XV

LOS dos hermanos mayores de Wang el Tigre habían estado esperando con gran impaciencia noticias de su aventura, pero cada hermano lo demostraba a su manera. Wang el Mayor, desde que su hijo se había ahorcado, pretendía no preocuparse de su hermano, y lloraba a su hijo cada vez que pensaba en él. Su mujer también lo hacía, pero sus lamentos encontraban cierto alivio en las quejas que formulaba contra su marido; a menudo decía:

—Desde el principio dije que no debía ir. Desde el principio dije que era una torpeza para una familia como la nuestra enviar a un hijo para que fuera soldado. Es una vida baja y vulgar.

Al principio Wang el Mayor había sido lo bastante estúpido para contestarle:

—Ignoraba que te oponías a su partida; creí que la deseabas con tanta mayor razón cuanto que no empezaría su carrera de simple soldado; mi hermano lo ascendería a medida que él ascendiera.

Pero la dama, pareciendo olvidar lo que había dicho, exclamó con vehemencia:

—Tú nunca sabes lo que yo digo, pues siempre estás pensando en otra cosa: alguna mujer o algo por el estilo. Dije claramente y a menudo que no debía haber ido, porque, ¿quién es tu hermano, sino un soldado vulgar? Si me hubieras escuchado, nuestro hijo viviría; y era nuestro mejor hijo y con disposiciones para llegar a ser un letrado. Pero nunca he sido escuchada, ni en mi propia casa.

Suspiró con el rostro dolorido, y Wang el Mayor no sabía dónde mirar; estaba molesto, pues él mismo había desencadenado esta tormenta sobre su persona, y no contestó ni una sola palabra, con la esperanza de que su cólera se aplacara así más pronto. La verdad era que, desde que su hijo había muerto, la dama continuamente se quejaba diciendo que, después de todo, había sido el mejor de sus hijos, aun cuando en vida lo regañaba a menudo y pensaba que su hijo mayor era mucho mejor. Pero ahora el mayor no la satisfacía en nada y el muerto le parecía mejor. Quedaba el tercero, el jorobado, pero nunca se inquietaba por él desde que se había ido a vivir con Flor de Peral; y decía, si alguien preguntaba por él:

—Es un poco débil y el aire del campo le prueba bien.

A veces, para no verse obligada a dar las gracias a Flor de Peral, le enviaba algunos regalos, un pote de porcelana floreado o un resto de tela barata de media seda, de hermosa apariencia y color llamativo, que Flor de Peral nunca usaba. Pero Flor de Peral siempre lo agradecía graciosamente, cualquiera que fuese el obsequio, y le enviaba en cambio huevos frescos o algún producto de la tierra. Entonces tomaba la tela y se la daba a la tonta o le hacía una alegre casaca o zapatos para contentarla, y daba el pote al jorobado, si le gustaba, o a la mujer del campesino que vivía en la casa de barro, si ésta prefería la porcelana floreada de la ciudad a su propia loza azul y blanca.

Entre tanto, Wang el Segundo esperaba a su manera recibir noticias de su hermano menor, mientras secretamente se informaba aquí y allá; había oído decir que un jefe de ladrones del Norte había sido muerto por uno joven y valiente, pero no sabía sí era verdad o si el joven y valiente era su hermano. Esperó, pues, ahorrando dinero, mientras llegaba el hombre de confianza y vendió las tierras de Wang el Tigre cuando lo podía hacer con prudencia, colocando este dinero a un subido interés; y si negoció con ese dinero no se lo dijo a nadie, pues lo consideraba justo pago por las molestias que su hermano le ocasionaba, sin perjudicar por esto a aquél, pues nadie habría servido con más interés los negocios de Wang el Tigre. Pero cuando el hombre del labio leporino se detuvo en el umbral de la puerta, Wang el Segundo, ansioso por oír la historia, reflejando en su rostro desacostumbrada vehemencia, hizo entrar al hombre de confianza a su propia pieza y le sirvió té; entonces el hombre de confianza dijo lo que tenía que decir y Wang el Segundo escuchó hasta el final sin despegar los labios.

El hombre de confianza terminó diciendo, como se lo había ordenado Wang el Tigre:

—Tu hermano y mi general dice que no debemos precipitarnos y suponer que ha llegado a la cima de la montaña, pues éste es sólo su primer paso; domina ahora en un pequeño distrito, pero sueña con hacerlo en la provincia.

Wang el Segundo dio un respiro y preguntó:

—¿Pero lo crees bastante seguro como para arriesgar mi dinero?

Entonces el hombre de confianza respondió:

—Tu hermano es un hombre muy inteligente y muchos hombres se habrían contentado con establecerse en el refugio de los ladrones y merodear en la región. Pero tu hermano es demasiado avisado para eso y sabe que un ladrón tiene que ser respetado antes de convertirse en rey; con tal fin ha buscado apoyo en el Estado. Si bien es cierto que sólo se trata de un pequeño distrito, pertenece al Estado y es general del Estado, y cuando llegue la primavera y se trabe en batalla con otros señores de la guerra o encuentre motivos de querella con alguien, entonces se presentará con autoridad y no como un rebelde.

Esta precaución fue muy del agrado de Wang el Segundo, y, como era cerca de mediodía, dijo con más atención de la habitual:

—Ven y come y bebe con nosotros sí crees que puedes soportar nuestra vulgar comida —y salió con el hombre y lo sentó en la mesa familiar.

Cuando la mujer de Wang el Segundo vio al hombre de confianza, le dio la bienvenida a gritos, como era su costumbre, diciendo:

—¿Qué noticias traes de mi hijito el Apestado?

El hombre de confianza, poniéndose entonces de pie, dijo que su hijo se hallaba y se comportaba muy bien y que el general seguramente pensaba ascenderlo, pues siempre lo tenía a su lado. Pero antes de que pudiera continuar, la mujer le gritó que se sentara dejándose de cortesías. Hízolo, y entonces pensó contarle la aventura del muchacho en la cueva de los ladrones, y cuán avisado era y cuán mañosamente había llevado a cabo su hazaña. Pero se contuvo, pues sabía que las mujeres son muy extrañas, de temperamento incierto, y las madres sobre todo, pues ven espantos y daños en todo lo que se refiere a sus hijos, aun cuando no haya motivo para suponerlo. Se contentó con guardar silencio cuando hubo dicho lo suficiente para alegrarla.

Pocos minutos después había olvidado sus preguntas, pues estaba ocupada en muchas cosas y se movía de aquí para allá trayendo y quitando de la mesa diferentes platos, con un niño colgado del pecho, mientras trabajaba. El chiquillo mamaba tranquilamente mientras ella con su brazo libre sacaba alimentos para el huésped, para su marido y para los gritones y hambrientos chiquillos que no comían en la mesa, sino que permanecían de pie en la puerta o en la calle con sus escudillas y palillos; y cuando las escudillas quedaban vacías entraban corriendo en demanda de nuevo arroz y verduras y carnes.

Después de terminada la comida y después de haber bebido el té, Wang el Segundo condujo al hombre de confianza hasta la puerta de la casa de Wang el Mayor y allí le ordenó que esperara hasta que él llamara a su hermano y pudieran ir a una casa de té para conversar. Dijo al hombre que no se mostrara, por miedo a que la dama lo viera, y entonces se verían obligados a entrar y oír su charla durante un rato. Y al decir esto Wang el Segundo pasó a través de uno o dos patios hasta las piezas de su hermano mayor y allí lo encontró profundamente dormido al lado de un brasero lleno de carbones encendidos, roncando después de su comida de mediodía.

Pero cuando Wang el Mayor sintió sobre su brazo el ligero toque de su hermano se levantó dando un bufido, amodorrado aún por el sueño, comprendiendo sólo después de qué se trataba; tomó entonces los vestidos de piel que había dejado a un lado y siguió a su hermano suavemente para no ser oído. Nadie lo vio salir, excepto su linda concubina, quien asomó la cabeza fuera de su puerta para ver quién pasaba, y Wang el Mayor le hizo con la mano un gesto de silencio y ella lo dejó ir, pues, si bien se manifestaba tímida y medrosa delante de la dama, en el fondo era una criatura suave y cariñosa, que seguramente diría que no lo había visto si alguien se lo preguntaba.

Se encaminaron juntos a la casa de té y allí el hombre de confianza contó su historia otra vez; Wang el Mayor se lamentaba en su corazón por carecer de otro hijo que entregar a su hermano menor y envidiaba la suerte de Wang el Segundo, cuyo hijo se desempeñaba tan bien. Pero por entonces se guardó todo para sí y habló amablemente con el hombre y convino en todo lo que dijo su hermano respecto del dinero que debían enviar, esperando llegar de nuevo a su casa.

De pronto sintió que su corazón rebosaba de envidia y salió en busca de su hijo mayor. El muchacho estaba en su pieza de ocioso, recostado en su cama encortinada, leyendo un disoluto y lascivo cuento llamado Las tres hermosas mujeres; cuando vio a su padre se sobresaltó y escondió el libro bajo el vestido, pero su padre estaba tan preocupado que no se fijó en lo que hacía; empezó a hablar de prisa:

—Hijo, ¿deseas siempre ir al lado de tu tío y llegar a ocupar un puesto de importancia?

Pero el muchacho había pasado ya ese momento de su vida y ahora bostezaba delicadamente, y su boca linda y roja parecía la de una niña cuando la abría; mirando a su padre y sonriendo con desgano repuso:

—¿Fui alguna vez tan tonto como para querer ser soldado?

—Pero no serás un soldado —dijo su padre con ansiedad—. Desde el comienzo estarás muy por encima de un soldado, al lado de tu tío.

Y bajando la voz, agregó instando a su hijo:

—Tu tío es un general y se ha establecido por su cuenta gracias a la estratagema más hábil que nunca había oído, y lo peor ha pasado ya.

Pero el muchacho movió la cabeza voluntariosamente, y Wang el Mayor, a medias enojado y a medias esperanzado, miró a su hijo que yacía en la cama. En ese momento un destello de luz iluminó a ese hombre y vio a su hijo tal como era: un mancebo melindroso, molesto y ocioso, sin ninguna ambición, salvo para divertirse; y su único temor era no estar tan bien vestido o menos a la moda que los otros jóvenes que conocía. Wang el Mayor miró a su hijo tendido sobre los cojines de seda de su cama, vestido enteramente de seda hasta en su ropa interior, con zapatos de raso, con el cutis aceitado y perfumado y el pelo también perfumado y alisado con algún aceite extranjero. Porque el mancebo procuraba que su cuerpo fuera totalmente hermoso y estaba a punto de reverenciarse por su suavidad y belleza; y se sentía recompensado cuando los que se divertían con él en las casas de juego o en los teatros lo alababan por ello. Sí, como todos lo podían comprobar, era un joven señor de una casa rica y nadie habría imaginado que su abuelo había sido Wang Lung el labrador, un hombre del campo. En ese instante Wang el Mayor vio por primera vez a su hijo mayor y, aunque era un hombre con la mente embrollada y confundida con muchas pequeñeces, se sintió asustado por su hijo y exclamó con voz aguda muy diferente de su acostumbrado tono ondulante:

—¡Tengo miedo por ti, hijo mío! Temo que no tengas buen fin.

Y exclamó con más severidad que la que nunca había demostrado a su hijo:

—Debes buscar cualquier medio de ganarte la vida y no envejecer aquí en ociosos placeres.

Y deseó, con una especie de temor que ni él mismo entendía, haber sabido aprovechar el momento de ambición del muchacho. Pero era demasiado tarde; el momento había pasado.

Cuando el joven oyó el inusitado sonido de la voz de su padre, exclamó, entre asustado y petulante, sentándose de pronto en la cama:

—¿Dónde está mi madre? Iré y preguntaré a mí madre si quiere que vaya o no, y veré si está tan ansiosa por verse libre de mí.

Pero Wang el Mayor, al oír esto, volvió nuevamente en sí, y dijo apresurada y tranquilamente:

—Bien, bueno; harás lo que te parezca, puesto que eres mi hijo mayor.

Y la nube lo envolvió de nuevo: el momento lúcido había pasado. Suspiró y pensó que era verdad que los jóvenes señores no podían ser como los demás muchachos; y para sí se dijo que la mujer de su hermano era una mujer vulgar, y que sin duda el Apestado era poco más que un sirviente para su tío. Así se consolaba vagamente Wang el Mayor al salir de la pieza de su hijo. Entre tanto, el muchacho se tendió de nuevo sobre su almohadón de seda, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, sonriendo con su indolente sonrisa; y después de un momento buscó el libro que había escondido, y, sacándolo, empezó a leer con el ardor de antes, pues era un libro perverso y sabroso que un amigo le había recomendado.

* * * *

Pero Wang el Mayor no podía olvidar su vago desaliento, pues por primera vez su vida no le parecía tan buena, como siempre lo había creído. Sintió un gran decaimiento cuando vio partir al hombre de confianza, con su mochila de peregrino, su cinturón y su atado atestado de dinero, tanto que apenas podía cargarlo sobre la espalda; y como no se le ocurría qué podía hacer Wang el Tigre por él ahora, pensó que su vida carecía de objeto, pues no tenía hijo que pudiera alcanzar la gloria; no tenía nada, sino esa tierra que aborrecía, pero de la que no se atrevía a desprenderse en su totalidad. Hasta su mujer se dio cuenta de su desaliento; desesperado, entonces le comunicó algunas de sus inquietudes, pues ella lo había enseñado tan bien, que en lo profundo de su corazón la creía más inteligente que él, aunque lo hubiera negado rotundamente si alguno se lo hubiera preguntado. Pero en esta ocasión no encontró ayuda en ella, pues cuando trató de demostrarle lo grande que era ahora su hermano menor, ella, riendo con risa aguda y despreciativa, dijo:

—Un general de un distrito no es un poderoso señor de la guerra, mí pobre viejo, y eres un tonto en estar tan envidioso de él. Cuando sea señor de la guerra en la provincia, entonces habrá llegado el momento de enviar a nuestro hijo menor, o quizá el menor de los tuyos, que ahora está mamando en el seno de otra.

Entonces Wang el Mayor se sentó en silencio, y durante un tiempo no visitó con el mismo deleite los sitios de placer y ni siquiera charlaba con sus numerosos amigos, lo que constituía antes su mayor alegría. No; permanecía solo, aunque había sido hombre que le gustaba ir donde la gente se movía de aquí para allá, aunque no fuese sino el bullicio de la casa, las sirvientas altercando con algún vendedor, y los niños llorando o peleando en el acostumbrado alboroto del diario vivir. Había preferido eso a estar sentado solo.

Pero ahora permanecía solo, pues se sentía desgraciado; por vez primera pensó que ya no era tan joven como antes y que los años se le venían encima repentinamente; le parecía que no había encontrado en la vida lo bueno que podía haber encontrado y que no era tan poderoso como podía haberlo sido. La principal de todas estas vagas desdichas, y ésta no era vaga, era la tierra que había recibido de su padre. Era una verdadera maldición, pues era su único medio de subsistencia y tenía que preocuparse de ella o no comer él ni sus hijos ni sus esposas ni sus sirvientes. A veces creía que pesaba algún hechizo sobre esa tierra; siempre era época de siembra, o época de abonar la tierra, o época de cosecha, y tenía que estar allí de pie bajo el ardiente sol y medir el grano, o época de cobrar sus arriendos; toda la odiada sucesión de labores de la tierra que le obligaban a trabajar cuando por naturaleza era perezoso y gran señor. Sí, aunque tenía un empleado, era tan desconfiado, que se sentía enfermo a la sola idea de que el empleado se enriqueciera a sus expensas; y aunque aborrecía hacerlo, en cada estación se arrastraba penosamente hasta el sitio desde donde podía vigilar lo que se hacía.

A veces se sentaba en su pieza y a veces al pie de un árbol en el patio delantero, bajo el tibio sol del invierno, y gemía al pensar que tenía que vigilar, año tras año, y que los ladrones que le arrendaban la tierra no le pagarían nada. Sí, siempre se estaban quejando: «¡Ah!, este año hemos tenido muchos aguaceros», y «Nunca habíamos tenido una sequía igual», o «Éste es año de langostas»; y ellos y su empleado tenían cientos de artimañas para con el terrateniente, y, cansado de luchar contra todos, culpaba y aborrecía a la tierra. Suspiraba porque llegase el día que Wang el Tigre fuese lo bastante poderoso para que su hermano mayor no tuviese que salir durante el frío y el calor; suspiraba porque llegase el día en que pudiera decir: «Soy hermano de Wang el Tigre», y que esto bastara. Al principio le había parecido muy bien cuando la gente lo llamaba Wang el Terrateniente, pues ése era su nombre ahora; y le había parecido un nombre honorable hasta ese momento.

La verdad era que Wang el Terrateniente encontraba esto muy duro, porque, mientras su padre, Wang Lung, había vivido, había recibido dinero suficiente para sus gastos sin que nada le costara conseguirlo.

Pero después que la herencia había sido dividida trabajaba más de lo que nunca lo hiciera, y, a pesar de todo este trabajo, al que no estaba acostumbrado, no tenía la plata que necesitaba, y sus hijos y sus mujeres nunca parecían preocuparse de lo que él trabajaba.

No; sus hijos tenían que usar ropa de la más fina y gruesas pieles en el invierno, y delicadas y ligeras para adornar sus vestidos en primavera y otoño, toda suerte de sedas para cada estación, y habría sido un golpe capaz de destrozar sus corazones si se hubiesen visto obligados a usar una casaca un poco más larga o un poco más ancha que lo que se llevaba en esa estación, pues lo que más temían era la burla de sus compañeros, los petimetres de la ciudad. Así había sucedido con el hijo mayor, y el cuarto hijo estaba aprendiendo lo mismo. Aunque no tenía sino trece años debía llevar los vestidos cortados así y asá, y un anillo en el dedo, y el pelo perfumado y aceitado y necesitaba una muchacha para servirlo y un sirviente para acompañarlo fuera de casa; y como era el preferido de la madre y temía que los malos espíritus le hiciesen daño, usaba un aro de oro en una oreja; así los dioses, engañados, creerían que era una niña inservible.

En cuanto a su mujer, nunca podía persuadirla de que había menos plata que antes; y si le decía cuando ella solicitaba una suma de dinero: «No tengo ahora para darte eso; puedo darte solamente cincuenta monedas», ella exclamaba: «Pero sí lo había prometido al templo para un nuevo techo para el dios tal, y sí no lo doy perderé mí dignidad. Pero estoy cierta de que tienes, pues gastas el dinero, como si fuera agua, en el juego y con todas esas vulgares mujeres que mantienes; yo soy la única en esta casa que me preocupo de las cosas del alma y de los dioses Quizá algún día tenga que implorar para que salga tu alma del infierno, y te pesará si no tengo dinero entonces».

Wang el Terrateniente se veía entonces forzado a buscar un medio para encontrar el dinero, aunque aborrecía ver que sus buenas monedas pasaban a las manos de los remilgados y tenebrosos sacerdotes, a quienes odiaba y en quienes no creía y de quienes había oído ciertos vergonzosos rumores. Naturalmente, no estaba seguro de que no supiesen algo de magia, y aunque pretendía no creer en los dioses sino como en fantasías propias de mujeres, temía que tuviesen cierto poder.

La verdad era que su mujer estaba ahora en gran intimidad con los dioses, los templos y esta suerte de cosas; su piedad era cada día mayor; pasaba muchas horas yendo de uno a otro dios; y para ella el placer más grande era entrar al templo, inclinada en medio de sus sirvientes, como acostumbraba a hacerlo una gran señora, para visitar a los sacerdotes; a veces el abad salía a saludarla. Y, obsequioso y halagador, le repetía una y otra vez que era la favorita de los dioses, una especie de monja lega que estaba muy cerca del Camino.

Cuando así le hablaban, ella sonreía y bajaba los ojos, como desaprobando lo que oía; y a veces, sin que se diera cuenta cabal de lo que hacía, prometía al sacerdote esto y lo de más allá y una suma de dinero mayor de la que deseaba dar. Pero los sacerdotes no descuidaban alabarla como lo merecía, y colocaron su nombre en muchos sitios, como un ejemplo para las personas devotas; y hasta un templo la representó en una enseña de madera pintada de rojo con letras doradas que significaban cuán devota y cuán buena imitadora de los dioses era esa dama. La enseña colgaba de una pequeña sala del templo, donde mucha gente podía verla. Después de esto, tornóse más orgullosa, más piadosa y devota en sus miradas, y estudiaba la manera de sentarse siempre en actitud reposada, con sus manos enlazadas; y a menudo llegaba con el rosario colgando y murmurando oraciones, mientras los otros chismeaban o hablaban de cosas inútiles. Y como era tan piadosa, era muy dura con su marido, y exigía todo el dinero que necesitaba para conservar la fama que tenía.

Cuando la joven mujer de Wang el Terrateniente vio lo que recibía la dama, quiso también tener su parte, no para los dioses, aunque la muchacha aprendía a charlar sobre ellos para contentar a la dama, sino por el dinero mismo. Y Wang el Terrateniente no comprendía qué hacía con él, pues no se vestía con sedas finas y floreadas, ni compraba objetos de oro para su atavío y peinado. Pero el dinero se le terminaba pronto también, y Wang el Terrateniente no se quejaba por miedo de que la muchacha se presentase llorando ante la dama, y ésta le reprochara su conducta, diciéndole que si había tomado otra mujer, debía pagarle. Porque estas dos mujeres, que se comprendían de extraña y fría manera, estaban siempre de acuerdo contra el marido cuando deseaban algo para ellas.

Un día Wang el Terrateniente supo la verdad: vio a su joven mujer salir por una puerta lateral, y sacando algo del seno entregárselo a alguien que estaba allí; y Wang el Terrateniente vio entonces que el hombre era el padre de la muchacha. Se dijo con amargura:

«De modo que estoy alimentando a este bellaco y a toda la familia seguramente». Y se fue a su pieza y suspiró con amargura, pues se sentía incapaz de remediar nada. Pero con todo, si ella prefería dar lo que recibía a su padre en vez de gastarlo en golosinas y ropas o en cosas del agrado de las mujeres, tenía razón, aunque una mujer debe siempre pensar primero en la casa de su marido. Pero el marido, que no se creía con fuerzas para luchar contra ella, dejó pasar la cosa. En realidad, Wang el Terrateniente se sentía aniquilado, pues no podía controlar sus deseos, aunque honradamente, y por primera vez en su vida, cuando estaba cerca de los cincuenta, trataba de gastar menos dinero en el amor de las mujeres. Pero aún tenía sus debilidades y no podía soportar que le creyesen mezquino cuando había elegido a alguna.

Además de estas dos mujeres, había establecido a la cantante en otra parte de la ciudad. Pero era ésta una linda sanguijuela que, aunque no tenía con ella relaciones de ninguna clase, lo mantenía atado con la amenaza de matarse y de amarlo más que nada en el mundo; y lloraba afirmada contra su pecho y hundía sus afilados dedos entre la gordura de su cuello y se asía de él, y él no sabía qué hacer con ella.

Vivía con ella su vieja madre, una mala bruja que a su vez chillaba:

—¿Cómo puedes abandonar a mi hija, que te lo dio todo? ¿Cómo podría vivir ahora que ha estado alejada del teatro todos los años que ha estado contigo, ahora que perdió la voz y que otras tomaron su lugar? No; la defenderé, y si la abandonas, me quejaré a los tribunales.

Esto era lo que asustaba a Wang el Terrateniente, porque temía la burla de la ciudad sí llegaban a saber todas las obscenidades que ella desembucharía en los tribunales contra él; entonces echaba mano de toda la plata que podía procurarse. Cuando las dos mujeres lo veían asustado se ponían de acuerdo y aprovechaban todas las ocasiones que podían para amenazar y llorar, sabiendo que cuando lo hacían él pagaría sin reparo. Y lo más extraño de todo era que, a pesar de tantos desagrados, aquel gordo y débil hombre no podía liberarse de sus deseos, y en una fiesta cualquiera daba dinero a una cantante que acababa de conocer, aun cuando al volver a su casa y recapacitar al día siguiente en lo que había hecho gemía de su locura y maldecía de su repugnante corazón. Pero ahora, reflexionando durante esas semanas de desaliento, quedó asustado de su falta de vigor; ya ni siquiera comía como de costumbre; y cuando vio que su apetito disminuía temió morir pronto y se dijo que tenía que zafarse de alguna de sus preocupaciones. Decidió entonces vender una gran parte de sus tierras y vivir con ese dinero, gastándolo todo si fuese preciso, aunque sus hijos tuvieran que preocuparse de sí mismos, sí no quedaba lo bastante para el sostenimiento de sus vidas. Y de pronto pensó que era una cosa inútil privarse de todo para dejar a los que vinieran después. Se levantó entonces con decisión, y saliendo en busca de su segundo hermano, le dijo:

—No estoy hecho para los trabajos de un terrateniente, pues soy un hombre de la ciudad, un hombre acostumbrado al ocio. No, no puedo hacerlo con mi volumen siempre en aumento; y los años se van entre las siembras y las cosechas, y si continúo así, cualquier día me caeré muerto con el calor o el frío. Nunca he vivido con gente vulgar que me engañe, a pesar de mis tierras y de mí trabajo. Ahora te pido esto. Trata con mi empleado y vende una buena mitad de mis tierras, y entrégame el dinero que necesito; y el que no necesito me lo pondrás a interés, para verme libre de esas malditas tierras. La otra mitad la conservaré para dejarla a mis hijos. No hay uno solo de mis hijos que me ayude en mi trabajo, y cuando a veces digo al mayor que me substituya y vaya a visitar los campos, siempre tiene alguna cita inevitable con algún amigo, o dolor de cabeza; y sí continuamos así, terminaremos muriéndonos de hambre. Sólo los arrendatarios se hacen ricos con las tierras.

Wang el Segundo miró a su hermano al oír esto y, aunque despreciándolo en el fondo de su corazón, dijo suavemente:

—Soy tu hermano y no te cobraré comisión alguna por la venta; la comprará el que ofrezca mejor precio. Pero tienes que fijar el precio más bajo de cada lote.

Pero Wang el Terrateniente, que sentía ansías de terminar de una vez con la tierra, dijo, apresuradamente:

—Eres mi hermano; vende como mejor te parezca. ¿No puedo confiar en mi propio hermano?

Se fue entonces de excelente humor, porque se veía libre de la mitad de su carga y podía hacer lo que le pareciera y esperar que el dinero llegara a sus manos, como suspiraba desde hacía tiempo. Pero no comunicó a su mujer lo que había hecho, pues podía reprocharle el que se hubiera entregado en otras manos y decir que sí deseaba vender debía haberlo hecho él mismo entre los hombres ricos con quienes iba a fiestas y con quienes parecía en tan íntima amistad; y Wang el Terrateniente no deseaba esto, pues, a pesar de toda su jactancia, creía más en el talento de su hermano que en el suyo propio. Y después de haber hecho esto se sintió renacer con nuevo ardor, y pudo comer como antes, y su vida le pareció satisfactoria, pensando que había otros con mayores preocupaciones que él.

Y Wang el Segundo se manifestó más contento que nunca, porque tenía ahora todo entre sus manos. Decidió comprar para sí la mejor parte de las tierras de su hermano. Verdad era que pagaba un buen precio por ella, pues no era un hombre deshonesto, como la gente suponía; y hasta dijo a su hermano que compraría un pedazo de la mejor tierra para que quedase en la familia. Pero Wang el Terrateniente no supo cuánta tierra compró, porque Wang el Segundo le hizo firmar los recibos cuando estaba algo bebido, y no se preocupó qué nombre decía en ellos; dichoso por el alcohol que había ingerido, le parecía que su hermano era un hombre excelente, digno de toda confianza. Quizá no habría consentido de tan buenas ganas sí hubiese sabido cuánta parte de sus tierras pasaba a poder de Wang el Segundo; pero éste dio gran importancia a los pequeños lotes de tierras más pobres, que vendió a los arrendatarios o a los que deseaban comprar.

Y de este modo Wang el Segundo vendió muchos campos. Pero en su tiempo Wang Lung había sido muy avisado y casi todo lo que había comprado habían sido buenas tierras; y cuando todo el negocio quedó terminado Wang el Segundo tenía en su poder, para sus hijos, las mejores y más escogidas de las tierras de su padre, porque también había comprado la mejor de la herencia de su hermano menor. Con toda esta tierra podía entonces abastecer sus propios mercados de granos e incrementar el oro y la plata de sus almacenes; y tan grande fue su poder en la ciudad y en la región, que la gente lo llamaba Wang el Mercader.

Pero, excepto para el que lo sabía, nadie habría pensado que ese hombre pequeño y enjuto era tan rico, porque Wang el Mercader seguía comiendo la vulgar y escasa comida de todos los días, y no tomó una nueva mujer como muchos hombres ricos lo hacen para mostrar su riqueza, y siguió usando el mismo modelo de túnica de seda color azul pizarra que siempre había usado. No agregó nuevos muebles ni adornos en su casa, y en sus patios no había flores ni cosas inútiles, y lo que antes había habido, ahora no existía, pues su mujer, que era muy económica, criaba bandadas de aves que corrían y entraban a las piezas, para recoger los restos de comida que los niños dejaban caer al suelo, y salían a los patios y arrancaban las hierbas y las hojas verdes, de modo que los patios estaban pelados, salvo unos pocos y viejos pinos que aún vivían; y la tierra se ponía dura y compacta.

Tampoco permitía Wang el Mercader que sus hijos fuesen pródigos ni ociosos. No; se preocupó de cada uno, y todos tuvieron algunos años de estudios para aprender a leer y escribir y contar cuidadosamente sobre el ábaco. Pero no les dejó allí mucho tiempo, para que de ningún modo llegasen a ser letrados, pues los letrados no trabajan en nada; planeó aprendizajes para cada uno, puesto que con el tiempo debían ayudarle en sus negocios.

Al Apestado lo consideraba como hijo de su hermano menor, al segundo decidió hacerlo su ayudante en el campo y los otros empezarían cuando tuvieran doce años.

* * * *

En la casa de barro continuaba viviendo Flor de Peral con los dos niños, y cada día de su vida se asemejaba al anterior, y ella no deseaba sino que siempre fuese así. No se apesadumbraba ya por la tierra, pues si no veía al mayor, veía al segundo de los hijos de su señor muerto salir antes de las cosechas para apreciar el rendimiento del grano y después para pesar la semilla.

Y también oyó decir que Wang el Mercader, como era hombre de la ciudad, era aún más esquilmador[14] como terrateniente que su hermano, porque sabía lo que podía rendir un potrero aun en verde; y no escapaba a su aguda mirada si un labrador ponía el pie sobre la balanza para inclinarla hacia un lado o sí echaba agua al arroz o al trigo, para hacerlo engrosar. Los años que había pasado en el mercado de granos le habían enseñado todas las argucias del campesino para engañar al mercader y al hombre de la ciudad, pues son enemigos por naturaleza. Y si Flor de Peral preguntaba por qué nadie lo veía enojado cuando descubría un engaño así, la respuesta, llena de admiración, era siempre la misma: nunca se enojaba. No; era sólo implacable y tranquilo y más inteligente que cualquiera de ellos; en todos esos campos no lo conocían sino por «El que siempre gana en cualquier negocio».

Era un hombre despreciado y odiado; todos los campesinos lo aborrecían con toda su alma. Pero no sólo no lo preocupaba esto, sino que se sintió halagado de que lo llamaran así; lo supo porque la furiosa mujer de un inquilino se lo gritó acompañado de maldiciones, cuando él la sorprendió metiendo una enorme piedra en el centro de una canasta llena de grano lista para ser pesada.

Más de una vez la mujer de un inquilino lo maldijo, porque la lengua viperina de una mujer es más atrevida que la de cualquier hombre; y sí un hombre era descubierto en un engaño, se mostraba sombrío y avergonzado, pero sí era una mujer, lo maldecía y gritaba tras él:

—¿Cómo es posible que en una generación olvides lo que tu padre y tu madre se afanaron por la tierra al igual que nosotros, y como nosotros pasaron hambre, que así nos trituras la sangre y los huesos?

Wang el Terrateniente, cuando los pobres estaban demasiado amargados, se había asustado, porque sabía que el rico puede temer al pobre que parece paciente y humilde, pero puede convertirse en atrevido despiadado si decide aniquilar a aquéllos que odia. Pero Wang el Mercader no temía nada ni aun después que Flor de Peral, que lo vio un día pasar, le hubo dicho:

—Estaría muy contenta, hijo de mi señor, sí pudieras ser un poco menos exigente con los pobres. El trabajo es muy duro y muchos son tan ignorantes que parecen niños. Me hace daño oír las cosas que dicen sobre los hijos de mi señor.

Pero Wang el Mercader se contentó con reír y continuó su camino. Nada le importaba lo que dijesen si recibía los beneficios. Era el poder y no temía nada, porque se sentía seguro en medio de sus bienes.