XXII

CUANDO la primavera florecía y los cerezos estaban cubiertos de flores blancas y los duraznos de rosa pálido, como ligeras nubes que flotaban sobre la tierra verde, Wang el Tigre consultó a sus hombres de confianza respecto de la guerra, y resolvieron esperar dos cosas. La primera, ver el curso que tomaría la guerra entre los señores del Norte y los del Sur, pues la tregua que habían acordado el año anterior no había sido sino que una tregua de invierno, cuando no es posible luchar entre el viento, la nieve y el barro. Fuera de esto, los señores del Norte y del Sur diferían de tal modo en su naturaleza, los unos de cuerpos fuertes, silenciosos y orgullosos, y los otros esmirriados, astutos y hábiles, que, con tanta diferencia de temperamento, y aun de sangre y de lenguaje, era difícil acordar una tregua de larga duración. Además, Wang el Tigre y sus hombres preferían esperar la vuelta de los numerosos espías que había enviado durante el año. Y mientras esperaban llamó a consejo a sus hombres de confianza, para deliberar sobre qué territorio podrían unir al que ya tenían y agrandar así sus dominios.

Se reunieron en la pieza que Wang el Tigre empleaba para su uso personal. Sentáronse cada cual según su rango, y el Gavilán dijo:

—No podemos ir hacia el Norte, pues debemos lealtad al Norte.

Y el Matador de Cerdos, en alta voz, como un eco brutal, pues tenía la costumbre de repetir todo lo que decía el Gavilán, para que no lo creyesen menos inteligente que él e incapaz de tener ideas propias, dijo:

—Sí, y además es una tierra bien pobre y los cerdos son tan espantosamente flacos que no se les puede matar. He visto esos cerdos, y puedo asegurarles que tienen el lomo cortante como cuchillo; se pueden contar los cerdos de una marrana antes que los haya dado a luz. No vale la pena hacer guerra por un país así.

Pero Wang el Tigre dijo, pausadamente:

—No podemos, sin embargo, dirigirnos hacia el Sur, pues si lo hiciéramos perjudicaríamos a mis parientes y a los de mi padre, y un hombre no puede imponer contribuciones a su propia familia.

El hombre del labio leporino nunca hablaba antes que los demás hubiesen dicho lo que tenían que decir. Habló entonces a su vez:

—Hay una región donde antaño estaba mi país natal, pero ahora no tengo nada que ver con ella, y al Sureste de esta región, entre ésta y el mar, hay un país muy rico que toca por un extremo el mar. Hay allí todo un distrito a lo largo de un río que desemboca en el mar; es una buena región, llena de campos y de colinas bajas, y el río está atestado de pescado. La sede del distrito es la única ciudad grande, pero hay muchas aldeas y caseríos, y la gente es económica y lo pasa bien.

Wang el Tigre oyó esto y dijo:

—Sí, pero no es probable que un sitio así no tenga un señor de la guerra. ¿Quién es?

Entonces el hombre de confianza citó el nombre de alguien que antes había sido jefe de ladrones, y que el año anterior se había declarado contra el Sur. Cuando oyó ese nombre, Wang el Tigre decidió avanzar contra ese jefe de ladrones; recordó entonces que odiaba a la gente del Sur, que había encontrado insípidos su desabrido arroz y sus alimentos picantes; y pensando en los detestados años de su juventud, exclamó:

—Es el sitio y el hombre que necesitamos, pues así acrecentaré mis dominios, y esta hazaña me será tomada en cuenta en las guerras generales.

La cosa quedó, pues, decidida. Wang el Tigre llamó a un sirviente para que trajera vino, y todos bebieron, y dio orden de prevenir a los soldados, quienes debían estar prontos a partir, pues se pondrían en camino hacía las nuevas tierras no bien llegaran los primeros espías con noticias del posible curso de la guerra durante ese año. Luego los hombres de confianza se levantaron para despedirse y ejecutar las órdenes recibidas, pero el Gavilán se quedó después que los demás hubieron partido y se inclinó hacía Wang el Tigre para hablarle al oído. Su voz era ronca y su aliento caliente rozaba la mejilla de Wang el Tigre.

—Será necesario conceder a los soldados los días acostumbrados de saqueo, pues murmuran y se quejan de que son manejados con demasiada estrictez y de que no tienen bajo tus banderas los mismos privilegios que con los otros señores de la guerra. Sí no les concedes el derecho a saqueo, no pelearán.

Entonces Wang el Tigre se mordió el bigote tieso y negro que ahora usaba, y dijo de malas ganas, pues sabía que el Gavilán tenía razón:

—Bien, diles que cuando hayamos triunfado tendrán los tres días, pero nada más.

El Gavilán se retiró muy contento, pero Wang el Tigre permaneció pensativo, pues la verdad era que aborrecía el saqueo de la población; pero no veía el medio de prohibirlo, ya que los soldados rehusaban arriesgar su vida y pelear sin ésa recompensa. Así, pues, habiéndola concedido, se sintió molesto durante un momento, pues no podía dejar de imaginar el cuadro de sufrimientos de esa gente, y se reprochaba de ser un hombre demasiado suave para el oficio que había escogido. Tratando de endurecer su corazón, se decía que después de todo los ricos serían los que más perderían, puesto que los pobres no poseen nada que tenga valor, y los ricos bien pueden soportar eso. Pero tenía vergüenza de ser tan débil; por nada habría querido que uno de sus hombres supiese que le repugnaba ver sufrir, por temor de ser despreciado.

Los espías fueron llegando uno después de otro, y cada cual presentaba un informe a su general: decían que, aunque la guerra no había empezado todavía, los señores del Norte y del Sur compraban armas en los países extranjeros, y que la guerra sería inevitable, pues en todas partes se aumentaban y reforzaban los ejércitos. Cuando Wang el Tigre supo esto decidió empezar sin tardanza la guerra por cuenta propia, y ese mismo día ordenó a sus hombres reunirse en un campo en las afueras de la ciudad, pues eran tan numerosos que no podían juntarse adentro; se dirigió allí montado sobre su caballo alazán, escoltado por sus guardias de corps y llevando a su derecha a su sobrino montado, no sobre un asno, sino sobre un buen caballo, pues Wang el Tigre así lo deseaba. Wang el Tigre levantaba la cabeza con aire orgulloso, y todos los hombres lo contemplaban en silencio, pues en realidad, por su apostura, era un soberbio guerrero, de aquellos que no se ven muchos en el mundo; y sus espesas cejas y el bigote que ahora llevaba lo hacían parecer de más de cuarenta años. Permaneció inmóvil para dejarse contemplar un rato, y de pronto interpeló a sus hombres con voz vibrante:

—Soldados y héroes. De mañana en seis días caminaremos hacia el Sureste para conquistar esa región. Es un país rico y fértil, contiguo al río y al mar, y lo que gane lo compartiré con vosotros. Os dividiréis en dos cuerpos, bajo las órdenes de mis hombres de confianza. El Gavilán os conducirá hacia el Este, y el Matador de Cerdos hacia el Oeste. Yo, con cinco mil hombres escogidos, os esperaré en el Norte, y cuando hubiereis atacado a ambos lados, aislando la ciudad que está en medio, yo intervendré para aplastar la última resistencia. Hay allí un señor de la guerra, pero es un vulgar ladrón, y ya sé cómo vosotros, mis buenos muchachos, acostumbráis a tratar a los ladrones.

Luego agregó de muy malas ganas, aunque se esforzara por mostrarse duro

—Si salís victoriosos, tendréis libertad en esa ciudad durante tres días. Pero al cabo del cuarto día toda libertad cesará. Aquel que no contestare al llamado de las cornetas que haré como señal, lo mataré. No tengo miedo de matar ni de morir. Éstas son mis órdenes. Las habéis oído.

Entonces los hombres lo aclamaron con alegría, y en cuanto Wang el Tigre se hubo alejado, todos, ansiosos, deseaban ponerse en camino, y revisaban sus armas, las limpiaban, las afilaban y contaban los cartuchos que tenían. En esa ocasión muchos hombres comerciaron con los cartuchos que tenían; los que eran débiles y se dejaban seducir por el vino o por una visita a una mujer, entregaban cartuchos para conseguir el objeto de sus deseos. Al amanecer del sexto día Wang el Tigre condujo su poderoso ejército fuera de la ciudad. A pesar de lo grande que parecía, había dejado una parte en la ciudad; fue a visitar al magistrado, que no se levantaba a causa de su debilidad, y le explicó que dejaba un ejército para protegerlo a él y a su corte. El magistrado le agradeció con su voz débil, aunque bien sabía que el ejército permanecía allí para vigilarlo. Como era un puesto difícil, el hombre del labio leporino había sido designado jefe, pues los soldados estaban descontentos de quedarse allí; Wang el Tigre se vio obligado a prometerles una gratificación suplementaria en dinero si se portaban bien y custodiaban fielmente la ciudad, y que en la próxima guerra ellos serían los que irían. Así quedaron contentos o, en todo caso, menos descontentos.

Luego, a la cabeza de su ejército partió Wang el Tigre, e hizo correr la voz de que iba a combatir contra un nuevo enemigo que llegaba del Sur para invadirlos; los habitantes, asustados y deseosos de agradarle, y el gremio de los comerciantes le dieron una suma como obsequio, y muchos ciudadanos acompañaron al ejército hasta la salida de la ciudad y permanecieron allí para ver ondear la bandera de Wang el Tigre y presenciar la muerte de un cerdo, que se ofrecía como sacrificio para obtener que la suerte favoreciera esa guerra.

Terminada la ceremonia, Wang el Tigre se puso en camino. Contaba para hacer la guerra no sólo con sus hombres y sus armas, sino con una gruesa suma de dinero, pues era un general demasiado hábil para arrojarse de inmediato en la batalla; parlamentaría primero, mientras pensaba qué uso podría dársele al dinero, y si éste era inútil al principio, podría servir, por ejemplo, para comprar a un hombre importante que abriera las puertas de la ciudad.

Era mediados de primavera, y el trigo en los campo tenía dos pies de altura o más y estaba a punto de formarse en espigas. Wang el Tigre, mientras cabalgaba, paseaba su mirada por esa tierra verdegueante. Se sentía orgulloso de su belleza y de su fertilidad, pues estaba bajo su dominio, y la amaba como un rey puede amar su reino. Pero como era un hombre razonable, mientras contemplaba esa belleza buscaba en su mente un nuevo sitio donde poder fijar nuevos impuestos para mantener el enorme ejército que ahora tenía y para aumentar su reserva privada.

Así salió de su propia región, y cuando hubo llegado lo bastante lejos hacía el Sur para encontrar bosques de granados con las ramas cubiertas de hojas pequeñas color de fuego, comprendió que eran tierras nuevas. Miraba a todos lados y por todas partes veía campos fértiles y cuidados, animales bien alimentados y niños gordos, y se alegraba por ello. Pero cuando pasaba con sus hombres los campesinos que trabajaban la tierra levantaban los ojos y fruncían las cejas al verlos, y las mujeres, que un momento antes charlaban y reían juntas, tornábanse silenciosas y pálidas y los seguían con la mirada, y muchas madres tapaban con sus manos los ojos de sus niños. Y sí los soldados entonaban alguna canción guerrera, como a menudo lo hacían al marchar, entonces los hombres que trabajaban en los campos los maldecían al oírlos turbar la paz reinante. Hasta los perros se lanzaban furiosos fuera de las ciudades para morder a esos desconocidos, pero cuando veían cuán numerosos eran, retrocedían desconcertados, con la cola entre las piernas. A cada momento un buey, asustado por todo ese ruido, se escapaba de donde estaba amarrado, y sí estaba enyugado, arrastraba el yugo, el arado y al labrador detrás. Entonces los soldados lanzaban risotadas, pero Wang el Tigre cortésmente se detenía hasta que el hombre hubiera recuperado su animal.

En las ciudades y en las aldeas la gente, consternada, enmudecía cuando los soldados entraban por las puertas riendo y atropellándose, y pidiendo a gritos té, vino, pan y carne, y los almaceneros ponían mala cara detrás de sus mostradores, porque temían que les quitaran las mercaderías sin pagarles; había algunos que bajaban las puertas de madera de sus tiendas, como sí hubiese llegado la noche. Pero Wang el Tigre había dado desde el comienzo orden de no tomar nada sin pagar, distribuyendo dinero a sus hombres para que comprasen lo necesario para comer y beber. Pero sabía, no obstante, que el mejor general es incapaz de manejar miles y miles de hombres sin principios, y aunque había dicho a sus capitanes que los haría responsables de cualquier desorden, sabía que forzosamente ocurrirían muchos, y todo lo que podía hacer era gritar: «¡Sí llego a saber eso, te mataré!». Y esperaba que con esto los hombres se tranquilizarían, y él no trataba de saber qué había sucedido.

Pero Wang el Tigre imaginó un medio de contener y sus hombres hasta cierto punto. Cuando llegaban a una ciudad los hacía detenerse en una aldea y, acompañado de algunos centenares, salía en busca del comerciante más rico del lugar. Cuando lo encontraba le pedía que juntara a todos los otros comerciantes y los esperaba en la tienda del más rico. Cuando todos estaban allí, asustados y atentos, Wang el Tigre, también atento, les decía:

—No creáis que he venido a extorsionaros y a tomar más de lo que debo. Es cierto que tengo muchos miles de hombres en la aldea, pero bastará que me entreguéis una suma suficiente para mis gastos durante esta parte del camino y conduciré a mis hombres más lejos y sólo pasaremos aquí la noche.

Entonces los comerciantes, pálidos y asustados, hacían avanzar al que hacía de jefe y éste balbuceaba una suma, pero Wang el Tigre sabía que era la más baja que podía enunciar, y sonriendo fríamente bajaba las cejas y decía:

—Veo que tenéis hermosas tiendas, mercados de granos y de aceite, sederías y géneros, y veo que vuestros conciudadanos están bien vestidos y bien alimentados, y que vuestras calles son hermosas. ¿Y diréis que vuestra ciudad es tan pequeña y pobre como eso? Vergüenza debía daros proponer suma semejante.

Así, cortésmente, los forzaba a elevar la suma y nunca los amenazaba con brutalidad como lo hacen ciertos señores de la guerra, y no decía que dejaría a sus soldados en libertad en la ciudad si no le daban esto y aquello. No; Wang el Tigre no empleaba sino medios legítimos, pues se decía que esa gente debía vivir también y que no se podía pedirles más de lo que razonablemente podían dar. Al final de cuentas, como fruto de su cortesía, obtenía lo que pedía, y los comerciantes se mostraban contentos de desembarazarse de él y de su horda con tanta facilidad.

De este modo Wang el Tigre avanzó con sus hombres hacía el Sureste, donde estaba el mar, y cada vez que se detenía en una ciudad recibía una suma de dinero que los comerciantes le entregaban; partía al alba y éstos quedaban contentos. Pero en las aldeas y en los caseríos pobres Wang el Tigre no pedía sino un poco de comida y tomaba la menor cantidad posible.

Durante siete días y siete noches Wang el Tigre condujo a sus hombres, y al cabo de esos siete días había aumentado el dinero que llevaba gracias a las sumas recibidas, y sus hombres, bien alimentados, mostrábanse bien dispuestos y llenos de esperanza. Al término de los siete días estaba a menos de un día de marcha de la ciudad de la que había proyectado apoderarse, en el corazón mismo de esa región; avanzó entonces a caballo hasta una pequeña colina desde donde podía divisarla. Allá lejos, la ciudad se extendía como un tesoro encerrado por su muralla y engastado en los campos verdes y ondulantes; Wang el Tigre sintió latir apresurado su corazón dentro del pecho al verla tan hermosa y bajo un cielo tan bello. Allá corría el río como lo había oído decir, y la puerta Sur de la ciudad llegaba al río, de modo que la ciudad parecía una joya suspendida de una cadena de plata. Apresuradamente Wang el Tigre envió a sus mensajeros a esa ciudad custodiada por mil hombres, declarando al señor de la guerra que ocupaba la ciudad que Wang el Tigre había llegado del Norte para librar la población de un ladrón, y que sí el ladrón no quería retirarse pacíficamente mediante una suma dada, entonces Wang el Tigre se vería obligado a avanzar contra la ciudad con sus decenas de miles y miles de hombres valientes y armados.

Pues bien, el señor de la guerra de este lugar era un valiente y antiguo ladrón, tan siniestramente negro y espantoso, que la gente lo llamaba, comparándolo con el dios negro que se encuentra a la entrada de los templos para servirles de guardián. Liu el portero. Cuando hubo oído el insolente mensaje que Wang el Tigre le había enviado entró en una cólera tan espantosa, que mugía de ira, sin poder articular ni una sola palabra; cuando pudo hacerlo, dijo a sus mensajeros:

—Id a decir a tu amo que puede pelear si así lo desea. ¿Quién puede temerlo? Nunca he oído hablar de ese perro que se hace llamar Wang el Tigre.

Los mensajeros volvieron, pues, y repitieron textualmente sus palabras a Wang el Tigre. Éste a su vez se indignó, secretamente herido de que ese señor de la guerra dijera que no había oído pronunciar jamás el nombre de Wang el Tigre, y se preguntaba si en realidad no era tan conocido como él lo creía. Pero rechinando los dientes dirigió un discurso a sus hombres, y ese mismo día avanzaron contra la ciudad, estableciendo sus campamentos en torno de ella. Pero las puertas estaban cerradas de tal modo que no podían entrar. Wang el Tigre ordenó a sus hombres que permanecieran acampados hasta el alba e hizo levantar una hilera de tiendas alrededor del foso de la ciudad a fin de que los hombres pudieran vigilar lo que hacía el enemigo y le llevaran noticias.

Llegada la aurora, Wang el Tigre se levantó y despertando a sus guardias hizo llamar a todos los hombres al son de cornetas y tambores. Cuando estuvieron reunidos, Wang el Tigre les ordenó que estuviesen prontos para la batalla cuando él lo ordenara, aunque fuera preciso esperar un mes o dos. Luego, acompañado de sus guardias, se dirigió a una colina situada al Este de la ciudad, donde había una antigua pagoda[23]; subió hasta allí, dejando a sus hombres abajo para que vigilasen y para aterrorizar a algunos ancianos monjes que estaban en el templo vecino; vio entonces que a pesar de la poca extensión de la ciudad, que no debía contar con más de cincuenta mil almas, las casas eran bien construidas, con los techos de tejas negras puestas unas sobre otras, como las escamas de un pescado. Bajó, pues, y reuniéndose con sus hombres los llevó al otro lado del foso, pero una lluvia de balas brotó de arriba del muro, y Wang el Tigre tuvo que retirarse precipitadamente. No le quedaba sino que esperar; se reunió con sus capitanes, quienes le aconsejaron poner sitio a la ciudad, pues un sitio es más seguro que una batalla, puesto que la gente tiene que comer. Esto parecía bien a Wang el Tigre, pues muchos de sus hombres podrían ser muertos si atacaban ahora la ciudad; las puertas eran firmes y las vigas tan bien unidas con planchas de hierro, que Wang el Tigre no sabía cómo vencer. Además, si mantenían las puertas bloqueadas para impedir que entrara alimento, al cabo de un mes o dos el enemigo, debilitado, debería necesariamente someterse, en tanto que si peleaban ahora, el enemigo estaría fuerte y bien alimentado, y no podría asegurarse de qué lado estaría la victoria. Así pensó Wang el Tigre, y le pareció preferible esperar el momento en que podría presentar batalla estando seguro de la victoria.

Ordenó en consecuencia, a sus soldados que vigilaran todo el muro de la ciudad, pero que se mantuviesen lo bastante alejados para que las balas, sin tocarlos, cayeran inútiles en el foso. Los soldados rodearon, pues, la muralla, y nadie podía entrar ni salir; todos se alimentaban con los productos de la tierra vecina, y comían las aves, las legumbres, la fruta y el trigo que tenían los campesinos; y como pagaban algo por lo que tomaban, los campesinos no se unieron contra ellos, y el ejército de Wang el Tigre estaba bien provisto. Llegó el verano y la cosecha fue hermosa y abundante, pues en esa región el año había sido ni muy seco ni muy lluvioso, aunque se decía que en el Oeste, detrás de las montañas, no había caído lluvia y que el hambre se dejaba sentir. Cuando Wang el Tigre oyó esto se dijo que el destino seguía protegiéndolo, pues aquí había abundancia.

Así transcurrió un mes, y Wang el Tigre esperaba día tras día en su tienda, y nadie salía de la ciudad bloqueada. Después de otros veinte días de espera sus hombres y él se sentían invadidos por la ira, pero el enemigo permanecía siempre invisible, y en cuanto alguien atravesaba el foso las balas empezaban a llover desde los muros de la ciudad. Wang el Tigre, sumamente extrañado, decía:

—¿Qué puede quedarles para comer que todavía tienen fuerzas para sostener el fusil?

Y el Gavilán, que estaba allí, escupió como signo de admiración ante un enemigo tan valiente; y después de haberse limpiado la boca dijo:

—Deben haberse comido los perros, los gatos y todos los animales, y hasta los ratones que hayan atrapado en sus casas.

* * * *

Así pasaban los días y no veían huellas de vida en la sitiada ciudad, hasta el final del segundo mes. Entonces Wang el Tigre, que había salido una mañana, como lo hacía todos los días, para ver si se había producido algún cambio, vio agitarse una bandera blanca encima de la puerta del Norte, donde él estaba acampado. Con gran prisa y agitación ordenó a sus hombres que levantaran bandera blanca, seguro de que el fin había llegado.

Entonces la puerta Norte se abrió un poco, lo justo para dejar pasar un hombre, y luego se volvió a cerrar con ruido de fierros. Del otro lado del foso donde estaba su campamento, Wang el Tigre acechaba jadeante; vio avanzar lentamente a un joven llevando una bandera blanca en la punta de un palo de bambú. Entonces gritó a sus hombres que se pusieran en fila, y él se colocó detrás de ellos en espera del parlamentario. Cuando hubo llegado lo bastante cerca para ser oído exclamó:

—He venido a hacer proposiciones de paz; os pagaremos una suma y todo lo que poseemos si aceptáis retiraros en paz.

Entonces Wang el Tigre rió con su risa muda y dijo burlándose:

—¿Crees que hemos venido de tan lejos por sólo el dinero? Puedo conseguirlo en mis propias regiones. No: es preciso que vuestro señor de la guerra se entregue, pues necesito esta ciudad y esta región para que forme parte de la mía.

Entonces el joven se apoyó sobre el palo y lanzando a Wang el Tigre una mirada de angustia, imploró:

—Tened piedad y llevaos vuestros hombres.

Y se dejó caer con el rostro pegado al suelo delante de Wang el Tigre.

Pero Wang el Tigre sentía que la cólera le invadía como siempre cuando encontraba oposición; irritado, gritó:

—No me retiraré hasta que esta tierra sea mía.

Entonces el joven se levantó, y, echando hacia atrás la cabeza con orgullo, dijo:

—Quedaos, pues, y pasad vuestra vida aquí si queréis; podremos soportarlo.

Y sin agregar una palabra se volvió hacía la puerta.

Entonces Wang el Tigre sintió que su antigua cólera lo invadía y se dijo que era sorprendente que el enemigo pudiera enviar a un mensajero tan descortés, que ni siquiera había cumplido con ninguna de las ceremonias de cortesía; y mientras más pensaba en ello más aumentaba su cólera, y de pronto, antes de que se hubiera dado cuenta, furioso, gritó a un soldado:

—Toma tu fusil y dispara contra ese hombre.

El soldado obedeció y disparó tan certeramente que el joven cayó con el rostro contra el suelo, sobre el estrecho puente que cruzaba el foso y su bandera cayó a la corriente y el palo perezoso quedó flotando sobre la superficie, cuyas aguas barrosas ensuciaban la blancura de la bandera. Wang el Tigre ordenó entonces a sus hombres que fueran en busca del joven; así lo hicieron, de prisa y temerosos de que un disparo llegara desde la muralla, pero no se oyó ninguno.

Wang el Tigre, extrañado, se preguntaba qué podía significar tal silencio; pero se extrañó aún más cuando vio al joven cubierto ya por la palidez de la muerte, pues este hombre no parecía haber pasado hambre. No; cuando hubo ordenado que le quitaran los vestidos para ver su carne, el hombre apareció no gordo, pero sí lo bastante lleno para ver que había comido durante ese tiempo.

Desanimado entonces al verlo, exclamó:

—Sí este muchacho está gordo, ¿qué pueden comer que les permite resistir contra mí?

Y maldiciendo, dijo:

—¡Bah!, yo también puedo pasarme la vida en este sitio.

Como estaba tan furioso, desde ese día ordenó a sus soldados que tomaran lo que necesitaran sin mayores preocupaciones; y cuando los veía apoderarse de los víveres y de las mercaderías de la gente de los suburbios que rodeaban la ciudad o de los campesinos que había dispersos aquí y allá, no se los impedía como antes lo hubiera hecho; y cuando un labrador se quejaba o cuando alguien, bajo juramento, acusaba a un soldado de haberse introducido en una casa particular y de haber hecho lo que no debía, Wang el Tigre respondía, con enfado:

—Sois todos un lote de malditos; creo que secretamente enviáis víveres a esa ciudad, pues, si no, ¿de qué se alimentan?

Pero los labradores juraban una y otra vez que no lo hacían y a veces uno de ellos contestaba, con tristeza:

—¿Qué nos importa qué señor nos gobierne? ¿Creéis que amamos a ese viejo ladrón que nos ha tenido hambrientos con sus impuestos? Señor, sí nos tratarais con piedad e impidierais que vuestros hombres nos hiciesen daño, preferiríamos teneros en su lugar.

Pero Wang el Tigre tornábase más áspero a medida que el verano avanzaba. Maldecía del calor y de los miles de moscas que se desarrollaban entre los montones de suciedades que numerosos soldados hacen necesariamente, y de los mosquitos que salían de las aguas detenidas del foso, y pensaba con irritación en la ciudad donde estaban sus propios patios y donde sus dos mujeres lo esperaban, y la cólera le impedía ser bueno como antes, sus hombres tornábanse insubordinados y no hacía nada por evitarlo.

Durante el tiempo de los grandes calores, una noche ardiente, en que brillaba la luna, Wang el Tigre salió de su tienda en busca de frescor, pues no podía dormir. Se hizo acompañar solamente por su guardia de corps, que bostezando y medio dormido, lo seguía mientras se paseaba de aquí para allá. Wang el Tigre contemplaba como siempre las murallas de la ciudad que altas y negras se alzaban bajo la luz de la luna y que le parecían inexpugnables. Mientras las contemplaba sintió renacer su cólera, aunque a decir verdad su cólera no disminuía ahora, y se juró hacer pagar caro a los hombres, a las mujeres y aun a los niños los desagrados de esa guerra que había emprendido. En ese momento vio, sobre la obscuridad del muro, moverse una mancha más obscura que avanzaba hacia abajo. Se detuvo, mirándola fijamente. Al principio no podía creer que la había visto, pero a fuerza de mirar terminó por cerciorarse de que algo pequeño y obscuro caminaba como un cangrejo entre las yedras y los arbustos secos, pegado a la muralla. Por fin comprendió que era un hombre. El hombre llegó hasta el suelo, y a la luz de la luna, Wang el Tigre vio que traía un trapo blanco.

Entonces ordenó a un hombre que saliera a su encuentro con una bandera blanca y que le trajera al individuo mientras él esperaba, forzando la mirada para tratar de ver quién era ese hombre. Cuando hubo llegado al lado de Wang el Tigre, se arrojó al suelo golpeando la cabeza en demanda de piedad. Pero Wang el Tigre rugió:

—¡Ponedlo de pie para que lo vea!

Dos soldados se adelantaron para levantar al hombre, y Wang el Tigre lo miró; y a medida que lo miraba era tal su ira, que sentía como un nudo en la garganta, pues ese hombre no estaba tampoco hambriento. No; estaba delgado, pálido, pero no muerto de hambre. Wang el Tigre vociferó:

—¿Has venido para entregar la ciudad?

Y el hombre respondió:

—No; el jefe no quiere rendirse, pues cuenta aún con víveres y los que dependemos de él recibimos alimentos todos los días. El pueblo se muere de hambre, es verdad, pero esto no nos importa, ya que podemos resistir aún, mientras llegan refuerzos del Sur, pues en secreto bajamos a un hombre por encima de la muralla.

Entonces Wang el Tigre, intranquilo y conteniendo como mejor podía su cólera, replicó con indecisión:

—¿Para qué has venido sí no es para entregar la ciudad?

Y el hombre dijo, con aire sombrío:

—He venido por mi propia cuenta. El general bajo las órdenes del cual sirvo se ha portado muy mal conmigo. Sí, es un individuo grosero, inculto y sin educación, y yo soy de sangre noble. Mi padre era un erudito y estoy habituado a la cortesía. Este general me hizo avergonzarme en presencia de mis propios soldados. Un hombre puede perdonar mucho, pero no puede perdonar un insulto que lo afecta no solamente a él, sino a sus antepasados, a quienes ahora representa; y los antepasados de él eran, si es que alguna vez los tuvo, gente que los míos habrían podido tomar de sirvientes.

—Pero ¿qué te hizo? —preguntó Wang el Tigre, extrañado de esta aventura.

El hombre respondió con sombrío furor:

—Me humilló burlándose del modo como sostenía mi fusil, cuando en esto estriba mi mayor habilidad; puedo apuntar sin fallar nunca.

Entonces una luz empezó a brillar para Wang el Tigre, pues sabía que la burla y la humillación son capaces de engendrar en el corazón del hombre el odio más feroz, aun contra un amigo, y sabía que un hombre es capaz de cualquier cosa para vengarse de quien lo haya humillado, sobre todo si es orgulloso como ese hombre parecía serlo. Wang el Tigre le preguntó entonces, sin rodeos:

—¿Cuál es tu precio?

El hombre miró entonces a su alrededor, y viendo a los soldados de la guardia de corps de Wang el Tigre que escuchaban con la boca abierta, se inclinó y dijo en un susurro:

—Llévame a tu tienda, donde podré hablar con libertad.

Entonces Wang el Tigre entró a su tienda y ordenó que introdujeran allí al hombre, dejando adentro cinco o seis soldados para que lo protegiesen de una posible traición. Pero Wang el Tigre comprobó que no tenía ninguna idea de traición, sino de venganza, cuando el hombre le dijo:

—Siento tal ira y odio que estoy dispuesto a volver a pasar el muro y a abrirte la puerta. No te pido sino que nos admitas bajo tu bandera a mí y a algunos hombres que tengo bajo mis órdenes, y que nos protejas, porque sí el ladrón no muere, como es mi más encarnizado enemigo, puede hacerme buscar y matar.

Pero Wang el Tigre no quiso aceptar una ayuda tan generosa sin dar nada en cambio y dijo entonces, mirando de frente al hombre que estaba de pie entre dos soldados:

—Eres un hombre digno y de corazón, pues no has podido tolerar un insulto. Estoy contento de tener a mi lado a un hombre de corazón y a un valiente. Vuelve y di a tus camaradas y a los soldados que tomaré bajo mis banderas a todos los que se rindan, con sus fusiles, y que no haré matar a ninguno. Tú serás capitán de mi ejército y te daré doscientas monedas de plata y cinco monedas a cada hombre provisto de fusil.

Entonces el rostro contraído del hombre se iluminó y exclamó con entusiasmo:

—Eres el general que he buscado toda mi vida; te abriré la puerta en el instante en que el sol llegue al cenit en este mismo día que empieza ahora.

El hombre dio medía vuelta con brusquedad y regresó a la ciudad; Wang el Tigre, levantándose, salió de su tienda para seguir con la mirada al hombre, mientras trepaba como un mono con agilidad y pericia por la muralla, ayudándose de las raíces y los arbustos nudosos, hasta que desapareció detrás de la muralla.

Entonces el sol se levantó como una orla de cobre rojo en el horizonte de los campos; Wang el Tigre ordenó a sus hombres que se prepararan sin hacer ruido, por temor de que el enemigo sospechara el nuevo plan. Pero muchos de los hombres no ignoraban ya que alguien había salido de la ciudad y durante la noche se habían preparado sin encender ni una antorcha. Y, además, la luz de la luna había sido tan brillante que más parecía un sol pálido, y los hombres veían con la suficiente claridad para distinguir si los gatillos estaban bajos y para pasar un cordón por el ojete de un zapato. Cuando apareció el sol, todos los hombres estaban en su puesto, y Wang el Tigre dio orden de distribuirles carne y vino para darles valor, y así, alimentados y fortificados, esperaron el redoble de tambor que debía lanzarlos hacia adelante.

Cuando el sol estuvo alto y en todo su brillo, hiriendo con un calor sin viento la llanura donde se extendía la ciudad, Wang el Tigre lanzó un grito desde el sitio donde estaba y los hombres se reunieron, como les había sido ordenado, en seis largas filas, lanzando gritos, y el clamor se propagó como un eco. Y gritando, cada cual tomó sus armas, un fusil y un cuchillo, y se lanzaron hacía adelante.

Algunos cruzaron el foso por el puente, pero la mayoría lo atravesaron corriendo, pues era poco profundo, y chorreantes escalaron la orilla opuesta y allí se amontonaron contra el muro de la ciudad, agrupándose delante de la puerta que daba al Norte. Pero los capitanes impidieron que Wang el Tigre permaneciera muy cerca del frente, pues ignoraban si en el último momento el hombre mantendría su palabra y si no habría traición. No obstante, Wang el Tigre tenía confianza en ese hombre, pues sabía que la venganza es la clase de odio más seguro.

Así esperaron, pero ningún ruido salía de la ciudad y no se disparaba ni un tiro sobre el muro de ella. Y cuando el sol llegó al cenit, Wang el Tigre, envarado por la espera, vio abrirse la enorme puerta de hierro y alguien se inclinó y asomó la cabeza en tanto que una raya de luz aparecía en lo alto de la puerta. Lanzó entonces un llamado y los soldados se lanzaron hacia adelante, y Wang el Tigre con ellos, y abalanzándose contra la puerta, que se abrió de par en par, se repartieron por las calles de la ciudad, como el agua de un dique que revienta; el sitio estaba terminado.

Sin perder ni un momento Wang el Tigre ordenó que lo condujeran al palacio donde vivía el jefe de ladrones, y rugiendo dijo a sus hombres que no estarían libres hasta no haber encontrado al antiguo jefe. Entonces éstos, impulsados por su avidez, lo arrastraron hasta el palacio, interrogando con brutalidad en el camino a todo hombre aterrorizado que encontraban. Pero cuando Wang el Tigre hizo su entrada en los patios, con gran acompañamiento de tambores y trompetas, éstos estaban vacíos, pues el jefe de los ladrones había huido. No se sabe cómo había sabido la traición, pero mientras los hombres de Wang el Tigre penetraban como un torrente por la puerta del Norte, el antiguo ladrón y sus fieles partidarios escapaban por la del Sur huyendo a través del campo. Al oír esto de boca de los soldados que no lo habían acompañado, Wang el Tigre se precipitó hacia el muro Sur de la ciudad, pero sólo divisó en la lejanía una fugitiva nube de polvo. Permaneció indeciso preguntándose si debía perseguirlo o no; pero, si había obtenido cuanto deseaba, es decir, la ciudad y la llave de esa región, ¿qué significaban un ladrón y unos pocos hombres?

Bajó entonces y entró al palacio desierto, donde los numerosos soldados del enemigo que quedaban allí le presentaron homenaje implorando su protección. Se sintió contento al ver su número, pues mientras estaba en la sala principal se presentaron en grupos de diez y de veinte; pero eran los hombres más flacos y más deshechos que había visto, salvo durante los años de hambruna. Mas tenían armas, y cuando se arrodillaban delante de él y estiraban sus manos en señal de sumisión, Wang el Tigre los aceptaba y ordenaba que les dieran de comer hasta saciarse y que a todos se les distribuyeran cinco monedas de plata. Y cuando el hombre que había traicionado al jefe de los ladrones entró a la cabeza de su compañía, Wang el Tigre le dio en persona las doscientas monedas de plata que le había prometido, y ordenando que trajeran un uniforme de capitán lo entregó también al hombre. De este modo recordó Wang el Tigre lo que el hombre había hecho por él y lo recompensó recibiéndolo en sus filas.

* * * *

Cuando todo estuvo terminado, Wang el Tigre comprendió que debía cumplir la promesa hecha a sus hombres, pues los había sujetado durante tanto tiempo que ya rehusaban dejarse manejar de allí en adelante. Les dio, entonces, completa libertad, sintiendo tener que hacerlo. Cosa curiosa, ahora que tenía lo que deseaba, su cólera contra la población había desaparecido y le repugnaba hacerla sufrir. Pero tenía que mantener la palabra dada a sus hombres; después de haberles concedido libertad durante tres días, se encerró en el palacio, haciendo cerrar las puertas, y permaneció allí sólo con sus guardias de corps. Pero estos doscientos o trescientos hombres estaban impacientes y reclamaban su turno y, por fin, Wang el Tigre se vio obligado a dejarlos salir y a llamar otros en su lugar; y cuando éstos llegaron con los ojos rojos de lujuria y los rostros sombríos e inflamados, Wang el Tigre apartó la mirada para no pensar en lo que estaba sucediendo en la ciudad. Cuando su sobrino, al que siempre conservaba a su lado, quiso salir para ver qué pasaba afuera, Wang el Tigre estalló, feliz de tener en quien desahogar su ira:

—¿También mi propia sangre quiere salir como esos hombres groseros y vulgares?

Y no permitió que el muchacho se moviera de su lado y lo tuvo constantemente ocupado enviándolo a buscar esto o aquello para comer o beber, o lo que necesitaba para su atavío, y cuando oía algunos gritos debilitados que llegaban hasta los patios a pesar de las ventanas cerradas, Wang el Tigre se mostraba más déspota y más enojado que nunca con su sobrino, tanto, que el muchacho, sudoroso a causa del mal humor de su tío, no se atrevió a contestarle ni una sola palabra.

La verdad era que Wang el Tigre no era cruel sino cuando estaba encolerizado, lo que ciertamente es una debilidad en un señor de la guerra, cuyo único medio para alcanzar la gloria es la muerte; Wang el Tigre sabía que su debilidad estribaba en no poder matar a sangre fría y despreocupación o por servir una causa. Y consideraba una debilidad ser incapaz de conservar su cólera contra los habitantes de la ciudad, diciéndose que debía aborrecerlos a causa de su estúpida porfía y porque no se les había ocurrido un medio de abrirle las puertas. No obstante, cuando sus soldados, avergonzados, llegaron pidiendo comida, les gritó con mezcla de ira y de lástima:

—¡Cómo! ¿Debo daros de comer aun cuando habéis saqueado la ciudad?

A lo que ellos respondieron:

—No hay un puñado de trigo en toda la ciudad y no podemos comer oro, plata y sedas. De esto hay en todas partes, pero no se ven alimentos de ninguna clase, pues los campesinos tienen miedo de traer sus productos.

Y Wang el Tigre sufría y estaba triste, pues veía que era verdad lo que decían sus hombres; se vio obligado a darles de comer aunque al hacerlo chillara con voz tempestuosa. Y oyó a un grosero individuo exclamar, con vulgaridad:

—Sí, y las mozas están tan flacas que más bien parecen aves desplumadas; no se saca ningún placer de ellas.

Entonces Wang el Tigre se dijo que la vida era una carga insoportable; se encerró en su pieza y allí permaneció suspirando y gimiendo hasta que logró fortalecer y endurecer su ánimo. Pensó en las hermosas tierras con que había acrecentado sus dominios, doblando casi el territorio que tenía en su poder; se dijo que después de todo ése era su oficio y la única manera de llegar a ser un gran señor de la guerra; y al recordar a las dos mujeres que tenía, una de las cuales seguramente le daría un hijo, exclamó para sí:

—¿No podré soportar durante tres días lo que otros se ven obligados a soportar siempre?

De este modo endureció su corazón durante los tres días y mantuvo su promesa. Pero al alba del cuarto día se levantó de su lecho de insomnio y ordenó hacer sonar las trompetas, pues ésa era la señal para que los soldados cesaran en el saqueo y regresaran a sus puestos. Y como esa mañana parecía más feroz y más sombrío que de costumbre y continuamente enarcaba las cejas, nadie se atrevió a desobedecer.

No, ni uno solo. Y cuando Wang el Tigre, dando zancadas, salió por la puerta que había estado sólidamente cerrada durante esos tres días, oyó un débil llanto en una callejuela vecina; como ahora estaba muy sensible a estos llantos, volvió sus pasos hacía allí para ver qué sucedía vio a un soldado de los suyos camino de regreso a las filas; pero en ese momento había visto a una anciana mujer llevando en un dedo un delgado anillo de oro, una cosa pequeña y sin valor, porque la mujer era sólo una mujer de trabajo y no podía poseer nada de valor. Pero el soldado, vencido por el súbito deseo de ese último resto de oro, retorció la mano de la mujer, que gritó gimiendo:

—Ha estado en mí mano desde hace treinta años, ¿cómo podría desprenderme de él ahora?

Pero el soldado tenía tanta prisa, pues continuaban sonando las trompetas, que allí mismo, ante los ojos de Wang el Tigre, el hombre sacó su cuchillo y cortó con maestría el dedo de la anciana mujer; y su sangre, pobre y escasa, tuvo aún fuerzas para brotar en un débil flujo. Entonces Wang el Tigre, lanzando una maldición, se abalanzó sobre el soldado que en su prisa no lo había visto, y sacando su afilada hoja la enterró en el cuerpo del hombre. Sí, aunque era uno de sus hombres, Wang el Tigre procedió así indignado al ver a esa desventurada y hambrienta criatura tratada como lo había sido delante de sus mismos ojos. El soldado cayó sin lanzar ni un suspiro y un chorro de sangre grueso y rojo brotó de su herida. La anciana mujer, aterrorizada al ver tanto rigor, aunque fuera para ampararla, envolvió su dolorido muñón en su viejo delantal y huyó a esconderse a alguna parte donde Wang el Tigre no la viera.

Limpió entonces su sable en la casaca del soldado y se alejó por temor de arrepentirse de lo que había hecho, aun cuando ya era inútil, pues el hombre había muerto. Permaneció sólo un momento para ordenar a uno de sus guardias que recogieran el fusil del muerto.

Entonces, Wang el Tigre salió de la ciudad y quedó enormemente sorprendido al no ver sino algunos miserables habitantes, que se arrastraban dificultosamente fuera de sus casas y agotados se sentaban sobre los bancos de los umbrales, demasiado débiles hasta para levantar la cabeza, cuando Wang el Tigre, dando grandes zancadas, bajo el claro sol del otoño, llegó escoltado, por sus guardias con armas brillantes y sonoras. Y tan insensibles y envarados se veían, que más bien parecían muertos. Wang el Tigre se sentía invadido por una vergüenza y un asombro extraordinarios, que le impedían detenerse a conversar con ninguno; mantenía la cabeza erguida y afectaba no ver a las personas sino mirar las tiendas. Había en estas tiendas muchas mercaderías, tantas como Wang el Tigre nunca había visto, pues la ciudad estaba sobre un río del Sur, y el río desembocaba en el mar, lo que permitía traer esas mercaderías. Vio muchas curiosidades extranjeras, pero ahora estaban arregladas con cuidado y cubiertas de polvo, como sí nadie hubiera comprado nada desde hacía largo tiempo.

Pero dos cosas no se veían en la ciudad: en ninguna parte se vendían alimentos, el mercado estaba vacío y silencioso y en las calles no había vendedores ambulantes que prestan actividad a las ciudades. Tampoco se veían niños. Al principio no había notado cuán tranquilas parecían las calles, pero cuando se dio cuenta de ello comprendió que faltaban las voces y las risas bulliciosas de los niños, que de costumbre llenan las casas, y sus locas carreras a través de las calles. Y, de pronto, le fue insoportable seguir mirando los sombríos e insensibles rostros de los hombres y mujeres que quedaban. No había ido más allá de lo que cualquier señor de la guerra, y no podía imputársele esto como un crimen, pues no tenía otro medio para lograr sus fines.

Pero Wang el Tigre era, en realidad, un hombre demasiado compasivo para su oficio; dio media vuelta, regresó a sus patios, pues no podía contemplar esa ciudad que ahora le pertenecía, y, abatido y de mal humor, injuriaba a los soldados y les gritaba qué se apartaran de su camino, porque no podía soportar oír sus risotadas satisfechas ni ver sus ojos brillantes de lujuria saciada; miraba con rabia los anillos de oro que ahora llevaban, los relojes extranjeros que habían prendido en sus ropas y todos los demás objetos de que se habían apoderado. Sí, vio anillos de oro hasta entre sus hombres de confianza, uno de oro entre las manos brutales del Gavilán y uno de jade en el pulgar del Matador de Cerdos; y este dedo era tan grueso y tan rudo, que el anillo se había detenido en la falange y no pasó más allá. Al ver todo esto, Wang el Tigre se sintió más que nunca alejado de esos hombres, se dijo que eran individuos viles y bestiales, y que estaba irremediablemente solo. Se sentó en su pieza de pésimo humor y, sí alguien se le acercaba, se encolerizaba aunque fuera por la causa más insignificante.

Pero después que hubo permanecido así uno o dos días, y que sus soldados atemorizados se calmaron un tanto, Wang el Tigre endureció otra vez su ánimo, repitiéndose que eran éstas costumbres guerreras y que, ya que el cielo lo había predestinado para esa vida, debía terminar lo que había comenzado. Se levantó, se lavó, pues había pasado esos tres días sin lavarse ni afeitarse, se vistió con ropas limpias y envió un mensajero al magistrado de la ciudad, ordenándole que viniera a presentarle sus respetos. Se dirigió, entonces, a la sala de recepción del palacio y allí esperó la llegada de ese hombre.

Al cabo de una o dos horas llegó el magistrado apoyado sobre dos hombres, pálido como un cadáver. Pero por el saludo que le dirigió y por sus modales distinguidos, Wang el Tigre comprendió que era un hombre bien nacido y un erudito. Se levantó, pues, e inclinándose a su vez, invitó al magistrado a que se sentara. Luego se sentó a su vez, sin dejar de contemplar a su visitante con sorpresa, pues el rostro y las manos del magistrado eran del color más extraño y espantoso que había visto, color de hígado seco, y tan flaco que parecía no tener sino la piel y los huesos.

Entonces Wang el Tigre exclamó, en medio de su sorpresa:

—Cómo, ¿tampoco has comido?

Y el hombre contestó con sencillez:

—No, he hecho lo mismo que mis conciudadanos, y no es ésta la primera vez.

—Pero el hombre que fue para acordar una tregua estaba bien alimentado —respondió Wang el Tigre.

—Sí; pero lo habían alimentado especialmente desde el principio —contestó el magistrado—, para que, si rehusabas conceder una tregua, creyeras que teníamos víveres guardados y que podíamos resistir mucho tiempo aún.

Entonces Wang el Tigre no pudo dejar de aprobar tan buena estratagema y, con extrañeza y admiración, exclamó:

—Pero el capitán que salió también estaba bien alimentado.

El magistrado contestó, sencillamente:

—Los soldados comían mejor que los demás. Pero el pueblo se moría de hambre y han muerto centenares de personas. Todos los débiles, los viejos y los jóvenes han muerto.

Wang el Tigre exhaló un suspiro, diciendo:

—Es verdad que no veo niños en ninguna parte. —Y contemplando un momento al magistrado, se esforzó en decir lo que debía decir—: Demuéstrame tu sumisión ahora, pues he adquirido el derecho de ocupar el lugar de ese otro señor de la guerra que era vuestro jefe y el jefe de toda la región. Ahora yo soy el jefe, y pienso añadir este país al que ya tengo en el Norte. Por mis manos deberán pasar ahora todas las rentas, y, además, exigiré todos los meses una suma fija y una parte de las entradas.

Agregó unas palabras corteses, pues no carecía de cortesía. El magistrado respondió con voz débil y hueca, mostrando al mover sus labios resecos unos dientes que parecían demasiado grandes y demasiado blancos para su boca encogida:

—Estamos en tu poder. Dadnos solamente un mes o dos para reponernos. —Esperó un instante, y agregó con gran amargura—: ¿Qué nos importa quién nos gobierne, con tal que tengamos paz, podamos continuar nuestros negocios, ganarnos la vida y alimentar a nuestros hijos? Te juro que yo y mis conciudadanos estamos dispuestos a pagarte lo que sea razonable, con la condición de que seas lo bastante fuerte para alejar a los demás señores de la guerra y dejarnos vivir en seguridad durante esta generación.

Era todo cuanto Wang el Tigre deseaba saber. Su compasivo corazón sufría al oír la débil y jadeante voz del anciano; gritó, pues, a sus soldados:

—¡Traed comida y vino y dádselos a él y a sus hombres!

Y cuando lo hubieron hecho, llamó a sus hombres de confianza y ordenó de nuevo:

—Id y recorred el campo acompañados de soldados, para obligar a los campesinos que vengan a la ciudad con sus granos y sus productos, a fin de que el pueblo pueda comprar lo que necesita para comer y rehacerse después de esta guerra cruel.

Así demostró Wang el Tigre su justicia al pueblo; el magistrado le dio las gracias, y aquél se sintió conmovido por su gratitud. Comprendió entonces cuán educado era el magistrado, pues, a pesar de estar muerto de hambre, se contentaba con mirar la comida servida en una mesa delante de él, apretando estrechamente sus manos cruzadas y temblorosas en espera de las fórmulas usuales de cortesía que debían cambiarse entre un invitado y su huésped y de que Wang el Tigre se hubiese sentado en el sitio de honor. Entonces el pobre hombre se abalanzó sobre la comida, y como Wang el Tigre viese que trataba de reprimirse, compasivo, terminó por pretextar un asunto que lo llamaba afuera. Salió entonces, dejando que el hombre comiera solo, pues sus subordinados lo hacían separadamente; y después oyó decir a sus extrañados soldados que no había habido necesidad de lavar los platos y vasos, pues los hombres, hambrientos, los habían lamido.

Entonces Wang el Tigre sintió un dulce placer al ver los mercados de la ciudad llenos otra vez, y los víveres expuestos en las canastas de los vendedores alineadas a la orilla de las calles y sobre los mostradores, y le parecía que hombres y mujeres engordaban de día en día, y que los rostros perdían ese tinte pálido para recobrar los colores claros y dorados de la salud. Durante todo el invierno Wang el Tigre permaneció en la ciudad disponiendo de las rentas y reorganizando los negocios; y experimentó una gran dicha cuando vio que nacían nuevos niños y que las madres los amamantaban. Se sentía conmovido por un profundo sentimiento que no comprendía; le asaltó el deseo de regresar a su casa, y por primera vez se preguntó qué sería de sus dos mujeres. Proyectó entonces volver a su propia casa al fin del año.

Pues bien, cuando Wang el Tigre hubo terminado el sitio de la ciudad, los espías que mantenía en otras partes del país habían regresado, diciendo que una gran guerra se libraba entre el Norte y el Sur, y que el Norte había ganado otra vez. Entonces Wang el Tigre se apresuró a enviar un grupo de hombres portadores de regalos de plata y de sedas y de una carta que escribió al general de la provincia. Esta carta, escrita por él mismo, lo hacía sentirse orgulloso de su ciencia, pues son pocos los señores de la guerra que saben hacerlo; estampó encima el sello rojo que ahora poseía. En la carta explicaba que había combatido a favor del Norte contra un general del Sur, a quien había derrotado, apoderándose de la región comprendida entre el río y el Norte.

El general le envió una encomiástica respuesta, alabándolo por sus triunfos; le confería en premio un nuevo y hermoso título, pidiéndole solamente una pequeña suma anual para la manutención del ejército provincial. Entonces Wang el Tigre, que no se sentía aún lo bastante fuerte para rehusar, prometió la suma, y quedó de este modo reconocido por el Estado.

Como se acercaba el final del año, Wang el Tigre reconsideró su posición; se encontró con que había doblado sus territorios; y salvo las partes montañosas y estériles, las tierras cultivables, buenas y fértiles, producían a la vez trigo y arroz y, además de esto, sal y aceite de cacahuetes, ajonjolí[24] y fréjoles. Tenía libre acceso al mar y podría importar lo que necesitare sin tener que recurrir a su hermano Wang el Mercader cuando quisiera armas de fuego.

Wang el Tigre tenía grandes deseos de poseer cañones extranjeros, pues entre las numerosas cosas dejadas por el antiguo jefe de ladrones, figuraban dos enormes y curiosas armas de fuego que Wang el Tigre nunca había visto. Eran de un hierro excelente, liso y sin agujeros de ninguna especie, y tan bien pulidos que parecían forjados por el herrero más hábil. Y tanto pesaban que para levantarlos se necesitaban veinte hombres que desplegaran toda su fuerza.

Estos cañones excitaban la curiosidad de Wang el Tigre; deseaba saber cómo se disparaba con ellos, pero nadie podía complacerlo, y, además, no se habían encontrado balas. Pero al fin descubrieron en un viejo almacén dos bolas redondas de hierro, y Wang el Tigre pensó que podían ser para los grandes cañones. Hizo entonces sacar al aire libre uno de los cañones y lo instaló en una plaza, delante de un antiguo templo que tenía detrás un terreno eriazo. Al principio nadie quería presentarse para ensayar el cañón, pero Wang el Tigre ofreció una buena recompensa en plata, y, por fin, el capitán que había traicionado a la ciudad se presentó, esperando conquistar la recompensa y la buena voluntad de su jefe. Como había visto disparar cañones, preparó todo lo necesario, y, con habilidad, ató una antorcha en la punta de un palo largo y encendió así el cañón desde lejos. Cuando vieron salir humo, todos los asistentes huyeron lejos y esperaron; el cañón lanzó su descarga: la tierra se estremeció, los cielos rugieron y el humo y el fuego brotaban de la boca del cañón; Wang el Tigre sintió que su corazón, atemorizado, se detenía; pero cuando todo hubo terminado miraron hacía el templo y no quedaba de él sino un montón de polvorientas ruinas. Entonces Wang el Tigre se rió con su risa muda; y al contemplar ese magnífico juguete que era al mismo tiempo una arma de guerra tan excelente, poseído de un acceso de dicha, exclamó:

—Sí hubiera tenido un cañón como éste no habría habido sitio, pues habría volado las puertas de la ciudad.

Y, después de haber reflexionado, preguntó al capitán:

—¿Por qué tu antiguo jefe no lo empleó contra nosotros?

A lo que el capitán respondió:

—No pensamos en ello. Estos dos cañones pertenecían a un señor de la guerra a quien serví antaño; el jefe los trajo aquí, pero nunca los habíamos usado, y no sabíamos que estas balas estaban allí, ni siquiera nos acordábamos de estos cañones, pues habían permanecido tanto tiempo en el patio de entrada.

Pero Wang el Tigre guardó como un tesoro estos cañones, para los cuales pensaba comprar balas; los hizo transportar y colocar en un sitio donde pudiera verlos a menudo.

Cuando hubo pensado en todo lo que había hecho, Wang el Tigre, contento consigo mismo, preparó su retorno al hogar. Dejó en esa ciudad un ejército numeroso, mandado por sus antiguos hombres, y se llevó consigo a los más recientes y al nuevo capitán. Después de madura reflexión, dejó como jefes de la región a dos hombres en quienes podía confiar: al Gavilán y a su sobrino, que era ahora un hombre fuerte, no muy alto, pero rechoncho y robusto, nada mal parecido, excepto su rostro marcado, que seguiría siendo así aun cuando muriera de viejo. Wang el Tigre pensó que ambos hacían una buena pareja de jefes, pues el Apestado era demasiado joven para tomar el mando solo, y el Gavilán no le inspiraba plena confianza. Así, pues, dejó a los dos y dijo en secreto al Apestado:

—Sí crees que medita alguna traición, envíame un mensajero que tenga alas de día y de noche.

El muchacho prometió hacerlo así, con los ojos brillantes de dicha por verse en un puesto tan alto y solo; Wang el Tigre pudo irse tranquilo, pues un hombre puede confiar en su propia sangre. Habiendo tomado sus disposiciones y velado por la seguridad interior, Wang el Tigre regresó victorioso a su hogar. En cuanto a los habitantes de la ciudad, empezaron resueltamente a construir lo que había sido destruido. Una vez más proveyeron sus almacenes y pusieron en marcha sus negocios de géneros de algodón y de seda, y compraban, vendían y no hablaban sino de esta renovación, pues lo que había pasado, pasado estaba; el cielo impone a todos su destino.