XXIV

WANG el Tigre siempre tenía la idea de que debía acrecentar sus dominios y situación en favor de su hijo, y así se lo repetía a menudo, tratando de imaginar cómo lo llevaría a cabo, dónde podría empezar para conquistar por fin la victoria en una guerra cualquiera, avanzando al Sur del río que pasaba por sus territorios y apoderándose de uno o dos distritos vecinos, durante un año de hambruna, cuando la gente está atormentada por la sequía o la inundación. Pero sucedió que durante algunos años no hubo guerra general, y que, unos después de otros, hombres débiles e incapaces se sucedieron en el poder gubernativo; y sí bien no estaba asegurada la paz, tampoco había estallidos de guerra ni ocasiones propicias como para que un señor de la guerra pudiera aprovecharlas sin arriesgarse demasiado.

Además, Wang el Tigre se decía que ya no podía dedicar por entero su corazón y su ambición al deseo de llegar a ser más, pues ahora tenía un hijo cuya educación requería atención constante en el presente y para el futuro; quedaban aún la vigilancia, el entrenamiento de los soldados y el manejo de los asuntos del Estado, pues hasta entonces no había sido reemplazado el anciano magistrado. Una o dos veces habían propuesto un nombre a Wang el Tigre, pero éste se había apresurado a rechazarlo, pues le convenía estar solo; y ahora que su hijo había salido de la infancia para entrar a la adolescencia, se decía que si lograba engañar al Estado con falsas promesas durante unos años más, le convendría ser entonces magistrado, pues, demasiado viejo para continuar siendo guerrero, su hijo ocuparía su lugar a la cabeza del ejército. Pero guardaba el secreto de este plan, pues era demasiado pronto para darlo a conocer. El niño no tenía sino seis años. Pero Wang el Tigre manifestaba tanta prisa por verlo convertido en un hombre, que a veces pensaba que los años no pasaban nunca; y al mirar a su hijo, no veía al niño que en realidad era, sino al joven, al guerrero que hubiera querido que fuese; y, sin darse cuenta, forzaba al chico en muchas cosas. Cuando su hijo no tenía sino seis años, Wang el Tigre lo sacó del lado de su madre y de los patios de las mujeres, para hacerlo vivir en su compañía, en sus patios particulares. Tomó esta medida sobre todo para que el niño no se afeminara con las caricias, las conversaciones y las costumbres de las mujeres, y en parte porque anhelaba hacer de él su constante compañero. Al principio el niño se mostró tímido con su padre y vagaba de allí para acá con ojos asustados; y cuando Wang el Tigre, haciendo un gran esfuerzo, avanzaba la mano para atraer al niño, éste se ponía rígido y soportaba con dificultad el contacto de su padre; Wang el Tigre, que sentía el miedo del niño, suspiraba por conquistárselo, pero permanecía mudo, pues no encontraba las palabras justas, y entonces dejaba que el niño se fuera. Al principio había tenido el propósito de cortar completamente las relaciones del niño con su madre y con toda otra mujer, ya que no tenía sino soldados para servirlo; pero comprendió que una separación tan radical no sería soportable para el corazoncito frágil de un niño. Éste no se quejaba nunca. Era un muchachito grave y taciturno, que soportaba pacientemente todo lo que debía, pero que nunca estaba alegre. Permanecía al lado de su padre, sí su padre se lo ordenaba, y respetuosamente se ponía de pie cuando su padre entraba a la pieza en que estaba, y estudiaba sus libros con el anciano preceptor que todos los días venía a instruirle, pero nunca hablaba más de lo que debía.

Una tarde, durante la comida, Wang el Tigre lo observaba como de costumbre; el muchacho, sintiendo que su padre lo vigilaba, inclinaba la cabeza lo más que podía sobre su plato y fingía comer, pero era incapaz de tragar un bocado. Entonces Wang el Tigre se indignó, pues en realidad había hecho por ese niño todo lo que es dable imaginar; ese mismo día había pasado revista a sus ejércitos, llevándolo sentado delante de él en la silla y su corazón se henchía de orgullo mientras los hombres lo aclamaban llamándolo pequeño general. El chico había sonreído con desgano inclinando la cabeza, hasta que Wang el Tigre lo obligó a levantarla, diciéndole:

—Mantén la cabeza alta; ésos son tus hombres, tus soldados, hijo mío. Algún día tendrás que conducirlos a la guerra.

Obligado de ese modo por su padre, el niño había levantado la cabeza, pero tenía las mejillas rojas, y al inclinarse Wang el Tigre vio que, en vez de mirar a los hombres, miraba los campos lejanos más allá del terreno donde maniobraban los ejércitos. Y cuando Wang el Tigre le preguntó qué veía, designó con el dedo, en un campo vecino, a un rapazuelo desnudo y quemado por el sol, que montado sobre el lomo de un carabao[30] contemplaba el espectáculo de los soldados; dijo:

—Me gustaría ser ese niño, montado sobre el lomo del carabao.

Descontento de un deseo tan vulgar y bajo, Wang el Tigre contestó con sequedad:

—Bien, pero creo que mi hijo podría aspirar a algo más que a ser un vaquero.

Y con rudeza obligó al pequeño a mirar al ejército, a ver los movimientos de los soldados y cómo mantenían los fusiles para cargarlos. El chico hizo dócilmente lo que le ordenaba su padre y cesó de mirar al pequeño pastor. Pero Wang el Tigre había quedado preocupado con el deseo de su hijo, y ahora, mientras lo miraba, lo veía bajar la cabeza más y más, sin poder tragar un bocado, pues estaba a punto de llorar. Temeroso de que el niño estuviese enfermo, se acercó a él y exclamó, tomándole una mano:

—¿Tienes fiebre, o algo?

Pero la manita estaba fría y húmeda, y el chico sacudió negativamente la cabeza; rehusó contestar, a pesar de la insistencia de Wang el Tigre, quien terminó por llamar a su fiel hombre de confianza para que le ayudara a vencer la resistencia del niño. Cuando llegó el hombre; Wang el Tigre, inquieto y temeroso, y también un tanto enojado por la obstinación del chico, le gritó:

—¡Llévate a ese tonto fuera y trata de descubrir qué tiene!

El chico, desesperado, había empezado a sollozar, con la cabeza oculta entre los brazos; Wang el Tigre, con el rostro contraído y sobándose la barba, lo contemplaba furioso y próximo también a romper en llanto. Entonces el hombre de confianza levantó al niño en sus brazos y lo llevó fuera; entre tanto, Wang el Tigre esperaba angustiado, contemplando el plato intacto del niño. Cuando el hombre apareció sin él, Wang el Tigre rugió:

—Habla y cuéntame todo.

Vacilante, el hombre respondió:

—No está enfermo, pero no puede comer porque se siente demasiado solo. Nunca había vívido solo hasta ahora, sin la compañía de otros niños; suspira por reunirse con su madre y sus hermanas.

—Pero a su edad no puede pasar el día jugando con mujeres —contestó Wang el Tigre, fuera de sí, arrancándose los pelos de la barba y moviéndose inquieto en el asiento.

—No —respondió con calma el hombre de confianza, que conocía el genio de su amo y no le temía—, pero podría ir de vez en cuando a ver a su madre, o su hermana podría venir a jugar con él, pues aún no son sino dos niños; la separación se haría entonces con más facilidad, sin correr el riesgo de que el niño se enferme.

Wang el Tigre permaneció silencioso un momento. Sentía unos celos más feroces que los que nunca había conocido desde que la mujer que había matado volvía a torturarlo, haciéndolo comprender que había amado más al ladrón difunto. Pero ahora sentía celos porque su hijo no lo amaba exclusivamente y aspiraba a otras compañías que la de su padre, y porque, a pesar de que cifraba su dicha y su orgullo en su hijo, éste no se contentaba con este cariño y no lo apreciaba, deseando la compañía de una mujer. Wang el Tigre se dijo con violencia que detestaba a todas las mujeres; se levantó entonces y, en un arrebato, dijo al hombre de confianza:

—¡Que se vaya pues, si es tan débil! ¿Qué me importa lo que haga, sí al fin será un hijo como los que tienen mis hermanos?

Pero el hombre de confianza contestó con suavidad:

—Mi general, te olvidas que no es sino un niño.

Wang el Tigre se volvió a sentar, suspiró y dijo:

—Bueno, ¿no te dije que puede ir?

Desde entonces, cada cinco días el chico fue a los patios de su madre, y cada vez que lo hacía, Wang el Tigre se quedaba mordisqueando los pelos de la barba, hasta la vuelta del niño; y entonces le acosaba a preguntas sobre lo que había visto y oído. Le preguntaba:

—¿Qué hacen allá?

Y el niño siempre contestaba, sorprendido de la cólera que leía en los ojos de su padre:

—Nada, padre mío…

Pero Wang el Tigre insistía, exclamando:

—¿Juegan, cosen o qué hacen? Las mujeres no pasan sin hacer nada, o entonces charlan, y esto es hacer algo.

Entonces el niño, contrayendo las cejas, daba una respuesta lenta y penosa:

—Mi madre estaba cortando una blusa para mí hermana menor, en un género rojo, floreado; y mí hermana mayor, cuya madre no es la mía, me leyó en un libro, para mostrarme que sabía leer. A ella la quiero más que a mis demás hermanas, porque comprende cuando le hablo y no se ríe como las otras. Tiene ojos grandes y cuando se peina los cabellos le llegan más abajo de la cintura. Pero nunca lee durante mucho rato. Es inquieta y le gusta charlar.

Esta respuesta agradaba a Wang el Tigre y contestaba con placer:

—Todas las mujeres son así; charlan a propósito de nada.

Fueron éstos unos celos extraños, que lo alejaban más y más de las demás personas de su casa; ya casi no visitaba a ninguna de sus mujeres. A medida que el tiempo pasaba, parecía que este niño sería su único hijo, pues la mujer ilustrada de Wang el Tigre no había tenido más hijos, fuera de la niña, y la mujer ignorante había tenido otras dos mujeres con dos años de intervalo; y sucedió que, fuera ya que la sangre de Wang el Tigre se hubiese enfriado y que no deseara a las mujeres, o que el amor de su hijo le satisficiera, terminó por no ir más a los patios de sus mujeres. Además, cuando su hijo dormía con él en la pieza, sentía un extraño pudor, que le habría impedido levantarse y salir durante la noche para visitar a alguna de sus mujeres. No, con el tiempo, Wang el Tigre no procedió como muchos señores de la guerra, que ricos y poderosos llenan sus patios de fiestas y de mujeres. Su tesoro lo gastaba en fusiles y en más fusiles, excepto la suma fija que reservaba y que no cesaba de aumentar, en previsión del momento en que podría sucederle una desgracia; y llevaba una vida severa y solitaria, excepto la compañía de su hija.

A veces, y era la única mujer que llegaba hasta sus patios, Wang el Tigre llevaba a su hija mayor para que jugara con el niño. Las dos o tres primeras veces la madre la llevó y se sentaba allí unos momentos. Pero Wang el Tigre se sentía molesto, pues comprendía que esa mujer tenía algo que reprocharle o que deseaba obtener de él alguna cosa, y no adivinaba lo que podía ser. Por esto se levantaba y se alejaba con algunas palabras de excusa. Con el tiempo pareció que ella dejó de esperar algo de él y ya no la vio más; una esclava traía a la chica las raras veces que venía a jugar.

Pero al cabo de un año o dos, la chica misma dejó de venir y la madre mandó decir que era preciso ponerla en la escuela para que se instruyese. A Wang el Tigre le pareció muy bien la idea, porque le molestaba ver a la niña en los austeros patios en que vivía, porque siempre usaba una blusa demasiado clara y porque adornaba sus cabellos con flores rojas de granado o de jazmín blanco perfumado, o con un manojo de flores de mía[31]; Wang el Tigre, que detestaba los perfumes, no podía soportar estas flores, a causa de su fragancia suave y penetrante. Era también demasiado alegre, caprichosa y voluntariosa; tenía todos los defectos que aborrecía en la mujer; y sobre todo aborrecía la dicha que iluminaba los ojos de su hijo y la sonrisa que dilataba sus labios cuando llegaba su hermana. Ella sola tenía el don de ponerlo alegre y de hacerlo correr con ella en el patio.

Wang el Tigre amó entonces con amor exclusivo a su hijo, excluyendo de su corazón a la niña. El débil cariño que sintió hacía ella cuando pequeña había desaparecido ahora que se había convertido en una esbelta niña, próxima a transformarse en mujer; cuando su madre se preparó para enviarla lejos, contento dio el dinero sin regatear, pues sabía que su hijo sería ahora para él solo.

Y antes de que su hijo tuviese tiempo de sentirse sólo de nuevo, llenó su vida de numerosas ocupaciones. Le dijo:

—Hijo, somos hombres, y ahora dejarás de ir a los patios de tu madre, fuera de las horas en que debes presentarle tus respetos, pues es muy fácil malgastar sin darse cuenta la vida entre mujeres, aun cuando sea con una madre o una hermana, pues a pesar de todo no son sino mujeres, y por lo tanto ignorantes y necias. Te enseñaré todas las sutilezas que debe saber un soldado, tanto las antiguas como las modernas. Mis hombres de confianza podrán enseñarte las antiguas: el Matador de Cerdos, a servirte de tus puños y de tus pies, y el del labio leporino, a manejar la espada y el palo. Y para que aprendas los nuevos métodos de que he oído hablar, pero que nunca he visto, envié a un emisario a la costa, para que contratara un nuevo preceptor, que los ha aprendido en otros países y conoce toda suerte de armas y de medios de combate usados en el extranjero. Te instruirá a ti primero, y el tiempo que le sobre lo consagrará a instruir al ejército.

El niño no contestó nada, pero permanecía de pie, como siempre que su padre hablaba, escuchando sus palabras en completo silencio. Wang el Tigre, que miraba con ternura el rostro del niño, no veía en él ningún indicio de lo que sentía. Esperó un momento, pero como el niño sólo dijo: «¿Puedo irme?», Wang el Tigre hizo un movimiento afirmativo y suspiró sin saber por qué.

De este modo Wang el Tigre educaba y corregía a su hijo y vigilaba que cada hora de la existencia del niño, fuera de las empleadas en comer y dormir, estuviese ocupada por una u otra lección. Obligaba al chico a levantarse temprano y a practicar ejercicios de guerra con sus hombres de confianza, y cuando terminaba de comer su primera comida, pasaba la mañana con sus libros; y cuando había comido por segunda vez, el joven y nuevo preceptor lo acaparaba durante la tarde, enseñándole toda suerte de cosas.

Este nuevo preceptor era un joven distinto a los que Wang el Tigre conocía. Usaba uniforme de guerrero occidental y anteojos, y tenía un cuerpo recto, erguido y ágil. Sabía correr, saltar y hacer esgrima; sabía disparar con todas las armas de fuego extranjeras. Unas, mientras las tenía en las manos, estallaban lanzando llamas, y otras, al apretar un gatillo, como en los fusiles, y varias de otras clases. Wang el Tigre permanecía sentado a su lado cuando su hijo aprendía estos medios bélicos, y aunque no lo confesara, aprendía muchas cosas que nunca había visto ni oído, y se daba cuenta de la ingenuidad que había demostrado al sentirse orgulloso de esos dos antiguos cañones, los únicos que poseía. Sí, comprendía que sabía muy poco respecto de la guerra, y que había más que aprender que lo que nunca se imaginó. A menudo se quedaba en la noche conversando con el nuevo preceptor de su hijo, y aprendía toda clase de ingeniosas maneras de matar: la muerte enviada desde el aire, que se deja caer sobre los hombres; la muerte que se oculta en las entrañas del mar y que surge de pronto, y la muerte que llega hasta muchas millas más lejos de lo que la vista del hombre puede alcanzar y que cae y explota sobre el enemigo. Wang el Tigre escuchaba esto maravillado, y decía:

—Veo que la gente de otros países es hábil en el arte de matar, y yo lo ignoraba.

Reflexionando sobre todo esto, dijo un día al preceptor:

—Poseo un rico territorio donde no hay hambres totales más de una vez cada diez o quince años, y tengo un poco de dinero ahorrado. Veo ahora que he estado demasiado satisfecho con mis hombres, y que si mi hijo aprende todos estos nuevos métodos guerreros, necesita también un ejército instruido en estas cosas. Compraré algunas de esas máquinas que ahora emplean para la guerra en los países extranjeros y tú instruirás a mis hombres y organizarás un ejército adecuado para mi hijo cuando llegue su hora.

El joven tuvo su habitual y rápida sonrisa y respondió con espontaneidad:

—He tratado de enseñar a tus hombres, pero la enojosa verdad es que no son sino un montón de soldados dispersos y andrajosos, a quienes sólo gusta comer y beber. Si les compras nuevas máquinas y les fijas las horas en que deberán aprender a usarlas, veré si es posible formarlos.

Wang el Tigre, descontento de tanta franqueza, pues había consagrado muchos días de su vida a instruir a sus hombres, contestó con rudeza:

—Debes enseñar primero a mí hijo.

—Le enseñaré hasta que tenga quince años —contestó el preceptor—, y entonces, si permites que dé un consejo a un personaje tan encumbrado como tú, te diré que es necesario enviarlo al Sur, a una escuela de guerra.

—¡Cómo! ¿Puede aprenderse la guerra en una escuela? —preguntó, sorprendido, Wang el Tigre.

—Existen tales escuelas —replicó el preceptor—, y los que salen de allí son capitanes en el ejército del Estado.

Pero Wang el Tigre contestó con altivez:

—Mi hijo no necesita salir en busca de un puestecillo de capitán en el ejército del Estado, pues tiene ya un ejército propio.

Y después de un instante, continuó:

—Además, no creo que nada bueno puede salir del Sur. Yo, en mí juventud, serví bajo las órdenes de un general sureño, que era un ocioso y un libertino, y sus soldados, caricaturas de hambres.

El preceptor, viendo que Wang el Tigre estaba molesto, sonrió, despidiéndose, y Wang el Tigre permaneció pensando en su hijo. Le parecía que había hecho por ese hijo todo lo que podía hacer. E interrogaba su corazón para recordar su juventud; y de pronto recordó que una vez había deseado poseer un caballo propio. Al día siguiente compró, pues, a un mercader de caballos que conocía, un caballo negro, un hermoso animal de las llanuras de Mongolia.

Y llamó entonces a su hijo para ver la sorpresa que experimentaría, y le mostró el caballo negro que estaba en el patio, con una silla nueva de cuero rojo y unas riendas rojas, claveteadas de cobre, y el groom[32] que sujetaba al caballo y cuya única ocupación era cuidarlo; Wang el Tigre se dijo con orgullo que era un caballo como él nunca soñó tenerlo en su juventud, juzgándolo casi demasiado hermoso para ser vivo; y miró a su hijo con ansiedad para sorprender la dicha que debía reflejarse en sus ojos y en su sonrisa.

Pero el muchacho, sin abandonar su gravedad, miró el caballo y dijo con su acostumbrada frialdad:

—Gracias, padre.

Y Wang el Tigre esperó, pero ninguna luz iluminó los ojos del muchacho, que, lejos de abalanzarse hacia el caballo y montarlo, sólo parecía esperar el permiso para retirarse.

Entonces Wang el Tigre se alejó furioso, decepcionado; se encerró en su pieza y, tomándose la cabeza con las manos, pensaba en su hijo con cólera y con la amargura de un amor mal recompensado. Pero después de unos instantes de tristeza, endureció su corazón, según su costumbre, y se dijo con obstinación:

«¿Qué más puede desear? Tiene todo lo que yo soñé a su edad un más de lo que soñé. ¿Qué no habría dado yo por tener un preceptor tan instruido como el suyo, por tener un hermoso fusil extranjero, y ahora un caballo brioso con silla y riendas rojas y un látigo con mango de plata?».

Así se consolaba Wang el Tigre; recomendó al preceptor del joven que no economizara enseñanza alguna respecto de su hijo, y que no se preocupara de los desfallecimientos que el chico pudiera tener, pues son ésos inconvenientes comunes a todos los adolescentes que están creciendo y de los cuales no hay que preocuparse.

Pero en la noche, cuando Wang el Tigre despertaba y no podía volver a dormir y oía en la pieza vecina la tranquila respiración de su hijo, se sentía invadido por una dolorosa ternura, repitiéndose una y otra vez.

«Debo hacer más aún por él. Debo pensar en algo más que hacer por él».

* * * *

De este modo empleó Wang el Tigre estos años, velando sobre su hijo; y tan absorto estaba, que habría llegado a viejo sin saberlo si no hubiese sucedido algo que lo sacó de su gran cariño, animándolo a empezar una nueva guerra, cumpliendo así su destino.

Sucedió un día de primavera, cuando su hijo tenía cerca de diez años, pues ahora Wang el Tigre medía los años por su hijo, en que él estaba sentado bajo el granado en flor con el niño. Éste había quedado extasiado ante las hojas nuevas, color llama, del árbol, y exclamó de pronto:

—Estas pequeñas y encendidas hojitas son para mí más hermosas que la flor abierta.

Wang el Tigre las estaba contemplando esmeradamente para ver qué veía en ellas su hijo, cuando se oyó una gran conmoción en las puertas, y alguien llegó corriendo a decir a Wang el Tigre que un jinete se acercaba. Pero antes de que el hombre hubiese alcanzado a abrir la boca, Wang el Tigre vio a su sobrino, el Apestado, avanzar tambaleándose, derrengado y fatigado por su prolongada marcha a caballo, durante día y noche; el polvo del camino llenaba las marcas de su rostro, produciendo un extraño efecto. Las palabras llegaban despacio Wang el Tigre, quien, dominando su cólera, permaneció mirando al muchacho mientras éste decía con sonidos entrecortados:

—He venido en un caballo rápido como el viento, caminando día y noche, a decirle que el Gavilán trata de separarse de ti, mantiene el ejército por su cuenta y está en relaciones con el antiguo jefe de los ladrones, quien durante estos años ha estado anhelando venganza. He sabido que ha retenido dinero de las entradas de estos últimos meses y temo que con mucho éxito, pero he esperado estar seguro por temor de producir una falsa alarma y de que el Gavilán, ofendido, me mate secretamente.

Todas estas palabras caían de los labios del hombre mientras Wang el Tigre, con los ojos hundidos en la frente y sus negras cejas contraídas, sentía que su antigua cólera se apoderaba de él; rugió:

—¡Ese maldito perro y ladrón lo ascendí de vulgar soldado! ¡Todo me lo debe y se vuelve contra mí, perro de mala ralea!

Y sintiendo su buena y combativa ira aumentar de momento en momento, Wang el Tigre se olvidó de su hijo y a grandes zancadas se dirigió a los patios interiores, donde vivían sus capitanes, sus hombres de confianza y algunos de sus soldados, y ordenó, con voz estentórea, que cinco mil hombres se preparasen para seguirlo en esa misma mañana; y pidió su caballo y su sable de hoja afilada y delgada.

Todos estos patios, que habían estado tranquilos y quietos durante la primavera, parecían ahora una bulliciosa sala de apuestas; y en los patios de las mujeres, los niños y las esclavas atisbaban con asustados rostros, espantados ante tanta algazara de armas y de guerra; y hasta los caballos estaban excitados y caracoleaban haciendo sonar sus cascos sobre las baldosas de los patios.

Cuando Wang el Tigre vio que se ejecutaban sus órdenes, volviéndose hacia el fatigado mensajero, le dijo:

—Ve, come, bebe y descansa. Te has portado bien y por esto te ascenderé aún más. Bien sé que muchos jóvenes se habrían unido con los rebeldes, pues esto es propio de los corazones jóvenes, pero te has acordado de los lazos de sangre que nos unen. Ten la certeza de que te ascenderé.

Entonces el joven miró hacia todos lados y dijo:

—Pero, tío, ¿matarás al Gavilán? Entrará en sospechas cuando te vea llegar, pues yo le dije que estaba un poco enfermo y que me iba al lado de mi madre durante un tiempo.

Entonces Wang el Tigre prometió con sonora y ruidosa voz:

—No necesitas pedírmelo, pues puliré mi espada sobre su carne.

Y el joven se fue muy contento.

A marchas forzadas Wang el Tigre condujo a sus hombres de confianza y a sus soldados hacía el nuevo territorio, dejando en casa a aquellos que habían ingresado a sus filas en la ciudad sitiada y al capitán que había traicionado al jefe de los ladrones, por temor de que lo traicionase a su vez. Prometió a sus hombres que también podrían saquear la ciudad y un mes extra de sueldo; avanzaron, pues, alegres y bien dispuestos.

Tan bien lo hicieron, que antes de que el Gavilán se diera cuenta del peligro, oyó decir que Wang el Tigre llegaba sobre él. La verdad era que el Gavilán ignoraba cuán astuto y hábil en estratagemas era el sobrino de Wang el Tigre, pues era en apariencia un muchacho tan alegre, de hablar tan tranquilo y de rostro tan ingenuo, salvo cuando bromeaba o hacía payasadas entre los soldados, que el Gavilán pensaba que todo lo que hacía no tenía importancia. Se sintió muy contento cuando el muchacho se quejó de cierto dolor al hígado, diciendo que debía irse a su casa al lado de su madre; pensó que había llegado el momento de proclamar abiertamente la rebelión, descubriendo quiénes le eran adictos y haciendo morir a los otros. A los hombres que se rebelaran con él les prometería el libre saqueo de la ciudad.

Durante esos días, sin embargo, el Gavilán se había fortificado, haciendo llevar alimentos a la ciudad, pues conocía bien el temperamento de Wang el Tigre, quien no quedaría en paz hasta dejar las cosas en su lugar; con gran terror, pues, el pueblo empezó a prepararse nuevamente para un sitio. Aun el mismo día en que Wang el Tigre llegó a las puertas de la ciudad, vio a algunos labradores avanzando por el camino con sus cargas de combustibles colgadas de los palos que llevaban atravesados sobre los hombros, burros y mulas con bultos de cereales sobre el lomo, y hombres con canastos de aves graznadoras; o que arreaban un rebaño de ganado, o que llevaban cerdos atados sobre palos, con las patas para arriba y la cabeza colgando, que chillaban furiosos, como sí sintieran de cerca la muerte.

Wang el Tigre apretó los dientes al ver esto, pues comprendía que, sí no hubiera sabido a tiempo el complot, el sitio habría sido muy difícil con todos esos víveres dentro de la ciudad; el Gavilán era mucho más temible que el necio jefe de ladrones, pues era inteligente y feroz, y dueño, además, de las dos armas de guerra extranjeras, podía servirse de ellas, disparándolas contra los sitiadores. Cuando Wang el Tigre pensó en la gran equivocación que había cometido, la cólera que le embargaba teñía de rojo sus mejillas y hacía tiritar su barba. Dejó que su ira subiera a su grado máximo y, lanzando entonces su caballo hacía adelante, gritó a sus hombres que avanzaran hacia los patios donde había acampado el Gavilán.

Entretanto, algunos habían corrido a decir al Gavilán que estaba perdido, pues Wang el Tigre avanzaba sobre la ciudad; el Gavilán, desesperado, sintió que el cielo se abría sobre su cabeza. Vaciló un momento, pensando en si debía hacer frente al mal momento mediante alguna estratagema, o sí escaparía, pues no tenía la menor esperanza de que sus hombres se atrevieran a apoyarle en vista del numeroso ejército de Wang el Tigre. Comprendió que estaba solo. Ese momento de vacilación lo perdió; Wang el Tigre llegaba galopando a través de las puertas y gritando que era preciso coger al Gavilán para matarlo y, volviéndose en la silla, ordenó a sus hombres que se abalanzaran a través de los patios.

Entonces el Gavilán, seguro de que había llegado su fin, corrió a esconderse. Aunque era un hombre valiente, se escondió entre un montón de paja que había en una de las cocinas. Pero ¿qué esperanzas podía tener de librarse de las hordas que, afanosas, le buscaban, esperanzadas con las promesas de recompensas?

Tampoco esperaba el Gavilán que si uno de sus partidarios veía dónde estaba escondido guardara silencio. Permaneció en su sitio y, aunque escondido, no temblaba, pues era un hombre valiente.

Pero fatalmente debían encontrarlo, pues los soldados corrían por todas partes, ansiosos por obtener una recompensa; las puertas delanteras, traseras y la pequeña de escape estaban custodiadas, y las paredes de los patios eran muy altas. El Gavilán fue, pues, hallado por un puñado de hombres que vieron una punta de su casaca azul entre el pasto; salieron fuera y cerraron la puerta; ayudados entonces por otros hombres, algo así como unos cincuenta; entraron con precaución, pues no sabían qué armas podía tener él. Gavilán; pero éste estaba desarmado; no tenía sino una daga corta y pequeña, inútil contra tantos. Cayeron sobre él, asiéndolo de los brazos, y lo condujeron a presencia de su general.

El Gavilán marchaba con el gesto hosco, los ojos espantados y con el cabello y las ropas cubiertos de paja. Lo condujeron a la sala grande, donde Wang el Tigre esperaba con su espada entre las rodillas, semejante a una serpiente de plata, angosta y brillante. Miró con fijeza al Gavilán, diciendo con rudeza:

—¡De modo que me has traicionado, tú, a quien ascendí de vulgar soldado a lo que ahora eras!

El Gavilán contestó con voz sombría y sin separar los ojos del brillante objeto que había sobre las rodillas de Wang el Tigre:

—Tú me enseñaste la manera de rebelarme contra un general; ¿y quién eras tú, sino un hijo fugitivo, y quién te ascendió, sino el anciano general?

Wang el Tigre no pudo soportar respuesta tan grosera y gritó a los amontonados soldados que permanecían allí tratando de ver qué sucedía:

—Pensé que hundiría mi espada al través de su cuerpo, pero es una muerte demasiado limpia para él. Tomadlo y cortad su carne en tiras, como se hace con los criminales demasiado perversos, con los hijos desnaturalizados y con los traidores contra el Estado.

Pero el Gavilán, viendo que su fin había llegado, y antes de que nadie pudiera detenerle, sacó de su pecho su daga y la hundió, retorciéndola, en su barriga; se tambaleó un instante y, mirando a Wang el Tigre, dijo, con su modo rudo y temerario:

—No temo morir. Dentro de veinte años habré nacido en otro cuerpo y seré nuevamente un héroe.

Y cayó con la daga aún hundida en sus entrañas.

Wang el Tigre, al mirar lo que tan rápidamente había sucedido, sintió que su ira disminuía. Había sido defraudado en su venganza, y hasta sentía remordimientos por su ira, pues había perdido un hombre valiente. Permaneció silencioso durante un momento, y dijo, por fin, en voz baja:

—Vosotros, los de la derecha y de la izquierda, tomad el cuerpo y enterradlo en alguna parte, pues era hombre soltero. No sé dónde tenía padre o hijo o algún hogar.

Y después de un instante, agregó:

—Sabía que era valiente, pero no tanto como esto. Ponedlo dentro de un buen ataúd.

Y Wang el Tigre se sentó apesarado, y el pesar suavizó su corazón; impidió durante un tiempo que sus hombres saquearan la ciudad, como se lo había prometido. Entre tanto llegaron los comerciantes de la ciudad, solicitando una audiencia; y cuando les permitió exponer sus deseos, se acercaron, y con cortesía y mucho dinero le imploraron que no diera libertad a sus hombres dentro de la ciudad, diciendo que el pueblo era presa del pánico. Y como entonces se sentía dispuesto a la clemencia, tomó el dinero y prometió entregarlo a sus hombres en vez de botín; y los comerciantes, agradecidos, se fueron alabando a un señor de la guerra tan misericordioso como ése.

Pero Wang el Tigre tuvo verdadera dificultad en contentar a sus soldados; se vio obligado a pagar a cada uno una buena suma en plata y ordenar fiestas y vinos para que abandonaran su aire sombrío, hacer un llamado a su lealtad para con él y prometer una más amplía oportunidad en otra guerra futura, para que volvieran a ser los de antes y cesaran en sus desengañadas maldiciones. Y antes de que el asunto estuviese por fin liquidado y los hombres satisfechos, Wang el Tigre tuvo que enviar otras dos veces a pedir más dinero a los comerciantes.

Una vez más Wang el Tigre se preparó para retornar al hogar; suspiraba por ver a su hijo, al que abandonó con tal prisa, que apenas tuvo tiempo de formar un plan para esos días de ausencia. Ahora dejó a su hombre de confianza, con los soldados, para que custodiaran la ciudad hasta que su sobrino pudiese regresar, llevándose consigo a los hombres del Gavilán y dejando en su lugar a algunos otros experimentados y seguros, que había traído para que lo acompañasen. Y como medida de precaución, se llevó los dos cañones de fabricación extranjera, pues vio que el Gavilán había llevado a un herrero de la ciudad para que hiciera balas y que tenía pólvora para hacerlos funcionar. Se los llevó, pues, para estar seguro de que en el futuro no serían empleados en contra de él.

Cuando Wang el Tigre, de regreso a su casa, pasó por las calles de la ciudad, el pueblo bajaba los ojos cargados de odio, pues debían pagar un nuevo impuesto para integrar la enorme suma que había necesitado para recompensar a sus soldados y pagar los gastos de su propia expedición. Pero Wang el Tigre hizo como que no veía esas miradas, y endureciendo su corazón, se dijo que esa gente debía pagar de buenas ganas si quería paz, pues, si no hubiera acudido, habrían sufrido mucho más entre las manos del Gavilán y sus hombres, pues éste era un hombre cruel, acostumbrado desde su niñez a las guerras y para quien hombres y mujeres eran cosas de poca importancia. La verdad era que Wang el Tigre encontraba que ese pueblo era injusto para con él, que había acudido en marchas forzadas y penosas para salvarlos; se dijo para sí con mal humor: «No sienten gratitud por nada y yo soy demasiado blando de corazón».

Endureció su ánimo con tales pensamientos y nunca volvió a ser tan bondadoso con la gente del pueblo como una, vez lo fue. Estrechó aún más su corazón y no reemplazó al Gavilán, pues se dijo con tristeza que no podía confiar en nadie, sino en los de su propia sangre; y en medio de esta tristeza, pensó que su único apoyo sería su amado hijo; se dijo, pues, dándose ánimos: «Tengo a mi hijo y él nunca me fallará».

Apresuró entonces la marcha de su caballo, anhelando volver a ver a su hijo.

* * * *

Entretanto el sobrino de Wang el Tigre esperó hasta que oyó decir que el Gavilán había muerto; entonces, dichoso y contento, se fue a su casa para pasar unos días en ella y a todo el mundo contó lo valiente y astuto que había sido, tanto más avisado que el Gavilán, aun cuando éste era un inteligente y experimentado guerrero y lo bastante mayor, para pertenecer a otra generación. De este modo se alababa en todas partes, y sus hermanos y hermanas permanecían a su lado, encantados de oírlo, mientras su madre exclamaba:

—Cuando todavía amamantaba a este niño, comprendí que no era un niño corriente, pues tiraba con tanta fuerza de mis pechos.

Pero Wang el Mercader, que escuchaba sonriendo imperceptiblemente, si se sintió orgulloso de su hijo, no lo manifestó, limitándose a decir:

—No obstante, es bueno recordar que, de los treinta y seis caminos para salir de apuros, el mejor de todos es arrancar.

Y agregó:

—Una buena estratagema es mejor que una buena arma.

Y la estratagema de su hijo era lo que más le gustaba.

Pero cuando el muchacho apestado fue a saludar a su tío Wang el Terrateniente y a su dama, y contó allí su valeroso comportamiento, Wang el Terrateniente se sintió extraordinariamente celoso. Sentía celos por su hijo muerto y por esos otros dos hijos, a quienes admiraba por sus modales y apariencias señoriales, aunque vagamente temía que hubiera en ellos algo malo. De modo que, aunque parecía cortés cuando el hijo de su hermano contaba su hazaña, prestaba poca atención, y mientras el muchacho hablaba con su modo precipitado, el tío salió fuera para pedir su té, su pipa y su vestido de pieles, pues ahora que el sol se había ocultado, a pesar de ser primavera, refrescaba mucho. En cuanto a la dama, inclinaba la cabeza hacía su sobrino lo estrictamente necesario para no faltar a la urbanidad, y tomando un bordado, parecía absorta en igualar la seda con la del modelo, bostezando a menudo y ruidosamente, preguntando a su señor éste y aquel otro asunto relativo a la casa o sobre los arrendatarios de las tierras que aún conservaban. Al fin el muchacho comprendió que estaba cansada, e interrumpiendo su charla, se fue un tanto desanimado. Y antes de que hubiese tenido tiempo de alejarse, oyó a la dama que decía en alta voz:

—Estoy dichosa de no tener ningún hijo soldado. Es una vida vulgar que hace a los muchachos vulgares y rudos.

Wang el Terrateniente contestó con indiferencia:

—Hum, creo que voy a ir un rato a la casa de té.

El muchacho, que no podía saber que la pareja pensaba en el hijo muerto, se sintió con el corazón oprimido hasta que llegó a la puerta. Pero allí estaba la segunda mujer de Wang el Terrateniente, con su último niño en los brazos. Había estado escuchando la hazaña del muchacho y, sin ser vista, había salido antes que él; díjole con prontitud:

—Para mí es una espléndida y heroica hazaña.

Y el muchacho regresó donde su madre, reconfortado.

Tres veces diez días pasó el sobrino de Wang el Tigre en su casa, pues su madre escogió esa oportunidad para casarlo con la muchacha con quien lo había desposado algunos años antes. Esta niña era hija de un vecino, un tejedor de sedas, pero no un tejedor cualquiera que se alquila como otros. No, el padre de la muchacha tenía telares propios y veinte aprendices, fabricaba piezas de raso de distintos colores y de sedas floreadas, y como no había muchos que se dedicaran a este comercio en la ciudad, le iba muy bien. La muchacha también entendía el negocio y podía, si la primavera era tardía, criar los huevos de los gusanos de seda contra su carne tibia, hasta que se convirtieran en gusanos, y podía alimentar a estos gusanos como debían ser alimentados para que se desarrollaran sobre hojas de morera que los aprendices juntaban, y sabía cómo ovillar la seda de los capullos. Poseía todas estas habilidades, raras en la ciudad, pues la familia había llegado durante la generación anterior de otras partes. Verdad era que el hombre con quien debía casarse no aprovecharía estas habilidades; pero la mujer de Wang el Mercader comprendía que una muchacha con tales conocimientos tenía que ser trabajadora y económica.

En cuanto al muchacho, poco le importaba lo que su mujer supiera hacer, pero le agradaba estar casado, pues se acercaba ya a los veinticuatro años y el deseo de la mujer a menudo lo agitaba; no le disgustaba que la joven fuese limpia, de mediana belleza y que no pareciera tener mucho carácter; en suma, se sentía complacido de que fuera así.

Cuando la boda estuvo terminada, una boda corriente, sin gran pompa, regresó a la ciudad que Wang el Tigre le había señalado, llevando consigo a su mujer.