XXVII

DURANTE el curso del viaje, a menudo Wang el Tigre sintió haber llevado a su hijo. Pero en realidad no se habría atrevido a dejarlo, por miedo de que entre sus hombres hubiese algunos con malas intenciones a causa de la muerte de los seis jóvenes. Pero si temía la muerte de su hijo, temía también llevarlo a casa de sus hermanos. Temía la inutilidad de los jóvenes de allí, temía el grosero amor al dinero, propio de los comerciantes. Ordenó, pues, al preceptor de su hijo, a quien había traído, y a su hombre de confianza, que no abandonaran ni un momento a su joven señor, y, además de ellos, escogió diez soldados antiguos en el oficio para que permanecieran día y noche al lado de su hijo, previniendo a éste que tendría que estudiar sus libros como lo hacía en su casa. Pero no se atrevió a decirle: «Hijo mío, no debes ir donde hay mujeres», porque no sabía si el muchacho había o no pensado en esas cosas. Durante todos esos años en que Wang el Tigre había tenido a su hijo en sus patios personales, no había habido allí mujeres ni sirvientas, ni esclavas ni cortesanas, y el muchacho no sabía nada de las mujeres, pues no conocía a ninguna fuera de su madre y de sus hermanas; y durante los últimos años, en las raras visitas de respeto que hacía a su madre, Wang el Tigre no lo dejaba ir solo, sino acompañado por una guardia.

Por todos estos medios había protegido a su hijo, y ahora tenía celos de este hijo, como otros hombres los tienen de las mujeres a quienes aman.

Pero, a pesar de sus secretos temores, fue un momento muy dulce para Wang el Tigre cuando llegó a caballo delante de la gran puerta de su hermano, con su hijo cabalgando a su lado. Había tenido la fantasía de hacer cortar por sus sastres y costureros el traje de su hijo exactamente igual al suyo: una túnica de paño extranjero, con los mismos botones dorados y las mismas charreteras, y un gorro igual al de Wang el Tigre, con una insignia encima. Y para festejar el decimocuarto aniversario del nacimiento del muchacho, Wang el Tigre había enviado a un hombre para que trajera dos caballos exactamente iguales, uno un poco más pequeño que el otro, pero ambos robustos, de pelaje obscuro y rojizo, y de ojos blancos e inquietos. Para Wang el Tigre era como una suave música oír a la gente que en la calle se detenía para ver pasar los soldados:

—Mirad al anciano señor de la guerra y al pequeño señor de la guerra, tan iguales como los dientes delanteros en la boca de un hombre.

Así llegaron hasta la gran puerta de Wang el Terrateniente, y el joven desmontó de su caballo al mismo tiempo que su padre, llevó la mano a la empuñadura de su espada al mismo tiempo que él, y gravemente se colocó a su lado, sin pensar siquiera que en todo procedía como su padre. En cuanto a Wang el Tigre, cuando hubo entrado a casa de sus hermanos y que éstos y sus hijos se presentaron para darles la bienvenida, paseó la mirada sobre todos ellos, saboreando las ojeadas de admiración que concedían a su hijo, como un hombre sediento saborea su vino. En los días que siguieron, mientras permanecía en esa casa, examinó a los hijos de sus hermanos casi sin darse cuenta, deseoso de adquirir la certeza de que su propio hijo era mucho mejor que ellos y deseoso de sentirse reconfortado únicamente por su hijo.

Y Wang el Tigre encontró muchos motivos para sentirse reconfortado. El hijo mayor de Wang el Terrateniente estaba ahora casado, aunque no tenía hijos aún, y vivía en la misma casa que Wang el Terrateniente y su dama. Este hijo se parecía cada día más a su padre, echaba un poco de barriga y su hermoso cuerpo se cubría de una capa de grasa. Tenía también el mismo aire cansado, aunque, a decir verdad, tenía motivos para estarlo, pues su esposa no vivía en buena armonía con su madre; la dama era impertinente y gritaba a su marido cuando éste, a solas, trataba de aconsejarla:

—¡Cómo! ¿Tengo que ser la sirvienta de esa vieja orgullosa? ¿No sabe que las mujeres de hoy día somos libres y que no estamos ya al servicio de nuestras suegras?

Y tampoco tenía temor a la dama, y cuando ésta le decía, con su majestad pasada de moda:

—Cuando yo era joven, estaba al servicio de mi suegra, como era mi deber estarlo, y le llevaba el té en la mañana y me inclinaba ante ella, como me habían enseñado a hacerlo.

La nuera echaba hacia atrás sus cabellos cortados y, golpeando el suelo con sus hermosos pies, que no habían sido apretados, decía:

—Pero nosotras, las mujeres de hoy día, no nos inclinamos ante nadie.

Tales discusiones ocasionaban al joven marido frecuentes molestias, y ya no tenía la posibilidad de recurrir, para consolarse, a sus antiguas distracciones, pues su mujer lo vigilaba y conocía todas las casas de placer; y era tan osada, que no temía seguirlo a la calle gritando que ella también iría, y que ahora las mujeres no se quedaban encerradas en sus casas, puesto que los hombres y las mujeres eran iguales; y con tales exclamaciones era tanto lo que se reía la gente en la calle, que, por simple pudor, el marido renunció a sus antiguas distracciones, pues la creía lo bastante atrevida para seguirlo a todas partes. Esta joven era tan celosa, que quería terminar con las costumbres y los deseos que su marido podía tener. No le permitía ni siquiera echar una ojeada a una hermosa esclava, y sí tenía la desgracia de acercarse a un lupanar con algunos amigos, a su vuelta nunca dejaba de recibirlo con gritos y llantos, formando un verdadero escándalo en la casa. Un día un amigo a quien se quejaba le dio este consejo:

—Amenázala con una concubina; es muy humillante para una mujer.

Pero cuando el hombre trató de hacer esto, su mujer, lejos de sentirse humillada, empezó a vociferar, y sus ojos redondos lo fulminaron con una mirada:

—En una época como ésta nosotras las mujeres rehusamos soportar semejantes cosas.

Y antes de que imaginara lo que pensaba hacer, saltó sobre él con las manos extendidas y lo arañó sobre ambas mejillas, como una gata, dejando en ellas cuatro rasguños profundos y rojos; y como todo el mundo comprendió de dónde procedían, le fue imposible, por pudor, moverse de su casa durante cinco días y más. No se atrevió ya a exponer a su mujer a una abierta vergüenza, pues era amigo de su hermano y su padre era comisario de policía y tenía mucho poder en la ciudad.

A pesar de todo, durante la noche volvía a amarla, pues sabía apegarse a él con suavidad y engatusarlo, simulando con tanta maestría el arrepentimiento, que la amaba entonces con todo su corazón y se calmaba oyendo su conversación.

Siempre le repetía que debía pedir dinero a su padre para ir a pasar algún tiempo, los dos solos, en algún puerto de la costa, viviendo allí entre sus iguales y según las nuevas costumbres. Y sacando sus hermosos brazos, zalamera, se colgaba de él, o se encolerizaba y empezaba a llorar; rehusaba levantarse de la cama y comer, hasta que de mil maneras fatigaba a su marido y conseguía lo que deseaba. Pero cuando habló con su padre, éste lo miró con sus cansados ojos y le dijo:

—¿Dónde encontraré la suma que dices? No puedo hacer esto.

Y después de un momento se hundía nuevamente en la soñolienta indolencia en que pasaba ahora su vida y repetía una y otra vez:

—Un hombre debe tolerar a las mujeres, pues aun las mejores de entre ellas están llenas de rivalidades y pretensiones. Letradas o ignorantes, todas son iguales; pero las letradas son peores, pues no tienen temor a nada. Deja que las mujeres gobiernen la casa, como siempre lo he dicho, y trata de buscar paz en cualquiera otra parte. Así debes hacerlo.

Pero la mujer no encontraba que el asunto era tan fácil de arreglar y obligaba a su marido a que insistiera una y otra vez con su padre; y, finalmente, para conseguir tranquilidad, Wang el Terrateniente prometió que buscaría algún medio para hacerlo, aunque sabía que el único que le quedaba era vender un poco de la tierra que poseía. En cuanto a la muchacha, cuando recibió esta medía promesa, no hizo sino hablar de su próxima partida y tomó las disposiciones necesarias para el viaje, y tanto habló de los numerosos medios que había para divertirse en la costa, de lo elegantes que eran las mujeres, del vestido nuevo que ella compraría, de su abrigo de pieles, y de que todos los vestidos que tenía no eran sino miserables harapos, suficientes sólo para un sitio rústico como ése, que con toda esa charla excitó también en su marido el deseo de partir y ver todas esas maravillas de que hablaba.

Ahora bien, el hijo menor de Wang el Terrateniente había tratado de seguir los pasos de su hermano, y el único temor que tenía era no conseguir todo lo que conseguía su hermano mayor. Sentía una secreta y profunda admiración por su cuñada, y se dijo que cuando su hermano partiera de la casa formaría tanto alboroto, que sus padres, fatigados, lo dejarían al fin seguirlo y ver la ciudad donde había tantas hermosas y modernas damas, como su cuñada. Pero era lo bastante avisado para no decir nada de su plan hasta que su hermano hubiera partido; y pasaba el día de ocioso entre la casa y la ciudad, despreciativo con todo lo que tenía y veía, pues ahora sabía que había ciudades hermosísimas en la costa, llenas de cosas nuevas y de gente educada, que conocía todas las costumbres extranjeras. Y hasta miraba al hijo de Wang el Tigre sin concederle mayor importancia, y Wang el Tigre, que sorprendió esta mirada, odiaba al muchacho.

Pero en casa de Wang el Mercader los jóvenes eran en apariencia más modestos, y cuando en la tarde regresaban de sus ocupaciones, se sentaban en sus asientos laterales y contemplaban a su tío y a su primo, y Wang el Tigre se sentía halagado ante las miradas que esos comerciantes lanzaban a su hijo, contemplando el pequeño sable dorado que a veces sacaba de su vaina y lo dejaba sobre las rodillas, para que los niños lo mirasen y lo tocasen con los dedos.

En tales ocasiones, Wang el Tigre se sentía halagado por su hijo, y olvidaba que el muchacho había estado muy frío con él. Se sentía feliz viendo cuando el joven se levantaba prontamente y sin afectación para saludar a su padre o a su tío si entraban a la pieza, como se lo había enseñado su preceptor, y volvía a sentarse con gran educación cuando sus mayores habían ocupado sus asientos. Y Wang el Tigre se acariciaba la barba y sentía que amaba a su hijo más que nunca, dichoso al ver cuánto más alto era que esos dependientes que su hermano tenía por hijos, y cuánto más dura era su carne y cuánto más erguido su cuerpo y no lánguido e inclinado y pálido como los de sus primos.

Durante todo el tiempo que Wang el Tigre permaneció en casa de sus hermanos, veló cuidadosamente por su hijo. Cuando se sentaba a su lado en las fiestas, él mismo se preocupaba del vino que tomaba, y cuando el sirviente le había llenado la copa tres veces, no dejaba que lo hiciera nuevamente. Y si los muchachos, sus primos, le gritaban que fuera aquí y allá para jugar, Wang el Tigre lo enviaba acompañado de su tutor, del hombre de confianza y de los diez antiguos soldados. Todas las noches Wang el Tigre daba alguna excusa y no quedaba en paz hasta que iba a ala pieza de su hijo y veía al muchacho acostado en su cama solo, excepto el guardia encargado de cuidarlo.

* * * *

En la casa de su padre sus dos hermanos continuaban viviendo con tanta holgura como si no hubiera hambre en la tierra, como si las aguas no hubieran invadido los campos de las cosechas y como si nadie tuviera hambre en parte alguna.

A pesar de esto, Wang el Terrateniente y Wang el Mercader sabían perfectamente lo que pasaba fuera de su tranquila morada, y cuando Wang el Tigre les hubo expuesto sus dificultades y cuando terminó por decir: «Debéis salvarme de este peligro por vuestro propio interés, porque gracias a mí conserváis vuestra seguridad», comprendían muy bien que decía la verdad.

Pues también había gente hambrienta fuera de la ciudad y muchos de ellos aborrecían a ambos hermanos. Aborrecían a Wang el Terrateniente, porque aún poseía tierras, y los que la trabajaban tenían que compartir con él, que no se daba el menor trabajo, el fruto amargo de la tierra; y les parecía, cuando se habían agachado sobre la tierra bajo el frío o el calor, bajo la lluvia o el sol, que la tierra y sus frutos les pertenecían. Les parecía demasiado duro, en tiempo de la cosecha, dar la mitad de ese fruto a alguien que había permanecido tranquilamente en una casa de la ciudad, esperando esta entrega, y que aún en tiempos de hambruna tuviera que recibir su parte.

Era verdad que durante esos años en que Wang el Mayor había sido propietario, y mientras vendía la tierra, tampoco había sido un propietario acomodaticio. No; a pesar de su carácter débil y suave, maldecía y peleaba con todos y su odio por la tierra se descargaba sobre la gente que la cultivaba para él; y los odiaba no sólo a causa de la tierra, sino porque a menudo se veía urgido de dinero para cubrir los gastos de su casa y los suyos propios, sintiéndose doblemente amargado, porque creía que los arrendatarios se quedaban intencionadamente con lo que le correspondía y que había recibido de su padre. Esto llegó hasta tal punto, que, cuando los labradores lo veían llegar, levantaban los ojos al cielo, murmurando:

—Seguramente lloverá puesto que los demonios han salido.

Y a menudo lo insultaban, diciendo:

—No eres un buen hijo de tu padre, que era un hombre compasivo aun en su vejez, cuando ya era rico; siempre recordaba que había sufrido como nosotros y nunca nos urgía para el arriendo ni nos reclamaba el grano en tiempo de hambruna. Pero tú nunca has sufrido y la compasión no ha nacido en tu corazón.

Y durante ese año el odio se había manifestado abiertamente; en la noche, cuando la gran puerta estaba cerrada, algunos golpeaban sobre ella y se acostaban sobre las gradas, gimiendo:

—Nos morimos de hambre y tú tienes todavía arroz para comer y arroz para hacer vino.

Y otros, hasta en pleno día, al pasar por delante de la puerta, gritaban:

—¡Oh, si pudiéramos matar a estos ricos y recuperar lo que nos han robado!

Al comienzo los dos hermanos no daban mayor importancia al asunto, pero habían terminado por alquilar algunos soldados de la ciudad para que montaran guardia delante de la puerta principal y alejaran de allí a todo el que no tuviera legítimo derecho de llegar hasta ella. Y en la ciudad y en el campo, a medida que el año avanzaba, había muchos ricos a quienes los ladrones, numerosos y audaces como en todas las malas épocas, robaban y despojaban de sus bienes. Pero los dos hijos de Wang Lung estaban en relativa seguridad, porque el comisario de policía y jefe de los soldados de la ciudad había casado a su hija dentro de la casa, y porque Wang el Tigre era señor de la guerra en una región no muy lejana de allí. Por esto era que delante de la casa de los Wang la gente no se atrevía sino a lamentarse y a maldecir.

Tampoco se habían atrevido a robar en la casa de barro, perteneciente a esta familia tan odiada. No; la casa de barro se levantaba aún sobre su montículo de tierra, al abrigo de las aguas que se retiraban lentamente, y en ella Flor de Peral, con sus dos protegidos, pasó con relativa tranquilidad ese cruel invierno. Esto era porque Flor de Peral era muy conocida por su caridad y todos sabían que mendigaba provisiones en casa de los Wang; y muchos llegaban hasta su puerta en sus barcas o bateas y ella les daba comida. En una ocasión Wang el Mercader había llegado hasta allá y le había dicho:

—En tiempos tan peligrosos como éste debías ir a la ciudad y vivir en la gran casa.

Pero Flor de Peral había contestado con su tranquilidad habitual:

—No, no puedo. No tengo miedo, y hay otros que cuentan conmigo para vivir.

Pero, a medida que el frío del invierno aumentaba, sentía miedo, pues había personas tan desesperadas por el hambre y por el viento feroz que soplaba sobre las heladas aguas donde aún vivían sobre las barcas y sobre las copas de los árboles, y estaban tan indignados porque Flor de Peral alimentaba aún a la tonta y al jorobado, que decían hasta delante de ella, con las manos llenas aún con los regalos que acababan de recibir:

—¿Es posible alimentar a estos dos cuando hombres fuertes y sanos, a quienes quedan uno o dos niños, se están muriendo de hambre?

Estos murmullos, cada vez más frecuentes y proferidos en voz más alta, asustaron a Flor de Peral, quien empezó a preguntarse si no debería llevar a sus dos protegidos a la ciudad para impedir que los mataran a causa de lo que comían y sin que ella pudiera defenderlos; pero la pobre tonta, que tenía más de cincuenta y dos años, pero que seguía siendo la misma y atrasada niña, murió en la forma repentina y rápida general entre esos pobres seres. Un día en que había comido, y que, como de costumbre, jugaba con su pedazo de tela, salió fuera de la puerta y avanzó hasta el agua, sin pensar que era agua y no la tierra firme en que se sentaba de costumbre; Flor de Peral corrió en su busca, pero la tonta, empapada, tiritaba con el baño de agua helada. Sufrió un enfriamiento, a pesar de toda la solicitud de Flor de Peral, y al cabo de algunas horas había muerto con tanta facilidad como había vivido, sin voluntad para nada.

Entonces Flor de Peral envió a alguien a la ciudad para que transmitieran la noticia a Wang el Terrateniente y para que éste enviara el ataúd; y como Wang el Tigre estaba allí, los tres hermanos llegaron juntos, y Wang el Tigre llevó a su hijo consigo. Permanecieron allí para ver colocar dentro del ataúd a la pobre tonta, que por primera vez en su vida reposaba tranquila y grave, con una dignidad que sólo la muerte pudo darle. Y Flor de Peral, sinceramente apenada, se sintió un tanto reconfortada al ver el aire que había tomado su niña, y dijo, con su habitual tono de voz tranquilo y susurrante:

—La muerte la ha sanado, haciéndola, por fin, sensata. Es ahora semejante a cualquiera de nosotros.

Pero los hermanos no le hicieron funerales, en vista de lo que había sido, y Wang el Tigre dejó a su hijo en la casa de barro, mientras él, en barca, acompañado de sus hermanos, de Flor de Peral, de la mujer del labrador y de un campesino, llegaba hasta el otro montículo, donde estaban las tumbas de la familia; allí, en un sitio más bajo, pero siempre dentro del recinto de tierra, enterraron a la tonta.

Cuando todo estuvo terminado, y de vuelta a la casa de barro se preparaban para volver a la ciudad, Wang el Tigre miró a Flor de Peral, y hablándole por primera vez, le dijo, con su tono frío y tranquilo:

—¿Qué harás ahora, señora?

Flor de Peral levantó la cabeza, y por primera vez en su vida se atrevió a mirarlo de frente, sabiendo que tenía entonces los cabellos blancos y el rostro enjuto y arrugado. Contestó:

—Hace mucho tiempo que he dicho que cuando esta niña mía muriese entraría al convento que está aquí cerca y donde las monjas me esperan. Hace años que vivo cerca de ellas y ya he pronunciado votos; las monjas me conocen y seré feliz entre ellas.

Luego, volviéndose hacia Wang el Terrateniente, continuó:

—Tú y tu esposa habéis dispuesto ya de la suerte de este vuestro hijo; su templo está cerca del mío, de modo que podré cuidarlo, ahora que estoy tan vieja, tanto como para ser su madre, cada vez que esté enfermo o afiebrado como a menudo le sucede. Los sacerdotes y las monjas van juntos al oficio de la mañana y de la tarde; lo veré, pues, dos veces al día, aunque no nos podamos hablar.

Entonces los tres hermanos miraron al jorobado, que se colgaba de Flor de Peral, y que parecía abandonado ahora que no estaba la tonta, a la que a menudo cuidaba con Flor de Peral. Era ahora un hombre, y sonrió con dolorosa sonrisa cuando vio que lo miraban. Wang el Tigre se sintió conmovido al ver a su hijo tan grande y tan fuerte, que oía estupefacto estas cosas, de las cuales nunca había oído hablar antes; cuando vio que éste sonreía al jorobado, dijo con benevolencia a este último:

—Te deseo todo el bien posible, pobre muchacho; y si hubieses sido capaz te habría tomado de buenas ganas como tomé a tu primo y habría hecho por ti lo que he hecho por él. Pero, puesto que el destino ha decidido de otra manera, agregaré algo a la dote que debes entregar al templo, y a la tuya también, señora, porque el dinero procura a todos un mejor lugar, y me permito decir que cosa igual sucede en los templos.

Pero Flor de Peral contestó suavemente, pero con tono firme:

—No aceptaré nada para mí, pues no necesito nada; las monjas me conocen y yo las conozco, y todo lo que poseo les pertenecerá cuando una mi suerte a la de ellas. Pero, para el muchacho, aceptaré algo, pues lo necesita.

Por medio de esta última frase dirigía un discreto reproche a Wang el Terrateniente, pues la suma que había dado cuando decidieron consagrar a su hijo a esa vida era demasiado mezquina; pero si comprendió el reproche, no se dio por aludido, contentándose con sentarse en espera de sus hermanos, pues, como era tan obeso, le era penoso estar de pie. Pero Wang el Tigre seguía contemplando al jorobado, y le dijo de nuevo:

—¿Y tú prefieres ir al templo que a cualquiera otra parte?

El muchacho apartó su mirada de su robusto primo, a quien devoraba con los ojos, e inclinando la cabeza, miró su cuerpo deforme, de corta estatura, y respondió con lentitud:

—Sí, puesto que no puedo ser de otra manera de la que soy.

Y después de una pausa, continuó:

—Tal vez un vestido sacerdotal ocultará mí joroba.

Volvió nuevamente los ojos hacía su primo, y de pronto pareció que le era intolerable mirarlo por más tiempo; bajó los ojos y salió con rapidez de la pieza.

Esa noche, cuando Wang el Tigre estuvo de regreso en casa de sus hermanos, y cuando entró a la pieza de su hijo, encontró a éste despierto y agitado; preguntóle:

—Padre, ¿también esa casa pertenecía a mí abuelo?

Y Wang el Tigre respondió, sorprendido:

—Sí; yo viví en ella cuando joven, hasta el día en que fundó ésta y nos trajo a todos a ella.

Entonces el joven, levantando los ojos y con la cabeza apoyada sobre las manos cruzadas detrás de la nuca, miró ávidamente a su padre y dijo, con entusiasmo:

—Me gusta esa casa. Me gustaría vivir en una casa así, situada entre los campos, como esa casa de barro, pero tranquila como ésta, en medio de árboles y de bueyes.

Pero Wang el Tigre contestó con una impaciencia injustificada, puesto que su hijo, después de todo, no había dicho nada malo:

—No sabes lo que dices. Yo lo sé, pues he vívido allí cuando era adolescente, y era una vida odiosa, de ignorante, y cada hora del día aspiraba a irme de allí.

Pero el muchacho repitió, con extraña obstinación:

—Me gustaría; sé que me gustaría.

Dijo estas palabras con tanto ardor, que Wang el Tigre, sintiendo que la cólera lo invadía, se levantó y se fue. Pero su hijo permaneció acostado y esa noche soñó que la casa de barro era su hogar y que vivía allí en medio de los potreros.

* * * *

Flor de Peral había partido a su convento, y el hijo de Wang el Terrateniente se había ido a su templo, y la vieja casa de barro quedó vacía de las tres personas que la habían ocupado durante tantos años. De la familia de Wang Lung ya nadie quedaba ahí, salvo el anciano labrador y su mujer, que continuaron viviendo allí solos. A veces la anciana mujer tomaba un repollo marchito que había ocultado en la tierra, o un puñado de harina que había economizado, y atándolos en un pañuelo, se iba al convento para entregarlo a Flor de Peral, porque durante los años que había estado a su servicio había aprendido a amar a la gentil y silenciosa mujer. Sí; aun en esos tiempos de escasez, la anciana mujer tomaba lo poco que tenía y esperaba en la puerta que Flor de Peral saliese, vestida como ahora lo estaba, con un hábito gris, y le decía en un murmullo:

—Tengo un huevo fresco puesto por la única gallina que aún me queda; es para ti.

Y metiendo la mano en el seno, sacaba un huevo pequeño y ocultándolo con la mano trataba de ponerlo entre las de Flor de Peral; y para convencerla, le decía:

—Cómelo, ama. Te juro que no habrá muchas religiosas que se privarían de él a pesar de sus votos, y yo muchas veces he visto a sacerdotes comer carne y beber vino. Quédate aquí, donde nadie te verá, y cómetelo fresco; estás tan pálida.

Pero Flor de Peral rehusaba. No; ya había hecho votos definitivos y, sacudiendo su cabeza afeitada bajo su gorro gris, rechazaba con dulzura las manos de la anciana mujer, diciendo:

—No; tú debes comerlo, pues lo necesitas más que yo; aunque tuviera permiso para hacerlo, no lo haría, pues estoy bien alimentada para mis necesidades. Pero aunque no estuviese bien alimentada, no podría comerlo, porque ya hice mis votos.

A pesar de todo la anciana mujer no estaba satisfecha y por fuerza deslizaba el huevo en el seno de Flor de Peral, en el sitio en que el vestido se cruzaba sobre el pecho, y luego, presurosa, volvía a su batea y sonriente y contenta se alejaba para que Flor de Peral no pudiera alcanzarla. Pero ésta, antes de que hubiese transcurrido media hora, había dado el huevo a una pobre desgraciada, muerta de hambre, que se había arrastrado desde la orilla del agua hasta la puerta del templo.

Era una madre que daba de mamar a un niño famélico el pedazo de piel arrugado y marchito que en un tiempo fue un pecho redondo y firme; y mostrándolo, pedía algo a Flor de Peral, quien había acudido a su débil llamado:

—Mira mis pechos. Antes eran redondos y llenos, y este niño era tan gordo como un dios.

Y contemplaba a la débil y moribunda criatura que en vano pegaba los labios a la fuente ya seca. Entonces Flor de Peral, sacando de su seno el huevo, lo dio a la mujer, feliz por tener algo tan bueno que poder dar.

Y por tales senderos de paz continuó su vida Flor de Peral, y Wang el Tigre no la volvió a ver más.

* * * *

Ahora bien, Wang el Mercader era perfectamente capaz, sí quería hacerlo, de prestar ayuda a Wang el Tigre en esos años de angustia, pues poseía grandes reservas de grano, y si el hambre traía pobreza a otros, a él y a sus iguales les traía un aumento de riquezas. Habiendo previsto lo que sería ese año, había acumulado granos que vendía muy caro a los ricos. También había comprado harina y arroz en otras regiones, enviaba a sus agentes a los países extranjeros más cercanos para comprar tales productos, y sus graneros estaban atestados de alimentos.

Poseía más dinero que el que nunca había tenido, pues, a medida que el grano salía para las casas de los ricos y de los mercados, la plata afluía a sus manos; ese año Wang el Mercader se sentía agobiado con tanto dinero y no sabía qué hacer con él para guardarlo en seguridad. Como era comerciante, no quería más tierras, pero los hombres que en aquel tiempo pedían dinero prestado no podían dar otras garantías que la tierra que poseían bajo las aguas. Aceptó el riesgo, pero a un subido interés, poniendo fuertes hipotecas sobre las cosechas del futuro, tanto, que cuando las aguas se hubieron retirado de las tierras parecía que toda la cosecha de toda la región iría a parar a los graneros de Wang el Mercader. Pero nadie sabía cuán rico era, pues mantenía aún a sus hijos urgidos de dinero y se hacía el pobre delante de cada uno de ellos, y aun los tenía empleados en sus tiendas y mercados, de modo que no había uno solo de sus hijos, fuera del mayor, que había dado a Wang el Tigre, que no suspirara porque llegara el día en que su padre muriera y poder dejar entonces la tienda o el mercado y gastar algo en divertirse y en buenos trajes, que Wang el Mercader les impedía ahora usar.

No sólo eran sus hijos quienes odiaban tal servidumbre; había algunos labradores de la región, entre ellos el desdentado, que había comprado una gran parte de la tierra de Wang Lung cuando éste había muerto, y ahora que la tierra permanecía casi toda sumergida bajo el agua estaba hambriento y veía a sus hijos casi muertos de hambre; pero prefería esto antes que pedir prestado a Wang el Mercader; y esperó que la tierra surgiera de debajo del agua, y mientras esperaba tomó a su progenie y partió hacia alguna ciudad del Sur, prefiriendo esta vida a que Wang el Mercader tuviera derechos sobre su tierra.

Pero Wang el Mercader era a su modo bastante recto, pues a todo aquél que le pedía dinero prestado decía que no debía esperar conseguir dinero o comprar grano en tiempos de escasez a los mismos precios que de costumbre, porque, ¿cuál sería entonces el beneficio del comerciante? Pero no pedía más que lo que él encontraba justo, según su conciencia.

Pero, como era inteligente, comprendía que los hombres no piensan en la justicia en tales tiempos, y que era fuertemente odiado, y se decía que Wang el Tigre representaba una gran ayuda por el solo hecho de ser señor de la guerra. Prometió, pues, grandes cantidades de grano a Wang el Tigre y le envió una fuerte suma a un no muy alto interés, no más de un veinte por ciento o algo así por moneda de plata. Cuando sellaron el negocio en la casa de té, Wang el Terrateniente, que estaba también allí, suspiró y dijo:

—Hermanito, quisiera ser tan rico como el comerciante de nuestro hermano, pero la verdad es que estoy cada vez más pobre. Yo no tengo un buen oficio como él, solamente un poco de dinero prestado y las pocas tierras que me quedan de todos los campos de mi padre. Es una suerte para todos nosotros tener un hermano rico en la familia.

Al oír esto, Wang el Mercader no pudo reprimir una desabrida sonrisa y replicó sin ambages, pues no tenía ninguna gracia de lenguaje ni ningún espíritu de cortesía:

—Sí tengo un poco más, es porque he trabajado, porque he mantenido a mis hijos en los mercados y porque no usan sedas, y porque yo no tengo sino una sola mujer.

Pero Wang el Terrateniente, aunque no era tan vivo de genio como antes lo fuera, no quiso admitir unas apreciaciones tan claras como éstas, pues comprendía que su hermano le reprochaba haber vendido una gran parte de las tierras que le quedaban para que sus hijos fuesen a la costa como lo deseaban. Después de haber permanecido un instante indignado, terminó por decir en alta voz:

—Bien, pero un padre debe alimentar a sus hijos, y yo quiero demasiado a mis hijos para hacerlos pasar su hermosa juventud detrás de un mostrador cualquiera. Amando a los nietos de mi padre, ¿podré dejarlos morir de hambre? Tengo el deber de alimentar a mis hijos, pero tal vez no sé cumplir con mi deber cuando mantengo a mis hijos en el rango que deben ocupar los hijos de un señor.

No pudo decir más, pues una tos ronca y constante, que lo incomodaba desde hacía años, le desgarraba en aquel momento el pecho. Forzosamente silencioso, permaneció henchido de cólera, con los ojos hundidos en sus mejillas grasosas, mientras el cuello se le teñía lentamente de rojo. Una leve sonrisa arrugó las mejillas delgadas y arrugadas de Wang el Mercader, pues veía que su hermano había comprendido el reproche y que no tenía necesidad de agregar nada más.

Cuando el negocio estuvo finiquitado, Wang el Mercader quiso hacerlo por escrito. Al oír esto, Wang el Tigre exclamó:

—¡Cómo!, ¿no somos hermanos?

Y Wang el Mercader respondió a manera de excusa:

—Es a causa de mi memoria; la tengo tan mala ahora.

Pero tendió el pincel a Wang el Tigre, y éste tuvo que tomarlo y poner su nombre al pie del contrato. Wang el Segundo continuó todavía sonriente:

—¿Tienes por casualidad tu sello?

Y Wang el Tigre tuvo que sacar de su cinturón el sello con su nombre grabado sobre piedra y apoyarlo sobre el papel para que Wang el Mercader consintiese en tomar la hoja, que entonces dobló y metió cuidadosamente en la bolsa de su cinturón. Wang el Tigre, al ver esto, aunque había obtenido lo que deseaba, se dijo indignado que costara lo que costase agrandaría aún sus territorios, sintiendo haber dejado pasar esos años como lo había hecho, causa de que hubiera caído nuevamente bajo la dependencia de su hermano.

Pero, por el momento, los hombres de Wang el Tigre estaban a salvo; llamó entonces a su hijo y a sus guardias para que estuviesen prontos a partir. La primavera estaba ya bastante avanzada, las tierras se secaban rápidamente y en todas partes la gente estaba impaciente por tener nuevas semillas para sembrar en sus tierras; todos trataban de olvidar el invierno y a todos los muertos, y de nuevo, llenos de esperanzas, miraban hacia la nueva primavera.

También Wang el Tigre, que experimentaba un deseo de cosas nuevas, se despidió de sus hermanos. Entonces éstos le ofrecieron una fiesta de despedida, y después de la fiesta Wang el Tigre se dirigió a la pieza donde guardaban las tablillas de los antepasados, para quemar allí un poco de incienso. Iba acompañado de su hijo, y mientras el humo espeso y aromático subía en espirales, Wang el Tigre hizo sus acostumbradas reverencias a su padre y a los padres de sus padres, y ordenó a su hijo que se inclinara también. Al contemplar la arrogante figura de su hijo inclinado, Wang el Tigre se sintió poseído de un orgullo dulce y fuerte. Le parecía que los espíritus de sus antepasados muertos se juntaban para ver de cerca a ese hermoso descendiente de la raza; y comprendió que había cumplido con su deber familiar.

Cuando todo estuvo terminado y el incienso consumido hasta la ceniza en la urna, Wang el Tigre montó a caballo, su hijo lo imitó, y acompañados de sus guardias, volvieron por terrenos secos hacia sus propias regiones.