IX

DOS y tres veces envió Wang el Tigre a su hombre de confianza, de labio leporino, y dos y tres veces el hombre llevó dinero a su capitán. Lo llevaba a su espalda, envuelto en un género azul como si fuese un atado de sus miserables ropas; iba vestido con una casaca y un pantalón azules de material grosero, y con los pies desnudos, salvo unas primitivas sandalias de paja. Al ver a aquel pobre hombre avanzar por el polvoriento camino con su atado a la espalda, nadie se habría imaginado que llevaba rollos de plata o que pudiera ser algo más que un vulgar individuo; aunque sí alguien hubiese mirado con mayor atención se habría dado cuenta de que el hombre transpiraba en exceso para tan ligero peso. Pero nadie lo miraba con atención en vista de que iba pobremente vestido y que con su rostro vulgar y grosero parecíase a cientos de personas que se encuentran todos los días, excepción hecha de su labio leporino; y si alguien por casualidad lo examinaba un momento, quedaba pasmado ante su espantoso labio y los dos enormes dientes que le salían de debajo de la nariz.

El hombre de confianza llevaba así el dinero a su capitán, y cuando Wang el Tigre tuvo suficiente, lo enterró bajo su tienda para economizarlo durante tres meses en tanto se establecía definitivamente. Fijó el día de su declaración. Dio la señal secreta a los hombres que estaban prontos a partir con él, y cierto día, después de la cosecha de arroz y antes que el frío bajase del Norte, cierta noche en que la luna, un delgado creciente suspendido oblicuamente del cielo, salía sólo a la madrugada, furtivamente saltaron los hombres del lecho en que dormían, abandonando el estandarte del viejo general.

Cien hombres en total se deslizaron así en medio de esa noche obscura en el más completo silencio y cada cual enrolló su frazada y la ató a su espalda; y tomaron su fusil sí tenían uno y el de su vecino si podían hacerlo sin despertarlo, aunque no fuese empresa fácil, porque el reglamento ordenaba a los hombres dormir sobre sus fusiles, de tal manera que si alguien hacía un movimiento torpe para tomarlo, el soldado podía despertar y llamar pidiendo auxilio. Habíase adoptado esta medida porque un fusil era un objeto precioso que podía venderse por un montón de dinero; y a veces los hombres robaban un fusil para venderlo si habían perdido fuertes sumas en el juego, o si no habían recibido sueldos durante meses cuando no había guerra, por lo tanto, ni saqueo, ni dinero. Sí, si un soldado perdía su fusil, era una cosa grave, pues los fusiles se compran en países extranjeros y lejanos. Aquella noche los hombres que ocultamente salieron llevaron el mayor número posible de fusiles, en total una veintena o algo así, además de los propios, pues todos los soldados dormían con muchas precauciones. No eran muchos, pero con ellos aumentaría en veinte el número de los hombres.

Todos estos soldados eran los mejores y los más fuertes que habían combatido bajo el mando del anciano general, los más valientes y atrevidos, los más crueles y experimentados entre los soldados jóvenes que tenía. Muy pocos eran del Sur; casi todos pertenecían a las poco civilizadas provincias del interior, donde los hombres son osados y se burlan de la ley y no temen negociar con la muerte. Tales hombres se sintieron naturalmente cautivados por las orgullosas miradas y el cuerpo alto y erguido de Wang el Tigre; admiraban sus silencios y sus cóleras repentinas; lo admiraban sobre todo porque no tenían nada que respetar en el viejo general, tan obeso que ni siquiera podía trepar a su caballo sino ayudado por dos hombres. Nada había, pues, para entusiasmar a esos hombres jóvenes, quienes estaban prontos a abandonarlo y partir en pos de un nuevo héroe.

Cada hombre con su fusil y su caballo, si lo tenía, levantóse a la señal convenida en el silencio de la noche; cuando cada hombre sintiese tres ligeros golpes en la mejilla derecha, debía levantarse inmediatamente y guardar las municiones en su cartuchera y tomar su fusil y su caballo, o continuar a pie si no lo tenía, hasta cierto sitio en un pequeño valle sobre la cima de una montaña, a cinco millas de distancia. Había allí un antiguo templo, sólo habitado por un anciano ermitaño un tanto trastornado que vivía entre las ruinas; y a pesar de lo mezquino del refugio, bastaba para ponerlos a cubierto en tanto que Wang el Tigre pudiera formar un ejército y conducirlos al sitio que escogiera.

Wang el Tigre había preparado todo; algunos días antes había enviado a su hombre de confianza y a su sobrino el Apestado, quienes habían dispuesto grandes jarros de vino, cerdos vivos, aves y aun tres bueyes gordos encerrados en una celda vacía, donde antaño algún sacerdote había alojado. Wang el Tigre había comprado esos animales a algunos campesinos de los alrededores; era un hombre honrado que pagaba lo que tomaba, no como ciertos soldados, que se apoderan de los bienes de los pobres sin pagar. No, su hombre de confianza pagó todo a su justo precio y los anímales fueron arreados hacía el templo en lo alto de la montaña y el Apestado quedó allí para vigilarlos.

El hombre de confianza había llevado también tres grandes calderas de hierro, que transportó una a una sobre la cabeza hasta lo alto de la montaña, colocándolas sobre unos pequeños hornos que construyó con algunos ladrillos viejos del templo en ruinas. Pero no compró otras cosas, porque Wang el Tigre no tenía intenciones de permanecer allí mucho tiempo, sino de partir lo más pronto posible hacia el Norte en busca de algún refugio donde estaría al abrigo del anciano general. No pretendía tampoco acercarse a la capital del Norte por temor de verse obligado a entrar demasiado pronto en lucha con los soldados del Estado, que a veces eran enviados contra tales señores de la guerra o contra quienes, como Wang el Tigre, tenían intenciones de convertirse en tales. No obstante, no temía ni uno ni otro de esos dos peligros, pues la cólera del viejo general era de corta duración, y en cuanto al Estado, era ésa una época en que una dinastía acababa de morir sin que una nueva hubiera ocupado su lugar; el Estado, pues, era débil, los ladrones florecían y los señores de la guerra luchaban ardientemente por conquistar el primer lugar, sin que nada ni nadie se lo impidiera.

A ese templo se dirigió Wang el Tigre en aquella noche obscura, acompañado del pálido hijo de Wang el Mayor. A menudo pensaba qué haría con ese tímido y timorato muchacho. El otro, el Apestado, feliz con la aventura, había partido alegremente a ejecutar lo que se le había ordenado; pero éste se ocultaba a las miradas de todos, y cuando Wang el Tigre, con voz tonante, le ordenó que lo siguiera, se deslizó tiritando detrás de su tío; y cuando Wang el Tigre, iluminándolo con su antorcha, lo vio inundado de sudor, gritó con desprecio:

—¿Cómo puedes estar sudando si no haces nada?

Pero no se detuvo para oír la respuesta. A grandes zancadas se hundió en la noche seguido por los pasos vacilantes del muchacho.

Llegado a lo alto de la montaña, al desfiladero que conducía al templo en ruinas, Wang el Tigre se sentó sobre una roca y envió al muchacho al templo para que ayudase en los preparativos de la comida. Permaneció allí solo en espera de los que esa noche vendrían, como lo habían prometido, a alistarse bajo su bandera. Fueron llegando en grupos de dos y solos, y de ocho y diez, y Wang el Tigre se regocijaba al verlos, diciéndoles:

—¡Ah, vinieron!

Y en voz alta:

—¡Nobles y buenos camaradas!

Cada vez que oía los pasos de los que venían a reunírsele, subiendo las gradas de piedra del sendero que llevaba al templo, soplaba sobre la llama de la antorcha encendida que tenía en la mano y proyectaba su luz sobre los rostros; y exultaba al ver entre los que llegaban a tal o cual valiente que conocía. Así se reunieron los cien, y Wang el Tigre los contó; y cuando hubieron llegado todos los que debían ir, dio orden de matar los bueyes y las aves y los cerdos también. Entonces los hombres animosamente empezaron la tarea, pues no habían comido buena carne desde hacía muchos días. Algunos caldearon los hornos hasta hacerlos rugir, otros fueron en busca de agua hasta un torrente que corría allí cerca y los demás mataron los animales, los descueraron[8] y los cortaron en trozos. Y cuando hubieron desplumado las aves, las ensartaron en varillas de madera que los hombres habían cortado en las ramas de los árboles, y enteras las asaron delante del fuego.

Cuando todo estuvo pronto, se sirvió el festín sobre la terraza de piedra que había delante del templo, una terraza en ruinas, donde las malas hierbas habían separado las piedras. En el centro había una urna enorme de hierro, más alta que un hombre, que, enmohecida, se deshacía en un polvillo rojo. Había amanecido y el sol iluminó con su claridad a los hombres que, hambrientos por el aire frío de la montaña, se apretujaban ávidos y sonrientes en torno de la comida humeante. Y cada cual comió y se hartó, y todos manifestaban su gozo porque creían que días nuevos y mejores empezarían para ellos bajo aquel nuevo jefe joven y valiente, que los conduciría a nuevas tierras, donde tendrían comida y mujeres y toda la abundancia que necesita un hombre vigoroso.

Cuando hubieron satisfecho su primera hambre, y antes de que empezaran a comer de nuevo, rompieron los sellos de arcilla de los jarros de vino, y cada hombre llenó el tazón que llevaba; y bebían y reían y gritaban y se exhortaban a beber a la salud de tal o cual y sobre todo a la del nuevo jefe.

Oculto en la sombra del bosquecillo de bambúes, el pobre ermitaño, boquiabierto, los contemplaba con estupor, diciéndose para sí que seguramente eran demonios. Abría los ojos al verlos comer y beber de tan buenas ganas y se le hacía agua la boca cuando los vio despresar las carnes humeantes. Pero no se atrevía a acercarse, pues ignoraba quiénes eran esos demonios que llegaban de improviso a ese tranquilo valle, donde había vivido solo desde hacía treinta años, cultivando un pedacito de terreno para alimentarse. Y mientras los miraba, uno de los soldados, atosigado de comida y amodorrado por el vino, tiró lejos el hueso de un muslo de buey, que cayó al borde del matorral. Entonces el ermitaño alargó la mano y, apoderándose de él, lo atrajo sin ruido hacia la obscuridad y lo chupó y lo mordisqueó temblando, pues no había comido carne durante todos esos años y había olvidado el sabor exquisito que tenía. Y no podía dejar de chupar el hueso con manifestaciones de contento, aunque arrepentido en su interior, pues sabía que para él era pecado.

Cuando hubieron comido todo lo que podían y cuando el patio estuvo atestado de restos, Wang el Tigre se levantó de un brinco y saltó sobre una enorme y vieja tortuga de piedra que había a un lado de la terraza un poco en alto, al pie de un añoso enebro. Esta tortuga había indicado antaño el sitio de una tumba famosa y entonces llevaba sobre el dorso una tablilla de piedra en que se exaltaban las virtudes del difunto; pero el árbol, en su indómito crecimiento, la había echado hacia un lado, hasta que terminó por caer; y desde entonces, quebrada en dos, yacía sobre el suelo con sus caracteres borrados por el viento y la lluvia, en tanto que el árbol continuaba en su desarrollo.

Sobre esta tortuga saltó Wang el Tigre, e irguiéndose contempló a sus hombres. Permanecía de pie, con una mano puesta orgullosamente sobre la empuñadura de su sable y un pie hacia adelante, sobre la cabeza de la tortuga; y los consideraba con arrogancia, con las cejas negras y fruncidas, con sus ojos agudos y centelleantes. Y mientras contemplaba a esos hombres que le pertenecían, sentía que su corazón se henchía más y más dentro de su pecho, hasta hacerlo creer que su cuerpo podía estallar; se dijo para sí: «Son mis hombres… y han jurado seguirme. Ha llegado mi hora».

Y en alta voz, con voz orgullosa que corrió al través de esos bosques silenciosos y resonó en los patios en ruinas del templo, exclamó:

—Queridos hermanos, esto es lo que soy. Soy humilde como vosotros. Mi padre cultivó la tierra y yo soy un hombre de la tierra. Pero había para mí otro destino fuera del cultivo de los campos. Huí cuando no era sino un muchachuelo y me uní con los soldados de la revolución bajo las órdenes del anciano general.

—Queridos hermanos. Al comienzo soñé con nobles guerras contra un gobierno corrompido, pues, según el viejo general, eso eran sus guerras. Pero su victoria fue demasiado fácil y se convirtió en lo que ustedes conocen; y no podía continuar sirviendo bajo un jefe tal. Entonces, viendo que la revolución que dirigía no tenía el resultado por mí soñado, y viendo que los tiempos están corrompidos y que cada cual combate para sí mismo, he creído que mi destino me ordenaba dirigirme a, todos los valientes que estaban cansados de servir bajo el anciano general sin ser pagados, y servirles de guía hasta conquistar un sitio que será nuestro, libre de corrupción. No necesito deciros que no existen gobiernos honorables y que el pueblo gime bajo las crueldades y las opresiones de aquellos que deberían tratarlo como los padres tratan a sus hijos. Esto sucedía ya en los antiguos tiempos, hace quinientos años, cuando honrados y valientes muchachos se coligaban entre sí para castigar al rico y proteger al pobre. Eso es lo que nosotros haremos. Os invito, valientes y queridos camaradas, a seguirme donde voy. Juremos vivir y morir juntos.

Erguido, les decía esto con su voz poderosa y profunda, la mirada brillante clavada aquí y allá sobre los hombres, que agazapados se habían sentado sobre las piedras delante de él; las cejas, ora fruncidas, ora levantadas como banderas desplegadas, alumbraban la expresión cambiante de su rostro. Cuando hubo terminado de hablar, todos los hombres se pusieron de pie y una aclamación inmensa se levantó de entre la muchedumbre:

—¡Lo juramos! ¡Viva mil y mil años nuestro capitán!

Entonces un hombre que era más atrevido que los otros gritó con voz estridente:

—¡Digo que parece un tigre con sus cejas negras!

Y eso parecía en efecto; alto y esbelto, de movimientos flexibles, aguzado de mentón y de pómulos altos y salientes, ojos brillantes y alertas, y encima de ellos, ensombreciéndolos, sus largas y negras cejas cuando fruncía el ceño; los ojos parecían espiar brillando desde el fondo de una caverna. Cuando levantaba las cejas, los ojos parecían saltar de debajo de ellas y todo su rostro se dilataba como un tigre que se abalanza.

Entonces todos los hombres rieron orgullosamente y, repitiendo el grito, vitorearon:

—¡El Tigre! ¡El tigre de cejas negras!

En cuanto al pobre ermitaño, atontado, no sabía qué hacer al oír esas aclamaciones de tigres que llenaban el valle. Había en verdad tigres que rondaban en esas montañas y los temía más que a nada. Cuando oyó esas aclamaciones, miró aquí y allá entre el matorral y corrió al fondo del templo a esconderse en el miserable cuarto donde dormía; atrancó la puerta con una barra, se metió a la cama, se tapó hasta la cabeza con un harapienta frazada y permaneció allí tiritando y llorando, arrepentido de haber comido carne.

Pues bien, Wang el Tigre tenía también toda la prudencia del tigre, y sabía que su aventura empezaba apenas y que tenía que pensar en lo que le esperaba. Dejó que sus hombres durmieran un poco a fin de que se disiparan los vapores del vino; y mientras dormían llamó a tres de sus hombres, a quienes sabía prácticos en artimañas, y los hizo disfrazarse. A uno le ordenó desvestirse, a excepción de su pantalón despedazado, y embadurnarse el rostro con barro y tierra como un mendigo e ir a mendigar en las aldeas vecinas de la ciudad donde acampaba el viejo general; y debía escuchar y ver lo que pudiera y tratar de descubrir si el general se aprontaba o no a perseguirlos. A los otros dos les ordenó ir a un mercado de la ciudad y comprar donde un prendero un traje de campesino, con sus canastos y pértiga, y comprar también productos agrícolas y llevarlos a la ciudad y pasearse para oír lo que decía la gente y si se hablaba de lo que había sucedido y de lo que podría suceder ahora que los mejores hombres del viejo general lo habían abandonado. En la entrada del desfiladero Wang el Tigre apostó a su hombre de confianza de labio leporino para vigilar y escrutar el campo con su aguda mirada; y sí en alguna parte veía movimientos de más de algunos hombres, debía correr al instante y prevenir a su capitán.

Cuando esos hombres hubieron partido y los demás dormido la borrachera, Wang el Tigre tomó nota de lo que poseía. Escribió sobre un papel con un pincel el número de sus hombres y cuántos fusiles tenía y cuántas municiones y en qué consistían los vestidos de sus hombres, y si los zapatos eran buenos para una marcha prolongada o no. Ordenó a sus hombres desfilar delante de él y miró a cada uno atentamente; comprobó que había, sin contar a los dos muchachos, ciento ocho hombres enérgicos, de los cuales ni uno solo era viejo y sólo algunos estaban enfermos, fuera de la enfermedad a los ojos, o de la sarna u otras pequeñas cosas parecidas que cualquiera puede tener y que no deben ser contadas como enfermedad. A medida que pasaban lentamente delante de él, abrían los ojos admirados a la vista de los caracteres que trazaba sobre el papel, pues no más de dos o tres de entre ellos sabían leer o escribir; y más que nunca Wang el Tigre les inspiró un respetuoso terror, pues, además del arte de las armas, poseía también esa sabiduría de saber trazar caracteres con el pincel sobre un trozo de papel y, al mirarlos después, descubrir su significado.

Y Wang el Tigre vio que, además de sus hombres, contaba con ciento veintidós fusiles y que cada hombre tenía su cartuchera llena de municiones; y además de esto poseía dieciocho cajones de cartuchos, que había sacado en secreto de los almacenes del general, donde tenía libre acceso. Uno por uno había enviado esos cajones con su hombre de confianza, que los había llevado colocándolos en el templo detrás del viejo Buda decrépito, pues allí el techo estaba mejor y el Buda los protegía de las lluvias que entraban por los huecos de las puertas.

En cuanto a vestidos, los soldados tenían los que usaban, suficientes hasta que llegasen los vientos del invierno; y cada hombre poseía, además, su frazada, en la que se envolvía para dormir.

Wang el Tigre quedó satisfecho de todo lo que tenía; quedaba, además, bastante comida para alimentarlos durante tres días más. Hizo, pues, el proyecto de partir de noche, lo más pronto posible, a sus territorios del Norte. Aunque no hubiera detestado esas regiones del Sur, habríase encaminado a otro sitio, porque el viejo general era tan indolente que, desde hacía diez años y más, no se había movido de ese sitio; vivía estrujando a los habitantes con impuestos que les era casi imposible pagar y arrebatándoles parte de sus cosechas. El pueblo estaba, pues, reducido a la miseria y nada podía ya dar; y por esto Wang el Tigre debía salir en busca de nuevas tierras.

No tenía, pues, intenciones de presentar batalla al viejo general, para asegurarse la posesión de esa región recargada de impuestos; proyectaba irse a las regiones vecinas de su país natal, pues allí en el Noroeste, había montañas donde podría refugiarse con sus hombres; y si era perseguido demasiado de cerca, podía refugiarse en las partes más inaccesibles, donde las montañas son desoladas y sus habitantes salvajes, y donde los señores de la guerra se aventuran raras veces, salvo en momentos en que se ven obligados al retiro y al bandolerismo. No que pensara en el retiro ahora; no; Wang el Tigre creía que tenía el camino libre ante sí y que debía avanzar sin temor hasta conquistarse un renombre en el país; y no ponía límites definidos a su futura grandeza.

En ese momento, los tres hombres que había enviado volvieron y uno dijo:

—En todas partes se sabe que el antiguo enjambre de abejas se ha dividido, y todos tienen miedo porque dicen que han sido estrujados hasta la última gota y que el país no puede alimentar dos hordas.

Y el que se disfrazó de mendigo dijo:

—He rondado en torno de nuestro antiguo campamento; me había embadurnado el rostro con barros y bosta, tanto que nadie podía reconocerme, y he mirado y escuchado mientras fingía pedir limosna. Todos los hombres están en movimiento y el viejo general chilla y vocifera, y ordena esto y aquello, y suspende las órdenes y da unas contrarias; todo es confusión, y de rabia tiene el rostro rojo e hinchado. Me atreví a tanto que me acerqué para verlo y lo oí gritar: «Nunca creí que ese diablo de cejas negras pudiera hacerme tan mala jugada; tenía tanta confianza en él Y después la gente dice que los norteños son más honrados que nosotros. Me gustaría tener a tiro de fusil a ese maldito ladrón e hijo de ladrón». Y cada dos o tres palabras gritaba a sus hombres que tomen las armas y que nos persigan y nos presenten batalla.

El hombre se calló riendo burlonamente. Era el mismo muchacho que le gustaba divertirse a su manera chillona. Continuó con voz cada vez más alta y fuerte, haciendo gestos bajo su máscara de barro:

—Pero no vi moverse ni un solo soldado.

Entonces Wang el Tigre tuvo una ligera sonrisa y comprendió que nada tenía que temer, pues esos hombres no estaban pagados desde hacía más de un año y sólo permanecían allí porque comían sin tener que trabajar. Pero para combatir exigirían ser pagados primero, y Wang el Tigre sabía que, llegado el momento, el general rehusaría pagarles; y entonces, en uno o dos días, su cólera disminuiría, se encogería de hombros y volvería a sus mujeres; y sus soldados volverían a dormir al sol y se despertarían sólo para comer y volver a dormir.

Wang el Tigre comprendió, pues, que no tenía nada que temer y resueltamente volvió el rostro hacía el Norte.