XXIX

ASÍ ocupó Wang el Tigre los meses que su hijo lo dejó solitario en la casa vacía. Cuando hubo derrotado una vez más a los ladrones de su región y cuando llegaron las cosechas, que fueron para él de gran ayuda, pues la gente tenía nuevamente comida, tomó una parte de su ejército y durante el otoño, cuando los vientos no estaban demasiado fríos y el sol no calentaba en exceso, recorrió una vez más todas sus tierras para tener todo en orden cuando llegara su hijo, pues Wang el Tigre tenía el proyecto de poner en manos de su hijo el generalato de esas regiones y su poderoso ejército, no dejándose para él sino una pequeña guardia. Tendría entonces cincuenta y cinco años, y su hijo, veinte, y sería ya un hombre. Haciendo estos hermosos sueños, Wang el Tigre recorría sus tierras, y se imaginaba al hijo de su hijo, mientras sus ojos veían los campesinos y las tierras, avaluando las entradas y las promesas de una buena cosecha. Ahora que el hambre había desaparecido, las tierras rendían bastante, aunque la tierra y la gente mostraban aún las huellas de esos dos años de hambre: la tierra, porque las cosechas estaban aún retrasadas, y la gente, porque aun se veían muchas mejillas hundidas, y porque había muy pocos ancianos y muy pocos jóvenes. Pero la vida había reanudado su curso, y Wang el Tigre, reconfortado cuando veía mujeres encinta, se decía para sí:

«Puede ser que el cielo haya enviado el hambre para señalarme nuevamente mi destino; he descansado demasiado estos últimos años, contentándome con lo que tenía. Bien puede ser que el hambre haya sido enviada para incitar mis deseos de grandeza, teniendo un hijo como el que tengo para que herede todo lo que realice y gane».

Pues, aunque Wang el Tigre era más inteligente que lo que su padre lo había sido en su época, y no creía en un dios de la tierra, creía, no obstante, en el destino y en el cielo, y estaba seguro de que en todo lo que le aconteciera no entraba para nada el factor suerte, tanto en la vida como en la muerte, sino que cada vida y cada muerte venían ya totalmente planeadas desde el cielo.

En el noveno mes del año que terminaba cabalgó, acompañado de sus dichosos soldados; y en todas partes la gente le daba la bienvenida, pues sabían que era un hombre poderoso que los había gobernado durante largo tiempo y con justicia; lo recibían con caras sonrientes, si se detenía en la ciudad, y los jefes de la ciudad o de la aldea organizaban fiestas en su honor. Solamente los campesinos no se mostraban corteses, y más de algún labrador, cuando veía a los soldados, volvía la espalda al camino y trabajaba encarnizadamente sus tierras; y cuando habían pasado, escupía una y otra vez para libertar su corazón del odio. Y si un soldado, indignado, preguntaba por qué escupía, el labrador, con acento de estúpida inocencia, contestaba:

—A causa del polvo que me llenó la boca al paso de los caballos.

Pero Wang el Tigre no necesitaba preocuparse de ningún hombre de la ciudad ni del campo.

Durante el curso del viaje llegó a la ciudad que antaño había sitiado y donde su sobrino el Apestado gobernaba en su lugar desde hacía muchos años. Wang el Tigre envió a algunos mensajeros anunciando su llegada, mirando, entre tanto, atentamente, a derecha e izquierda para ver cómo marchaba la ciudad bajo las órdenes de su sobrino.

Éste ya no era joven; era ahora un hombre que tenía uno o dos hijos de la hija de un tejedor de sedas, a quien había tomado por esposa. Cuando supo la llegada de su tío y que ya estaba a las puertas de la ciudad, se sintió consternado. La verdad era que el hombre vivía desde hacía años en medio de una tranquilidad tan profunda, que casi había olvidado que era soldado. Seguía siendo de carácter alegre, ávido de placer y novedades, y le gustaba la vida que allí llevaba, pues, como tenía autoridad, todo el mundo se mostraba cortés con él. No tenía gran trabajo, excepto el de percibir las entradas. Durante los últimos años, como había engordado mucho, había dejado de usar el uniforme de soldado, reemplazándolo por vestidos más cómodos, tomando así el aspecto de un comerciante enriquecido. Era, en efecto, muy amigo con los comerciantes de la ciudad, y cuando éstos le entregaban los impuestos que debían pagar a Wang el Tigre, él hacía también sus pequeños beneficios, según la costumbre de los comerciantes; y a veces usaba del nombre de su tío para establecer un pequeño impuesto sobre alguna cosa nueva. Y sí los comerciantes lo sabían, no lo censuraban por ello, pues pensaban que cualquiera de ellos habría hecho otro tanto, y sentían aprecio por el Apestado, y a veces le hacían regalos, pues comprendían que éste podía decir lo que quisiera en los informes que enviaba a su tío, atrayendo sobre ellos muchos perjuicios e incomodidades.

De este modo el Apestado continuaba su alegre vida y su mujer le seguía gustando; y como no era hombre libidinoso, no abandonaba a menudo su propio lecho, excepto algunas noches, cuando algún amigo daba una fiesta más grande que las acostumbradas, en las que, por agasajo especial, alquilaba a hermosas muchachas para una parte de la noche. Siempre era invitado a tales fiestas a causa de la posición que ocupaba en la ciudad y porque era un payaso ocurrente, que hacía reír a los hombres, especialmente sí estaban algo bebidos.

Cuando supo la llegada de su tío, ordenó a su mujer que de prisa sacase el uniforme de soldado del cofre donde lo había guardado, e hizo poner en fila a sus soldados, que más bien parecían sirvientes que soldados. Pero cuando metió las piernas en el traje, pensó maravillado cómo había podido soportar algo tan tieso y duro. El vientre también estaba más desarrollado que cuando era joven, y como la casaca se negaba a juntar, se vio obligado a amarrar un ancho cinturón para ocultar este percance. Así vestido y con los soldados alineados lo mejor que podían, esperó la llegada de Wang el Tigre.

En pocos días Wang el Tigre se dio cuenta de lo que había pasado, comprendiendo el significado de las grandes fiestas ofrecidas en su honor por los comerciantes y por el magistrado mismo. Veía que su sobrino transpiraba bajo el uniforme de soldado; un día en que el sol quemaba y que éste, acalorado, se había sacado la casaca, sonrió con risa sarcástica al ver que bajo el ancho cinturón ésta no ajustaba. Y Wang el Tigre se dijo para sí:

«Me siento dichoso de tener un hijo que es un verdadero señor, y no como este hijo de mí hermano, que no es sino un comerciante».

Y demostró indiferencia para con su sobrino, y sin alabarlo, le dijo con frialdad:

—Los soldados que tienes a tus órdenes no saben siquiera cómo tener el fusil. Necesitas, sin duda alguna, una nueva guerra. ¿Por qué no sales con ellos la próxima primavera para habituarlos nuevamente a la guerra?

El sobrino empezó entonces a balbucear alguna explicación, pues, aunque no era cobarde, y habría sido un buen soldado sí su vida hubiese estado orientada hacía ese lado, no era hombre capaz de hacerse temer de los soldados y amaba demasiado la buena vida. Cuando Wang el Tigre vio su malestar, rió con su risa muda, y golpeando el sable con la mano, exclamó:

—Bien, sobrino, puesto que llevas tan buena vida y que la ciudad es tan rica, podemos aumentar los impuestos. He tenido que hacer grandes gastos para que mi hijo pudiese ir al Sur, y pienso aumentar mis dominios mientras él está lejos. Sacrifícate, pues, un poco y dobla los impuestos que me corresponden:

Pues bien, el sobrino había convenido secretamente con los comerciantes que si el tío quería aumentar los impuestos, diría que los tiempos habían sido duros y que la miseria era grande, y si lograba persuadir a su tío, recibiría una buena suma como recompensa. Empezó, pues, tímidamente a poner en práctica el plan convenido, pero Wang el Tigre, imperturbable ante sus quejas, terminó por gritar con rudeza:

—Comprendo lo que ha pasado aquí, y hay otros medios de trabajar en mí contra que el empleado por el Gavilán, pero el remedio es el mismo.

Entonces, con aspecto lamentable a causa del dinero que dejaba de ganar, el sobrino informó a los comerciantes y éstos enviaron a Wang el Tigre sus quejas, diciendo:

—Tu impuesto no es el único. Tenemos también que pagar el impuesto de la ciudad y el impuesto del Estado, y el tuyo es el más alto de todos; casi no sacamos beneficio alguno del negocio.

Pero Wang el Tigre vio que había llegado la hora de mostrar su espada, y dijo sin ambages, después de las palabras corteses empleadas hasta entonces:

—Sí, pero yo tengo la fuerza y tomaré lo que no se me da cuando lo pido con cortesía.

Por tales medios, Wang el Tigre castigó a su sobrino, y por tales medios aseguró su poder sobre la ciudad y sobre todas sus regiones.

Cuando todo quedó arreglado, volvió a su casa para esperar allí el término del invierno, y envió nuevamente a sus espías en busca de noticias, en tanto que él hacía proyectos para el futuro. Soñaba hacer grandes conquistas durante la primavera, pensando que, aunque de edad, podría, quizá, apoderarse de toda la provincia para su hijo.

Sí, durante todo ese largo invierno, Wang el Tigre continuó acariciando esos sueños. Fue un invierno de los más solitarios, tan solitario que a menudo iba a los patios de las mujeres. Pero no encontraba nada allí, pues su mujer ignorante vivía sola con sus hijas, y Wang el Tigre no sabía de qué hablarle; no hacía, pues, sino permanecer triste y solitario al lado de ellas, considerándolas apenas suyas. A veces pensaba qué sería de su mujer ilustrada, que no había vuelto a la casa desde hacía muchos años, pues continuaba viviendo al lado de su hija, quien estaba en una escuela. En una ocasión había enviado a Wang el Tigre una fotografía de ella y de la joven; Wang el Tigre las había contemplado un instante. La muchacha era bonita; tenía un airecillo impertinente y miraba atrevidamente con sus ojos negros, medio ocultos bajo sus cabellos cortos, pero no lograba sentirla suya. Comprendía que debía ser una de esas jóvenes alegres y conversadoras que hay ahora, y delante de las cuales no sabía qué decir. Luego miró a su mujer ilustrada. Nunca la había conocido; no, ni siquiera cuando la visitaba en la noche. La miró con mayor atención que a su hija, y la figura del retrato contestó a su mirada; y volvió a sentir el mismo malestar que sentía de costumbre en su presencia, como si ella hubiera tenido algo que decirle y que él no hubiese querido escuchar, como si ella le hiciera un pedido que él no podía satisfacer. Y se dijo para sí, quitando el retrato para no verla:

«Un hombre no tiene tiempo para estas cosas. He estado demasiado ocupado. No he tenido tiempo que dedicar a las mujeres».

Y pensó que había hecho bien en no acercarse siquiera a sus mujeres durante esos años. En realidad, nunca las había amado.

Pero las horas más solitarias eran cuando permanecía solo delante de su brasero. Durante el día trabajaba en esto o aquello, pero las noches llegaban inevitablemente, negras y tristes, como las de tiempos pasados. En esos momentos, sintiéndose viejo, dudaba de sí y hasta dudaba de si en la primavera sería capaz de hacer alguna nueva y gran conquista. Con la mirada perdida en las brasas sonreía con dolorosa sonrisa, y, tironeándose la barba, se decía con tristeza:

«Quizá ningún hombre logra realizar todo lo que se había propuesto»; y después de un instante, continuaba: «Supongo que un hombre, cuando su hijo ha nacido, hace durante su vida proyectos como para tres generaciones».

Pero el anciano hombre de confianza, del labio leporino, velaba sobre su amo, y cuando lo veía meditabundo delante del brasero y sin ganas de ocuparse de los soldados durante el día, tanto que los dejaba ociosos y en libertad de hacer lo que quisiesen, entonces el hombre de confianza entraba en la pieza sin mayor ceremonia, llevando un jarro de vino caliente y carnes saladas para excitar la sed, y de mil maneras halagaba a su amo, hasta conseguir distraerlo. Wang el Tigre salía entonces de su ensimismamiento. Bebía un poco y después otro poco más, y, contento entonces, podía dormir. Y pensaba antes de dormirse:

«Bah, tengo un hijo, y lo que yo no pueda hacer durante mí vida, lo hará él».

Durante aquel invierno, sin darse cuenta, Wang el Tigre empezó a beber vino en tanta cantidad como nunca, antes lo había hecho: y el hombre de confianza se sentía feliz de que así lo hiciera, pues quería mucho a su señor. Si a veces Wang el Tigre rechazaba el jarro, el hombre insistía:

—Bebe, mi general; pues cada hombre debe tener un pequeño consuelo cuando llega a viejo, y alguna pequeña felicidad; tú eres demasiado duro contigo mismo.

Para darle gusto y para demostrarle su estimación Wang el Tigre bebía. Y a pesar de la soledad de ese invierno, lograba dormir, pues se sentía aliviado cuando había bebido, y ponía toda su fe en su hijo, olvidando los disentimientos que había entre ambos. Durante aquella época nunca pensó Wang el Tigre que los sueños de su hijo bien podían no ser los suyos, y sólo vivía en la espera de la primavera.

* * * *

Pero una noche, antes de la llegada de la primavera, en que Wang el Tigre estaba en su pieza medio dormido, mientras su vino se enfriaba sobre una pequeña mesa, al alcance de su mano, con el sable colocado al lado del jarro de vino, se oyó en medio del silencio de la noche invernal un tumulto de caballos y soldados que entraban al patio y se detenían. Wang el Tigre se levantó a medías, con los brazos afirmados sobre el sillón, no sabiendo de quién podían ser esos soldados, y preguntándose si no soñaba. Pero antes que pudiera hacer ningún movimiento, alguien entró precipitadamente en la pieza, y exclamó alegremente:

—El pequeño general, tu hijo, ha llegado.

Wang el Tigre, a causa del frío, había bebido mucho aquella noche, y le costó mucho volver en sí. Se pasó la mano sobre la boca y murmuró:

—En mi sueño pensaba que era algún enemigo.

Y esforzándose por despertar del todo se puso de pie y se dirigió al patio de entrada. Éste estaba totalmente iluminado por la luz de las antorchas, y en medio de esta claridad divisó a su hijo. El muchacho había desmontado de su caballo y permanecía allí, esperando. Al ver a su padre se inclinó, lanzándole una mirada más bien hostil. Wang el Tigre, a quien el frío hacía tiritar, se envolvió en su túnica y vacilante preguntó a su hijo:

—¿Dónde está tu preceptor? ¿Por qué estás aquí, hijo mío?

A lo que el muchacho contestó, casi sin mover los labios:

—Nos disgustamos. Me separé de él.

Entonces Wang el Tigre, saliendo de su extrañeza, comprendió que había habido algún incidente enojoso, del que no convenía hablar delante de todos esos soldados que se amontonaban alrededor de ellos, tal vez ansiosos por escuchar una disputa. Dio media vuelta entonces, ordenando a su hijo que lo siguiera. Entraron juntos a la pieza de Wang el Tigre, y éste hizo salir a todo el mundo, quedándose solo con su hijo. Pero no se sentó. No; permaneció de pie, y su hijo lo imitó, y Wang el Tigre miró a su hijo de la cabeza a los pies, como si nunca hubiera visto a ese joven que era su hijo. Por fin dijo, lentamente:

—¿Qué extraño traje es ése que traes?

Entonces el hijo, levantando la cabeza, contestó con voz tranquila y empecinada:

—Es el uniforme del nuevo ejército revolucionario.

Y pasando la lengua por los labios, permaneció en espera delante de su padre.

En aquel momento Wang el Tigre comprendió lo que su hijo había hecho y lo que era ahora; comprendió que ése era el uniforme del ejército del Sur en la nueva guerra de que había oído hablar, y exclamó:

—¡Es el ejército de mí enemigo!

Y se sentó entonces bruscamente, porque el aire se atajaba en su garganta, impidiéndole respirar. Permaneció allí sintiendo que lo invadía su vieja cólera asesina, como no le había sucedido desde que había matado a la antigua mujer del Leopardo. Y empuñando su espada de hoja delgada y afilada que había quedado sobre la mesa, rugió con su antigua voz:

—¡Eres mí enemigo; debería matarte, hijo mío!

Y empezó a jadear penosamente, porque ahora la cólera había sido tan repentina, que se sentía enfermo, y tragaba y tragaba saliva sin darse cuenta.

Pero el muchacho no se dejaba ahora intimidar como antes, cuando había sido niño. No, permaneció de pie, tranquilo y obstinado, y levantando las manos abrió su túnica, dejando al descubierto su pecho sin vellos. Cuando volvió a hablar, lo hizo con profunda amargura:

—Sabía que querrías matarme. Es tu solo y único remedio.

Y fijando sus ojos en el rostro de su padre, continuó, sin cólera alguna:

—Mátame, pues.

Y esperó con el rostro sereno y duro, iluminado por la luz de las bujías.

Pero Wang el Tigre era incapaz de matar a su hijo. No; en vano se decía que estaba en su derecho, en vano se decía que cualquier hombre con entera justicia puede matar a un hijo rebelde; a pesar de todo, fue incapaz de hacerlo. Arrojó su espada al suelo y, cubriéndose la boca con la mano para ocultar los labios, murmuró:

—Soy demasiado débil; siempre soy demasiado débil; después de todo, soy demasiado débil para ser un señor de la guerra.

Entonces el muchacho, que veía a su padre de pie, con la boca oculta con la mano y el sable en el suelo, se cubrió el pecho y tomó la palabra con voz tranquila y razonable, como si tratara de convencer a un anciano:

—Padre, creo que no comprendes. Ningún hombre viejo puede comprender. No os representáis la nación en su conjunto, no veis cuán débil y desgraciada es.

Pero Wang el Tigre empezó a reír. Contra su costumbre, trataba de reírse fuerte, y dijo, finalmente, en voz alta, sin retirar, no obstante, la mano de la boca:

—¿Te figuras acaso que antes nadie había hablado de esta manera? Cuando yo era joven…, vosotros los jóvenes creéis que sois los únicos…

Y volvió a reír con esa risa extraña y forzada que su hijo nunca había oído. Esto lo aguijoneó, como sí hubiera sido una arma extraña, despertando en él una cólera que su padre tampoco había visto nunca. Exclamó de pronto:

—¡No somos los mismos! ¿Sabes cómo te llamamos? Eres un rebelde, un jefe de ladrones. Si mis camaradas te conocieran te llamarían traidor; pero ni siquiera saben tu nombre; ¡un insignificante señor de la guerra de un pequeño distrito!

Así habló el hijo de Wang el Tigre, que había sido paciente durante toda su vida. Después miró a su padre y sintió vergüenza. Guardó silencio, mientras su cuello se teñía de rojo, y, bajando los ojos, empezó lentamente a desabotonar su cinturón de cuero y lo dejó caer al suelo, donde los cartuchos sonaron. Y no dijo ni una sola palabra más.

Pero Wang el Tigre no contestó nada. Sentado en el sillón, permaneció inmóvil, con la boca siempre cubierta con la mano. Las palabras de su hijo habían penetrado en su cerebro y sentía en él el reflujo de una fuerza que lo abandonaba para siempre. Continuaba oyendo en su corazón las palabras de su hijo. Sí, no era sino un insignificante señor de la guerra; sí, un pequeño señor de la guerra de un pequeño distrito. Entonces murmuró, hablando detrás de la mano, sin convicción ninguna, como si lo hiciera por una vieja costumbre:

—Pero nunca he sido un jefe de ladrones.

Su hijo, realmente avergonzado entonces, replicó de prisa:

—No, no, no.

Y, como para disimular su vergüenza, continuó:

—Padre mío, debo decírtelo: tengo que esconderme mientras mi ejército trata de ganar la victoria. Mi preceptor me había instruido desde hacía años y contaba conmigo. Era mi capitán; no me perdonará haberte elegido a ti, mi padre.

La voz del muchacho se interrumpió y lanzó a su padre una rápida ojeada; y había ternura en esta mirada.

Pero Wang el Tigre no contestó. Era como si no hubiese oído. El muchacho continuó entonces hablando, y de vez en cuando miraba a su padre, como solicitando algo:

—Podría ocultarme en la vieja casa de barro. Podría ir allá. Si me buscaran allí y me encontraran no verían sino a un vulgar campesino y no al hijo de un señor de la guerra.

Y el muchacho esbozó una pequeña sonrisa, como si esperara engatusar a su padre con su tímida chanza.

Pero Wang el Tigre siguió silencioso. No comprendía el significado de las palabras de su hijo cuando decía: «Te he escogido a ti; mi padre». No; Wang el Tigre permanecía mudo, sintiendo que lo invadía la amargura de toda su vida. Salió en aquel momento de su ensueño como un hombre que hubiese caminado durante largo rato en medio de la neblina y miró a su hijo, y vio en su lugar a un hombre que no conocía. Sí, Wang el Tigre había soñado con un hijo y modelado su visión conforme a su sueño, y he aquí que no conocía a su hijo que tenía delante. ¡Un vulgar labrador! Wang el Tigre miraba y veía a su hijo, y a medida que lo miraba, se sentía invadido por un antiguo y conocido desamparo. Era el mismo desamparo que había sentido en su juventud, cuando la casa de barro era su prisión. Una vez más su padre, ese anciano enterrado, alargaba su mano terrosa y la colocaba sobre su hijo.

Y Wang el Tigre, lanzando una ojeada a su propio hijo, murmuró detrás de su mano, como para sí:

—Qué hijo para un señor de la guerra.

De pronto comprendió que aun su mano era incapaz de detener el temblor de sus labios. Sentía la irresistible necesidad de llorar. Y lo habría hecho, si en ese instante su fiel hombre de confianza no hubiese entrado llevando consigo un jarro de vino, de vino caliente, humeante y perfumado.

El anciano hombre de confianza miró a su amo como siempre que entraba a la pieza, y lo que vio entonces lo hizo correr hacia él con la ligereza de que era capaz; y echó vino en el vaso vacío que estaba sobre la mesa.

Entonces Wang el Tigre retiró la mano de su boca. Tomó ávidamente el vaso, y llevándolo a los labios, bebió largamente. Era bueno, caliente, muy bueno. Dejó el vaso y murmuró:

—Más.

Y no lloró.

F I N