XIV
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LOS DOCTORES
En la primavera siguiente a su llegada a Galilea, Jesús fue a Jerusalén con sus padres y sus hermanos para la Pascua. El viaje fue muy agradable, primero por la llanura hasta Sunam y Jezreel, entre los altos trigales verdes, y luego por el camino de montaña que atraviesa Samaria. Cada lugar donde se detenían era un capítulo, o varios, de las Escrituras. Sunam, famosa por sus hermosos huertos y jardines, está en las estribaciones del sudoeste del Pequeño Hermón; es también famosa por sus mujeres. Abisag, la muchacha más hermosa de Israel, escogida para dar calor a los viejos huesos de David durante el frío invierno de Judea, era de Sunam; y por ella fue apartado de la sucesión el hijo mayor de David, Adonías. También en Sunam había vivido la «gran mujer» que había recibido a Eliseo; y también era sunamita la belleza a quien se decía que había dirigido Salomón sus conocidos cantares amorosos. El camino de montaña se iniciaba en la ciudad fronteriza de En-Gannim, que significa «fuente de jardines». Era una ciudad parecida a Sunam, rica en granadas, higos y membrillos, atravesada por un torrente que se dividía en mil acequias. Salomón comparaba a la sunamita con ese lugar. José y su familia pasaron allí la noche.
La mañana siguiente entraron en la región de Samaria, y a la noche habían pasado los montes Ebal y Gerizim y abrevaban sus asnos en el pozo de Jacob, en las afueras de la ciudad sagrada de Sichem, donde habitaban ahora los samaritanos. Continuaron todavía hasta Gilgal, una o dos millas más lejos, donde pasaron la segunda noche. Era el sitio del primer campamento construido por los israelitas después de cruzar el Jordán al mando de Josué, y el primer punto de Canaán donde celebraron la Pascua. Pero el círculo de piedra que daba su nombre al lugar había sido eliminado siglos antes, durante las reformas del buen rey Josías, para terminar con el culto a la diosa Ashima, allí reverenciada. Josías había derribado por la misma razón el antiguo bosquecillo de terebintos de Moreh, donde tanto Abraham como Jacob habían orado; había sido uno de los más famosos altares de Efraim, pero sólo el nombre sobrevivía.
Al día siguiente llegaron a Bethel, antiguo santuario del que había escrito irónicamente el profeta Amós: «id a Bethel y prevaricad; en Gilgal aumentad la rebelión». Allí había soñado el patriarca Jacob con la escalera por donde los ángeles subían y bajaban, y había elevado luego un altar a Jehová; pero el buen rey Josías también había visitado ese lugar destruyendo el altar y talando el antiguo terebinto a cuya sombra la sacerdotisa Débora había juzgado a Israel. La que antes fuera una ciudad real, embellecida por el rey Jeroboam, que allí había erigido el becerro de oro y un santuario rival de Jerusalén, era ahora un mísero villorrio sin siquiera una plaza del mercado, tan pobre como cualquier otro del estéril territorio de Benjamín. Jesús vio que el fruto de los trigales era muy pobre, y preguntó a José por qué los campesinos se molestaban en sembrar. José respondió:
—Para tener simiente el año próximo. Es bastante con eso cuando la estación es buena.
Los hermanos de Jesús habían traído consigo una gavilla de trigo de Bethlehem para la ofrenda; cada una de sus espigas contenía cien gruesos granos.
Por caminos difíciles poblados de viajeros vestidos de fiesta llegaron a Rama, que se encuentra cuatro millas al norte de Jerusalén. Allí les mostraron la tumba de Raquel; los habitantes fingían no haber oído hablar de la otra tumba de Raquel en Bethlehem de Judea, y desdeñosamente negaban su autenticidad. Sin embargo, Raquel no había sido una mujer mortal en realidad, sino una diosa cananea, cuyo supuesto pilar sepulcral era en realidad su altar: había muchos similares en distintas regiones.
Así llegaron a Jerusalén, que ahora era el único lugar donde se podía matar y comer legítimamente el cordero pascual. José y su familia fueron a casa de su hija Lysia donde, como se acostumbraba, comieron de prisa la ofrenda, como si estuvieran de viaje. Acompañaban al cordero, asado y cortado por las articulaciones, endivias y ázimos con una salsa dulce, y la cena empezó con una copa de vino bendecido por José.
Tocaba a Jesús, como hijo menor, preguntar a José cuál era el significado de la celebración. Recibió la respuesta tradicional:
—Es la víctima de la Pascua de Jehová, el cual pasó por las casas de los hijos de Israel en Egipto, cuando hirió a los egipcios y libró nuestras casas.
Luego José leyó, o simuló leer, porque la sabía de memoria, la narración de la institución de la fiesta que se halla en el Éxodo. Después cantaron dos salmos de David: Loado sea el Señor, y Cuando Israel salió de Egipto, y bebieron la segunda copa, con la que terminaba la cena, poniendo de lado, para quemarla, la escasa carne que había quedado. Después de la gracia vinieron la tercera y la cuarta copa, mientras cantaban otros cuatro salmos de David: No a nosotros, no a nosotros, oh Señor, sino a tu nombre da gloria; Amo al Señor; Load al Señor, naciones todas y Oh, dad gracias al Señor, porque es bueno. A Jesús le parecía maravilloso haber salido de Egipto «la casa de la esclavitud» y cumplir esa ceremonia en Jerusalén, meta de las esperanzas de los israelitas. Pronto empezó a meditar sobre detalles de la ceremonia, y a plantear a sus hermanos difíciles preguntas sobre ellos; pero José le dijo con aspereza que el vino se le había subido a la cabeza y que mejor haría en guardar silencio. Sin inmutarse, preguntó a José cuándo podría asistir a uno de los debates públicos en el templo.
José replicó:
—Eres demasiado joven.
—¿Cuándo tendré edad suficiente?
—Cuando seas un hombre. No eres aún un hombre, aunque haces en el taller el trabajo de un hombre, ni lo serás la próxima Pascua tampoco. Aunque tuvieras permiso para asistir, no sería conveniente que te presentaras, a tu edad, en un debate público.
Pasó un año, y otro, y un día en que José yacía enfermo con la garganta hinchada y podía hablar con dificultad, se permitió a Jesús leer las oraciones diarias a su pequeña familia. A partir de ese momento pudo considerarse un hombre, y utilizar la prenda de la plegaria que equivale, entre los judíos, a la toga viril de los romanos. Es un extraño momento en la vida de las madres el de no ser ya responsables ante su marido por la seguridad y el buen comportamiento de su hijo, que se torna inmediatamente responsable por la de ella ante su padre. Sin embargo, los judíos no señalan este cambio con una ceremonia pública, como otras naciones. Bastaba con que Jesús se arrodillara ante sus padres, recibiera las bendiciones de ambos y un beso de cada uno en la frente. Luego José le preguntó si deseaba hacer un «sacrificio de prosperidad» en el templo. ¿Una cabra, tal vez?
Jesús respondió que su maestro Simeón le había recomendado no hacer sacrificios que la ley no pidiera en particular, y citó el salmo 50:
Si yo tuviese hambre no te lo diría, porque mío es el mundo en toda su plenitud. |
¿He de comer carne de toros, o beber sangre de machos cabrios? |
Sacrifica a Dios alabanza, y paga tus votos al Altísimo, e invócame en el día de la angustia. |
Ese año, cuando fueron a la Pascua, él permaneció en Jerusalén después de los siete días de la fiesta, y José y María sólo descubrieron su ausencia cuando, al terminar el primer día de viaje, vieron que no estaba en compañía de sus hermanos mayores, que habían partido antes. Retornaron y lo buscaron en Jerusalén, pero no estaba en casa de Lysia ni en la de Lidia, su otra hermana, y nadie pudo darles noticias.
Entretanto, Jesús había conseguido que lo admitieran a una serie de debates públicos en el templo, entre varios conocidos doctores de la ley, para ilustración de los estudiosos de provincias. El portero miró con diversión a ese buscador de conocimiento tan joven; pero después de ponerlo a prueba con algunas preguntas para ver si era digno de entrar, lo empujó hacia adentro con un gesto amistoso y le dijo:
—Que el Señor aumente tu sabiduría.
Durante los primeros dos días no abrió una sola vez la boca; escuchaba atentamente y su corazón saltaba cada vez que uno de los doctores decía:
—Sí, el sabio Shammai decía esto y aquello, ¿pero qué enseñaba el justo y generoso Hillel?
Con frecuencia, Jesús murmuraba para sus adentros el pronunciamiento de Hillel que había aprendido de Simeón; Jesús pensaba que Hillel había estado siempre en lo cierto. Hillel aún vivía, pero Jesús nunca pudo satisfacer el deseo de hablar con él; hacía años que era demasiado anciano y débil para abandonar su habitación de la academia.
El tercer día asistía a un debate entre dos famosos doctores, en la parte sombreada del patio de las mujeres. Había tanto público que no podía ver a los doctores entre las espaldas de los oyentes. El tema era un punto interesante de la ley: por qué se debía elegir el cordero pascual el décimo día del mes y reservarse hasta la noche del decimocuarto.
El primer doctor dijo:
—Está tan claro como el sol que brilla en el patio del templo: diez es el número de la perfección. Ningún hombre en este mundo, si no es un monstruo filisteo como el citado en las guerras de David, tiene más de diez dedos en las manos y en los pies, ni menos, sí no ha sufrido un accidente. Diez hombres forman una congregación. Diez personas son un grupo familiar suficiente para comer el cordero pascual. El arpa de diez cuerdas representa la integridad de la música. Con diez plagas el Señor descargó la totalidad de su ira sobre los egipcios. Entre Adán y Noé hubo diez generaciones, y otras diez entre Noé y Abraham. Y más aún: con diez afirmaciones el Señor creó el mundo. Y al ocaso del primer viernes, el último día de la creación, creó las diez cosas excelentes que, como sabéis, incluyen el arco iris, la pluma para escribir, las tenazas y las dos tablas de la ley…
Hizo una pausa y uno de sus discípulos pidió permiso para citar la canción Diez medidas de sabiduría, en prueba de la tradicional perfección del diez. El doctor aceptó complacido y el discípulo empezó a cantar gravemente:
Diez medidas de sabiduría se dieron al mundo |
Otro recitó el refrán:
Israel tomó nueve |
Todos los presentes corearon:
y los demás, una. |
La canción continuaba así:
Diez medidas de riqueza se dieron al mundo; |
Roma tomó nueve |
y los demás, una. |
Diez medidas de pobreza se dieron al mundo; |
Babilonia tomó nueve |
y los demás, una. |
Diez medidas de orgullo se dieron al mundo; |
Elam tomó nueve |
y los demás, una. |
Diez medidas de valor se dieron al mundo; |
Persia tomó nueve |
y los demás, una. |
Diez medidas de magia se dieron al mundo; |
Egipto tomó nueve |
y los demás, una. |
Diez medidas de lujuria se dieron al mundo; |
Arabia tomó nueve |
y los demás, una. |
Diez medidas de locura se dieron al mundo; |
Grecia tomó nueve |
y los demás, una. |
Diez medidas de ebriedad se dieron al mundo; |
Etiopía tomó nueve |
y los demás, una. |
Diez medidas de miseria se dieron al mundo; |
Media tomó nueve |
y los demás, una. |
El primer doctor prosiguió:
—Pero, como leo en el libro sagrado, se elige el cordero el décimo día principalmente en honor de los diez mandamientos. Cada día de los diez el hombre piadoso lee y medita uno de los diez mandamientos, y el décimo su corazón es consciente de su deber hacia Dios y su vecino; y está santificado, y puede escoger el cordero sin mancha con pureza en el ojo y en el corazón. Así se hace en mi casa, y no consideramos que la Pascua se cumpla debidamente si se hace de otro modo. Que alguien discuta mis palabras si se atreve.
Hubo un silencio; y aunque el desafío era puramente retórico, Jesús no se pudo contener y dijo:
—Hombre sabio, ¿tu rollo de la ley es exactamente igual al rollo que se conserva en la cámara de los copistas?
Todo el mundo se volvió sorprendido; cuando se vio que quien interrumpía era sólo un muchacho, la sorpresa fue aún mayor.
El doctor frunció el ceño y preguntó:
—¿Qué voz impudente hace esa pregunta? Adelántese quien ha hablado; que se muestre y entonces le responderé.
Jesús se deslizó entre la multitud y se detuvo ante él, en la primera fila.
El doctor dijo:
—Criatura pelirroja de tez pálida, dime por qué has hecho esa desvergonzada pregunta y luego contestaré. Aunque nuestro deber es no apartar a quienes desean escuchar, también lo es corregir la locura y dejar caer la vara sobre la espalda del necio.
—Sabio maestro —dijo Jesús—, no deseo ser desvergonzado; pero como soy extranjero en Jerusalén he creído posible que tu rollo de la ley difiera de los que he estudiado en otras partes. He leído que la Pascua se celebraba antes de que se impusieran los diez mandamientos. Se puede decir que éstos existen desde el sexto día de la creación, puesto que estaban inmanentes en la mente del Todopoderoso, si es cierto que creó entonces el alfabeto y las dos tablas; pero sólo los puso en las tablas y los entregó a Moisés cuando él sacó de Egipto a los hijos de Israel y los condujo al Sinaí. Hasta ese momento, según he leído en las Escrituras, no se habían dado al hombre mandamientos generales sino sólo particulares, como el de no comer del árbol del conocimiento del bien y del mal, o el de construir y aprovisionar un arca, o el que nos ocupa, es decir el de la víctima pascual. Porque el profeta Jeremías afirma claramente que se ordenaba un banquete particular, y no inaugurar un festival de sacrificios, cuando profetiza en nombre del Señor: «El día que saqué de Egipto a vuestros padres no les hablé ni les di órdenes acerca de quemar ofrendas o de sacrificios».
El segundo doctor deseaba evitar que un muchacho tan joven confundiera a su colega y dijo:
—No comprendes bien. ¿Por qué te molesta que el sabio doctor piense que esos diez días fueron establecidos por el Señor anticipándose a los diez mandamientos?
Jesús respondió:
—Me preocupa que considere indebidamente realizada la primera Pascua, porque ¿cómo podían los hijos de Israel, en Egipto, haber leído y meditado mandamientos que no habían sido puestos por escrito y sólo existían en la mente del Señor?
Iba a continuar, pero el segundo doctor intervino nuevamente:
—En mi opinión se ha elegido el décimo día porque se suele consagrar al Señor el diezmo, la décima parte, y no por la perfección del número diez, porque no es necesario decir que siete es un número más perfecto. Diez afirmaciones crearon el mundo; pero él santificó el séptimo día después de la creación. Siete brazos tiene el candelabro sagrado; siete bestias limpias entraban en el arca; siete veces siete días separan la Pascua del Festival de las Semanas; siete veces siete años llevan al año del jubileo. Se pueden mencionar todos estos ejemplos, pero ¿dónde está la perfección sino en el divino Uno? Y en su nombre indecible hay siete elementos. Los diezmos se instituyeron antes de que Moisés viera la luz. Nuestro padre Abraham dio diezmos a Melquisedec, el rey de Salem, como sacerdote del Altísimo; nuestro padre Jacob imitó la piedad de su abuelo cuando dio al Señor un diezmo de toda sustancia que obtuviera en Mesopotamia, y luego Moisés ordenó el diezmo de todos los frutos de esta tierra. Que alguien discuta mis palabras si se atreve.
Jesús habló nuevamente.
—Sabio doctor, aunque está bien dar el diezmo, ¿cómo puede ser un diezmo el cordero pascual? Si un hombre que posee diez ovejas elige una para sacrificar al Señor dará un diezmo, ¿pero qué hace el hombre que tiene cinco o veinte ovejas? ¿Y dónde está escrito que se deba recoger el diezmo el décimo día del mes?
Todos los presentes estaban asombrados de la claridad y la fluidez del argumento de Jesús, y el segundo doctor dijo al primero:
—¿Qué haremos con este niño, hermano? ¿Lo apartaremos?
—No hasta que no hayas respondido a su argumento, que estaba en verdad en todos los labios del público, y no me parece oportuno que un niño lo haya formulado.
El segundo doctor dirigió su irritación contra Jesús:
—¿Eres de esos bandidos de Galilea que cortan la garganta de un hombre y lo dejan revolcarse en su sangre? ¿Eres de esos bandidos de Galilea que derriban y jamás construyen?
—No; aunque vivo con mis padres en Galilea he nacido en Judea, y si has cortado tu propia garganta con una palabra indiscreta te ruego que no me acuses de un crimen. Y en cuanto a construir: si me preguntas por qué se eligió el cordero el décimo día, diré que los hijos de Israel se preparaban para partir el día decimocuarto, durante la luna llena, para poder poner tanta distancia como fuera posible entre ellos y los ejércitos de Faraón. Eligieron la oveja y la separaron como si quisieran engordarla; y esto tenía la intención de engañar a los egipcios. Porque cuando se aparta un cordero para engordarlo, proceso que lleva un mes o más, nadie espera que sea bruscamente sacrificado cuatro noches más tarde. Los diez días en cuestión no tienen necesariamente, sin embargo, especial significado porque diez días era una medida de frecuente uso durante la esclavitud de los israelitas: la semana egipcia tenía entonces, como ahora, diez días. Diez días concedió Moisés a los israelitas para que ordenaran sus asuntos, y con la elección del cordero hicieron los últimos preparativos para la fuga. La fiesta era por la noche; cuando terminaron, los egipcios dormían, y ellos partieron bien alimentados y reconfortados por el vino, por la estrecha senda sin vigilancia que bordea el lago de los Juncos, evitando así la custodiada carretera a Filistea. ¿No se festeja acaso el día de la expiación el último día de un asor? Porque todavía tiene cierta significación en Israel el asor, la semana egipcia de diez días. Y para mostrar un ejemplo menos terrible, ¿no eligieron Daniel y sus tres compañeros diez días como período de prueba, en el que sólo probarían agua y lentejas?
El segundo doctor sonrió triunfalmente.
—Has construido tu casa sobre arenas movedizas, pequeño doctor —dijo—. Se puede decir, como una figura de lenguaje, que nuestro mes israelita se divide en décadas; pero esas décadas no tienen realidad en si mismas porque, como sin duda ignoras, asor no quiere decir década: significa el décimo día de la década. Y así se desbarata tu argumento anterior. Se diezma el mes, y cada décimo día tiene cierta santidad; no igual, desde luego, a la del séptimo día; pero aun una santidad que nos recuerda la obligación del diezmo para nuestro Señor.
—Es cierto, gran doctor, que la palabra asor significa el décimo día; pero también una década. Porque el hermano y la madre de Rebeca dicen a nuestro padre Isaac en el capítulo veinticuatro del Génesis: «Que espere la moza con nosotros al menos por un asor, es decir, una semana de diez días».
Ante esto, entre los visitantes de Galilea que estaban sentados juntos a un lado se oyeron leves exclamaciones de asombro. Era como ver, en una escuela de esgrima, a un joven novicio que no sólo para con destreza los golpes del maestro, sino que con un rápido movimiento de la muñeca arranca de su mano la espada; y mientras ésta vuela por el aire, el maestro se enfurece como un tonto, desarmado. ¡Cómo aplauden entonces los presentes! Y en ese momento, olvidando las buenas maneras, los galileos aplaudieron de alegría y echaron a reír, y alguno exclamó rudamente:
—Un segundo David ha matado a un león y a un oso.
Ofendidos por esa indecorosa conmoción, los dos doctores se pusieron de pie como un solo hombre. Ofrecieron la plegaria con la que se cerraban los debates y se alejaron fríamente, despidiendo a los discípulos.
El primer doctor decía al segundo:
—Ese joven es extraordinariamente desvergonzado. ¿No ha aprendido acaso a refrenar su lengua y a atender a sus mayores? Me pregunto quién será. Estoy seguro de que es un bastardo. Se puede conocer a los bastardos por su andar vacilante y por su repugnancia a saludar a sus mayores.
—Eso no es posible, sin duda. Un joven tan bien instruido en la ley sabría que ningún hombre nacido bastardo es admitido en este patio hasta la décima generación. Además nos saludó respetuosamente cuando salimos; y como no lo has visto andar, ¿cómo puedes saber si vacila?
—Quizá no conozca aún su bastardía; pero estoy convencido de que es un bastardo.
—Lo niego. Si lo fuera, aunque se le hubiera ocultado el hecho por caridad, sus maestros lo hubieran sabido y él no estaría tan instruido en las Escrituras, pues ¿de qué sirve enseñar a un bastardo lo que sólo puede aprender con provecho un miembro de la congregación?
—Volvamos a descubrir su nombre, y luego haremos averiguaciones.
Cuando regresaron, vieron que en el lugar que había ocupado había otro grupo de personas que se hablan trasladado desde el ardiente centro del patio. No vieron a Jesús, pero atendieron lo que no era en verdad un debate sino una reunión de protesta de algunos fariseos contra lo que interpretaban como una infracción del sumo sacerdote. Se discutía si el sumo sacerdote había obrado bien al aceptar el presente para el tesoro del templo de una prostituta judía. Ella se había arrepentido y ofrendado al Señor todo el dinero ganado con su profesión. Los fariseos sostenían que ningún sacerdote, y menos el sumo sacerdote, debía haber tocado ese dinero. No correspondía añadirlo a los fondos del tesoro, sino distribuirlo entre los pobres. Porque en el capítulo veintitrés del Deuteronomio dice claramente:
No traerás precio de ramera a casa de Jehová tu Dios. |
Además, esa prohibición atribuida a Moisés sólo data, según se dice, de la época del rey Josías. Porque él puso fin a la antigua costumbre jebusita de prostituir a las muchachas de Jerusalén a los extranjeros, ante las puertas de la ciudad, y de poner sus ganancias a los pies de Anatha, la consorte de Jehová.
Cada orador competía con los anteriores en la denuncia de la impropia acción del sumo sacerdote; y cuando todos terminaron de hablar, el presidente del debate preguntó:
—¿Algún hijo de Israel tiene la osadía de decir lo contrario?
Jesús se puso de pie y pidió permiso al presidente para formular una pregunta.
—Ah —dijo el primer doctor—. Ahí está de nuevo.
—Pregunta, muchacho atrevido.
—He oído hablar de esa ofrenda en la ciudad. ¿No pensaba dedicarla el sumo sacerdote a una finalidad especial, es decir, la construcción de un comedor junto a la cámara de retiro donde debe pasar la última semana antes del día de la expiación?
—Así es, y la cámara de retiro es, sin duda, parte de este templo.
—Sin embargo, entiendo que ese dinero está bien empleado.
Todos gritaron:
—¿Cómo? ¿Qué es esto? ¿Qué dice ese hijo de Belial?
—¿No ha escrito acaso en el séptimo verso del primer capítulo de su libro el profeta Miqueas: «de dones de rameras los juntó, y a dones de rameras volverán»? El sabio Hillel explicaba este texto afirmando que las cosas limpias se unen naturalmente con las cosas limpias, y las impuras con las impuras. ¿Alguien gritaría de horror sí viera una marrana acariciando a sus marranitos? No; pero sí si viera a un cerdo tocando al hijo de un piadoso israelita, o a ese niño acariciando a un cerdo. Lo parecido se une a lo parecido. Un comedor no es un lugar puro. Es un recinto impuro en un templo puro; no está en el templo ni pertenece a él. Si esa mujer se ha arrepentido, todo Israel debería regocijarse y el sumo sacerdote no tiene por qué rechazar su don, que procede del arrepentimiento. El comedor, aunque impuro, es necesario; que sea adquirido, entonces, con dinero impuro.
El doctor preguntó desdeñosamente:
—¿También la prostitución es una necesidad, si como dices, lo igual se une a lo igual?
—Una prostituta peca por necesidad, puesto que ninguna mujer de Israel sería prostituta por su elección, perdiéndose para sus amigos y familiares. El hambre y la miseria la impulsan. Todas las rameras de Israel, como me enseñó mi maestro, el sabio Simeón de Alejandría, es una virgen seducida y arrojada de su casa. Por esto juzgo que, mientras los embaucadores seduzcan vírgenes, y los necios busquen la compañía de las rameras, será necesaria la prostitución. Y del mismo modo, mientras los sumos sacerdotes no ayuden a prepararse para el día de la expiación, un comedor será también una necesidad.
Nadie halló respuesta a ese argumento, que seguía los principios más sólidos de los fariseos: era generoso, práctico y se fundaba en un texto explicito.
—Muy bien, muy bien —murmuró el segundo doctor, y dijo una cita a su compañero—: «No miréis la botella, sino lo que hay en ella. Algunas botellas nuevas están llenas de vino viejo, y al contrario».
Jesús añadió:
—Que alguien ponga objeciones si se atreve.
Desde el borde de la multitud llegó una inesperada interrupción:
—¡Por fin, por fin, hijo mío! Pensamos que te habías extraviado.
Jesús pasó a través del público y saludó reverentemente a María y a José. María continuó:
—Hemos pasado tres días de angustia. ¿Por qué no nos dijiste que te quedabas en Jerusalén? ¿No pensabas en tu madre?
—Ya no respondo ante una madre de mis idas y venidas; soy asociado de mi padre. De todos modos, perdóname por la aflicción que te he causado. Encargué a mi primo Palti que te dijera dónde me encontraba, y ese mensaje sin duda se ha perdido.
El primer doctor tocó al segundo, y le dijo susurrando:
—Verás que tengo razón. Si ese hombre fuera el padre del muchacho, no habría permitido que la mujer hablara. Recuerda el juicio de Salomón: el parentesco se comprueba en los momentos de peligro.
—Es muy curioso —dijo el segundo doctor—, pero conozco a ese hombre, aunque ha envejecido mucho desde la última vez que lo vi, y su barba está cortada de otra manera, y sus ropas son más pobres. Es un tal José, hijo de Eli, de la casa de David. Todo el mundo creía que había muerto en la masacre de Bethlehem pero apareció en Galilea el año pasado.
—José… ¿José de Emaús? ¿El José que era mercader de maderas?
—En efecto.
—Recuerdo que oí hablar, hará unos diez años, o tal vez más, de su boda con la hija del viejo Joaquín el Heredero, que murió tan miserablemente cuando Atronges intentó defenderse en Cocheba. No recuerdo las circunstancias exactas de esa boda, pero fueron muy inusitadas. Sé que cuando vino con el dinero para la novia, supo que unos bandidos habían raptado a la muchacha. Lo que no sé si la devolvieron. Yo estaba en ese momento fuera de Jerusalén, pero te apuesto mi viejo manto contra el tuyo nuevo a que los secuestradores sedujeron a la muchacha y el viejo José la convirtió en una mujer honesta. Sé que es un hombre de extraordinaria bondad.
—Aceptaré tu apuesta. No puede ser así. José jamás habría permitido al muchacho entrar en el templo si supiera que es un bastardo.
—¿No? Tal vez por eso dejó hablar a la madre del muchacho: se escandalizó al verlo aquí.
—Pues bien, veremos.
—¿Cómo? De nada sirve consultar los registros familiares de la casa de David. El malvado y su hijo los destruyeron íntegramente.
—La madre del muchacho, si mi teoría es cierta, es decir, si es la muchacha que raptaron los bandidos, era una virgen del templo; el pago del dinero de la novia debe estar registrado entonces en los libros del templo. Mi hijo es uno de los contadores. Vamos a verlo ahora mismo.
Los discípulos de Hillel le llevaron, a su lecho de enfermo, la noticia de la intervención de Jesús en el debate sobre la ofrenda de la prostituta. Hillel la aprobó con el siguiente juicio, uno de los últimos que dio al mundo: «El corazón generoso siempre puede abrir una puerta a los que buscan al Señor; el mezquino siempre puede hallar un cerrojo para cerrarla». Más tarde refirieron a Jesús este juicio, quien lo recordó con el mismo orgullo con que un soldado romano guarda su cruz cívica.
Hillel murió ese invierno; nunca fue tan llorado un ciudadano privado en la historia de la nación judía. En todas las aldeas de Judea y Galilea, y todas las sinagogas de la Diáspora, desde Cádiz hasta Samarcanda y desde las fuentes del Don hasta las cataratas del Nilo se vieron ojos húmedos, cabezas cubiertas, hombros sacudidos por los sollozos, bocas privadas de alimento y bebida.
—Ha muerto Hillel, ha muerto Hillel —decía la gente—, Hillel el sabio, el que enseñó a amar a Israel.
Hillel había usado por primera vez el nombre «criaturas» unido al verbo «amar». Tanta era la grandeza de su corazón que no sólo predicaba el amor a los israelitas, ni sólo a los hijos de Adán, es decir a todos los hombres en general, sino a todas las criaturas vivas, impías o impuras. Justificaba este aparente absurdo porque el salmo exhorta a alabar al Señor a todas las cosas que tienen en si el hálito, incluyendo a las ballenas, el ganado, las aves y los reptiles. Incluso los saduceos del templo sintieron agudamente la pérdida del sabio.
—Su palabra estaba siempre del lado de la paz —decían.
En Nazaret, María lloró y dijo a Jesús:
—Quiera Dios, hijo mío, que cuando mueras dejes atrás algo de la fragancia que siempre estará unida al nombre de Hillel.
—Y también, madre, que siempre pueda encontrar esa puerta de que él habló y abrirla de par en par.