XIII

WANG el Tigre llevó en derechura a la ciudad a sus hombres de confianza, y cuando hubieron llegado a la puerta del palacio del magistrado, el Tigre dijo, osadamente, a los guardias que, perezosos, se afirmaban contra los leones de piedra:

—Dejadme entrar, pues tengo algo privado que decir al magistrado.

El guardia no se movía, pues Wang el Tigre no mostraba dinero, y cuando éste vio la mala voluntad de ese hombre lanzó un llamado y sus hombres de confianza apuntaron sus fusiles contra el pecho del soldado. Se puso verde y se apartó del camino; entonces ellos entraron haciendo resonar sus zapatos sobre las losas del patio. Los que estaban de ociosos en la puerta y que vieron esto no se atrevieron a hacer ni un solo gesto contra ellos. Entonces Wang el Tigre, bajando dos párpados, exclamó, con voz ruda y orgullosa:

—¿Dónde está el magistrado?

Pero ni un solo hombre se movió, y Wang el Tigre, encolerizado de súbito, tomó su bayoneta y punzó en la barriga al hombre que tenía más cerca; el hombre dio un salto, aterrorizado, y exclamó:

—Te conduciré ante él, te conduciré ante él.

Y empezó a caminar mientras Wang el Tigre reía en silencio viendo su terror.

Atravesaron así muchos patios. Pero Wang el Tigre no miraba ni a derecha ni a izquierda. Mantenía la cabeza erguida y el ceño fruncido y sus hombres de confianza lo imitaban lo mejor que podían. Finalmente llegaron a un patio del fondo, adornado con una fuente y una terraza con peonías y algunos pinos añosos. Pero en las piezas superiores reinaba el silencio y las persianas estaban corridas. El hombre que los conducía se detuvo en el umbral y tosió; un sirviente salió entonces a la celosía y preguntó:

—¿Qué deseáis? Nuestro amo duerme.

Pero Wang el Tigre empezó a vociferar y su voz era como un estallido en ese patio cerrado.

—¡Despertadlo, pues tengo algo de gran importancia que comunicarle! Es preciso que se despierte, pues es algo concerniente a su empleo.

El sirviente los miró con aire indeciso, pero vio tal autoridad en la mirada de Wang el Tigre que supuso que debían ser mensajeros de algún funcionario superior. Entró, pues, y sacudió al magistrado dormido; y el anciano, levantándose, se lavó, se puso el vestido, y dirigiéndose a la sala de audiencia dijo al sirviente que los introdujese. Entonces Wang el Tigre, osada y bulliciosamente, hizo una reverencia al magistrado, pero no muy profunda ni con mucho respeto.

El anciano magistrado se sintió invadido de terror al ver la fiereza de los hombres que tenía delante; presuroso, se levantó, los hizo sentarse y ordenó traer pasteles, vino y frutas. Y habló con las corteses palabras con que se habla a un huésped, y Wang el Tigre le respondió con la menor cortesía posible. Terminados estos formulismos, dijo con nitidez:

—Hemos sabido por vuestros superiores, honorable señor, que las bandas de ladrones no te dejan en paz, y hemos venido a ofrecerte nuestros valientes brazos y nuestra pericia para ayudarte a desembarazarte de ellos.

Durante todo ese tiempo el anciano magistrado, atónito, no había cesado de temblar. Al oír esto contestó, con voz quebrada y temblorosa:

—Es verdad lo que dices, y como yo no soy un hombre de armas, sino un erudito, no sé cómo habérmelas con hombres así. Es verdad que tengo un general a sueldo, pero no le gustan las batallas, y además el Estado le paga aunque no haga nada. Y las gentes de esta región son tan caprichosas y tan tontas que no sabemos si en una batalla no se pondrían de parte de los ladrones contra el Estado, pues están indignados por un insignificante impuesto legal. Pero ¿quién eres, cuáles son tus honorables nombres de familia y dónde residían tus antepasados?

Pero Wang el Tigre se limitó a decir:

—Somos valientes soldados errantes que ofrecemos nuestros brazos donde tienen necesidad de ellos. Hemos sabido que esta tierra está infestada por una peste de bandidos, y si quieres tomarnos a tu servicio tenemos ya formado un plan.

Nadie habría podido decir sí, en tiempos ordinarios, el anciano magistrado habría escuchado o no a unos desconocidos; pero entonces temía que le arrebataran su empleo, no tenía hijo alguno y, a su edad, ninguna esperanza de encontrar otra manera de ganarse la vida. Tenía una anciana esposa y un tropel de parientes que vivían todos a su costa; y, ayudados por su vejez impotente, sus enemigos mostrábanse fuertes y ávidos. Despidió, pues, a sus guardias y prestó atento oído a los proyectos de Wang el Tigre, pues se aferraba a todo lo que pudiera librarlo de sus preocupaciones. Wang el Tigre le expuso entonces su plan y, cuando lo hubo oído, ávidamente se asió de él. Sólo temía que los ladrones, sí no daban muerte al Leopardo, tomaran cruel revancha. Pero cuando Wang el Tigre vio que el anciano tenía miedo dijo, despreocupadamente:

—Puedo matar al Leopardo tan fácilmente como a un gato, y le cortaré la cabeza y dejaré correr su sangre; y mí mano no vacilará. Lo juro.

Y el viejo magistrado, meditabundo, se dijo que él ya era viejo, y sus soldados, débiles y cobardes; y que no habría otra oportunidad como ésta. Respondió:

—No veo otro camino.

Llamó entonces a sus servidores y les ordenó que trajesen alimentos y vinos y que preparasen un festín, tratando a Wang el Tigre y a sus hombres de confianza como a huéspedes de honor. Wang el Tigre planeó, pues, detenidamente con el anciano magistrado todos los detalles del proyecto, y en los días que siguieron se hizo como lo habían pensado.

El magistrado envió emisarios a la cueva de los ladrones con orden de decir que, como estaba ya muy viejo, abandonaba su puesto, y que otro ocuparía su lugar. Pero antes de partir deseaba tener la seguridad de que no dejaba tras sí ningún enemigo; y si el Leopardo y sus jefes tuviesen a bien ir a comer con ellos, los recomendaría al nuevo magistrado. Los ladrones al oír esto desconfiaron, pero Wang el Tigre había dicho al magistrado que hiciera correr el rumor de su próxima partida. Los ladrones se informaron, pues, entre la gente del pueblo y oyeron la misma historia. Creyeron entonces y pensaron que sería una gran cosa sí el nuevo magistrado, influenciado a favor de ellos, les pagara las sumas que pidieran, evitándose así una batalla. Aceptaron la tregua que el anciano magistrado les proponía, diciéndole que irían una noche que no hubiera luna.

Sucedió que ese mismo día cayó la lluvia y la noche era obscura, con neblina y viento; pero los ladrones mantuvieron su palabra y llegaron ataviados con sus mejores vestidos, con sus armas afiladas y brillantes, y cada hombre llevaba además en la mano su espada desenvainada y centelleante. Los patios estaban llenos con los guardias que habían traído y algunos permanecieron afuera en las calles delante de la entrada para precaverse en caso de una traición. Pero el anciano magistrado desempeñaba muy bien su papel, y si sus viejas rodillas ajadas temblaban bajo su vestido, su rostro era tranquilo y cortés. Ordenó a sus hombres que dejaran a un lado las armas, y cuando los ladrones no vieron otras armas que las de ellos se sintieron tranquilizados.

El anciano magistrado había hecho preparar por sus propios cocineros un excelente festín y este festín debía ser servido para los jefes en la sala más retirada, y los guardias de los ladrones debían comer en los patios. Cuando todo estuvo pronto, el magistrado condujo a los jefes a la sala del festín, señalando el sitio de honor al Leopardo; éste, después de muchas cortesías y rechazos, lo aceptó, y el anciano magistrado se sentó en el del huésped. Pero había tenido la precaución de hacerlo colocar cerca de una puerta, pues una vez que hubiera botado[13] su copa de vino a guisa de señal pensaba escapar y esconderse hasta que todo hubiese terminado.

Comenzó, pues, el festín; el Leopardo al principio bebió con moderación, mientras lanzaba furibundas miradas a los jefes que bebían con demasiada facilidad. Pero el vino era el mejor de toda la región, y los platos, ingeniosamente sazonados para dar sed a los hombres, platos que los ladrones, acostumbrados a su grosera comida, nunca habían gustado. Por fin su reserva se esfumó y comieron y bebieron inmoderadamente y los guardias hicieron lo mismo en los patios, tanto más cuanto que no eran tan razonables como sus jefes.

Entretanto, Wang el Tigre y sus hombres de confianza acechaban detrás de una cortina que rodeaba una ventana con celosías, cerca de la puerta por donde debían precipitarse a la pieza. Cada uno llevaba el sable desenvainado y listo, y en espera de la señal. Cuando el festín había durado tres horas por lo menos, y el vino corría a torrentes y los servidores presurosos acudían aquí y allá, y cuando los ladrones estaban embotados por la carne y el vino que habían ingerido, el anciano magistrado empezó a temblar, y con el rostro como la cera, dijo:

—El más extraño de los dolores ha golpeado mi corazón.

Apresuradamente levantó su copa con vino, pero la mano le temblaba de tal modo que la delicada porcelana cayó sobre las losas; con paso vacilante se dirigió hacía la puerta y salió.

Entonces, antes de que hubiesen tenido tiempo de lanzar siquiera una exclamación de sorpresa, Wang el Tigre hizo oír su silbido llamando a sus hombres, y todos se abalanzaron por la puerta sobre los jefes de los ladrones y cada hombre de confianza saltó sobre el que Wang el Tigre les había señalado previamente, pues Wang el Tigre se reservaba matar al Leopardo.

Los servidores habían recibido la orden de que cuando oyeran el llamado cerraran todas las puertas. Cuando el Leopardo vio este manejo se lanzó hacia la puerta por donde había salido el anciano magistrado, pero Wang el Tigre saltó sobre él y le sujetó los brazos. El Leopardo, que no tenía sino un sable corto que había desenvainado al saltar, se sintió impotente. Cada hombre se arrojó, pues, sobre su enemigo y en la sala sólo se oían gritos y blasfemias y gente que luchaba; ninguno de los hombres de confianza miró para ver qué hacían los demás antes de haber matado al que le había sido designado. Pero como era fácil matar a muchos de los ladrones, pues estaban muy bebidos, cuando cada cual hubo muerto a su enemigo, fue en busca de Wang el Tigre para ver cómo se desempeñaba y ayudarlo.

El Leopardo no era en manera alguna un enemigo despreciable; aunque a medias borracho, era tan rápido en acometer y en defenderse, que Wang el Tigre no lograba terminar con él de un sablazo. Pero rehusó ayuda, pues quería para sí la gloria de vencer al Leopardo. Y cuando vio con qué valentía aquel hombre se defendía con la única y miserable arma que había conseguido, se sintió lleno de admiración, como todo hombre valiente en presencia de un enemigo que es también valiente, y sintió tener que matar a un hombre así. Pero debía hacerlo; acorraló, pues, al Leopardo en un rincón con su sable centelleante y el hombre, ahíto de comida y demasiado ebrio, no pudo desplegar sus medios de defensa. Además la situación del Leopardo era desesperada, pues había aprendido por sí solo todo lo que sabía, en tanto que Wang el Tigre había sido instruido en un ejército y conocía la táctica de las armas y toda suerte de pases y de tretas. Llegó un momento en que el Leopardo no fue capaz de defenderse tan rápidamente, y Wang el Tigre hundió su sable en las tripas de su adversario, y le retorció con fuerza hasta que sangre y agua brotaron a un tiempo. Y cuando el Leopardo, moribundo, cayó, lanzó a Wang el Tigre una mirada tan feroz, que éste no la debía olvidar mientras viviera. Y aquel hombre parecía en efecto un leopardo, pues no tenía los ojos negros como la mayoría de los mortales, sino pálidos y amarillos como el ámbar. Cuando Wang el Tigre lo vio por fin inmóvil y muerto, con sus grandes ojos amarillos abiertos y fijos, se dijo para sí que era un verdadero leopardo, pues además de sus ojos tenía el cráneo ancho de arriba y echado hacia atrás, en forma curiosa y bestial. Los hombres de confianza se reunieron entonces para felicitar a su capitán, pero Wang el Tigre, que tenía aún su espada ensangrentada y miraba fijamente al muerto, no pareció oírlos y dijo, con tristeza:

—Siento haberlo tenido que matar, pues era un hombre valiente y fiero, que tenía en los ojos la mirada de un héroe.

Y mientras contemplaba tristemente la tarea que se había visto obligado a ejecutar, el Matador de Cerdos dijo que el corazón del Leopardo no estaba todavía frío; y antes que nadie se diera cuenta de lo que pensaba hacer, había alargado la mano y tomando una escudilla de la mesa, con la habilidad delicada que caracterizaba su grosera mano, hizo un corte en el seno izquierdo del Leopardo, y abrió las costillas, y el corazón del Leopardo saltó del corte, y el Matador de Cerdos lo recogió en la escudilla. En realidad, el corazón no estaba todavía frío y palpitó una o dos veces. El Matador de Cerdos tendió la escudilla a Wang el Tigre, exclamando, en voz alta y regocijada:

—Tómalo y cómelo, capitán, pues antiguamente se decía que el corazón de un enemigo valiente comido aún caliente hace el corazón dos veces valiente:

Pero Wang el Tigre rehusó. Se volvió hacia un lado y dijo, con altivez:

—No lo necesito.

Y su mirada cayó sobre el piso, cerca del sitio en que el Leopardo había estado festejándose, y vio brillar su sable. Lo recogió. Era un hermoso sable de acero, como no se hacen hoy día, tan aguzado que habría podido pinchar una pelota de seda, y tan bien templado que habría podido cortar en dos una nube. Wang el Tigre lo probó sobre el vestido del ladrón que allí estaba y antes de que hubiera apoyado siquiera da hoja penetró hasta el hueso del hombre. Y Wang el Tigre dijo:

—Tomaré para mí solamente este sable. Nunca he visto un sable como éste.

Oyó entonces un ruido ahogado. Era el Apestado que al ver la acción del Matador de Cerdos había empezado a vomitar. Y Wang el Tigre, al verlo, dijo con benevolencia, pues sabía que era la primera vez que el muchacho veía matar hombres:

—Has hecho bien en no enfermarte antes de ahora. Ve al patio a respirar aíre fresco.

Pero el muchacho rehusó porfiadamente, y Wang el Tigre, contento, dijo:

—Si yo soy un Tigre, tú bien puedes ser su cachorro.

Y el muchacho, feliz, sonrió y sus dientes brillaron en la palidez enfermiza de su rostro.

* * * *

Cuando Wang el Tigre hubo realizado lo que había prometido hacer, salió a los patios para ver qué habían hecho sus hombres con los ladrones de menor categoría. Era una noche nebulosa y sombría y las siluetas de los hombres apenas se destacaban en medio de la obscuridad. Les ordenó entonces que encendieran antorchas y vio que solamente algunos enemigos yacían muertos; esto lo llenó de contento, pues les había advertido que no mataran a tontas y a locas para dejarles la oportunidad, sí eran valientes, de cambiar de bandera.

Pero la tarea de Wang el Tigre no había terminado aún. Estaba resuelto a asaltar la guarida de los ladrones ahora que estaba debilitada y antes de que los ladrones tuviesen tiempo de llevar refuerzos. Ni siquiera vio al anciano magistrado; se contentó con mandarle decir:

—No reclamaré recompensa alguna hasta haber destruido ese nido de avispas.

Y llamando a sus hombres partieron a través de la obscuridad de la noche hacía la Montaña del Doble Dragón.

No obstante, los hombres no lo seguían de buenas ganas, pues habían combatido toda esa noche y tenían que caminar unas tres millas o más, y quizás pelear de nuevo; y muchos habían creído que les sería permitido saquear la ciudad en recompensa de la victoria. Se quejaron, pues, diciendo:

—Hemos combatido y hemos arriesgado nuestra vida por ti, y no nos has dejado tomar botín alguno. Nunca habíamos servido bajo un amo tan duro, pues nunca hemos oído que los soldados debieran combatir sin recibir su botín; y ni siquiera hemos tocado a una muchacha y a pesar de ello no nos das más libertad.

Al principio Wang el Tigre no quiso contestar, pero cuando vio que muchos murmuraban entre sí, no pudo contenerse y comprendió que debía mostrarse duro y cruel si no quería que lo traicionasen. Se volvió hacia ellos con aíre amenazador, hizo silbar en el aíre su hermoso sable y rugió:

—Maté al Leopardo y sin misericordia mataré a cualquiera de vosotros. ¿No tenéis, pues, inteligencia? ¿Cómo podríamos saquear la ciudad que esperamos llegue a ser nuestra sin echarnos encima, desde la primera noche, el odio de la población? Basta ya de estúpidas palabras. Cuando lleguemos a la guarida podréis saquearlo y tomarlo todo, pero no forzar contra su voluntad a ninguna mujer.

Entonces los hombres, dominados, dijeron:

—Pero, capitán, no hacíamos sino embromar.

Y uno agregó un tanto admirado:

—Capitán, no era yo quien me quejaba; pero si saqueamos el refugio; ¿dónde habitaremos entonces?

Wang el Tigre contestó con rudeza, pues aún estaba encolerizado:

—No somos una banda de ladrones ni yo soy un vulgar jefe de ladrones. Y tengo un plan mucho mejor si estáis dispuestos a confiar en mí. Ese refugio será quemado hasta sus bases y la maldición de los ladrones desaparecerá de este país, de manera que la gente nada tenga que temer.

Entonces los soldados, aun sus hombres de confianza, se manifestaron más extrañados que nunca, y uno dijo, hablando por boca de todos:

—¿Qué seremos entonces?

—Seremos guerreros, no ladrones —respondió Wang el Tigre, duramente—. Viviremos en la ciudad y en los patios del magistrado; formaremos su ejército particular y no tendremos por qué temer a nadie, pues estaremos bajo la protección del Estado.

Entonces los hombres guardaron silencio, abismados ante el talento de su jefe, y su mal humor se disipó como por encanto. Llenos de confianza en su capitán, reían mientras subían las gradas que conducían al refugio. En torno de ellos las nubes formaban espirales y las antorchas humeaban entre la fría neblina. Llegaron de pronto a la entrada del desfiladero. El guardia que estaba allí, aterrorizado, fue incapaz de correr, y uno de los hombres lo atravesó con su espada, sin darle tiempo para hablar. Wang el Tigre vio esto, pero no reconvino esta vez al hombre, pues no había muerto sino a uno; pero comprendía que un capitán debía ser severo con seres tan ignorantes y salvajes, que podían rebelarse y hacerlo pedazos. Dejó, pues, al guardia muerto y continuaron avanzando hasta las puertas del refugio.

Este refugio era en efecto semejante a una ciudad; tenía un muro de roca recubierto con arcilla y cal, lo que lo hacía muy sólido, y una puerta de dos batientes asegurados con barras de fierro embutidas en la muralla. Wang el Tigre golpeó en la puerta, pero estaban cerradas con llave, y nadie contestó. Cuando después de golpear de nuevo tampoco obtuvo respuesta, comprendió que habían sabido lo que había sucedido a su jefe. Quizás algunos de los ladrones habían venido a advertirlos o quizás todos habían huido del refugio y se habían atrincherado en las casas preparándose para el ataque.

Entonces Wang el Tigre ordenó a sus hombres que fabricasen nuevas antorchas con las hierbas secas del otoño y encendiéndolas hicieron un agujero en una de las puertas, y cuando estuvo bastante grande, un hombre se deslizó por él y desatrancó las puertas. Todos entraron entonces con Wang el Tigre a la cabeza. Pero el refugio parecía muerto. Wang el Tigre se detuvo para escuchar y no se oía ruido alguno. Entonces ordenó que los hombres avivasen el fuego de sus antorchas e incendiasen las casas. Todos se apresuraron a ejecutar la orden, lanzando agudos chillidos mientras los techos de paja empezaban a quemarse. Cuando todo el refugio empezó a arder, la gente salía de las casas como las hormigas de un hormiguero. Hombres, mujeres y niños salían como torrentes corriendo enloquecidos, y los hombres de Wang el Tigre los mataban mientras corrían, hasta que éste les ordenó que los dejaran escapar; entonces les permitió entrar a las casas y apoderarse de sus bienes.

Así, pues, los hombres de Wang el Tigre se precipitaron hacia las casas en que no había mucho fuego y empezaron a sacar piezas de seda, restos de telas, vestidos y todo lo que podían acarrear. Algunos encontraron oro y plata; y otros, jarros de vino y víveres, y empezaron a comer y a beber con glotonería; y algunos, en su avidez, murieron entre las llamas que ellos mismos encendieron. Entonces Wang el Tigre, viendo cuán infantiles eran, envió a sus hombres de confianza para que impidieran que murieran muchos.

Wang el Tigre permaneció aparte vigilándolo todo, acompañado del hijo de su hermano, pues no quiso que el muchacho tomara parte en el saqueo. Le dijo:

—No, muchacho; nosotros no somos ladrones. Tú eres de mi propia sangre, y nosotros no robamos. Ésos son hombres vulgares e ignorantes, y de vez en cuando debo dejarlos proceder a su gusto, pues si no me servirían con fidelidad y más vale darles libertad aquí. Los empleo como instrumentos; son los medios con que cuento para llegar a la grandeza. Pero tú no eres como ellos.

Así, pues, retuvo al muchacho a su lado, lo que fue una suerte, pues sucedió algo curiosísimo. Mientras Wang el Tigre permanecía apoyado sobre su fusil contemplando las casas incendiadas donde el fuego empezaba a humear bajo la ceniza, el muchacho lanzó un grito. Wang el Tigre se volvió y vio que un sable caía sobre su cabeza. Levantó entonces el suyo al encuentro de la hoja, que se deslizó a lo largo del pulido sable y cayó sobre su mano, haciéndole una ligera herida, rebotando después sobre el piso.

Pero Wang el Tigre saltó en medio de la obscuridad más pronto que un tigre y apoderándose de alguien lo arrastró a la luz de los incendios. Era una mujer. Permaneció allí confundido, teniéndola aún cogida de un brazo, y el muchacho exclamó:

—Es la mujer que vi bebiendo con el Leopardo.

Pero antes que Wang el Tigre hubiese dicho una palabra la mujer empezó a retorcerse tratando de escapar, pero cuando vio que estaba sólidamente sujeta echó la cabeza hacía atrás y escupió a los ojos de Wang el Tigre. Nunca cosa tal le había sucedido hasta entonces, y era algo tan asqueroso y tan innoble que levantando la mano la golpeó en la mejilla como se hace con un niño voluntarioso; y la marca de sus dedos quedó estampada en rojo sobre la mejilla; le gritó:

—Esto es para ti, tigresa.

Dijo esto sin pensar en lo que decía, y ella le contestó, con perfidia:

—¡Quisiera haberte muerto, maldito! ¡Estaba segura de matarte!

Él respondió con severidad, manteniéndola con firmeza:

—Ya sé que esperabas conseguirlo y si no hubiera sido por mi muchacho apestado estaría ahora muerto con el cráneo abierto.

Y llamó a sus hombres para que trajesen un cordel de alguna parte y ataran a la mujer contra un árbol, cerca de la puerta, mientras resolvía qué hacer con ella.

La ataron, pues, sólidamente, y tanto se debatió que los cordeles se hundieron en la carne sin lograr por eso soltar las amarras; y mientras se debatía los maldecía a todos, en particular a Wang el Tigre, con injurias tan numerosas e innobles como nunca habían oído en parte alguna. Wang el Tigre no cesó de vigilarla mientras sus hombres la agarrotaban, y cuando éstos hubieron vuelto a sus quehaceres empezó a pasearse delante de ella y cada vez que pasaba la miraba. Cada vez la miraba más detenidamente y con mayor extrañeza. La veía joven, de rostro hermoso, duro y vivaz, labios delgados y rojos, frente alta y lisa y ojos penetrantes que relampagueaban de cólera. Sí, ese rostro era hermoso, aun ahora contorsionado por el odio; y cada vez que pasaba delante, ella, mirándolo fijamente, lo escupía.

Pero él no le hacía caso. Se limitaba a contemplarla en silencio y, después de un rato, cuando el alba reemplazaba a la noche, rendida y adolorida, como la habían atado tan sólidamente, no pudo soportar más; ya no lanzaba injurias, se contentaba con escupir, pero al cabo de un momento, tanto fue su sufrimiento, que dejó también de escupir. Dijo, por fin, jadeante, humedeciéndose los labios:

—Suéltame un poco, sufro demasiado.

Pero Wang el Tigre no le hizo caso y sonrió con dureza, pues creía que era un ardid. Ella le suplicó cada vez que se acercaba, pero él no contestó. Por fin en una de sus vueltas la vio muda, con la cabeza colgando. Pero no se acercó a ella, pues no quería recibir escupos; creyó que fingía un desmayo. Pero cuando hubo pasado muchas veces sin que se moviera envió al muchacho, y el muchacho, tomándola del mentón, le levantó el rostro y comprobó que realmente estaba desvanecida.

Entonces Wang el Tigre se acercó y mirándola de cercó vio que era más hermosa aún de lo que la había visto a la incierta y vacilante luz de los expirantes incendios. No tenía más de veinticinco años y no parecía ser una mujer vulgar, hija de algún campesino; no podía imaginarse quién era, cómo había llegado allí y dónde el Leopardo había encontrado una mujer así. Gritó a un soldado para que cortara las ligaduras y la hizo atar, pero no tan reciamente y sin fijarla contra el árbol. Ordenó que la tendieran en el suelo, y no volvió en sí hasta que empezó el día y el sol disipó las brumas matinales.

A esa hora Wang el Tigre llamó a sus hombres y les dijo:

—Ha llegado la hora. Tenemos algo mejor que hacer.

Los hombres, poco a poco, cesaron en sus querellas a propósito del botín y se reunieron a su llamado. Con voz fuerte e imperiosa y el fusil pronto a disparar contra los que no quisieran obedecer, dijo:

—Reúnan todas las municiones y todos los fusiles que hay aquí, pues me pertenecen. Ésa será mi parte.

Cuando lo hubieron hecho, Wang el Tigre contó los fusiles: había ciento veinte fusiles y una buena provisión de municiones. Pero algunos de los fusiles eran viejos y mohosos y de escaso valor y de un modelo antiguo, difícil de manejar; los apartó para deshacerse de ellos cuando hubiera conseguido mejores.

Entonces, en medio del refugio humeante y en ruinas, los hombres hicieron atados el botín, y Wang el Tigre volvió a contar los fusiles que habían encontrado y los entregó a sus hombres más dignos de confianza. Finalmente se volvió hacía la mujer atada. Había vuelto en sí y yacía en el suelo con los ojos abiertos. Cuando Wang el Tigre la miró, ella le contestó con una mirada de ira, rudamente; dijo entonces Wang el Tigre.

—¿Quién eres y dónde está tu casa para enviarte a ella?

Pero no contestó ni una palabra. Se limitó a escupir por toda respuesta; su rostro parecía el de una gata furiosa. Wang el Tigre, exasperado, gritó a dos de sus hombres:

—Pasad un palo por entre sus ligaduras, llevadla a casa del magistrado y metedla a la cárcel. Tal vez entonces dirá quién es.

Los hombres obedecieron: con brutalidad pasaron el palo por entre los cordeles y colocando cada extremo sobre sus hombros la llevaron como una carga oscilante. Cuando todo estuvo pronto, el sol se había separado de la montaña. Wang el Tigre, a la cabeza de sus hombres, descendió por el desfiladero. Del refugio salía todavía una ligera nube de humo, pero Wang el Tigre no se volvió ni una sola vez para mirarlo.

Así avanzaron, a través del campo, por el camino que llevaba a la ciudad. Al ver ese extraño cortejo, muchos lo miraban con el rabillo del ojo, en particular a la mujer que colgaba del palo con la cabeza caída y el rostro pálido como ceniza. Toda la gente se extrañaba, pero nadie se atrevía a preguntar qué había sucedido, por temor de verse envuelto en alguna disputa. Tenían miedo, y cada cual, con los párpados bajos, después de haber echado una ojeada, partía a sus quehaceres. Era mediodía y el sol bañaba los campos cuando Wang el Tigre y sus hombres llegaron a la puerta de la ciudad.

Pero cuando hubieron entrado en la obscuridad del pasaje de los muros de la ciudad, su hombre de confianza, de labio leporino, se acercó a él y, llevándolo detrás de un árbol que allí había, le dijo, con la voz silbante a causa de la importancia de lo que tenía que decir:

—Debo deciros algo, mi capitán. Más vale no tener nada que hacer con esta mujer. Tiene rostro de zorro y ojos de zorro, y las mujeres así son mitad mujer y mitad zorro, y malvadas hechiceras. Déjame darle una puñalada y terminemos con ella.

Wang el Tigre, que a menudo había oído hablar de lo que son capaces de hacer las mujeres así, lanzó una carcajada y dijo, con temeridad:

—No tengo miedo ni de los hombres ni de los espíritus, y ésta no es sino una mujer.

Y apartándose del hombre se puso a la cabeza del cortejo.

Pero su hombre de confianza lo siguió refunfuñando para sí: «Pero esta mujer es más mala que un hombre y más pérfida que una mujer».