XVIII

EL joven se puso en camino por senderos extraviados, a través de los campos. Se había quitado su uniforme de soldado y vestido con el traje grosero del hijo de un campesino; así vestido, con el rostro curtido y sus marcas de viruela, parecía un muchacho del campo, digno nieto de Wang Lung. Montaba su viejo asno blanco, usaba una casaca doblada en vez de silla y con los pies desnudos golpeaba al asno bajo la barriga para que se apresurara. Ninguno de los que lo veían cabalgar, medio dormido bajo el ardiente sol de verano, habría pensado que era portador de un mensaje que haría llegar tres mil fusiles a esa apacible región. Pero cuando no dormía, como gustaba cantar, cantaba una canción celebrando los soldados y la guerra y entonces sucedía a veces que el campesino que labraba su tierra, descontento, levantaba los ojos y lo seguía con la mirada; y una vez uno le gritó:

—Maldito seas por cantar una canción de soldado. ¿Quieres que otra vez esos cuervos negros caigan sobre nosotros?

Pero el muchacho era alegre y despreocupado y, escupiendo a uno y otro lado sobre el polvo del camino para manifestar que se burlaba, continuaba cantando lo que le placía. En realidad, no conocía otras canciones fuera de éstas, pues había pasado tanto tiempo entre hombres despreocupados y belicosos; y los soldados no acostumbran a cantar las mismas canciones que los campesinos en medio de la paz de sus tierras.

Al tercer día llegó a su casa, a mediodía, y cuando se desmontaba del asno en la encrucijada donde la calle lateral se separa de la principal, su primo mayor, que holgazaneaba por allí, abrió, extrañado, los ojos e interrumpiendo un bostezo le dijo, a manera de saludo:

—Y bien, ¿no eres aún general?

Entonces el Apestado contestó, con prontitud y gracia:

—No; pero tengo siquiera el primer grado.

Decía esto para burlarse de su primo, porque todos sabían que Wang el Terrateniente y su esposa siempre habían dicho que su hijo sería un erudito, y que en la próxima estación daría el examen en tal o cual centro científico, convirtiéndose en un grande hombre. Pero llegaba la estación y pasaba el año y el siguiente y nunca se producía lo anunciado. Y el Apestado sabía que ése su primo iba en camino, no de la escuela, sino de una casa de té, y que seguramente acababa de levantarse, fatigado aún por la noche que había pasado quién sabe dónde. Pero el hijo de Wang el Terrateniente, elegante y desdeñoso, examinó a su primo y dijo:

—Tu primer grado de general no te ha puesto una casaca de seda sobre la espalda.

Y, arrogante, continuó su camino sin esperar respuesta, avanzando de modo que su vestido de seda del color de las hojas nuevas del sauce se balanceara a la par que su persona. Pero el Apestado, haciendo una mueca, le sacó la lengua y entró a su casa.

Nada había cambiado en el patio de su morada. Era la hora del almuerzo y la puerta de la casa estaba abierta vio a su padre sentado solo delante de la mesa, mientras los niños corrían por todas partes, comiendo, y su madre, de pie delante de la puerta, con la escudilla pegada a los labios y empujando la comida con los palillos, a la par que masticaba, charlaba con una vecina, que había ido a pedirle algo prestado, a propósito de un pescado salado que, a pesar de estar colgado de una viga del techo, el gato se había robado la noche anterior. Cuando vio a su hijo exclamó:

—Llegas a tiempo para comer, no podrías haber elegido mejor momento.

Y renovó su interrumpida charla.

El muchacho le dirigió una sonrisa y entró a la pieza. Su padre, sorprendido, le hizo una venía con la cabeza y él lo llamó por su nombre, como era costumbre, y tomando una escudilla y un par de palillos la llenó con la comida que estaba sobre la mesa y se sentó de través sobre una silla que estaba a un lado, como los hijos deben hacerlo sí están en presencia de sus mayores.

Cuando hubo comido, el padre se vertió con bastante parsimonia un poco de té en su escudilla del arroz, pues era económico en todo, y mientras bebía hasta el final a pequeños sorbos, preguntó a su hijo:

—¿Traes algún mensaje?

Y el hijo respondió:

—Sí, traigo, pero no puedo decírtelo aquí.

Dijo esto porque sus hermanos y hermanas se apretujaban en torno de él, contemplándolo en silencio, pues para ellos era un extraño al que escuchaban con avidez.

La madre también se acercó para volver a llenar su escudilla, pues tenía muy buen apetito, y seguía comiendo mucho rato después que su marido había partido; contempló también a su hijo, y dijo:

—Has crecido no menos de diez pulgadas. ¿Y por qué llevas esa casaca hecha pedazos? ¿No te da tu tío otra mejor? ¿Qué te da de comer para hacerte crecer así? Apostaría que buena carne y buen vino.

Y el muchacho, sonriendo, respondió:

—Tengo buena ropa, pero no me la he puesto ahora, y comemos carne todos los días.

Al oír esto, Wang el Mercader, asombrado, exclamó, con súbito interés:

—¡Cómo! ¿Todos los días da mi hermano carne a sus soldados?

El muchacho se apresuró en contestar:

—De costumbre, no; pero ahora sí, porque los está preparando para una guerra y los quiere arrojados y valientes. Pero yo como carne siempre, porque no vivo con los soldados; comemos lo que mi tío y su mujer dejan en sus escudillas, yo y sus hombres de confianza.

La madre dijo entonces, ávidamente:

—Háblame de su mujer. Es muy extraño que no nos haya convidado a sus bodas.

—Nos convidó —respondió, presuroso, Wang el Mercader, comprendiendo que no era fácil poner término a esa conversación—. Sí, nos convidó, pero yo contesté que no iríamos. Habría costado un montón de dinero, y tú habrías necesitado nuevos vestidos sí hubieras ido.

A lo que la mujer contestó, con energía y en voz alta:

—Eres un viejo avaro; yo nunca voy a parte alguna.

Pero Wang el Mercader, carraspeando, dijo a su hijo:

—Vamos; aquí no se puede estar en paz.

Y levantándose apartó a sus hijos sin brusquedad y salió seguido por su hijo mayor.

Precediendo a su hijo llegó hasta una pequeña casa de té a la que no iba a menudo y escogió una mesa en un rincón tranquilo. Pero la casa estaba casi vacía; era una hora en que no abundaban los clientes, pues los labradores, después de haber vendido sus cargas, habían regresado a sus casas y los clientes de la ciudad no habían llegado aún para la charla de la tarde. Tranquilos por fin, el hijo de Wang el Mercader le explicó su misión.

Wang el Mercader escuchó atentamente sin despegar los labios hasta que su hijo hubo terminado y sin que se moviera un músculo de su rostro. Puesto en su lugar, Wang el Terrateniente habría abierto tamaños ojos jurando que era algo imposible de realizar; pero Wang el Mercader había llegado a ser tan rico que nada era imposible; y si vacilaba era porque quería estar seguro de que el negocio le reportaría beneficios. Tenía el dinero colocado en todas partes y la gente siempre le pedía prestado. Tenía dinero colocado hasta en los templos budistas como préstamos a los sacerdotes, con garantía sobre los terrenos de esos templos, pues en aquel entonces el mundo no era devoto como antes, y solamente las mujeres, y generalmente las viejas, estaban dispuestas a reverenciar a los dioses, y muchos templos eran ahora pobres. También había colocado dinero en los navíos fluviales y marítimos y en los ferrocarriles, y una fuerte suma en un lupanar[18] de la ciudad, aunque él nunca lo frecuentaba; y su hermano mayor nunca habría imaginado, cuando iba a jugar a esa casa abierta uno o dos años antes, que era la casa de su propio hermano. Pero era un negocio que daba mucho, y Wang el Mercader contaba con la naturaleza del hombre.

De este modo su dinero circulaba por cien secretos canales, y si de pronto hubiera querido recogerlo, miles de personas habrían sufrido. A pesar de ello no comía más ni mejor que antes y se abstenía de jugar, como lo hace todo, hombre que tiene más de lo que necesita para comer y vestirse, y no permitía que sus hijos usaran vestidos de seda; nadie, viendo cómo vivía, habría supuesto cuán rico era. Por lo tanto, podía pensar sin ofuscarse, como lo hubiera hecho Wang el Terrateniente, en tres mil fusiles de fabricación extranjera. Sí alguien hubiera encontrado a los hermanos juntos en la calle, habría dicho que el rico era Wang el Terrateniente al verlo tan monstruosamente obeso y gastando su dinero con tanta facilidad, ataviado de seda y raso y pieles, y todos sus hijos vestidos de seda, excepto el jorobado, que vivía con Flor de Peral y apaciblemente llegaba a la edad de un hombre olvidado día tras día.

Así, pues, después de reflexionar un momento, Wang el Mercader dijo por fin:

—¿Te dijo mi hermano qué garantía me daría por la compra de los fusiles? Necesito una buena garantía, pues la ley prohíbe comprar armas.

Y el muchacho contestó:

—Me dijo: «Di a mi hermano que tome como garantía toda la tierra que le dejé, si no cree en mi palabra, hasta cuando yo tenga el dinero suficiente para pagar esos fusiles. Por mi mano pasan todas las entradas de la región, pero no puedo entregar una suma tan enorme de una vez sin que mis hombres sufran privaciones».

—No quiero más tierras —dijo Wang el Mercader, reflexionando—. Este año ha sido malo, hemos estado próximos a una hambruna y la tierra está barata. Todo lo que le queda no será suficiente. El costo de su matrimonio ha comido gran parte de sus tierras.

Entonces el muchacho, con los ojillos negros y brillantes, dijo, con seriedad:

—Es verdad que mi tío es un grande hombre. Si supieras cómo lo temen. Pero también es un hombre bueno que no mata por el gusto de matar. Hasta el gobernador de la provincia lo teme. Nada lo asusta, no; pues, ¿quién se habría atrevido a casarse con una mujer que dicen que es mitad mujer y mitad zorro? Si tú le proporcionas esos fusiles, tendrá más poder aún.

Las palabras de un hijo no logran convencer a un padre, mas había mucho de verdad en ellas; pero lo que más decidió a Wang el Mercader fue el tener un hermano que fuese un poderoso señor de la guerra. Si sonaba la hora de una guerra, como se rumoreaba en todas partes, y sí la guerra llegaba hasta allí —¿y quién podría asegurar hasta dónde llegaría?—, sus bienes podrían ser confiscados o saqueados, si no por los soldados enemigos, por los pobres sin escrúpulos. Pero Wang el Mercader no tenía ahora la mayor parte de su fortuna en tierras, y las que poseía casi no tenían valor comparadas con sus tiendas y su negocio de préstamos, y en una época en que los hombres pueden libremente despojar a otro de sus bienes, una fortuna de esa naturaleza podía desaparecer tan rápidamente que en pocos días un hombre rico se convertiría en uno pobre si no contara con algún poder secreto para ayudarlo y protegerlo en un caso imprevisto como ése.

Pensaba, pues, que esos fusiles podrían un día servirle de protección, reflexionaba sobre la manera de comprarlos y hacerlos entrar clandestinamente. Podía hacerlo, pues poseía ahora dos navíos que transportaban arroz a un país vecino. Esto era contrario a la ley y tenía que hacerlo en secreto, pero le reportaba un gran beneficio, a pesar de tener que sobornar a los gobernadores, quienes eran tan poco estrictos que si los pagaban bien cerraban los ojos sobre los dos pequeños navíos, que conservaba pequeños adrede, y descargaban su cólera y el peso de la ley sobre los barcos extranjeros o sobre los que no les pagaban nada.

Y Wang el Mercader recordó que sus dos navíos regresaban a veces del país vecino descargados o semicargados con géneros de algodón o chucherías; pensó que fácilmente podría hacer entrar fraudulentamente los fusiles extranjeros entre esas mercaderías; y si era sorprendido podría distribuir dinero aquí y allá y dar a los dos capitanes algo que les cerrara la boca. Sí, podría hacer eso. Y luego, después de haber mirado si no había nadie allí cerca, ni clientes ni sirvientes oficiosos, habló entre dientes, sin mover los labios y muy suavemente:

—Puedo hacer llegar los fusiles a la costa y hasta cierto punto donde el ferrocarril pasa más cerca de mi hermano; pero ¿cómo hacerlo llegar hasta él cuando hay más de un día de camino por un país desierto y sin otro medio de comunicación que a lomo de animal?

Y como Wang el Tigre no había dicho nada sobre esto al muchacho, éste se contentó con rascarse la cabeza, y mirando a su padre, dijo:

—Debo volver y preguntárselo.

Y Wang el Mercader prosiguió:

—Dile que meteré los fusiles entre mercaderías de otra especie, marcadas con otro nombre, y que los haré llegar hasta un sitio convenido y que él deberá transportarlos de allí, de algún modo.

El muchacho, portador de esta respuesta, partió al día siguiente en busca de su tío. Pero esa noche durmió en su casa, y su madre le hizo un plato que le gustaba, una hogaza de pan rellena con ajo y carne de cerdo, un plato muy delicado. Comió lo que más pudo y el resto lo metió en el pecho para comer en el camino. Entonces, montado sobre su asno, tomó el camino que lo llevaba hacia Wang el Tigre.