XXV

CUANDO llegaba la primavera, después del interminable invierno, Wang el Tigre sentía despertar su ambición guerrera, y en cada primavera miraba a su rededor para ver qué podía hacer para acrecentar sus dominios. Enviaba a sus espías para que trataran de averiguar el sesgo que tomarían las guerras generales del año y de cómo podría él adaptar una guerra particular a la general; debería esperar, se decía, que los espías estuviesen de vuelta, que la estación fuese lo bastante templada y que sonara la hora en que su destino lo reclamara. Pero la verdad era que Wang el Tigre había pasado ya la juventud, y ahora que tenía un hijo se sentía tranquilo y contento y había perdido su antigua impaciencia por partir a la guerra. A cada nueva primavera se repetía que debía, por consideración hacia su propio hijo, partir en expedición y realizar lo que había proyectado hacer durante su vida; y a cada nueva primavera le parecía que una razón inmediata y de peso lo obligaba diferir sus campañas hasta otro año. No hubo tampoco guerras grandes y únicas durante la juventud de su hijo. En todo el país una multitud de pequeños señores de la guerra defendían sus minúsculos dominios y ni uno solo se destacaba superior a los demás. Por esta razón, Wang el Tigre también consideraba más seguro esperar un año más, y cuando el año había llegado, otro más aún, pues estaba seguro de que un día cualquiera, cuando el destino lo llamara, estaría a la altura de cualquiera victoria que pretendiera.

Durante una primavera en que su hijo tenía trece años, llegó un mensajero de los dos hermanos de Wang el Tigre trayendo la grave noticia de que el hijo mayor de Wang el Terrateniente languidecía en la prisión municipal de la ciudad. Ambos hermanos enviaban al mensajero para que solicitara la ayuda de Wang el Tigre, ante la corte provincial, para obtener que el joven fuese puesto en libertad. Wang el Tigre escuchó la historia y vio en ella una excelente oportunidad para ensayar su poder en la capital de la provincia y su influencia para con el general de la misma. Postergó, pues, un año más la guerra que había pensado emprender para ejecutar, no sin cierto orgullo, lo que sus hermanos mayores pedían al menor, y no sin cierto desprecio al ver que uno de sus hijos estuviese en la cárcel, cosa que nunca podría suceder a un hijo tan excelente como el suyo.

He aquí cómo el hijo mayor de Wang el Terrateniente había ido a dar a la cárcel.

Este hijo de Wang el Terrateniente tenía entonces veintiocho años y aún no se había casado, ni siquiera desposado. Durante su juventud había frecuentado uno o dos años una escuela de una nueva especie recientemente instalada en la ciudad y allí había aprendido muchas cosas, entre otras, que para un hombre era una abyecta servidumbre y una costumbre en desuso dejarse casar por sus padres con una niña escogida por ellos y que todos los jóvenes deberían escoger por sí mismos a las muchachas con que debían casarse, muchachas con quienes habían conversado y a quienes les sería posible amar. Cuando Wang el Terrateniente pensó en todas las jóvenes casaderas antes de elegir una para su hijo mayor, este hijo se mostró rebelde al asunto; encolerizado, dijo que él mismo escogería una esposa.

Al oír esto, Wang el Terrateniente y su dama se sintieron escandalizados y por vez primera estuvieron de acuerdo sobre una cosa; la esposa dijo a su hijo, impetuosamente:

—¿Y cómo una señorita decente permitiría dejarse ver por ti y hablar con ella para que sepas sí la amas o no? ¿Quiénes más capaces de elegirla que tus padres, que te hicieron y que conocen todas tus tendencias de espíritu y de carácter?

Pero el joven persistía en su oposición con violencia. Levantando sus largas mangas de seda sobre sus manos blancas y suaves y echando hacía atrás sus cabellos negros, exclamó, a su vez:

—Ni tú ni mi padre conocéis nada fuera de las viejas y abandonadas costumbres, y no sabéis que en el Sur toda la gente rica e instruida deja que sus hijos elijan por sí mismos.

Y cuando vio que su padre y su madre se miraban y que aquél se enjugaba la frente con la manga y que su madre fruncía los labios, exclamó de nuevo:

—Pues bien, desposadme, y me iré de aquí y no me veréis nunca más.

Esta amenaza asustó desmesuradamente a los padres, y Wang el Terrateniente se apresuró en decir:

—Dinos quién es la joven a quien amas y veremos si el asunto se puede arreglar.

La verdad era que el muchacho no había encontrado aún a la joven que amaba y a quien deseara hacer su esposa, pues las mujeres que había conocido eran de esas que se compran con facilidad, y no quería confesar que no había encontrado a una joven a quien pudiese amar verdaderamente; se limitó, pues, a fruncir sus labios rojos, contemplándose enojado las hermosas uñas de sus manos; pero tenía un aspecto tan violento y tan voluntarioso, que en aquella ocasión, y en todas las que volvieron a hablar sobre el asunto, terminaban por tranquilizarlo, diciendo una y otra vez: «Bueno, dejemos esto por ahora». Dos veces, en efecto, Wang el Terrateniente se vio obligado a rescindir el convenio que había empezado a negociar respecto de una joven, porque cuando el muchacho oía hablar de ello, juraba que se colgaría de una viga, como su hermano lo había hecho, y esta amenaza aterrorizaba hasta tal punto a sus padres, que cedían cada vez.

Sin embargo, a medida que el tiempo pasaba, Wang el Terrateniente y su dama ansiaban cada vez más ver a su hijo casado, pues era el hijo mayor y el principal heredero, y sus hijos, debían ser los principales de sus nietos. Wang el Terrateniente sabía que el muchacho iba a tal o cual casa de té y que pasaba su juventud aquí y allá; y aunque sabía que así son todos los jóvenes que no tienen necesidad de trabajar para comer y vestirse, como había pasado ya la edad de las pasiones, se inquietaba mucho respecto de éste su hijo, temiendo, en compañía de su mujer, que si no se casaba luego terminaría por tomar como mujer a una joven de cualquier casa de té, de esas que se pueden tomar como concubinas, pero que sería vergonzoso tener como mujer. Pero el muchacho, si le hacían ver sus temores, repetía que en nuestros días los jóvenes y las muchachas estaban libres de la tutela de sus padres, que eran libres e iguales y otras necedades por el estilo, tanto, que sus padres se veían reducidos a guardar silencio, pues el muchacho tenía la lengua tan pronta que no sabían qué contestar; aprendieron, pues, a callarse no bien daba libre curso a su descontento, fulminando con la mirada a los dos viejos esposos; y a cada instante echaba hacía atrás sus negros y largos cabellos, alisándolos con su mano suave y blanca. Pero después de estos discursos y cuando se había ido, pues nunca permanecía mucho rato allí, la esposa miraba al marido con aire de reproche, diciéndole:

—Tú, con tus costumbres libertinas, le has enseñado estas cosas, y a ejemplo de su padre ha aprendido a contentarse con esas mujeres-flores, en vez de una honesta esposa.

Y sintiéndose ultrajada, se enjugaba los ojos con la manga de su vestido. En cuanto a Wang el Terrateniente, inquieto, pues sabía que este comienzo apacible amenazaba terminar en una gran tempestad, pues la dama, a medida que envejecía, se hacía más virtuosa y de mal carácter, se levantaba ligero para irse, diciendo con tono sumiso:

—Sabes que ya voy entrando en años y que no me comporto como antes y que trato de seguir tus consejos. Si encuentras un medio de sacarnos de este atolladero, te prometo hacer lo que digas.

Pero la dama era en verdad incapaz de encontrar ningún medio para hacer obedecer a su turbulento hijo; y Wang el Terrateniente, que veía que la irritación la dominaba, se apresuraba a salir de la casa. Y cuando un día que pasaba por los patios vio a su otra mujer sentada al sol amamantando un niño, le dijo, de prisa:

—Entra a buscar algo para tu ama, porque pronto va a encolerizarse. Llévale su té o uno de sus libros de oraciones y dile que un sacerdote dijo esto o aquello de ella o cualquier cosa por el estilo.

La mujer se levantó dócilmente y se alejó con el niño entre los brazos, y mientras salía a la calle, Wang el Terrateniente bendecía la hora en que había encontrado su segunda mujer, pues si hubiese estado solo con su dama habría tenido mucho que padecer. Pero esta segunda mujer, a medida que pasaban los años, era cada vez más suave y tranquila, con gran contento de Wang el Terrateniente, pues a menudo las mujeres de un mismo señor pasan la vida en peleas, sobre todo sí una de ellas o ambas aman a su señor.

Pero esta segunda mujer consolaba a Wang el Terrateniente de mil maneras y hacía cosas que ni las sirvientas querían hacer, pues, como los sirvientes sabían quién tenía autoridad en la casa, cuando gritaba llamando a alguno, ya fuese hombre o mujer, éste exclamaba: «Sí; ya voy», pero se demoraba en ir o sencillamente no iba, y sí Wang el Terrateniente se enojaba, el sirviente daba como pretexto: «El ama me había ordenado esto o lo de más allá», y lo reducía a silencio.

Pero su segunda mujer lo ayudaba en silencio y ella era quien lo consolaba. Cuando volvía de algunas de sus tierras, cansado y hastiado, se preocupaba de que encontrase el té bien caliente en la tetera, o, si era verano, que hubiese un melón fresco en el pozo, y se sentaba a su lado y lo abanicaba mientras comía, y salía en busca de agua para refrescarle los pies y le traía medias limpias y zapatillas. A ella confiaba él sus agravios y sus rencores; y el principal de estos agravios era el que tenía contra sus labradores. Le decía:

—Y hoy esa vieja desdentada, madre del arrendatario del pedazo de tierra del Oeste, echó agua en el canasto de grano que el empleado pesaba, y éste es un idiota o un canalla, o le pagan para que no vea. Pero yo vi que la balanza daba un salto.

Al oír esto, ella contestaba:

—No creo que roben mucho; tú eres tan inteligente, el más inteligente de todos los hombres ilustrados que conozco.

Le confiaba también su amargura contra el hijo rebelde, y ella le tranquilizaba; y en ese momento en que se alejaba por la calle proyectaba contarle que su esposa lo vituperaba con crueldad; y se complacía pensando en la respuesta que ella habría de decirle, como en repetidas ocasiones: «Para mí eres el mejor de los hombres, no pido otro mejor; te juro que mi señora no sabe lo que son los hombres y cuánto mejor eres tú que todos ellos». Cansado y hastiado por su hijo y su esposa, y por las molestias que le ocasionaba el poco de tierra que aún poseía y que no se atrevía a vender, Wang el Terrateniente se asía a su segunda mujer y pensaba que de todas las mujeres que había conocido ésta era la única que le era agradable. Y se decía: «Es la única de todas las que alimento que me conoce realmente».

Y ese día sentía el corazón saturado de amargura contra su hijo, pues había causado nuevas molestias a su padre.

Sucedió que ese día, mientras Wang el Terrateniente se paseaba por las calles reflexionando, su hijo, por su parte, fue a casa de un amigo, y allí por casualidad encontró a la joven susceptible de gustarle. El amigo del muchacho era hijo del comisario de policía de esa ciudad, y el hijo de Wang el Terrateniente a menudo jugaba con él juegos de azar, de preferencia que con cualquier otro, pues como esos juegos eran contrarios a la nueva ley que acababan de establecer, si sobrevenían molestias, el hijo del comisario de policía podría escapar y sus amigos también, puesto que su padre era un hombre de tal importancia en la ciudad. Ese día el hijo de Wang el Terrateniente pensaba jugar un momento para aliviar su cólera y las molestias causadas por sus padres. Se dirigió, pues, a casa de su amigo.

Cuando le abrieron la puerta dio su nombre a la sirvienta y esperó en la sala de los visitantes, meditabundo e irritado por tantas molestias. De pronto se abrió una puerta interior y entró sola una hermosa joven. Sí ella y él hubiesen sido jóvenes corrientes, ella habría tenido que cubrirse el rostro con la manga y retirarse prontamente. Pero no hizo nada de eso. Miró con tranquilidad al hijo de Wang el Terrateniente en pleno rostro, sin timidez alguna, pero tampoco con coquetería; y al encontrarse con esa mirada tranquila y directa, los ojos del muchacho fueron los que primero se bajaron. Vio, como todo el mundo podría haberlo visto, que, a pesar de su atrevimiento, era una muchacha honesta, adicta a las nuevas ideas. Llevaba los cabellos cortos, los pies no estaban comprimidos, y un vestido largo y recto, como el que usan las muchachas de esta nueva época; y como la primavera estaba por terminar, el vestido era de una seda suave, color de ansarón.

A pesar de lo que decía, la verdad era que el hijo de Wang el Terrateniente tenía pocas ocasiones de encontrar de esa clase de muchachas con quienes deseaba casarse. Cuando no estaba dedicado a jugar o a divertirse o a hacer ejercicio en alguna parte, pasaba los días leyendo historias de amor. No leía las antiguas leyendas, sino las recientes novelas que hablan de amores libres entre hombre y mujer; y soñaba con muchachas bien nacidas que, sin ser cortesanas, no fueran, sin embargo, tímidas ni reservadas delante de los hombres, sino como los hombres son delante de los hombres. No obstante, no conocía a ninguna, pues hasta entonces una libertad así existía más bien en los libros que en la realidad. Pero en ese momento le pareció que había encontrado la que buscaba; sintió el corazón abrasado por la joven de aspecto frío y atrevido, pues su corazón era como un fuego preparado que no esperaba sino la antorcha que lo encendiera.

Ése solo instante le bastó para amar a esa muchacha con un amor tan fuerte que, deslumbrado, cuando entró su amigo balbuceó, con los labios secos y el corazón palpitante:

—¿Quién es esa joven que acaba de pasar?

Su amigo respondió, con descuido:

—Es mi hermana, que está en una escuela en una ciudad extranjera de la costa, y que ha vuelto a casa para pasar las vacaciones de primavera.

El hijo de Wang el Terrateniente, desfalleciente, se limitó a preguntar:

—¿No es casada, pues?

El hermano, riendo, contestó:

—No; es una muchacha muy voluntariosa; siempre está disputando al respecto con mis padres, pues no quiere admitir a ningún hombre sino el que ella escogerá.

El hijo de Wang el Terrateniente oyó esta respuesta como un sediento a quien presentan una copa de vino; no dijo nada más y partió a jugar. Pero mientras jugaba estaba distraído, pues sentía que las llamas envolvían su corazón y que el fuego lo quemaba. Pronto se excusó y regresó a su casa, encerrándose con llave en su pieza. Allí, solo, se sintió ligado a esa joven por toda suerte, de lazos. Y se dijo que era una vergüenza que ella, como él, también tuviera que sufrir con la tiranía de sus padres; se prometió entonces rehusar unirse a ella sino por los medios libres que hombres y mujeres usan en tiempos libres. No quería ningún intermediario, ni los padres ni aun su amigo, el hermano. Luego, con prisa, afiebrado, sacó de su biblioteca los libros que había leído, consultándolos, para ver qué género de cartas esos héroes escribían a sus amadas; y escribió una carta análoga.

Sí; escribió a la joven y firmó con su nombre, empezando la carta con las fórmulas corrientes de cortesía. Pero decía también que él era un espíritu libre, semejante al de ella; que era para él como la luz del sol, el matiz de una peonía, la música de la flauta, y que en un instante le había arrebatado el corazón sacándoselo del pecho. Y cuando hubo terminado la misiva, la envió con su sirviente personal, y después de haberla enviado esperó la respuesta en su casa, con tal ansiedad, que sus padres no comprendían qué podía tener. Cuando el sirviente regresó diciendo que la respuesta llegaría después, el muchacho se vio obligado a esperar, maldiciendo de la espera, molestando a todo el mundo en la casa, pegando a sus hermanos y hermanas, sin piedad, en cuanto se le acercaban, y echando pestes contra los sirvientes, tanto, que la concubina de su padre, a pesar de su buen carácter, exclamó:

—Te portas como un perro rabioso.

Y se llevó a sus niños fuera de su alcance. Pero al cabo de tres días un mensajero trajo una carta al joven, que pasaba los días en los alrededores de la puerta principal; apoderándose entonces de ella, corrió a su pieza, donde desgarró la carta en su prisa por abrirla. Juntó los dos pedazos y empezó a leerla. La joven manejaba el pincel con gran soltura y talento; después de haber trazado las fórmulas usuales de cortesía y algunas frases para justificar su osadía, decía: «Yo también soy un espíritu libre, y mis padres no conseguirán obligarme a nada».

De este modo dejaba entrever con delicadeza su preferencia por él, y el muchacho se sintió transportado de placer.

Así, pues, había comenzado la aventura; pero como no les bastaba cambiar numerosas cartas, sino que necesitaban verse de alguna manera, se encontraron una o dos veces en la puerta trasera de la casa de la muchacha. Ambos tenían miedo, aunque ambos se lo ocultaban mutuamente; y después de tales encuentros y de las numerosas cartas cambiadas, a fuerza de propinas dadas a los sirvientes, en las que ocultaban su nombre, ese amor se hizo cada vez más ardiente; y como nunca el hombre ni la mujer han podido prescindir de algo que deseen de verdad, así les sucedió a ellos. Al tercer encuentro, el joven dijo, con pasión:

—No puedo esperar; tengo que casarme contigo, y así se lo diré a mí padre.

A lo que la muchacha contestó, con vehemencia:

—Y yo diré al mío que me envenenaré sí no puedo ser tuya.

Lo dijeron, pues, a sus respectivos padres; y en tanto que Wang el Terrateniente, feliz de ver que el capricho de su hijo se manifestaba por una joven de tan buena casa, empezaba inmediatamente a hacer negociaciones para el matrimonio, el padre de la muchacha se negó, rehusando dejar que su hija se casara con el joven. Como era comisarlo de policía y tenía espías en todas partes, sabía más que los demás respecto del muchacho. Dijo a su hija:

—¡Cómo! ¿Ese inútil petimetre que pasa su vida en todas las casas de mala fama?

Y ordenó a sus servidores que encerraran a su hija bajo llave en sus patios personales, hasta su regreso a la escuela; y cuando ella, furiosa, se precipitó a su pieza para conversar con él y rogarle que diera su consentimiento, él rehusó escucharla. Era un hombre reposado, y mientras ella exponía sus argumentos, él tarareaba una canción, hojeando un libro, y cuando la joven, fuera de sí, dijo cosas impropias de una muchacha, volviéndose hacia ella, le dijo:

—Siempre he creído que habría debido dejarte en casa y no enviarte a la escuela. Esto es lo que aprenden en esas escuelas, que echan a perder a las niñas de ahora, y sí tuviera que empezar de nuevo, te dejaría ignorante, pero decente, como tu madre, lo que me permitiría casarte temprano con un buen hombre. Sí; y todavía es tiempo de hacerlo —rugió tan repentinamente, que la muchacha vaciló, asustada.

Entonces ambos jóvenes se escribieron hermosas y desesperadas cartas, y los sirvientes se enriquecían con su liberalidad, y corrían de una otra casa. Pero el muchacho languidecía en la suya y no salía ni para ir a jugar ni para hacer ejercicios. Sus padres no sabían qué hacer. Wang el Terrateniente, secretamente y por caminos tortuosos, hizo llegar una suma de dinero al comisario de policía; y aunque éste era hombre que aceptaba de buenas ganas un donativo así, esta vez se negó, causando la desesperación de todos. En cuanto al muchacho, rehusaba comer, amenazando ahorcarse; Wang el Terrateniente estaba completamente desmoralizado.

Pues bien, un día en que el muchacho se paseaba cerca de la puerta trasera de la casa en que su amada vivía, vio que la puerta se abría y que la sirvienta que de ordinario le traía las cartas de la joven le hacía señas para que entrase. Arrastrado por su anhelo, se acercó desfalleciente de temor, y detrás de la puerta encontró a su amada llena de resolución y resuelta a llevar a cabo sus proyectos. Pero ahora que se encontraban frente a frente, las palabras no llegaban con tanta facilidad como cuando las escribían sobre el papel, y además el muchacho tenía miedo de ser descubierto donde no tenía ningún pretexto para estar. Pero como la muchacha era voluntariosa e instruida, y quería satisfacer sus deseos, dijo:

—No pienso tomar en cuenta lo que digan los viejos. Huyamos juntos a alguna parte, y cuando lo sepan, por simple pudor nos dejarán casarnos. Sé que mi padre me adora, pues soy su única hija, y mí madre murió; y tú eres el hijo mayor de tu padre.

Pero antes de que el muchacho pudiese ponerse a tono con la pasión de ella, apareció de pronto en la puerta de la casa que daba al patio el comisario de policía, pues una sirvienta que no quería a la doncella de la joven la había denunciado por venganza. El comisario gritó a su gente:

—Amarrad a ese hombre y metedlo a la cárcel, pues ha robado el honor de mi hija.

Era una desgraciada circunstancia para el hijo de Wang el Terrateniente que el padre de su amada fuese comisario de policía, y libre de hacer encarcelar a quien quisiera, pues otro hombre no habría tenido semejante poder, viéndose obligado a pagar dinero para conseguir ese objeto. Pero con la orden del comisario sus empleados llevaron al muchacho a la cárcel, mientras la joven, dando agudos gritos, se asía del brazo del muchacho, diciendo que no se casaría con nadie que no fuese él, y que se tragaría sus anillos.

Pero su padre, el reposado anciano, dirigiéndose a sus sirvientas les dijo:

—Vigiladla y no la dejéis sola; y si por casualidad hace lo que dice, vosotros seréis responsables de su muerte.

Y se alejó como si no oyera los gritos y lamentos de su hija; y las sirvientas, que temían al comisario, no se atrevieron a abandonarla, y la muchacha se vio obligada de este modo a seguir viviendo.

El jefe de policía envió entonces a prevenir a Wang el Terrateniente de que su hijo estaba en la cárcel, porque había atentado contra el honor de su hija, y después de haberle enviado este mensaje se sentó en la sala, esperando. Entretanto, toda la casa de Wang el Terrateniente estaba en la mayor confusión, y éste, desesperado, no sabía qué hacer. Envió inmediatamente como obsequio toda la plata que tenía en ese momento, y vistiéndose con su traje más hermoso fue en persona donde el comisario de policía para presentarle sus excusas. Pero el hombre no estaba de humor para arreglar la cosa con tanta facilidad. Mandó decir al visitante que el exceso de molestias lo tenía enfermo y que no podía recibir a nadie; y cuando le llevaron el dinero lo devolvió, diciendo que Wang el Terrateniente se había equivocado respecto de su manera de ser y que no era de aquellos a quienes tientan esos procedimientos.

Entonces Wang el Terrateniente se volvió, suspirando, a su casa; comprendía que la suma había sido demasiado pequeña, y como entonces estaba escaso de dinero, pues no se había cosechado aún el trigo, comprendió que debía pedir ayuda a su hermano. Sufría también al pensar que su hijo estaba en la cárcel y tenía que enviarle comida y ropa de cama para que a lo menos no sufriera tanto. Una vez que hubo hecho esto y que mandó llamar a Wang el Mercader, se sentó en la pieza a esperarlo; y su dama, en medio de su angustia, olvidó todo decoro y entró a la pieza donde estaba sentado con la cabeza entre las manos, poniendo por testigo a éste o aquel dios de todo lo que tenía que sufrir en esa casa.

Pero Wang el Terrateniente no parecía conmoverse con los gritos y reproches de su esposa, pues estaba demasiado asustado al ver que su hijo continuaba en poder del comisario de policía. Wang el Mercader entró en ese momento con rostro sereno, como si ignorase lo que había sucedido, a pesar de que la historia se supiera ya en todas partes, que los sirvientes la comentaban y que su propia mujer se la hubiese contado con lujo de detalles, diciendo, con gran contento:

—Bien sabía que no saldría nada bueno de los hijos de esa mujer, y sobre todo de un padre libidinoso.

Pero en ese momento Wang el Mercader se sentó y escuchó la historia contada por el padre y la madre del muchacho. Atenuaron mucho su culpabilidad, y Wang el Mercader tomó un aire muy serio, como sí creyera realmente en la inocencia del joven y no pensara sino en un medio hábil de ponerlo en libertad. Bien comprendía que su hermano mayor deseaba pedirle prestada una gruesa suma de dinero y buscaba cómo evitar este pedido. Cuando hubieron contado la historia y la esposa hubo llorado copiosamente, dijo:

—Es verdad que el dinero es muy útil cuando hay que tratar algún asunto con funcionarios, pero hay algo mejor aún: la fuerza de las armas. Antes, de gastar lo que tenemos debemos solicitar la ayuda de nuestro hermano, que es ahora un poderoso general, para que interponga su influencia ante la corte provincial, para que de allí envíen una orden a nuestro magistrado, quien a su vez ordenará al comisario de policía que ponga en libertad a tu hijo. Entonces tal vez será oportuno emplear un poco de dinero por aquí y por allá para sostener la causa.

A todos pareció éste un plan excelente, y Wang el Terrateniente se extrañó de no haber pensado en él; ese mismo día envió a un mensajero a Wang el Tigre, y así fue cómo éste supo el asunto.

Pues bien, Wang el Tigre, además del deber que tenía de ayudar a sus hermanos, comprendió que era una excelente oportunidad para ensayar su poder y su influencia. Escribió, pues, al general de la provincia una carta humilde, apropiada a las circunstancias, preparó regalos y envió todo con su hombre de confianza, acompañado de un guardia para preservarlo de los ladrones. Cuando el general hubo recibido los regalos y leído la carta, reflexionó un momento y le pareció que si hacía ese favor a Wang el Tigre éste se vería en la obligación de prestarle su apoyo en caso de una guerra; además, era un medio poco costoso de conseguir su favor el hacer salir de la cárcel a un joven; y en cuanto al comisario de policía, poco le importaba un personaje tan insignificante de una insignificante ciudad. Envió, pues, el escrito que le pedía Wang el Tigre y advirtió después al gobernador de la provincia; éste envió una orden imperativa al magistrado del departamento, quien a su vez transmitió, imperativamente, la orden al magistrado de la ciudad donde residían los Wang.

Wang el Mercader se mostró más hábil que nunca. Repartió dinero de modo que todo hombre que interviniera en el asunto se juzgara suficientemente recompensado, pero no como para despertar en ellos un espíritu de investigación que los hiciera mirar más de una vez la fuente de donde procedía tanto dinero. En su oportunidad, el comisario de policía recibió la orden imperativa. Wang el Terrateniente y Wang el Mercader esperaban ansiosamente el momento en que llegaría, pues sabían que el hombre no soportaría una humillación pública; no bien supieron que había llegado fueron a visitarle, llevando gruesas sumas de dinero, y con muchas excusas le rogaron que los escuchara, fingiendo ignorar que todo se debía a órdenes superiores. Le hicieron grandes reverencias, invocando su piedad, hasta que terminó por aceptar el dinero con negligencia, como alguien que concede una gracia. Luego ordenó poner en libertad al muchacho, y después de haberlo reprendido lo envió a su casa.

En cuanto a los dos hermanos, ofrecieron un festín al comisario de policía; y el asunto quedó así terminado, pues el muchacho estaba de nuevo en libertad y su amor se había tranquilizado un tanto en la prisión.

Pero la muchacha se manifestaba más obstinada que nunca, y se quejó de nuevo a su padre. Ahora estaba mejor dispuesto y comprendía que la familia Wang era muy poderosa: uno de ellos, un gran señor de la guerra, y otro, un comerciante acaudalado. Envió un intermediario a Wang el Terrateniente, diciéndole:

—Casemos a estos muchachos y sellemos nuestra nueva amistad.

Se concertaron entonces los esponsales y las nupcias el primer día favorable que se encontró, y Wang el Terrateniente y su dama, consolados, se sentían llenos de felicidad. En cuanto al novio, aunque un poco deslumbrado de este repentino resultado, sentía no obstante volver su antiguo ardor y la joven se manifestaba triunfante y dichosa.

Pero para Wang el Tigre todo el asunto no tenía mayor importancia, excepto en esto: sabía que era un hombre influyente en la provincia, que el general lo consideraba como tal y que deseaba conciliarse su favor; se sintió con el corazón henchido de orgullo. Cuando todo estuvo terminado había empezado el verano; Wang el Tigre se dijo que, puesto que había estado tan ocupado y que el año estaba tan avanzado, pospondría la guerra para el año siguiente. Se resignó con tanta mayor facilidad cuanto que sus espías habían vuelto diciendo que se hablaba de una guerra en el Sur, pero que no se sabía qué guerra era ni quién era el jefe. Cuando Wang el Tigre oyó eso comprendió el valor que tenía su ejército para el general provincial y por qué éste trataba de conquistar su favor. Esperó, pues, otra primavera para ver qué sucedería.

Y como siempre lo hacía, pasaba su vida con su hijo. El muchacho cumplía con gravedad sus deberes, y Wang el Tigre se complacía siguiendo con la mirada el silencioso modo de proceder del muchacho. A menudo contemplaba a su hijo, y amaba su rostro serio, mitad de niño y mitad de hombre. Cuando contemplaba et rostro de su hijo inclinado sobre algún libro o sobre su trabajo, quedaba sorprendido de la expresión extrañamente familiar que encontraba en las mejillas cuadradas del muchacho o en la firmeza de su boca. No era ésta hermosa, pero firme y decidida para un hombre tan joven.

Y una tarde Wang el Tigre comprendió que su hijo había heredado esa expresión de su abuela, la madre de Wang el Tigre. Sí; comprendió que era ésa la expresión de su madre, aunque no la recordaba con nitidez, sino sobre su lecho de muerte, y que el rostro rosado del niño fuera muy diferente del pálido de la muerta. Pero más que cualquier recuerdo preciso, un sentimiento le decía que su hijo tenía los modales lentos y silenciosos de su madre, y que la gravedad de ésta estaba retratada en los labios y ojos de su hijo. Cuando Wang el Tigre vio en su hijo esta vaga expresión familiar, le pareció que lo amaba aún más profundamente, y que, por una razón que no comprendía, estaba ligado a él en forma más estrecha aún.