XX

LOS dorados vientos del otoño soplaron sobre la tierra una vez más, los labradores recogieron sus cosechas, la luna llena colgó una vez más del firmamento, y el pueblo se regocijaba con la llegada de la fiesta de mediados de otoño y se apresuraba a dar gracias a los dioses por estos beneficios, pues no había alcanzado a haber hambruna, sino una cosecha escasa, los ladrones habían desaparecido y la guerra no había llegado cerca de la región.

Y Wang el Tigre consideró su posición y lo mucho que había llevado a cabo; en suma, el año había sido mejor que el último. Sí, ahora tenía veinte mil soldados a sus órdenes, acuartelados en la ciudad y en los suburbios, y cerca de doce mil fusiles. Además, era conocido y estimado entre los señores de la guerra, pues el débil e incapaz gobernante a quien la guerra aun conservaba en su puesto, había enviado una proclama agradeciendo a todos esos generales que lo habían ayudado, en tanto que los generales del Sur habían tratado de poner fin a su gobierno; y el nombre de Wang el Tigre estaba entre los de aquellos a quienes daba las gracias y confería títulos Verdad era que el título otorgado a Wang el Tigre no era muy alto, pero en todo caso era un título, y todo esto sin haber participado en una batalla o perdido un fusil.

Había sólo una dificultad: durante el tiempo de la fiesta, cuando todos debían arreglar sus cuentas, Wang el Mercader le envió una carta diciendo que debía mandarle el dinero de los fusiles, pues otros a su vez exigían sus pagos. Entonces Wang el Tigre discutió con su hermano y envió a un hombre diciéndole que no pagaría por el total de los fusiles, pues había perdido muchos; y por medio del mensajero, transmitió:

«Debías haber advertido a tus agentes que no entregaran los fusiles al primero que se presentase».

A lo que Wang el Mercader contestó, con razón:

«¿Pero cómo podía yo pensar que el que llevaba mi propia carta y usaba tu nombre como señal no era de tus hombres?».

A esto nada podía contestar Wang el Tigre; pero podía emplear el poder de sus ejércitos como argumento, y respondió indignado:

«Pagaré la mitad de la pérdida y nada más, y si no aceptas no pagaré nada, pues no necesito ahora hacer lo que no deseo».

Y Wang el Mercader, que era hombre prudente y lleno de filosofía, cuando no podía remediar una cosa, convenía en ella, y recibió esa mitad con gusto; aumentó en cambio el precio de ciertos arriendos y subió el interés de los préstamos a los que sabían que estaban obligados a aceptarlo. Y así no sufrió perjuicio alguno. Pero Wang el Tigre no sabía de dónde sacar la suma que tenía que pagar, porque necesitaba tanto dinero para costear su numeroso ejército, que aunque un río de plata corriera por entre sus manos, todos los meses y todos los días, todo se esfumaría. Llamó a sus hombres de confianza a su pieza y les dijo:

—¿Hay alguna otra entrada que podamos obtener?

Entonces los hombres de confianza se rascaron la cabeza para hacer trabajar su cerebro y se miraron entre sí, pero no se les ocurría nada. El del labio leporino dijo:

—Si ponemos demasiados impuestos sobre los alimentos y mercaderías que el pueblo necesita a diario, pueden rebelarse contra nosotros.

Wang el Tigre sabía que esto era verdad, pues siempre el pueblo había procedido así cuando, demasiado estrujado, tenía que rebelarse o morir de hambre; y aun cuando Wang el Tigre estaba bien atrincherado en esa región, no era lo bastante poderoso para descuidarse por completo del pueblo. Debía pensar, por lo tanto, en algo nuevo; pensó entonces en la industria principal de la ciudad, y acordó poner un impuesto de una a dos monedas de cobre sobre cada jarro de vino hecho en esa región.

Los jarros de vino de esa ciudad eran famosos, hechos de fina arcilla y vidriados de un color azul; los cerraban, después de verter en ellos el vino, con un sello hecho de la misma arcilla y marcado con un signo; y este signo era conocido en todas partes como serial de buen vino en buenos jarros. Cuando Wang el Tigre pensó en esto se dio una palmada en la pierna y gritó a sus hombres:

—Los fabricantes de jarros se hacen cada día más ricos; ¿por qué no habrían de compartir los impuestos con los demás?

Todos los hombres de confianza convinieron en que era una buena idea, y Wang el Tigre impuso la contribución ese mismo día. Lo hizo cortésmente, y envió un recado a los jefes del negocio, diciéndoles que los protegía, porque protegía los campos de sorgo de cuya caña sacaban el vino, y que sí no fuera así no habría vino para sus jarros; y agregaba que necesitaba dinero para proteger los campos, y que sus soldados tenían que ser alimentados, armados y pagados. Pero bajo toda esta cortesía estaban las resplandecientes armas de sus soldados; y aunque los fabricantes de jarros, indignados, se reunieron secretamente buscando medios de rebelarse, comprendieron al fin que no podían negarse, porque Wang el Tigre podía hacer lo que deseara, y que en todo caso había otros en peores condiciones que ellos.

Consintieron, pues, y Wang el Tigre envió a sus hombres de confianza para que tasaran cuánta era la producción de jarros; y todos los meses una buena suma de dinero era entregada a Wang el Tigre, y pudo así, al cabo de tres meses, pagar su deuda a Wang el Mercader. Entonces, ya que los fabricantes estaban acostumbrados al impuesto, Wang el Tigre continuó recibiéndolo sin decir que la necesidad no era ahora tan urgente como lo había sido. Naturalmente, necesitaba todo lo que pudiera conseguir, pues tenía aún un largo camino que recorrer hasta conseguir lo que ambicionaba; e inquieto, se ocupaba de muchas cosas. Entonces, cuando vio que ya no podía sacar más al pueblo y tenerlo contento al mismo tiempo, se dijo que era demasiado poderoso para tan pequeña región, y que durante la próxima primavera debía acrecentar los dominios que ahora tenía, pues esta región era tan pequeña que, sí llegaba una hambruna grande, como el cielo en su crueldad puede enviarla, estaría arruinado. El destino hasta ahora lo había protegido, pues no había habido hambre desde que llegó allí, solamente pequeñas dificultades en ése y aquel lugar.

Llegó el invierno, y como no podía pensar en guerra, Wang el Tigre se atrincheró como mejor pudo. Mientras las lluvias y los vientos no fueron muy recios y la nieve escasa, hizo ejercitarse a sus hombres diariamente. Él mismo se adiestraba lo mejor que podía, y de este modo enseñaba a los demás. Se preocupaba especialmente de la provisión de fusiles. Todos los meses los hacía contar en su presencia, y había dicho a sus hombres que si alguna vez, al comparar la suma con su cuenta, faltaba alguno, mataría a uno, dos o tres hombres para conservar la proporción. Nadie se atrevía a desobedecerle. Lo temían más que nunca, porque todos sabían que había matado hasta a la mujer que amaba. Todos, pues, temían su cólera y temblaban de miedo si lo veían juntar sus negras cejas.

* * * *

El invierno glacial bajó del Norte, y durante esos días sombríos Wang el Tigre no podía salir ni obligar a sus hombres a salir; tuvo por fin que encarar lo que sabía que le esperaba y contra lo cual había luchado por impedirlo. Estaba ocioso y estaba solo.

Habría deseado ser como los otros hombres, que recurren al juego y al vino, a los festines y a las mujeres para olvidar las preocupaciones que pueden tener. Pero Wang el Tigre no era así. Estaba acostumbrado a una comida sencilla, y la idea sólo de una mujer cualquiera le repugnaba. Una o dos veces había tratado de jugar, pero no tenía genio para ello. No era diestro con los dados ni sabía aprovechar la suerte; y cuando perdía se indignaba, hacía ademán de sacar su espada, y los que jugaban con él, alarmados al ver sus cejas contraídas y la boca torcida en un rictus amargo, se apresuraban a dejarlo ganar. Pero esto también fatigaba a Wang el Tigre, que terminaba por exclamar:

—Éste es un juego idiota, como siempre lo he dicho.

Y partía furioso, porque no había encontrado ni distracción ni alivio.

Peor que el día era la noche, que fatalmente debía llegar; la detestaba más que el día, pues dormía solo, y fatalmente debía dormir solo. Pues bien, esta soledad del día y de la noche no era conveniente para un hombre como Wang el Tigre, que tenía un corazón triste y amargado, que no veía la alegría como otros la ven, aunque tengan que soportar grandes penalidades; y el sueño solitario tampoco era conveniente, porque poseía un cuerpo robusto y exigente. No tenía, sin embargo, a nadie a quien pudiese tomar como amigo:

Verdad era que el magistrado vivía aún en uno de los patios laterales con su anciana esposa, que se moría ahora de consunción, y que era a su modo un bondadoso y erudito anciano. Pero estaba tan poco habituado a hombres como Wang el Tigre, que cada vez que éste le dirigía la palabra, asustado, cruzaba las manos y decía de prisa:

—Sí, honorable; sí, señor.

Después de un momento esto fatigaba a Wang el Tigre, que lanzaba al anciano erudito una mirada tan temible que éste poníase color de tierra, y partía a sus patios en cuanto se atrevía a hacerlo, con su vestido desteñido colgando de su cuerpo viejo y descarnado.

No obstante, Wang el Tigre contenía su impaciencia, pues era hombre justo y sabía que el anciano magistrado hacía lo que más podía; a menudo entonces lo despachaba ligero, antes que su cólera, demasiado violenta, lo impulsara a hacer daño al anciano, y que su mano se anticipara a su deseo.

Allí estaban también sus hombres de confianza, tres buenos y leales guerreros. El Gavilán era ciertamente un buen guerrero, superior a miles de soldados por su inteligencia y astucia, pero era un hombre ignorante que sólo hablaba del modo de llevar un arma y de manejar los puños, de dar una pateadura al enemigo antes que pudiera recobrarse y de las diferentes estratagemas de la guerra; y cuando había repetido una y otra vez y contado cómo había hecho esto y aquello, en tal o cual batalla, Wang el Tigre se sentía cansado, aun cuando continuaba reconociendo su méritos.

El Matador de Cerdos, con sus puños grandes y ágiles y su enorme cuerpo que podía lanzar contra una puerta y derribarla, era un compañero tartamudo y pesado para una noche de invierno. Quedaba el hombre del labio leporino, un alma sincera aunque no buen guerrero, más apto para ser portador de un mensaje; y su siseo y la saliva que lanzaba al hablar no podían ser del agrado de nadie. No podía tampoco Wang el Tigre conversar con su sobrino, que pertenecía a una generación posterior, ni podía tampoco rebajarse a jaranear con sus soldados, pues sabía que si un jefe procede así, y sus soldados lo ven débil y borracho, el día de la batalla no le tendrán respeto ni acatarán sus órdenes; por esto, Wang el Tigre siempre se preocupaba de presentarse delante de sus hombres vestido con su uniforme de guerra y armado con el sable que ahora amaba y odiaba, pues lo había usado en aquella ocasión. Tenía una hoja tan afilada que no habría otra semejante en el mundo entero, y acostumbraba a sacarla, y mirándola pensaba que podía atravesar una nube y cortarla en dos.

El pecho de la mujer había sido tan suave como una nube y la hoja lo dividió en dos esa noche. Pero aunque Wang el Tigre hubiese tenido amigos durante el día, era inevitable que al término de cada día llegase la noche, y entonces forzosamente tenía que permanecer solo, descansando solo sobre el lecho, y en invierno las noches son largas y obscuras.

Durante esas largas noches en que Wang el Tigre debía permanecer acostado solo, se levantaba y encendía una bujía ahusada[20] y leía los viejos libros que había amado en su adolescencia y que le habían dado el gusto por el oficio de soldado, la historia de los tres reinos y de los ladrones que vivían a orillas del lago, y leía muchas historias como éstas. Pero no podía leer sin cesar. La bujía se gastaba hasta la punta de su mecha de caña, y, muerto de frío, tenía por fin que acostarse solo en la noche negra y amarga.

Aunque todas las noches retardara la hora, ésta siempre llegaba y con ella el recuerdo de la mujer que había amado. Pero a pesar de toda su tristeza no deseaba que reviviera, pues sabía, y se lo repetía sin cesar, que nunca habría podido confiar en ella; y la dulzura de su amor había residido en la entera confianza que en ella tenía. No, muerta podía confiar en ella, pero si hubiese estado viva y si él le hubiese impedido que continuara traicionándolo y la hubiese perdonado, siempre la habría temido. El temor lo habría alejado y no habría podido consagrar a la causa sino una parte de su corazón, y nunca habría logrado llegar a ser poderoso.

Así se lo repetía esa noche. Reflexionaba dolorosamente diciéndose que el Leopardo, un hombre ignorante, colocado un poco más encima que los ladrones de su banda, había conseguido el amor de esa mujer, que no era una mujer vulgar; y aunque el Leopardo estuviese muerto, ella permanecía unida a él, y a pesar del amor que le tuvo en vida, seguía unida al muerto.

Porque Wang el Tigre no podía creer que nunca lo hubiera amado. Una y otra vez se decía con ira cuán franca y apasionada se había mostrado sobre ese mismo lecho donde ahora yacía. No podía creer que se podía manifestar pasión donde no había amor; y cada día se sentía más desdichado y débil y comprendía que, a pesar de su orgullo y situación, había sido menos que el Leopardo, a quien había matado, porque su vida toda, que dependía del amor de esa mujer, había sido menos para ella que la memoria del muerto. No podía entender esto, pero sentía que era así.

Y sintiéndose menos que el hombre en quien pensaba, veía su vida ante sí larga y sin sentido, y dudaba de llegar jamás al poder; y si llegaba a conseguirlo, no le sería de ninguna utilidad, puesto que no tenía hijo que disfrutara de su grandeza y todo moriría cuando él muriera, y todo lo que poseía pasaría a otros. No amaba lo bastante ni a sus hermanos ni a los hijos de sus hermanos para luchar por ellos mediante la guerra y la astucia. Y en su pieza negra y silenciosa se lamentaba para sí, y en voz alta gemía:

«Cuando la maté, maté a dos; el otro era el hijo que hubiera podido tener de ella».

Entonces la recordaba de nuevo y la veía como cuando yacía muerta, con su hermoso y robusto pecho atravesado y chorreante de sangre brillante. No podía soportarlo cuando así la recordaba; le era imposible permanecer acostado sobre su lecho, a pesar de que lo había hecho lavar y pintar de nuevo y que las manchas de sangre hubiesen desaparecido, que la almohada fuese nueva, y que nadie nunca le hubiera recordado lo que allí había sucedido y que ni siquiera supiera dónde habían echado el cadáver. Se levantaba y, envolviéndose en su colcha, permanecía sentado, entumido e infeliz, hasta que la aurora pálida y helada aparecía a través de las persianas.

Así transcurrían las noches de invierno, una después de otra, y al fin Wang el Tigre se dijo que esto no podía continuar, pues estas noches tristes y solitarias lo convertían en menos que un hombre, vaciándolo de su ambición. Se asustaba de sí mismo al ver que nada le parecía bien y que se irritaba contra todos los que se le acercaban. Se irritaba a menudo contra su sobrino y se decía con amargura:

«Esto es lo mejor que tengo, este mono burlón y marcado, hijo de un comerciante; esto es lo más parecido que tengo a mi propio hijo».

Cuando creyó que iba a volverse loco tuvo un cambio brusco, y una noche comprendió que la mujer, aunque muerta, causaría su pérdida con tanta certeza como si hubiese estado viva y libre de ejecutar sus proyectos… Y de pronto se sintió más fuerte y se hizo la ilusión de hablar al fantasma de la mujer, desafiándolo:

«¿No puede cualquiera mujer tener hijos, y no es un hijo lo que yo deseo por sobre cualquiera mujer? Quiero tener un hijo, y tomaré una, dos o tres mujeres hasta que tenga un hijo. He sido un necio, siempre he estado atado a una mujer; primero a una mujer a la que ni siquiera conocía sino al través de las escasas palabras que un hombre habla con una esclava en la casa de su padre, y he continuado dolorido por esta mujer por espacio de diez años; y ahora ésta que maté. ¿Nunca me veré libre de ella tampoco, y estaré apesadumbrado otros diez años, hasta que, viejo, sea incapaz de engendrar un hijo? No; seré como son otros hombres, conservaré mi libertad como otros hombres la conservan, y tomaré mujer y la dejaré cuando mejor me plazca.»…

Ese día llamó a su fiel hombre de confianza, lo hizo entrar a su pieza y le dijo:

—Necesito una mujer, no importa qué clase de mujer, con tal que sea decente. Ve a decir a mis hermanos que mi mujer ha muerto y que les ruego me busquen alguna, pues yo estoy ocupado con las guerras que se anuncian para esta primavera y no quiero desviar mis pensamientos de las guerras.

El hombre de confianza, contento, partió a cumplir su misión, pues había visto, con mirada inquieta, cuánto sufría su general; y como adivinaba la causa, comprendía que ése sería un buen remedio.

En cuanto a Wang el Tigre, no podía sino esperar para ver lo que el tiempo le traería y lo que sus dos hermanos harían por él; y mientras esperaba forjaba el plan de sus guerras, meditando sobre el modo de aumentar su poder. Y trataba de agotar su organismo para lograr dormir durante la noche.