XXVIII

EN la primavera del año en que el hijo de Wang el Tigre tuvo quince años, el preceptor, a quien éste había contratado para que enseñara a su hijo, se acercó a él en el patio y le dijo:

—Mí general, ya he enseñado al joven general, tu hijo, todo lo que puedo; ahora debe ir a una escuela de guerra, donde tendrá compañeros con quienes marchar, luchar y ejercitarse para la guerra.

Aunque bien sabía que ese día debía llegar, Wang el Tigre tuvo la impresión de que una docena de años habían pasado, rápidos como un soplo. Mandó llamar a su hijo, y de pronto, sintiéndose viejo y cansado, se sentó en un banco de piedra que estaba bajo el enebro, en espera de que éste llegara. Cuando el muchacho apareció en la puerta que comunicaba ambos patios, avanzando con su paso lento y medido, Wang el Tigre volvió a contemplarlo. El muchacho era de elevada estatura, casi tanto como la de un hombre; su rostro mostraba rasgos más pronunciados y mantenía constantemente los labios unidos y apretados. Era el rostro de un hombre más bien que el de un niño. Y mientras miraba a este hijo único, recordaba con una especie de extrañeza que antaño había estado impaciente por ver crecer a ese hijo y verlo convertido en hombre, y que su infancia le había parecido interminable. Ahora más bien creía que había pasado de un salto y sin transición ninguna de su niñez a su nuevo estado de hombre. Suspiró entonces, diciéndose para sí:

«Me gustaría que esa escuela no estuviera en el Sur. No quisiera que tuviese que ir a aprender en medio de esos sureños». Y en voz alta dijo al preceptor, que permanecía allí, tironeándose los pelos de la barba:

—¿Estás seguro de que es mejor enviarlo a esa escuela?

El preceptor movió afirmativamente la cabeza. Wang el Tigre miró a su hijo con pesar y preguntó, finalmente, al muchacho:

—Y tú, hijo mío, ¿quieres ir?

Pues bien, era muy raro que Wang el Tigre preguntara a su hijo lo que le gustaba, pues él sabía lo que convenía a su hijo; pero tenía una vaga esperanza de que, si el muchacho rehusaba, podría entonces darse una excusa y no enviarlo.

Pero el muchacho, que había estado mirando atentamente una mancha de azucenas blancas que crecían bajo el enebro, levantó vivamente la cabeza y dijo:

—Sí fuera posible ir a otra escuela, me gustaría más.

Esta respuesta no fue del agrado de Wang el Tigre. Bajó las cejas, se tiró la barba y dijo con aspereza:

—Veamos, ¿a qué escuela podrías ir si no fuera a una escuela de guerra, y para qué te servirían entonces los libros que has estudiado sí no has de ser un señor de la guerra?

El muchacho contestó tímidamente y en voz baja:

—He oído decir que ahora hay escuelas donde se aprende a cultivar la tierra y todo lo relacionado con ella.

Pero Wang el Tigre, que nunca había oído hablar de tales escuelas, quedó estupefacto al oír semejante tontería, y rugió de pronto:

—¡Pero esto es una estupidez, aun si es verdad que existen tales escuelas! ¿Quieres hacerme creer que en nuestra época cada campesino debe aprender a cultivar, a sembrar y a cosechar? Yo recuerdo perfectamente que nuestro padre tenía costumbre de decir que no hay necesidad de aprender a cultivar, pues no hay sino que mirar lo que hace el vecino.

Y agregó con voz dura y fría:

—Pero ¿qué tiene que ver esto contigo o conmigo? Somos señores de la guerra, y tú debes ir a una escuela de guerra o no ir a ninguna escuela y quedarte aquí para hacerte cargo de mí ejército.

Su hijo suspiró, retrocedió un tanto, como siempre lo hacía cuando su padre gritaba, y dijo con calma y con extraña resignación:

—Iré, pues, a una escuela de guerra.

Había aún en esta misma resignación algo que molestaba a Wang el Tigre. Miró tristemente a su hijo, tironeándose los bigotes, apenado porque éste no se expresara francamente, aunque sabía que montaría en cólera si llegaba a saber lo que el muchacho le ocultaba; dijo, pues:

—Haz tus preparativos, pues mañana debes partir.

El joven saludó como había aprendido a hacerlo, y se retiró sin agregar ni una sola palabra más.

Pero en la noche, cuando estuvo solo en su pieza, Wang el Tigre empezó a pensar en su hijo que se iba tan lejos de él. Una especie de terror lo invadió al pensar en lo que podría acontecer a su hijo en países donde los hombres son engañadores y traidores; ordenó entonces a su guardia que llamara a su fiel hombre de confianza. Cuando éste llegó, Wang el Tigre se volvió para mirar el espantoso y abnegado rostro, y dijo suplicante, no como un amo a su servidor:

—Este hijo mío, mi único hijo, partirá mañana para ir a una escuela de guerra, y aunque su preceptor lo acompaña, ¿cómo podría yo saber lo que hay en el corazón de un hombre que ha pasado tantos años en un país extranjero? Tiene los ojos ocultos detrás de sus anteojos y sus labios detrás de sus bigotes, y me hace el efecto de un desconocido cuando pienso que mi hijo debe confiarse enteramente a él. Irás, pues, con mí hijo, porque a ti te conozco y no hay nadie a quien conozca tan bien como a ti, que has permanecido a mi lado desde cuando era pobre y solitario y tú eras lo que eres ahora que soy rico y poderoso. Mí hijo es el bien mayor que poseo. Velarás sobre él en mi lugar.

Entonces sucedió algo extraño; cuando Wang, el Tigre hubo dicho esto, el hombre del labio leporino empezó a hablar con voz fuerte y con tanta ansiedad, que las palabras pasaban silbando entre sus dientes:

—Mi general, por esta vez no te obedeceré, pues pienso permanecer a tu lado. Si el joven general debe partir, escogeré a cincuenta hombres, no muy jóvenes, y les explicaré sus deberes para con él, pero yo me quedaré donde tú estés. No sabes cuán necesario te es conservar a tu lado un hombre adicto, pues en un ejército tan grande como el tuyo siempre hay descontentos, rivalidades, hombres violentos y hombres que hablan con entusiasmo de tal o cual general; y circulan, además, extraños rumores sobre una guerra que estaría incubándose en el Sur.

A lo que Wang el Tigre contestó, con obstinación:

—Te estimas en más de lo que vales. ¿No me queda el Matador de Cerdos?

Entonces el hombre del labio leporino, con aire despreciativo y contorsionando el rostro en forma espantosa, contestó:

—¡Ése, ese imbécil! Sí, es capaz de matar moscas al vuelo, y si se le ordena que golpee, y cuándo, puede hacerlo con sus enormes puños, pero no tiene cabeza sino para ver lo que se le ha ordenado mirar.

A pesar de las reiteradas órdenes de Wang el Tigre no cejó en su resolución, y éste soportó su osadía como nunca habría soportado semejante desobediencia a ningún otro. Por último, el hombre del labio leporino repitió una y otra vez:

—Bien, no me queda sino arrojarme sobre mi espada; aquí tengo mi sable y mí garganta.

Al final no hubo más remedio que ceder ante lo que este hombre pretendía; y cuando vio que Wang el Tigre cedía, feliz olvidó que un momento antes había hablado de morir. La misma noche se puso en busca de los cincuenta hombres, los arrancó a su sueño, maldiciéndolos mientras permanecían allí asombrados, bostezando y tiritando en el patio, bajo el aire frío de la primavera. Les gritó a través de su labio hendido:

—Sí una muela duele a nuestro joven general, vuestra será la culpa; vuestra única ocupación será acompañarlo dondequiera que vaya, velar sobre él y protegerle. En la noche deberéis acostaros en torno de su lecho, y durante el día no deberéis confiar en nadie ni escuchar a nadie, ni siquiera a él. Si os dice que no os necesita para nada y que lo incomodáis, deberéis contestarle: «Estamos a las órdenes del anciano general, vuestro padre. Él nos paga y no debemos escuchar sino a él». Sí, debéis protegerlo contra sí mismo.

Y volvió a injuriar a los cincuenta hombres para asustarlos y hacerles comprender toda la gravedad de su deber. Para terminar, agregó:

—Pero si procedéis bien, recibiréis una buena recompensa, pues no hay un corazón más generoso que el de vuestro general, y yo mismo le hablaré en vuestro favor.

Entonces a una sola voz prometieron, pues sabían que ese hombre de confianza era más íntimo con el general que cualquiera otro, excepto su hijo; y, a decir verdad, estaban muy contentos de ir a otras regiones y ver cosas nuevas.

Cuando llegó la mañana, Wang el Tigre se levantó de su lecho de insomnio para presenciar la partida de su hijo. Lo acompañó durante una parte del camino, porque no podía separarse de él. Era, a pesar de todo, una pequeña tregua, un retardo ante lo inevitable. Cuando hubo cabalgado un momento al lado de su hijo, tiró las riendas de su caballo y dijo con brusquedad:

—Hijo, desde tiempos remotos se ha dicho que aunque un hombre acompañase a su amigo durante tres mil millas, la separación llegaría de todos modos; así nos sucedería a ti y a mí. Adiós.

Se mantuvo entonces erguido sobre su caballo, para recibir los saludos de su hijo, y permaneció allí mirando al muchacho montar nuevamente a caballo y partir al trote, acompañado de sus cincuenta hombres y de su preceptor. Cuando Wang el Tigre iba de regreso a su desierta casa, no volvió ni una sola vez la cabeza para mirar a su hijo.

Tres días se concedió Wang el Tigre para su dolor, y durante ellos no pudo hacer nada ni pensar en proyecto alguno hasta que el último de los hombres a quienes había enviado como mensajeros hubiese llegado para relatarle lo sucedido. Cada ciertas horas iban llegando, de los diferentes sitios escalonados en el camino, y cada cual traía su informe: uno dijo:

—Está muy bien, quizás más contento que de costumbre. Dos veces bajó del caballo, entró a un campo donde había un labrador y conversó con él.

—¿Y qué podía decir a un ser semejante? —preguntó Wang el Tigre, estupefacto.

Y el hombre respondió, tratando de reunir sus recuerdos:

—Le preguntó qué semilla sembraba y quiso ver el grano y la manera de uncir los bueyes al arado, y sus hombres se reían al verlo, pero él no se preocupaba por ello y miraba resueltamente al buey y cómo estaba uncido.

Wang el Tigre, asombrado, dijo:

—No sé por qué un señor de la guerra se preocupa de ver cómo se uncen los bueyes o qué semilla se debe sembrar.

Y después de una pausa continuó:

—¿No tienes nada más que decirme?

El hombre respondió, después de un momento de reflexión:

—Durante la noche se detuvo en una posada y comió con apetito pan, carne, arroz tierno y pescado, y no bebió sino un vaso de vino. Entonces me vine para traerte estas noticias.

Luego llegó otro y después otro, trayendo noticias sobre la salud de su hijo y sobre lo que comía y bebía. Los informes continuaron llegando hasta el día en que el muchacho llegó al sitio donde debía embarcarse para bajar por el río hasta llegar al mar. Entonces Wang el Tigre se vio reducido a esperar la llegada de una carta, pues los mensajeros no podían ir más lejos.

Wang el Tigre no sabía realmente si podría soportar la inquietud que le causaba la ausencia de su hijo, pero dos cosas lo distrajeron, impidiéndole profundizar sus propios recuerdos. Los espías que estaban en el Sur llegaron con extrañas noticias, diciendo:

—Hemos oído que una guerra muy curiosa se está incubando en el Sur; es una guerra proveniente de una especie de revolución y no una guerra como las de costumbre entre los señores de la guerra.

Entonces Wang el Tigre, que esos días estaba de mal humor, contestó con desprecio:

—No es ninguna novedad. Cuando yo estaba joven oí hablar de una revolución semejante y fui a luchar por ella, creyendo que hacía una gran hazaña. Pero después de todo no fue sino una simple guerra, y mientras los señores de la guerra se unían por un tiempo en contra de la dinastía, cuando hubieron conseguido la victoria final y derrocado el trono, se separaron, tratando, cada cual de salir más ganancioso que el otro.

Sin embargo, todos los espías llegaban con las mismas noticias y siempre respondían:

—No; no; es una nueva especie de guerra. La llaman una guerra del pueblo, una guerra para la gente de clase inferior.

—¿Y cómo podría la gente del pueblo hacer una guerra? —contestaba Wang el Tigre en alta voz, levantando sus negras cejas ante sus estúpidos espías—. ¿Tienen fusiles o piensan hacer la guerra con palos y bastones, y azadones y guadañas?

Y lanzaba a sus espías miradas tan fulminantes, que éstos, desconcertados, se miraban entre sí. Por fin uno de ellos dijo con humildad:

—Pero nosotros no hacemos sino repetir lo que hemos oído.

Entonces Wang el Tigre los perdonó y dijo con tono majestuoso:

—Es verdad, ése es vuestro deber, pero habéis oído absurdos.

Y los despidió. No obstante, no les perdonaba del todo lo que habían dicho y se repetía que debía vigilar la marcha de esa guerra para ver en qué consistía en realidad.

Pero antes que pudiera dedicarse a ello en sus propias regiones sobrevino otro asunto que excluyó de él toda otra idea.

El verano se acercaba, y, como nada hay tan cambiante como el firmamento que sirve de techo a los hombres, era un verano espléndido, mezclado con lluvias y sol, y las aguas se retiraban dejando la tierra fertilizada; en todas partes donde los hombres lograban encontrar semillas, bastaba que las arrojaran a la tierra, tibia y palpitante, humeante bajo los rayos del sol, y la vida surgía de la tierra y la cosecha prometía alimento en abundancia para todos.

… Pero mientras esperaban la cosecha había aún muchos hombres hambrientos, y ese año los ladrones se repartieron de nuevo en las regiones de Wang el Tigre. Sí, aun en las regiones donde mantenía su numeroso ejército, bien alimentado y pagado, había hombres tan desesperados que se atrevieron a unirse en bandas de ladrones y desafiarlo, y cuando enviaba a sus soldados para que los combatiesen no los encontraban. Parecían una banda de fantasmas, pues los espías de Wang el Tigre acudían a decirle:

—Ayer los ladrones estaban en el Norte y quemaron la aldea de la familia Ching.

O decían:

—Hace tres días, una banda de ladrones asaltó a los comerciantes, los mató a todos llevándose sus mercaderías de opio y de sedas.

Entonces Wang el Tigre, encolerizado al oír tales excesos y porque se veía privado de los impuestos que había puesto a los comerciantes, de los que tenía gran necesidad para poder pagar a Wang el Mercader, sintió deseos de matar a alguien. Salió entonces al patio y gritó a sus capitanes que enviaran a sus soldados en grupos repartidos por toda la región y que dijeran que por cada cabeza de ladrón que le trajeran daría como recompensa una moneda de plata.

Pero a pesar de esto, cuando sus soldados estimulados por la recompensa trataron de apoderarse de los ladrones, no encontraron a nadie. La verdad era que la mayoría de los ladrones eran campesinos que no operaban sino cuando no eran perseguidos. Pero si veían que los soldados salían en su busca empezaban a cavar los campos y hacían a los soldados el triste relato de lo que habían sufrido de parte de tal o cual banda, y contaban proezas de todas las bandas excepto de la de ellos, pues de ésta nunca hacían mención; y si alguien la nombraba, decían que ignoraban por completo la existencia de una banda como ésa y que nunca la habían oído nombrar. Pero a causa de la recompensa prometida por Wang el Tigre, y porque muchos de esos hombres eran ávidos, mataban al primero que encontraban y llevaban la cabeza diciendo que era la de un ladrón, y, como nadie podía sostener lo contrario, recibían la recompensa. Hubo así muchos inocentes muertos, pero nadie se atrevía a quejarse, pues sabían que Wang el Tigre enviaba a sus hombres para una causa buena y justa, y si se quejaban podían incurrir en la ira de algún soldado y atraer su atención, recordándole que el autor de la queja tenía también una cabeza.

Pero un día de pleno verano, cuando la caña de sorgo estaba bien alta, más alta que un hombre de pie, los ladrones, como un brusco incendio, se repartieron por todas partes, y Wang el Tigre sintió tal indignación, que él en persona salió en busca de los ladrones, cosa que no había hecho desde hacía muchos años. Pero había oído hablar de una pequeña banda de una aldea, pues sus espías habían visto que durante el día los campesinos eran labradores y durante la noche, ladrones. Las tierras de esa región eran muy bajas y la aldea estaba situada en una hondonada y los campesinos no habían podido sembrar tan pronto como los demás, de modo que aun no tenían nada para comer.

Cuando Wang el Tigre supo con certeza cuán malos eran estos hombres y cómo durante la noche iban a otras aldeas y despojaban a la gente de sus víveres y mataban a los que resistían, se sintió invadido por la cólera. Partió hacia esa aldea con sus tropas, dándoles orden de cercarla, sin dejarle ninguna salida por donde alguien pudiera escapar. Luego, con otros soldados recorrió al galope la aldea y se apoderó de todos los hombres jóvenes y viejos, que sumaban en total ciento setenta y tres. Cuando todos estuvieron atados con cuerdas, Wang el Tigre dio orden de llevarlos a cierta era[33] de tierra que estaba en la parte delantera de la casa del jefe de la aldea y allí desde lo alto de su caballo lanzó una mirada fulminante a esos miserables. Los unos lloraban y temblaban, los otros estaban color de tierra, pero otros, que habían conocido ya la desesperación, permanecían sombríos e intrépidos. Sólo los ancianos de edad avanzada aceptaban con resignación su destino.

Pero cuando Wang el Tigre vio que los tenía a todos en su poder, sintió que su cólera disminuía. Ya no sabía matar como antes; no; se sentía más débil desde que había hecho matar a los seis hombres y había visto la mirada de su hijo. Y para ocultar esta debilidad bajó sus cejas, frunció los labios y gritó a los aldeanos:

—Hasta el último de vosotros merece la muerte. ¿No me conocíais desde hace tantos años, no sabíais que no admito ladrones en mis tierras? No obstante, soy hombre compasivo. Quiero acordarme de vuestros ancianos padres y de vuestros pequeños hijos, y por esta vez no os haré matar. No; pero la próxima vez que os atreviereis a desobedecerme, robando nuevamente, moriréis sin compasión.

Dirigiéndose entonces a sus hombres, que rodeaban a los aldeanos, les dijo:

—Sacad los cuchillos de vuestros cinturones y cortadles solamente las orejas, para que recuerden lo que he dicho este día.

Entonces los soldados de Wang el Tigre dieron un paso adelante, afilaron sus cuchillos sobre las suelas de sus zapatos y, después de haber cortado las orejas de los ladrones, las amontonaron en el suelo delante de Wang el Tigre. Y Wang el Tigre miró a los ladrones, sobre cuyas mejillas corría un río de sangre, y les dijo:

—Que estas orejas os sirvan de recuerdo.

Y partió al galope. Y mientras se alejaba, su corazón le decía que tal vez debía haber hecho matar a esos ladrones para terminar de una vez y limpiar para siempre esas regiones, pues esa muerte hubiera servido de advertencia a los demás; se dijo que quizá ahora que envejecía su corazón se ablandaba y se hacía compasivo. Pero se consoló diciéndose:

«Por consideración a mi hijo he perdonado estas vidas, y un día le recordaré que por consideración para con él me abstuve de matar a ciento setenta y tres hombres, y esto lo llenará de contento».