas mediante el impuesto, no se negó a pagar. Pero estaba al cabo de sus recursos; los maridos de Juana y Susana les habían prohibido que continuaran apoyando la misión de Jesús. Dijo entonces a Pedro:

—Pide el siclo a los peces, mientras yo espero aquí.

Pedro pidió prestados un anzuelo, una línea y cebo a un amigo y, ya en el lago, nadó hasta una roca a cierta distancia de la costa. Allí tuvo la extraordinaria buena fortuna de coger un gran pez de los llamados mouscos, que a veces se disputan los rudos pescadores. Pidió por él en el mercado cuatro dracmas; las recibió y antes de una hora llegó a casa del tesorero con una moneda de cuatro dracmas. Dijo al tesorero con burlona gravedad:

—Puse de cebo una plegaria y dejé hundir el anzuelo. ¡Y mira qué piedra hallé en la boca del primer mouscos que cogí! Porque se dice que este pez abre su boca para guardar en ella a sus crías cuando hay enemigos cerca, y que la cierra con una piedra recogida en el fondo del lago.

Pero la suerte de Pedro no duró mucho. Regresó a la roca y no pescó nada más.

Empezaban a desalentar a los discípulos los esfuerzos a que les obligaba la búsqueda de comida; en su mayoría, no habían probado una buena comida durante semanas. Sus ropas estaban manchadas y desgarradas, y sus sandalias gastadas.

—Cualquiera podría confundirnos con los gibeonitas cuando visitaron a Josué —se quejó Felipe, que había amado la elegancia en otro tiempo.

En Sunam, Jesús los consoló con la promesa de que todo hombre que abandonara hogar, familia y oficio por amor al Señor sería recompensado en el reino celestial. Mientras masticaban judías en un campo en barbecho, dijo:

—Llegará un día en que cada vid tendrá diez mil ramas, y cada rama diez mil renuevos, y cada renuevo diez mil racimos, y cada racimo diez mil uvas; y en que cada uva, apretada, rinda veinticinco medidas de vino. Y cuando un habitante de esa rica tierra tienda su mano para tomar un racimo, otro gritará: «No; tómame a mi, soy más jugoso, y alaba conmigo al Señor».

—Entonces, no nos faltará vino —dijo Juan—, si las vasijas soportan su peso.

—Y lo mismo ocurrirá con el trigo. Cada simiente dará una planta de diez mil espigas, con diez mil granos en cada espiga; y cada grano rendirá, en el molino, diez libras de hermosa harina blanca. Y también las higueras y los membrillos y las palmeras datileras darán fruto de esa manera prodigiosa.

—¿Serán también abundantes la miel y la mantequilla? —preguntó Tadeo con su voz chillona. Su verdadero nombre era Lebbaeus, pero había sido apodado Tadeo («pechos») por su aire de matrona—. Mi estómago se fatiga de judías y cortezas de pan rancio.

—Isaías profetiza miel y mantequilla para el Mesías en el reino; serán tan abundantes como hoy las miradas agrias y las palabras duras.

—Es difícil creerlo. ¿Cómo sustentará el suelo tan ricas plantaciones?

—Ya veréis.

Y luego dijo:

—Cuando el hijo de David esté sentado en su trono real, en doce tronos menores habrá doce hombres para juzgar sobre las doce tribus. Aquello a que hoy han renunciado, les será devuelto centuplicado.

Sus ojos brillaron de esperanza.

—Ojalá esos doce reyes sean tus doce discípulos.

—No está en mi mano otorgar esos tronos; y antes, hasta el más humilde de los ciudadanos del reino deberá apurar la amarga copa, los dolores de parto del Mesías. ¿Osaréis llevarla a vuestros labios?

—Nos atreveremos —dijeron, sin saber a qué se comprometían.

—No temáis, pequeña grey —dijo Jesús—. Nuestro Dios os alimentará.

En la frontera de Samaria envió a Jaime y a Juan al monte Gerizim, a la casa del sumo sacerdote samaritano. Debían decirle:

—El rey y sus seguidores están en camino a Jerusalén. ¡Preparaos para aclamarlo!

Pero después de escuchar su mensaje, les respondieron:

—Decid al rey que sus sacerdotes aún no están preparados. A su regreso triunfal de Jerusalén lo recibirán como merece.

Jaime y Juan comunicaron la respuesta a Jesús y exclamaron indignados:

—Señor, danos permiso de invocar el fuego del cielo para consumir a esos desventurados, como hizo Elías con los capitanes del rey Ahazías.

Jesús los calmó.

—No he venido a destruir la vida, sino a salvarla. Son hombres débiles; pero a su tiempo, vuestra fe los fortalecerá. Como no podemos ir por Samaria, pasaremos por el orgullo del Jordán.

Atravesaron el Jordán y se dirigieron hacia el sur a través de los bosques de la margen opuesta, donde crecen el álamo blanco, la malva y el tamarindo. La gente del campo había oído hablar de Jesús a su hermano Jaime el Ebionita, y se reunió en multitud para verlo; algunos llevaban consigo a sus niños pequeños. Los discípulos los habrían apartado, pues según el proverbio: «Durante dos años el niño es un cerdo y goza de la inmundicia». Pero Jesús los bendijo, diciendo que quien no fuera tan poco deliberado ni tan sincero como un niño, no participaría del reino. De los niños mayores decía:

—Ven claramente la divina luz del Señor, porque el mundo todavía no ha nublado sus ojos, y sus infantiles voces alejan la furia de Dios.

Entre esos niños mayores me encontraba yo, Agabo el Decapolitano, hijo de padre sirio y madre samaritana. Cuando Jesús pronunció esas palabras, mi corazón exclamó: «¡Es verdad!». Mi mundo de esos días estaba iluminado por un brillo suave e inexplicable, que daba un fulgor especial a los objetos comunes sobre los que caía, y que no ha vuelto a resplandecer desde que me convertí en adulto. No me bendijo, porque no me atreví a pasar por judío; pero lo saludé respetuosamente y él me sonrió. Como fue la primera y última vez que vi a Jesús, no es inoportuno que recuerde aquí la ocasión.

Tenía estatura inferior a la media y hombros anchos; sus ojos estaban hundidos y brillaban como berilos; su rostro pálido y surcado por muchas arrugas; sus labios eran plenos, sus dientes parejos; su barba hendida, bien peinada, y de un rojo que se acercaba al negro, como su pelo; sus manos grandes y los dedos cortos. Cojeaba y apoyaba su peso en un báculo de madera de almendro, adornado con flores y frutos labrados, o en otro más sencillo, con franjas lisas. Cuando se sentaba ponía sus báculos a ambos lados sobre el suelo; atraían mis miradas la belleza y la variedad de sus gestos. Hablaba con sus manos casi tanto como con sus labios.

Mi padre permaneció largo tiempo meditando después que Jesús continuó su marcha hacia el próximo pueblo, repitiendo:

—Hay en su rostro algo familiar aunque extraño, pero ¿qué es? ¿Dónde lo he visto antes? Quizá sólo en un sueño, aunque no lo creo. ¿No te ha parecido a ti un rostro extraño, mi querida Antinoe? ¿Extraño y a la vez familiar?

Mi madre respondió:

—Me ha parecido el rostro de alguien que conversa familiarmente con los dioses, o con los demonios. Nunca he visto antes tal pena y tal belleza, excepto una vez: alumbraban el rostro del hijo de un noble en esa gran casa que está cerca de Pella. Su nombre era Meleagro; era vidente y un maestro de la lira, pero epiléptico.

Mi padre hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—No es eso lo que te pregunto, mujer. Se trata de alguien a quien he visto hace mucho… —De pronto, el asombro invadió su cara, cuando logró recordar—. ¡Era el mismo rey Herodes! —exclamó—. Por todos los dioses, es el rostro del viejo Herodes que vi en mi infancia, hace sesenta años, antes de que su pelo se volviera blanco. ¿Cómo es posible esto? ¡Jesús de Nazaret se parece a nuestro antiguo benefactor más que ninguno de sus propios hijos!

Jesús llegó a Jerusalén. Predicó en el mercado de frutas y en el mercado del bronce y ante las puertas de la ciudad, con tanto éxito como había tenido durante su primera visita a Cafarnaúm. La gente reconocía la autoridad en su voz, y sus curaciones la confirmaban. Como se consideraba sólida su doctrina desde el punto de vista fariseo, fue invitado a predicar en varias de las sinagogas más pobres —en Jerusalén había en ese momento doscientas o trescientas— y la concurrencia era siempre numerosa. Pero el clero saduceo desconfiaba de él porque predicaba el inminente advenimiento del reino de Dios, y lo mantenía bajo constante vigilancia, listo para arrestarlo a la menor sospecha de actividad revolucionaria.

Los fariseos, que habían sucedido a los antiguos profetas como guardianes reconocidos de la moral pública, habían llegado a un acuerdo tácito con los saduceos. Como el sumo sacerdote era nombrado por Roma y, en virtud de su función, era presidente del gran sanhedrín, habían acordado que la supresión de las doctrinas revolucionarias era su obligación exclusiva; a cambio de esto, los saduceos concedían que la supresión de las doctrinas heréticas fuera competencia única de los presidentes conjuntos de la corte suprema farisea; éstos no sólo eran las cabezas del sistema judicial judío que dispensaba la ley mosaica sino que también coordinaban el culto de las sinagogas en todo el mundo. Los jueces de la corte suprema no tenían relación directa con el gobernador general romano, y utilizaban el gran sanhedrín como un intermediario; sin embargo, estaban representados en él por unos pocos miembros, como Nicodemon, hijo de Gorion, y José de Arimatea, aunque esto era esencialmente para asegurar que la doctrina saducea no fuera mal interpretada por los romanos como la doctrina del pueblo en general. El precepto de Shammai, «Amad el trabajo, odiad los cargos y no seáis conocidos como amigos del gobierno», convertía a los fariseos en quietistas. Obedecían a un proverbio: «Cuando resuenan las armas en las calles, retírate a tu habitación». Y a pesar de sus profundas disensiones con los saduceos en materia de teoría religiosa, y en especial de la doctrina de la resurrección, concordaban con ellos en el rechazo al fervor mesiánico, siempre más ardiente entre los ignorantes, ociosos e impacientes. Un sabio, decían, debía estar siempre listo para la llegada del Mesías, pero con los oídos cerrados a los alocados gritos de «He aquí». Cuando llegara el momento, y con él el Mesías, los signos celestiales serían inconfundibles.

Los presidentes de la corte suprema enviaron a su elocuente secretario, José de Arimatea, a estudiar el caso de Jesús con el sumo sacerdote Caifás. José instó a Caifás a no tomar medidas contra Jesús.

—Es un hombre simple, y pienso que piadoso. Espera redimir de la destrucción a los israelitas que, por diversas razones, no están calificados para asistir a la sinagoga o han sido expulsados por su mala conducta: criminales, recaudadores de impuestos, prostitutas y otros. A mi juicio, es una tarea valiosa. El año pasado hubo fricciones entre él y los hombres de Cafarnaúm y Jorazín, pero ya sabes qué estrechos e intolerantes pueden ser los superiores de las sinagogas de provincia. Si yo hubiera estado en su lugar, le habría dado libertad y mi bendición. Es evidente la dificultad de admitir penitentes con malos antecedentes en una sinagoga respetable; pero sus conversos son numerosos y sin duda se podría haber construido una sinagoga aparte para ellos en alguna parte, con una suscripción pública; y esto habría sido agradable para el cielo y también una útil contribución a la estabilidad política.

—No, no, amigo José; por lo que he oído de Jesús, dudo que aceptara una solución como ésa. Él intenta imponer los impuros a los puros de manera ofensiva, y en ese sentido mis simpatías están con las autoridades de Cafarnaúm. Sin embargo, en general, me inclino a estar de acuerdo contigo. Si lo dejamos en paz, la gente se cansará de sus discursos; y cuando los superiores de las sinagogas vean quiénes le acompañan, le cerrarán rápidamente las puertas. Informa a tus sabios y piadosos presidentes, con mis cumplidos, que me abstendré de toda acción disciplinaria contra ese vendedor de milagros hasta que un día se descuide y vocifere algún disparate contra el Imperio. En ese caso tendré que darme por enterado. A propósito, ¿no crees que es algo loco? ¿Cree realmente que es el Mesías? Te lo pregunto por las palabras con que interrumpió el año pasado las solemnidades del día de los sauces.

—Los profetas que predican constantemente la llegada del reino son propensos a la confusión mental; es una profesión peligrosa. Juan el Bautista se condujo de modo muy extraño en sus últimos días. Pero no puedo creer que Jesús abrigue ilusiones grandiosas; en general éstas se manifiestan mediante la ficción de la gloria militar, las órdenes proferidas a gritos, la banderas, la música de trompetas y cosas similares. Te agradezco, santo padre, tu actitud bondadosa.

—Y yo agradezco a tus sabios y piadosos presidentes que te hayan enviado a verme.

El interés de Jesús por los proscritos de la sinagoga ha conducido a muchos crestianos gentiles a suponer que, para él, cuanto más graves fueran los pecados de un pecador, más aceptable era su arrepentimiento, y mayor la recompensa que le aguardaba en el reino de Dios; y que si un hombre podía presentar a Enoc, el encargado del registro del cielo, una lista de terribles crímenes redimidos por un arrepentimiento completo, aunque apresurado, recibiría un puesto más alto en el reino que un fariseo amante de Dios que jamás se hubiera apartado de la ley en lo más mínimo. Esto es un disfraz absurdo de sus enseñanzas. Jesús estaba decidido a convertir a los proscritos porque eran proscritos, no porque sus pecados fueran para él una recomendación. A su juicio, el reino no llegaría hasta que toda Israel se arrepintiera, y no abrigaba temores por la masa de concurrentes a las sinagogas.

—Ellos tienen la ley y los profetas; sólo deben escuchar con atención y, cuando alboree el día del Señor, participarán del arrepentimiento general. Pero los proscritos no han recibido instrucción acerca de la voluntad divina. Como decía Hillel, bendita sea su memoria, «El hombre ignorante peca con la conciencia limpia».

No se recuerda que haya mirado nunca con amor a un pecador; aunque se dice que, en cierta ocasión miró cariñosamente a un joven rico que había cumplido la ley en todos los sentidos desde su infancia. Dijo a ese joven:

—Sólo una cosa te falta: vende todos tus bienes y distribúyelos entre los pobres —mientras el joven se alejaba, preguntándose tristemente si podía aceptar tal consejo sin separarse de sus amigos ni obrar injustamente con sus numerosos empleados, Jesús suspiró y preguntó a sus discípulos—: ¿Habéis visto alguna vez a un extranjero tratando de hacer pasar un camello bien cargado por el arco del ojo de aguja de Jerusalén? Pues lo mismo le ocurre al rico con el reino del cielo —a un superior de sinagoga que le reprochaba el desperdicio de su tarea espiritual con la escoria de la ciudad le respondió—: Aquí en Jerusalén tenéis la costumbre de hacer, cada año, un converso de una nueva ciudad o nación, y de regocijaros públicamente por él, para que el mundo sepa que se ofrece libremente la ley a todos los hombres que deseen servir al Señor. Pero ¿complacería al Señor veros errando por los desiertos de Mauritania o las costas del mar Caspio para cazar, circuncidar e instruir al salvaje pintarrajeado del año próximo? No mientras desdeñéis a las masas de israelitas que merecen en primer término vuestro celo y vuestro amor.

Pasó diciembre y enero en Jerusalén, secretamente financiado por Nicodemon, y no visitó una sola vez la casa de Lázaro, consciente de la hostilidad de María. Lázaro, apenado por su abandono, tampoco lo buscó en los mercados. En mitad del invierno, durante la Fiesta de la Dedicación —el aniversario de la nueva santificación del templo posterior a la profanación de Antíoco Epifanes—, Nicodemon envió a su hijo a preguntar privadamente a Jesús:

—Si eres el Mesías, ¿por qué no te declaras? Y si no, ¿quién eres?

Jesús respondió:

—Di a tu padre que soy un pastor preocupado por alimentar a su rebaño. No me preocupan los «si»; los «si» son lobos que atacan el rebaño del pastor contratado.

A medida que el invierno se acercaba a su fin, el sumo sacerdote descubría, consternado, por los informes de sus espías, que la influencia de Jesús aumentaba en lugar de disminuir. Una diputación del templo judío de Leontópolis había visitado a Jesús a principios de febrero, regresando luego de prisa a Egipto. También esto inquietó a Caifás, aunque no sabía bien qué sentido podía tener; y, sin molestarse en consultar a los presidentes de la corte suprema, llamó al capitán del templo y le dijo:

—Que tus levitas no arrojen piedras al hacedor de milagros de Nazaret; he prometido a la corte suprema no molestarlo.

El capitán entendió exactamente lo que le decían. Transmitió el mensaje a sus sargentos levitas, quienes se dirigieron al barrio antiguo e informaron a los jefes de facción de los jebusitas:

—Jesús de Nazaret no está ya bajo la protección del sumo sacerdote. Si esta noche vuelan piedras en la Puerta del Pez, y él es expulsado de la ciudad, no habrá ninguno de vosotros presente para hacer arrestos. Pero no permitáis un asesinato.

Así autorizadas, las bandas callejeras jebusitas se reunieron en gran número esa noche en la Puerta del Pez, y apenas Jesús apareció lo recibieron con una andanada de piedras y pescados podridos. Él no mostró alarma; no fue tocado por ningún proyectil, aunque nada hizo para evitarlos. Se contentó con decir a sus discípulos:

—Cuando a un profeta se le arrojan piedras, él se retira; pero cada piedra rebotará como una maldición contra el hombre que la haya arrojado.

Serenamente, los condujo a través de la Puerta del Pez, y luego por el camino hacia el Jordán.

Durante un tiempo estableció su centro en Beth Nimrah, en Transjordania, predicando en todos los pueblos vecinos; pero a mediados de marzo empezaron bruscamente los malos días de su vida y se vio obligado a cruzar nuevamente el Jordán.

Llegó un mensajero de su reina, María, hija de Cleofás. «Ven a Betania; mi hermano Lázaro está enfermo. Cúralo».

Respondió:

—Dile a la mujer que no soy médico. ¿No hay acaso médicos en Betania? ¿Ni en Jerusalén?

El mensajero regresó tres días más tarde: «Ven inmediatamente; su enfermedad es mortal. Sólo tú puedes curarlo».

El mensaje de respuesta fue: «No soy yo quien cura. Si tu hermano está mortalmente enfermo, que pronuncie el nombre del Señor; se salvará».

Estaba decidido a no ver a María, y sospechaba que la llamada era una excusa para atraerlo a su casa. Dijo a Judas de Keriot:

—En esto está la mano de la Hembra.

—¿Cómo es eso?

—Hiere a los hombres a través de aquéllos a quienes ama.

—¿Quién es la bruja? ¿María la Peluquera?

—Todas las mujeres son hijas de la Hembra; y la Hembra es la madre de todas las brujas.

El día siguiente llegó otro mensajero, con ropas de luto.

—Lázaro ha muerto —informó.

—¿Cómo es posible? Hay un sueño que es casi tan profundo como la muerte. Sin duda Lázaro duerme.

—Está muerto —repitió el mensajero—. Su aliento no mueve una pluma de paloma. Sólo la trompeta de Gabriel lo despertará.

Después de un largo y terrible silencio, Jesús dijo:

—Hijos, volvamos a Betania.

—Betania está cerca de Jerusalén —dijo Mateo—. Las piedras fueron un aviso.

Pero Tomás dijo:

—¿Tienes miedo, Mateo? Iré con el maestro, aunque sea a mi muerte.

Jesús no se apresuró, sino que pasó todo ese día orando y el siguiente predicando.

Llegaron a Betania hacia el atardecer del tercer día; Jesús esperó en un huerto, a una milla de la ciudad, y envió a Judas en busca de Marta, la hermana de Lázaro. Cuando ella llegó le preguntó serenamente:

—¿Ha despertado de su sueño mi hermano Lázaro?

Marta estaba iracunda.

—¿Por qué no has venido cuando te lo pedimos? Ahora es demasiado tarde. Mi hermano murió y está enterrado hace cuatro días; en este momento su cuerpo se pudre. Oh, Jesús, Jesús ¡cuídate de mi hermana! Tiene una grave acusación contra ti.

—Tráela.

Marta corrió a su casa y susurró al oído de María:

—Te ha llamado.

María se excusó ante las personas que estaban de duelo en su casa.

—No os ofendáis si os dejo y voy sola a llorar a su tumba.

Fue con Marta al huerto y, sofocada de dolor y furia, dijo a Jesús:

—Si hubieras venido a Betania, mi hermano no habría muerto.

Él no respondió, pero hizo señas a sus discípulos para que los dejaran a solas.

María continuó:

—Me has negado tu amor, me has negado un hijo. Nos has alimentado con la dorada esperanza de que pronto vendría el reino de Dios. Lázaro, tú y yo gozaríamos juntos de él, si seguíamos tu regla de castidad. Ahora él ha muerto, pero tú y yo aún vivimos. No tienes amor en tu corazón; de otro modo no te hubieras negado a satisfacer mi más caro deseo, que es el de toda mujer honorable de Israel. Sin embargo, eres conocido como un hombre justo. Si eres un hombre justo, paga tus deudas. Tienes deudas con Dios, y éstas las pagas con alegría; pero también tienes una deuda conmigo, la deuda de la carne y la sangre. Págame con una vida nueva o con una vieja; dame un hijo para acabar con mi vergüenza, o bien devuélveme a mi hermano. ¿Por qué no lo devuelves a la vida? Me han dicho que conoces el nombre indecible.

Jesús dejó escapar un profundo suspiro. Luego cayó de rodillas en oración. Finalmente se puso de pie y profetizó solemnemente ante María:

—Así ha dicho el Señor: soy la resurrección y la vida. Quien crea en mí no probará el sabor de la muerte.

—¿Me devolverás entonces a mi hermano Lázaro?

—No yo, sino nuestro Dios, si se muestra piadoso.

—Pronunciando el nombre se pueden devolver los muertos a la vida, pero ¿y el rescate? El profeta Elías, cuando invocó al Señor para elevar de entre los muertos al hijo de la viuda, pagó el rescate con las vidas de muchos soldados del ejército del rey Ahazías; y Elisha, el profeta, pagó el rescate del hijo de la Sunamita con la vida de Ben-Hadad, rey de Siria, aunque éste lo había tratado como un hijo.

—¿Quién te ha enseñado la tradición secreta?

—¿He entendido mal? Si no es así, ¿quién será la víctima?

—No he venido a tomar vidas.

—Sin embargo, es preciso pagar el rescate.

Después de una larga pausa, Jesús respondió:

—El hombre no tiene amor más grande que dar su vida por un amigo. Vamos, María, muéstrame dónde está tu hermano.

Ella lo condujo a la tumba, que estaba cerca: era un hueco excavado en la roca, sombreado por los cipreses, y cuya boca estaba cubierta por una gran piedra. Después de los días del duelo, sería sellada con mortero. Los discípulos lo siguieron, ignorando qué se proponía.

Hacia frío; el sol estaba muy bajo en el cielo, y en la cuesta, sobre la tumba, había tres grandes perros parias sentados, gruñendo y mostrando los dientes. Jesús lloraba. La tradición griega es de «una vida por una vida»; el rey Admeto de Feras fue rescatado del Hades por su esposa Alcestis, que se ofreció a morir en su lugar; Zeus tomó a petición de Hades la vida de Esculapio, que rescató de entre los muertos a Glauco de Efyra. La misma tradición inspira secretamente a los judíos.

Jesús exclamó:

—Señor de los ejércitos, ¿hasta cuándo permitirás a la Hembra que destruya a tus hijos con su hechicería? —gimió como si su corazón estuviera a punto de partirse.

Se había reunido ya una pequeña multitud, incluyendo a varios amigos de Lázaro. Sin saber cuál era la causa de su aflicción, se dijeron:

—¡Ay, cuánto amaba al muerto!

Hizo seña a sus discípulos de que hicieran rodar la piedra de la entrada. Así lo hicieron, y Jesús se acercó a la tumba, se arrodilló y oró:

—Oh Señor, sé misericordioso conmigo el gran día; lo que hago, lo hago en tu honor, y poniendo aquí el rescate íntegro. Tan sólo libera el alma de mi hermano Lázaro del oscuro lugar al que lo ha relegado la hechicería. Porque está escrito: «Sheol está desnuda ante el Señor; no puede ocultarse de él».

Luego se puso de pie y dijo en voz sonora:

—Lázaro, hijo de Cleofás, te conjuro en el nombre de tu creador. ¡Sal de Sheol, sal en el nombre de JIEVOAA; levántate y vive!

Dio un paso atrás, con los brazos abiertos. El espanto se apoderó de los discípulos y los espectadores que le rodeaban. Estremecidos, tenían la vista clavada en la cuadrada boca negra de la tumba.

Durante un momento nada ocurrió. Luego se vio una forma blanca que se movía inciertamente hacia ellos, como a través de la oscuridad. Un largo grito se alzó y la multitud se dispersó en todas direcciones. Sólo María, Pedro y Judas permanecieron al lado de Jesús.

Lázaro trastabillaba mientras salía lentamente de la tumba, con la mandíbula atada aún por un lienzo, y su cuerpo cubierto por la mortaja perfumada con mirra.

Jesús dijo a María:

—Toma a tu hermano. La deuda está pagada. —Y a Pedro y Judas—: Quitadle las ataduras, vestidlo, dejadlo ir en paz.

Apoyándose pesadamente en su báculo con flores labradas, giró sobre sus talones y se alejó cojeando.

Jesús ordenó a sus discípulos que retornaran a Beth Nimrah, y él fue dando un rodeo a Bozra, en Edom, donde permaneció aproximadamente un mes, predicando entre los orgullosos y violentos edomitas. Sólo Judas le acompañaba; sólo a Judas narró la historia de lo ocurrido entre María y él.

Judas dijo:

—Maestro, nuestro Dios es misericordioso. Quizá no se exija tu vida; otra podría servir.

—Ningún hombre puede leer sus designios. Que se haga su voluntad.

—¿Quién, si no eres tú, reinará en el reino?

—No me toca a mí pedir nada. Tan sólo que el Señor me llame el día del juicio.

Después, afligido, citó estos versículos del capitulo treinta y uno del Libro de Jeremías:

¿Hasta cuándo andarás errante, oh hija contumaz? Porque Jehová criará una cosa nueva sobre la tierra: una hembra rodeará al varón.