XI

SIETE días y siete noches, Wang el Tigre permaneció en la casa grande de la ciudad, y sus hermanos lo festejaron como un huésped de honor. Cuatro días y cuatro noches permaneció en los patios de su hermano mayor, y Wang el Mayor hizo todo lo posible para conquistarse el favor de su hermano menor. Pero todo lo que supo hacer fue ofrecerle las cosas que para él constituían un placer; cada noche lo llevó, pues, al teatro y a las casas de té, donde hay cantantes y tocadoras de laúd. Pero parecía que esto era un placer para Wang el Mayor y no para su hermano, pues Wang el Tigre era un hombre extraño. Rehusaba comer más de lo necesario para apaciguar el hambre, y entonces se detenía y, en silencio, miraba comer a los demás; y rehusaba beber más de lo acostumbrado.

Permanecía sentado allí donde los hombres se divertían y comían y bebían, hasta que quedaban transpirando y debían quitarse la túnica y el vestido, y algunos aun debían salir fuera y vomitar, para tener el placer de comer más. Pero Wang el Tigre no se sintió tentado ni por las sopas más deliciosas ni por las delicadas carnes de las serpientes de mar, que se pagan muy caras, pues son escasas y difíciles de coger, ni por los dulces ni por las frutas, ni por las semillas de loto confitadas, ni por la miel ni nada de lo que los hombres acostumbran comer a pesar de tener repletas sus barrigas.

Y aunque acompañase a su hermano a esas casas de té, donde los hombres van a divertirse con mujeres, permanecía tieso e impasible, con el sable colgando de su cinturón, mientras miraba todo con sus negros ojos. No parecía contento ni descontento; ignoraba sí una cantante era superior a otra, por la belleza de la voz o del rostro, aunque hubo más de una que se fijó en él, tentada por su vigor viril y su buen aspecto; lo tocaban suavemente con sus pequeñas manos, lanzándole lánguidas miradas. Pero permanecía allí sentado, rígido e inmóvil, mirándolas a todas con iguales ojos, con el gesto tan adusto como de ordinario, y si llegaba a decir algo, en vez de las cosas agradables que se dicen en general a las mujeres bonitas, decía:

—Esa canción parece el gorjeo de los grajos.

Y una vez que una pequeña y dulce criatura pintada y de boca diminuta lo miraba fijamente, mientras cantaba su estribillo, le gritó:

—Estoy harto de todo esto. —Y, levantándose, se fue, y Wang el Mayor tuvo que seguirlo, aunque no fuera de su agrado abandonar una tan buena representación.

La verdad era que Wang el Tigre había heredado de su madre sus maneras taciturnas; nunca decía algo que no fuese necesario, y sus frases eran entonces de una franqueza tan amarga que, después de una o dos veces, los hombres temían que abriera los labios.

Así habló un día en que a la esposa de Wang el Mayor ocurriósele decirle algunas palabras en favor de su segundo hijo. Una tarde entró a la pieza donde Wang el Tigre bebía té, y Wang el Mayor, sentado al lado de una mesa, bebía vino. Entró con pasos amanerados y mucha modestia y los ojos bajos, inclinándose y sonriendo tontamente, sin mirar siquiera a los hombres. Pero cuando Wang el Mayor la vio llegar, se enjugó[9] rápidamente el rostro y llenó un tazón de té, en vez del vino que mantenía caliente en un jarro de estaño. Entró con aire doliente y vacilando sobre sus diminutos pies; se sentó sobre un asiento inferior al que le correspondía, aunque Wang el Tigre, que se había levantado, le hiciese signos de sentarse más arriba. Pero la dama le dijo con su suave vocecilla, como lo hacía esos días, a menos que se olvidara o estuviese enojada:

—No; conozco mí lugar, cuñado, no soy sino una débil e indigna mujer. Si alguna vez lo olvido, mi señor se encarga de recordármelo, ya que tiene tantas mujeres mejores y más dignas que yo.

Al decir esto echó una ojeada a Wang el Mayor, quien se sintió desfallecer y murmuró con débil voz:

—Vamos, señora, ¿cuándo, yo…?

Y empezó a recordar si recientemente había hecho algo especial de que ella hubiera oído hablar en perjuicio de él. En verdad, había encontrado y solicitado a la cantante joven y bonita que tanto le gustó una noche de fiesta, y había empezado a visitarla, pagándole una suma dada, y tenía intenciones de instalarla en alguna parte de la ciudad, con una subvención, como lo hacen los hombres cuando no quieren agregar a sus patios la molestia de una nueva mujer, pero la desean lo bastante para mantenerla por un tiempo, al menos. Pero aún no había realizado esto último, pues la madre de la muchacha vivía, y era una vieja y ávida bruja que no se contentaba con el precio que Wang el Mayor ofrecía por su hija. Creía, pues, que su esposa no podía haber oído hablar de una cosa no realizada aún; se enjugó de nuevo el rostro con la manga, volviendo los ojos a otra parte, y bebió su té apresuradamente a grandes y ruidosos sorbos.

Pero la dama no pensaba en él ahora, y continuó, sin fijarse en sus rezongos:

—Me he dicho que, humilde e indigna mujer como soy, no dejo de ser por eso la madre de mí hijo, y he querido agradecerte lo que has hecho por nuestro indigno hijo; aunque mis agradecimientos no tengan valor para alguien como tú, es para mí un placer hacer lo que debo, y así lo hago, a pesar de todas las cargas y de todas las faltas que tengo que soportar.

Echó una nueva ojeada a su señor, y éste se rascó la cabeza, y mirándola estúpidamente se cubrió otra vez de sudor, pues no sabía qué continuaría diciendo, y, como además era obeso, sudaba por cualquier cosa. Pero ella dijo:

—Te presento, pues, mis agradecimientos, cuñado, y, aunque indignos, brotan de un corazón puro. En cuanto a mi hijo, te diré que si hay un joven digno de tu benevolencia, es éste, el mejor y el más suave de los muchachos; y qué talento tiene. Soy su madre, y aunque dicen que las madres ven siempre el buen lado de sus hijos, no dejaré de repetir que te hemos dado el mejor hijo que tenemos mi señor y yo.

Durante este tiempo, Wang el Tigre la contemplaba como lo hacía cuando alguien hablaba, y no se sabía si oía o no lo que se decía, salvo cuando llegaba su respuesta; y brotó, entonces, descortés y brutal:

—Sí es así, cuñada, me siento apenado por mí hermano y por ti. Es el muchacho más débil y tímido que nunca viera, y su hiel no es más grande que la de una gallina blanca. Siento que no me hayáis dado vuestro hijo mayor. Es un joven enérgico, a quien hubiera podido adiestrar y convertirlo en alguien, obediente sólo a mi persona. Pero vuestro segundo hijo no hace sino lloriquear, tanto, que siempre creo que llevo conmigo un mirlo acuático. No hay para qué enseñarlo, porque no tiene ninguna disposición; no hay, pues, nada que hacer con él. No; los dos hijos de mis hermanos me desilusionan. El vuestro es suave y tímido y tiene el cerebro lavado con sus lágrimas, y el otro muchacho, bueno y enérgico y suficientemente rudo para nuestra vida, es irreflexivo y sólo gusta divertirse; es un payaso, y no creo que un payaso pueda subir muy alto. Es una desgracia no tener un propio hijo, a quien poder emplear, ahora que lo necesito.

Lo que la dama hubiera podido contestar a tal discurso nadie lo sabe; pero Wang el Mayor temblaba, pues comprendía que nadie nunca había hablado así a su esposa, y una oleada de sangre le subió al rostro y abrió la boca para contestar con acerba respuesta. Pero antes de que hubiese podido decir una palabra, su hijo mayor salió de pronto de atrás de una cortina, donde, oculto, escuchaba, y exclamó con ardor:

—¡Déjame ir, madre!, ¡quiero ir!

Y permanecía allí, impaciente y hermoso en su juventud, mirando vivamente uno y otro rostro. Llevaba un vestido de un azul encendido, del color de las plumas del pavo real, como gustan de llevar los jóvenes, y zapatos de cuero, de fabricación extranjera, y un anillo de jade en su mano, y los cabellos cortados a la moda más reciente y tirados hacia atrás con aceite perfumado. Era pálido como los jóvenes de casa rica, que nunca se ven obligados a cultivar la tierra ni a tostarse al sol, y sus manos eran suaves como las de una mujer, pero, a pesar de ello, había algo de enérgico en su apostura; a pesar del lujo y de su palidez, tenía la mirada viva y ardiente. Y no se movía con languidez, cuando olvidaba que la moda entre los jóvenes era parecer lánguidos y hastiados de todo. No; sabía mostrarse como ahora, lleno de la llama del deseo.

Pero su madre le gritó:

—Es la mayor estupidez que nunca he oído, pues eres el hijo mayor y el jefe de la casa, después de tu padre. ¿Cómo podría, pues, permitirte ir a la guerra y quizás hasta a una batalla dónde podrían matarte? Nada hemos descuidado para ti; fuiste a todas las escuelas de la ciudad, y los eruditos te enseñaron, y te mimábamos tanto, que no quisimos enviarte al Sur a una escuela. ¿Cómo podríamos dejarte ir a la guerra? —y viendo que Wang el Mayor permanecía sentado y silencioso, meneando la cabeza, continuó con sequedad—: Señor mío, ¿también debo tomar yo sola esta pesada carga?

Wang el Mayor dijo entonces débilmente:

—Tu madre tiene razón, hijo. Siempre tiene razón, y no podemos hacerte correr semejante riesgo.

Pero el muchacho, aunque tuviese diecinueve años, empezó a golpear con el pie y a llorar, y golpeaba la cabeza contra la puerta, exclamando:

—¡Me envenenaré si no puedo hacer lo que deseo!

Entonces sus padres se levantaron enloquecidos, y la dama gritó por la entreabierta puerta que era preciso buscar al sirviente del joven señor; y cuando éste, aterrorizado, hubo llegado, le ordenó:

—Llévate al niño a alguna parte, para jugar y distraerlo, y trata de hacer desaparecer su cólera.

Y Wang el Mayor se apresuró a sacar del cinto un puñado de dinero, y forzando a su hijo para que lo tomara, dijo:

—Toma, hijo mío, cómprate lo que te guste, o empléalo en el juego o en lo que desees.

Al principio el joven rehusó el dinero, manifestando que no quería tal consuelo; pero el sirviente lo tranquilizó y le suplicó tanto, que al cabo de un momento el muchacho tomó el dinero como sí lo hiciera de malas ganas, y, sin dejar de gritar que quería irse con su tío, se dejó conducir fuera.

Cuando todo hubo terminado, la dama se dejó caer sobre una silla, y dando un suspiro desolado balbuceó:

—Siempre ha sido así; no sabemos qué hacer con él, es mucho más difícil de educar que el que te hemos dado.

Wang el Tigre había permanecido sentado, mirando lo que sucedía; dijo ahora:

—Es más difícil educar cuando hay una voluntad que cuando no la hay. Yo podría hacer algo por este muchacho, sí lo tuviera en mi poder; toda esta tempestad proviene de que no ha sido educado.

Pero la dama estaba demasiado molesta para soportar más, y no pudo tolerar que alguien dijera que sus hijos no estaban educados. Se levantó, pues, y con su aire majestuoso, dijo saludando:

—Seguramente tendréis mucho que deciros —y salió.

—Entonces Wang el Tigre miró a su hermano mayor con severa piedad, y guardaron silencio durante unos instantes; Wang el Mayor empezó a beber vino otra vez, aunque sin placer ahora y con el rostro melancólico. Por fin, cosa rara en él, dijo pensativamente, dando un profundo suspiro:

—Hay algo que es para mí un enigma; y es éste: que una mujer en su juventud pueda ser tan delicada y dócil a la voluntad de un hombre, y que con la edad se convierta en otra persona, odiosa y atormentadora y desprovista de toda razón, hasta hacer enloquecer a un hombre. A veces me juro a mí mismo que no tendré trato con ninguna mujer, pues mi segunda mujer aprenderá de la primera, ya que todas son iguales. —Y miró a su hermano con curiosa envidia, y con los ojos apenados, como un niño, continuó tristemente—: Tú eres dichoso, y más dichoso que yo; estás libre de las mujeres y libre de la tierra. Yo estoy dos veces atado. Estoy atado por esta maldita tierra que mi padre me dejó. Sí no me preocupo de ella, no da nada, pues estos malditos campesinos son todos unos ladrones, coligados contra el propietario, por justo y bueno que sea. Y en cuanto a mi administrador, ¿quién ha oído hablar de un administrador honrado?

Torció la boca con gesto dolorido, y suspirando de nuevo, contempló a su hermano y dijo:

—Sí, tú eres dichoso. No posees tierras ni estás ligado a ninguna mujer.

Y Wang el Tigre replicó con desprecio:

—No tengo relaciones con mujer alguna.

Y se sintió contento cuando hubieron transcurrido los cuatro días y pudo ir a los patios de Wang el Segundo.

Cuando Wang el Tigre llegó a casa de su segundo hermano, no pudo dejar de asombrarse de la diferencia que existía entre ambas, y cuanto buen humor reinaba en la última, a pesar de las disputas y peleas entre los niños. Pero el centro de esta alegría y buen humor era la campesina mujer de Wang el Segundo. Era una ruidosa y exuberante mujer, y todas las veces que hablaba, su voz, alta y sonora, resonaba en toda la casa. Y aunque perdía la paciencia muchas veces al día y golpeaba la cabeza de un niño contra la de otro, con sus mangas eternamente levantadas hasta el codo, o propinaba en la mejilla de aquél una palmada tan estruendosa que en la casa sólo se oían gritos y chillidos de la mañana a la noche, y aun cuando cada sirviente gritaba tanto como su ama, esto no le impedía ser buena a su modo, y cuando pasaba un niño lo tomaba y hundía su nariz en su cuello gordezuelo. Y si un niño le pedía algunos centavos, para comprar a un vendedor ambulante un caramelo, alguna golosina caliente u otra cosa cualquiera a las que son aficionados los niños, aunque hubiera podido ahorrar ese dinero, nunca dejaba de hundir la mano en su seno y sacar el dinero solicitado. En medio de esa casa ruidosa y apasionada, Wang el Segundo circulaba sereno y tranquilo, preocupado de sus planes secretos, siempre contento con todo y viviendo en perfecta armonía con su mujer.

Por vez primera en esos días Wang el Tigre abandonó por un tiempo sus proyectos de gloria, y, mientras sus hombres se festejaban y descansaban, vivía en la casa de su hermano, en la que había algo que le gustaba. Comprendía por qué su sobrino, el Apestado, salía de esa casa feliz y sonriente, y por qué el otro era siempre tímido y medroso; sentía el contento que reinaba entre Wang el Segundo y su mujer, y el contento de los niños, aunque a menudo no hubiesen sido lavados y que ningún servidor se ocupara de ellos, salvo para hacerlos comer en el día y acostarlos en una u otra cama en la noche. Pero todos los niños se manifestaban contentos, y Wang el Tigre los seguía con la mirada, con una extraña emoción en el corazón. Había un chicuelo de cinco años, por el que Wang el Tigre se interesaba en particular; era lindo, gordezuelo, y cuando Wang el Tigre, que trataba de conquistárselo, le tendía vacilante una mano o cuando le ofrecía una moneda, el pequeño, gravemente, se metía los dedos a la boca, y viendo la expresión sombría de Wang el Tigre, huía sacudiendo la cabeza. Y Wang el Tigre, aunque trataba de sonreír y ocultar su decepción, se sentía tan apenado por ese rechazo, como sí el pequeño hubiese sido un hombre.

Así esperó Wang el Tigre que los siete días hubiesen pasado, y su insólita ociosidad lo tornaba más pensativo que de costumbre; y viendo esas dos casas llenas de niños, sintió con mayor intensidad que nunca el no tener un hijo asociado a él. Y pensaba también en las mujeres, pues era la primera vez que alojaba en una casa donde había esposas y sirvientas y esclavas que corrían de aquí allá; y a veces sentía una dulce emoción cuando veía a una esbelta muchacha, que le daba la espalda, ocupada en algún quehacer; y recordaba que antaño, cuando él era un muchacho, así había visto a Flor de Peral en esos mismos patios. Pero cuando la muchacha se volvía y veía su rostro, experimentaba la misma turbación que entonces; la verdad era que las fuentes vivas de su juventud recibieron tan recio golpe, que la vista sola del rostro de una mujer lo hacía alejarse, mientras sentía que su corazón se detenía dentro del pecho.

Su ociosidad y aquella ligera emoción que sentía lo tenían nervioso y agitado; una tarde pensó que debía presentar sus respetos a Loto, pues en los patios de Loto era donde con mayor frecuencia veía a Flor de Peral en aquellos lejanos días, y sentía el secreto deseo de volver a ver las piezas y el patio. Fue, pues, donde Loto, después de haber enviado a un sirviente anunciando su visita. Loto se levantó de la mesa donde, sentada, jugaba con unas amigas, las ancianas señoras de otras casas. Pero él no permaneció allí mucho tiempo No; paseó la mirada por la pieza y recordó; y entonces sintió haber ido, se levantó, e inquieto de nuevo, decidió irse. Pero Loto no comprendía sus pensativas miradas y exclamó:

—Quédate, pues tengo jarabe de jengibre en un jarro, raíces de loto confitadas y de esas cosas que gustan a los jóvenes. No he olvidado aún cómo son los, jóvenes; aunque estoy vieja y gorda, recuerdo perfectamente cómo son todos.

Y colocando una mano sobre su brazo, se rió, con su risa grosera, mientras lo miraba de soslayo. Entonces él comprendió que la detestaba; se inclinó, presentó otra vez sus excusas y se fue a toda prisa. Pero oía la risa chillona de las viejas, mientras continuaban jugando, y esta risa lo persiguió a través de los patios.

Y mientras se alejaba, el recuerdo aumentaba su excitación; y para reconfortarse se dijo que su vida estaba ahora lejos de allí, que era preciso ponerse nuevamente en camino; y no bien hubiera cumplido con el deber de visitar la tumba de su padre antes de emprender su aventura, no tendría sino que abandonar para siempre esos patios.

A la mañana siguiente, al sexto día, dijo a Wang el Segundo:

—No permaneceré aquí sino el tiempo necesario para quemar un poco de incienso en la tumba de mi padre, pues, si no, mis hombres se pondrán desanimados y flojos y tenemos aún un largo camino que recorrer. ¿Qué tienes que decirme del dinero que necesito?

Y Wang el Segundo contestó:

—Nada, sino que te entregaré todos los meses lo que hemos convenido.

Pero Wang el Tigre exclamó, impaciente:

—Ten la seguridad de que algún día te devolveré todo lo que me has prestado. Ahora voy a la tumba de mi padre. Preocúpate tú de que los dos muchachos estén prontos para partir conmigo, y que no estén borrachos o sobrealimentados, pues salimos al apuntar el día.

Y se alejó, sintiendo casi tener que llevar al hijo de Wang el Mayor, pero sin saber cómo rehusar, por temor de producir envidias. Y al irse tomó un poco de incienso que guardaban en la casa y se dirigió a la tumba de su padre.

Pues bien, estos dos, el padre y el hijo, habían estado muy distanciados cuando vivían juntos; la infancia de Wang el Tigre había sido muy amarga, pues su padre le decía que debía permanecer en la tierra, y Wang el Tigre había crecido odiando la tierra. La odiaba ahora y odiaba la casa de barro; y, aunque había sido el hogar de su niñez, no la amaba, porque para él había sido una prisión, de la cual nunca creyó libertarse. No se acercó, pues, a ella; dio una vuelta, y atravesando un bosquecillo de árboles, llegó al montículo donde estaban cavadas las tumbas de la familia.

Cuando se acercaba con paso rápido oyó un ruido ahogado, como si alguien llorara, y al oírlo se preguntó quién podía llorar sobre esa tumba, pues sabía que Loto estaba jugando y no podía estar allí. Suavizó su marcha y, acercándose, miró a través de los árboles. Era el espectáculo más extraño que nunca hubiera visto. Flor de Peral, con la cabeza inclinada sobre la tumba de su padre, en cuclillas sobre el pasto, llorando como lloran las mujeres cuando creen que no hay nadie en los alrededores y que pueden llorar sin ser consoladas. No lejos de ella estaba sentada su hermana, la tonta, a quien no había visto desde hacía años, y que tenía ahora los cabellos casi blancos y el rostro marchito y apergaminado; estaba sentada bajo los rayos del sol de otoño y jugaba con un trozo de género rojo, doblándolo y desdoblándolo, mientras sonreía al verlo tan rojo a la luz del sol. Y dócilmente, sentado a su lado como un niño a quien se le ha ordenado hacer algo que le gusta, hallábase un chico enfermo y jorobado. Miraba apenado a la llorosa mujer, listo para llorar también por amor hacia ella.

Wang el Tigre permaneció allí, inmóvil por la sorpresa, escuchando a Flor de Peral lamentarse con su suavidad acostumbrada, como sí las lágrimas brotasen desde lo más profundo de su ser; y de pronto él no pudo soportar esto. No; toda su cólera cayó una vez más sobre su padre y no se contuvo. Botó el incienso, dio media vuelta y se alejó con paso rápido, respirando penosamente y exhalando profundos suspiros, aun cuando no se daba cuenta de ello.

Se lanzó a través del campo, con la sola idea que debía abandonar ese sitio, esa tierra —esa mujer— y dedicarse a sus propios asuntos. Regresó bajo el fuerte sol de otoño que caía claro y brillante sobre los campos, pero no veía nada ni apreciaba su belleza.

Al alba estaba en pie y montado sobre su caballo alazán. El caballo relinchaba y se encabritaba con el aíre helado, y sus herraduras golpeaban el pavimento de la calle; el Apestado, bien alimentado con todo lo que había comido en su colación matinal, había montado sobre su asno, y ambos partieron a casa de Wang el Mayor en busca del otro muchacho. Pero no bien llegaron, un sirviente salió precipitadamente de la puerta, y mientras corría gritaba:

—¡Esto es algo del demonio! ¡Qué maldición sobre esta casa!

Y siguió corriendo.

Entonces Wang el Tigre sintió que la impaciencia lo dominaba y gritó:

—¿De qué maldición hablan? La única maldición es que el sol está encima del horizonte y yo aún no he partido.

Pero el hombre no se volvió. Entonces Wang el Tigre, maldiciendo, gritó al Apestado:

—Ese maldito muchacho de tu primo es sólo una carga para mí, y nunca será otra cosa. Anda en su busca y dile que venga, o que no partirá conmigo.

El Apestado se dejó caer de su pequeño y viejo asno y entró corriendo; Wang el Tigre descendió entonces lentamente de su caballo, se dirigió a la puerta y dio las riendas al portero. Pero antes de que tuviera tiempo de ir más lejos, el muchacho había vuelto a salir, más blanco que un espectro y jadeando, como si hubiese dado corriendo una vuelta a los muros de la ciudad. Balbuceó, mientras tomaba aliento:

—No vendrá ya más, ha muerto ahorcado.

—¿Qué es lo que dices, monicaco[10]? —gritó Wang el Tigre, lanzándose a la casa de su hermano.

Había, en efecto, gran conmoción; hombres, mujeres y sirvientes estaban, reunidos en el patio, en torno de algo; y por encima del bullicio y de las exclamaciones se oían los gritos desesperados de una mujer: era la madre del muchacho. Wang el Tigre empujó a la gente, y en el centro de la muchedumbre divisó a Wang el Mayor. Con el rostro amarillo como una vieja candela y convulsionado por los sollozos, tenía en sus brazos el cuerpo de su segundo hijo. El muchacho yacía muerto en el patio, bajo el hermoso cielo matinal, y su cabeza caía hacia atrás, sobre el brazo de su padre. Se había ahorcado con su cinturón de la viga de la pieza que ocupaba con su hermano mayor; y el hermano mayor no había sabido nada, hasta que despertó en la mañana, pues dormía profundamente después de haber bebido demasiado en una orgía la noche precedente. Cuando se despertó y vio oscilar la delgada silueta, creyó primero que se trataba de algún vestido, y se preguntó por qué colgaba de allí; pero, cuando hubo mirado de más cerca, empezó a gritar y despertó a toda la casa.

Entonces, Wang el Tigre, cuando alguien le hubo contado la historia, con extraña emoción contempló al muchacho muerto, y durante un momento sintió piedad por él como nunca mientras vivía. Veíase tan pequeño y delgado ahora que estaba muerto. Wang el Mayor levantó los ojos, y divisando a su hermano, balbuceó:

—Nunca pensé que este muchacho prefiriera la muerte antes que acompañarte. Debes haberlo tratado muy mal para que te aborreciera hasta este punto. Es una suerte que seas mi hermano, o sí no, si no…

—No, hermano —dijo Wang el Tigre con gran dulzura—, no lo he tratado mal. Tenía un asno, cuando otros más viejos que él iban a pie. Yo nunca tampoco hubiera creído que era tan valiente como para morir. Habría podido hacer algo de él si hubiera sabido que tenía el valor de morir.

Permaneció allí, con la mirada fija. Pero el tumulto empezó de pronto, cuando el servidor que había salido corriendo llegó acompañado de un geomántico y de sacerdotes provistos de tambores y de todos los que deben ir con motivo de una muerte tan enojosa; Wang el Tigre aprovechó el tumulto para irse y esperar sólo en una pieza. Pero, cuando hubo esperado y hecho todo lo que podía hacer como hermano en una casa tan apesadumbrada, montó a caballo y partió. Y a medida que avanzaba se sentía cada vez más triste; para darse ánimos, empezó a recordar que nunca había pegado o maltratado en ninguna forma al muchacho, y que nadie habría podido imaginarse que estaba tan desesperado como para quitarse la vida; Wang el Tigre se repetía que así lo habría decretado el cielo, y que ningún hombre habría podido impedir este acontecimiento, pues la vida de cada cual depende del cielo. Así, se obligaba a olvidar al pálido muchacho y el aspecto que tenía cuando su cabeza descansaba sobre el hombro de su padre; Wang el Tigre se dijo para sí:

«Tal vez ni los hijos son una bendición».

Cuando se sintió más tranquilo, ordenó cordialmente al Apestado:

—¡Adelante, muchacho; tenemos mucho camino delante de nosotros!