XXI

POR caminos extraviados, por temor de que notaran su labio leporino y que se extrañaran de sus frecuentes viajes, el hombre de confianza se dirigió a la ciudad y de allí a la casa grande donde vivían los hermanos Wang. Preguntó por Wang el Mercader, y le dijeron que a esa hora estaba en su casa de comercio, y allí se dirigió entonces para transmitirle el mensaje. Wang el Mercader estaba sentado en su escritorio, una pieza pequeña y sombría que daba al mercado, calculando sobre un ábaco los beneficios que le había reportado el cargamento de trigo de un navío. Levantó los ojos y oyó el relato del hombre de confianza, y después que le hubo oído, abriendo sus ojillos desmesuradamente y frunciendo su boca de avaro, dijo asombrado:

—Ahora me sería más fácil proporcionarle dinero que una mujer. ¿Cómo puedo yo saber a quién dirigirme para conseguirle una mujer? Es una lástima que haya perdido la que tenía.

El hombre de confianza, sentado de lado en una silla baja para manifestar que conocía su lugar, respondió con humildad:

—Todo lo que pido, hermano de mi señor, es que le encuentres una mujer que no moleste a nuestro general y que no se haga amar por él. Tiene un corazón extraordinariamente afectuoso y se apega a un ser hasta la locura. Así amó a esa mujer que murió, y aunque varios meses han transcurrido no ha podido olvidarla, y semejante constancia no es buena para la salud de un hombre.

—¿Cómo murió? —preguntó Wang el Mercader, con curiosidad.

Pero el hombre de confianza era fiel y discreto, y estando a punto de hablar se detuvo, porque comprendía que, cuando no se pertenece al ejército y no se está al corriente de las costumbres guerreras, no se tienen las mismas ideas sobre el matar y el morir como los soldados cuyo oficio es ése, si es que no pueden salvarse mediante la astucia. Contestó por esto sencillamente:

—Murió de un brusco golpe de sangre.

Y Wang el Mercader se contentó con esta respuesta.

Entonces despidió al hombre de confianza, no sin haber ordenado a un sirviente que lo llevara a una posada y que le hiciera servir cerdo con arroz; y después de su partida permaneció pensativo y se dijo:

«Me parece que en esta ocasión mi hermano mayor sabrá más que yo, pues si en algo entiende, es en mujeres, y yo, ¿qué mujer conozco fuera de la que tengo?».

Se levantó entonces y salió en busca de su hermano; descolgó de un clavo que había en la pared su túnica de seda gris, que usaba cuando salía, sacándose la que llevaba en la casa de comercio para no gastar la otra, y se dirigió a casa de su hermano, preguntando al portero si su amo estaba en casa ese día. El portero quiso hacerlo entrar, pero Wang el Mercader prefirió esperar, y entonces el portero entró y preguntó a una esclava, y ésta contestó que estaba en cierta casa de juego. A ella se dirigió Wang el Mercader, escogiendo delicadamente su camino, como un gato que anduviera sobre guijarros, porque había nevado durante la noche y el día era tan helado que aún quedaba nieve y sólo había un pequeño sendero en el medio, hecho por los vendedores y por aquellos que tenían que salir para ganarse la vida, o por los que, como su hermano, lo hacían por placer.

Llegó a la casa de juego y preguntó a un empleado, y supo que su hermano estaba detrás de tal puerta, y entonces Wang el Mercader la abrió y encontró a Wang el Terrateniente jugando con algunos amigos en una pequeña pieza caldeada con un brasero con carbones encendidos.

Cuando Wang el Terrateniente vio la cabeza de su hermano por la entreabierta puerta sintió un secreto contento de ser interrumpido y llamado afuera, pues, como había aprendido a jugar tarde en la vida, no era perito en el juego. Wang Lung, el padre, no habría permitido que un hijo suyo jugara en las casas de juego de la ciudad. Pero el hijo mayor de Wang el Terrateniente era bastante diestro y capaz, porque había jugado toda su vida, y hasta el hijo segundo se había ganado un montón de plata en los juegos en que participaba.

Por eso cuando Wang el Terrateniente vio aparecer la cabeza de su hermano, levantándose prontamente, dijo a sus amigos:

—No puedo continuar jugando, pues mi hermano me necesita para algo —y tomando su abrigo de pieles que se había quitado por el excesivo calor de la pieza salió afuera, donde lo esperaba Wang el Mercader.

Pero no confesó que estaba contento de que hubiese llegado en ese momento, pues era muy orgulloso para decir que perdía al juego, ya que un hombre inteligente siempre debe ganar. Se limitó, pues, a preguntar:

—¿Tienes algo que decirme?

Wang el Mercader contestó con su parquedad acostumbrada:

—Vamos donde podamos conversar, si es que hay un sitio para ello en esta casa.

Entonces Wang el Terrateniente lo condujo a un sitio donde había mesas para beber té; y escogiendo una mesa solitaria, un tanto retirada de las demás, sentáronse allí; Wang el Mercader permaneció silencioso, mientras Wang el Terrateniente pedía té y vino, y luego, viendo la hora que era, él también pidió carnes y algunos platos de comida. El mozo se alejó por fin y Wang el Mercader empezó sin preámbulos:

—Nuestro hermano menor desea una mujer, pues la suya murió y ha recurrido a nosotros. He creído que es esto algo que tú puedes arreglar mejor que yo.

Wang el Mercader dijo esto frunciendo los labios con una discreta sonrisa. Pero Wang el Terrateniente no la vio. Empezó a reír con las mejillas temblorosas; dijo:

—Sí en algo entiendo es en estas cosas; tienes mucha razón, pero no hay que decirlo delante de mi esposa.

Rió mirando a su hermano con el rabillo del ojo, como lo hacen los hombres cuando hablan de estos asuntos. Pero Wang el Mercader no quiso continuar la broma y esperó. Wang el Terrateniente se calmó por fin y continuó:

—Esto llega en un buen momento, pues he estado preocupado de las jóvenes casaderas de la ciudad, buscando mujer para mi propio hijo, y conozco a todas las muchachas aceptables. Tengo el proyecto de desposar al mayor de mis hijos con una señorita de diecinueve años, hija del hermano menor del prefecto, una buena y honesta muchacha, y la madre de mi hijo ha visto ya algunas muestras de sus bordados y trabajos manuales. No es bonita, pero es honesta. La única dificultad es que mi hijo tiene la estúpida idea de elegir él mismo esposa; ha oído hablar de esta nueva moda que existe en el Sur.

«Pero yo le repito que aquí no es costumbre hacer esas cosas y que, además, puede escoger otras que le gusten. En cuanto al jorobado, será sacerdote, pues su madre desea tener uno en la familia, y sería una lástima malgastar así un hijo con la espalda derecha».

Pero Wang el Mercader no se interesaba por todas estas historias de familia, pues, naturalmente, sabía que los hijos deben casarse tarde o temprano, y los suyos también lo harían, pero no perdía el tiempo en esas cosas, estimando que era ése un deber de la mujer; y confiaba enteramente en su esposa, contentándose con advertirle que las jóvenes que introdujera en la casa debían ser virtuosas, fuertes y buenas trabajadoras. Interrumpió, pues, a su hermano con impaciencia, diciendo:

—Pero de las jóvenes que has visto, ¿hay alguna que pudiera convenir a nuestro hermano y estarán los padres dispuestos a verla entrar a una casa para casarse con un hombre que ya ha sido casado?

Pero Wang el Terrateniente no quería apresurarse en una tarea tan delicada como ésta, y recordó todos los nombres de las muchachas y lo que había oído decir de ellas. Luego contestó:

—Hay una excelente señorita que no es demasiado joven, hija de un erudito que ha hecho de ella una especie de sabía, pues como no tiene hijo necesita enseñarle a alguien lo que sabe. Es lo que hoy se llama una mujer moderna, mujeres ilustradas que no se comprimen los pies; y como esto es algo original, su matrimonio se ha ido retardando, pues los hombres no se han atrevido a tomar una mujer así para madre de sus hijos, por temor de que sobrevengan molestias; he oído decir que hay muchas como ésta en el Sur; pero como nosotros vivimos en una ciudad pequeña y antigua, los hombres no comprenden a esta clase de mujeres. Va sola por la calle; yo una vez la vi, caminando con aíre digno sin mirar hacía ningún lado. A pesar de toda su ciencia no es tan fea como fuera de temer, y si no es muy joven, no pasará en todo caso de veinticinco o veintiséis años. ¿Crees que a mí hermano le gustará una mujer así, una mujer distinta de las demás?

A lo que Wang el Mercader respondió con reserva:

—¿Pero crees que será una buena dueña de casa, útil para él? El sabe leer y escribir tan bien como mucha gente, y sí no supiera, podría alquilar un erudito que lo hiciera en su lugar. No veo para qué puede necesitar tanta ciencia en una esposa.

Y Wang el Terrateniente, que no había dejado de comer del alimento que tenía en su escudilla, se detuvo con la cuchara de porcelana llena de sopa a medio camino de su boca, respondiendo con viveza:

—También puede alquilar una sirvienta para que lo sirva; pero no es esto lo que hace de una mujer una buena esposa. Lo principal es que se adapte al antojo del hombre, especialmente en este caso, en que mi hermano no buscará otra mujer.

Pero esto era desagradable para Wang el Mercader; escogió, pues, delicadamente de un azafate[21] lleno de palomas estofadas con castañas, clavando los palillos entre los huesos para encontrar el pedacito que más gustaba saborear, y dijo:

—Yo más bien preferiría una mujer cuidadosa de la casa, que tuviera niños y que supiera ahorrar dinero.

Súbitamente entonces Wang el Terrateniente se encolerizó en la forma que acostumbraba a hacerlo desde su niñez, y su rostro grande y lleno se tornó violáceo; Wang el Mercader comprendió que nunca estarían de acuerdo en esto, y como no quería perder su tiempo, pues las mujeres son sólo, mujeres, y como cualquiera puede servir para el propósito final del hombre, dijo rápidamente:

—Pues bien, nuestro hermano no es pobre y no tenemos sino que escogerle dos mujeres. Escoge tú la que creas mejor y le casaremos con ésa primero, y un poco después le enviaremos la que yo escogeré; y si prefiere a alguna, él tendrá que entenderse con ellas; pero dos mujeres no están de más para un hombre de su posición.

Quedaron, pues, de acuerdo y Wang el Terrateniente se sintió contento de que la elegida por él fuese la esposa, aunque, al reflexionar sobre ello, se dijo que ese privilegio le era debido, pues, después de todo, él era el mayor y el jefe de la familia. Se separaron amistosamente, y Wang el Terrateniente, bullicioso, partió a ejecutar su parte, y Wang el Mercader regresó a su casa para hablar con su mujer.

Cuando llegó allí, ella estaba en la puerta, de pie sobre la vereda, cubierta de nieve, con las manos envueltas en el delantal para calentárselas; pero a cada momento las sacaba para tentar los buches de las aves que un vendedor le ofrecía. La nieve había encarecido las aves, pues éstas no encontraban qué comer, y la dama quería agregar una o dos gallinas a su reserva. Cuando Wang el Mercader se acercó ella no levantó los ojos, sino que continuó examinando las gallinas. Pero Wang el Mercader le dijo, al pasar para entrar a la casa:

—Termina de una vez y ven.

Entonces se apresuró en escoger dos gallinas, después de haber disputado a propósito del peso de la balanza; y cuando por fin estuvieron de acuerdo en el precio, entró a la casa, y, tirando las gallinas sobre una silla, se sentó de lado para escuchar lo que su marido tenía que decirle. Éste empezó con su tono seco y lacónico:

—Mi hermano menor desea una esposa, pues la suya ha muerto súbitamente. Yo no entiendo nada en mujeres, pero tú desde hace dos años has tenido ocasión de buscar mujeres para nuestros hijos. ¿Hay alguna que podamos enviar allá?

Su mujer contestó prontamente, pues le encantaban todas las conversaciones sobre nacimientos, muertes y matrimonios:

—Hay una joven excelente que vive en la casa próxima a la mía, en mi propia aldea, y tanto me gusta que a menudo he sentido que no sea lo bastante joven para nuestro hijo mayor. Es una joven de carácter agradable y muy ahorrativa; no tiene ningún defecto, a no ser los dientes negros a consecuencia de un gusano que los royó cuando era chica, y ahora se le caen algunos. Pero tiene vergüenza de esto y mantiene los labios cerrados para ocultarlos, de modo que no se le ven mucho, y por este mismo motivo habla poco y en voz baja. Su padre no es pobre, posee algunas tierras y estará feliz de casarla bien, puesto que ya ha pasado un poco la edad para ello.

Entonces Wang el Mercader la interrumpió secamente:

—Si no habla mucho podría servir. Preocúpate de ello, y después de las bodas la enviaremos.

Y dijo a su mujer que dos mujeres serían enviadas; a lo que ella contestó en voz alta:

—Lo siento mucho por él, pues una de ellas será escogida por tu hermano, quien no conoce nada fuera de las prostitutas; y si deja que su mujer se mezcle en ello, escogerá algo así como una religiosa, pues he oído que está tan chiflada con los sacerdotes y monjas, que querría que toda la casa estuviera rezando y haciendo mojigangas. Me parece que basta con ir al templo cuando hay algún enfermo con fiebre, o sí una mujer no tiene hijos, o algo por el estilo, pues yo creo que los dioses deben ser como nosotros; y las personas que más amamos no son las que pasan importunándonos y pidiéndonos esto y lo de más allá.

Y escupió en el suelo y lo frotó con el pie; y olvidando a las gallinas retrocedió y las aplastó[22], y éstas empezaron a cacarear con todas sus fuerzas, tanto que Wang el Mercader se levantó, gritando impaciente:

—¡Nunca he visto una casa como ésta! ¿Tendremos que soportar las gallinas en todas partes?

Y mientras ella alargaba el brazo para sacar las gallinas, explicando que ahora las había pagado menos caras que de costumbre, él la interrumpió, diciendo:

—Bueno, bueno, debo regresar a mis mercados. Preocúpate de la cosa, y de aquí en dos meses llamaremos a la joven. Pero no te olvides de ninguno de los gastos, pues la ley me exige que paguemos de nuevo por el matrimonio de nuestro hermano.

El asunto fue arreglado así, ambas jóvenes quedaron desposadas y los contratos redactados, y Wang el Mercader anotó cuidadosamente los gastos en sus libros de contabilidad y el día del matrimonio fue fijado para dentro de un mes.

* * * *

Pues bien, este día caía próximo al del fin del año, y Wang el Tigre, cuando se lo hubieron comunicado, se apresuró a dirigirse a casa de sus hermanos para casarse por segunda vez. No tenía gran entusiasmo, pero como estaba decidido a hacerlo alejó de su mente todo pensamiento vacilante y dio instrucciones a los tres hombres de confianza, a quienes designó para vigilar en su lugar, además de su sobrino, quien debía avisarle si sobrevenía cualquiera dificultad en su ausencia.

Cuando hubo tomado estas disposiciones hizo el simulacro de pedir al anciano magistrado permiso para ausentarse durante cinco días, y seis días más para el viaje de ida y vuelta, y el anciano magistrado se apresuró en dar su consentimiento. Wang el Tigre tuvo la precaución de decirle que dejaba allí su ejército y sus hombres de confianza, por temor de que hubiera en su ausencia algún intento de rebelión. Entonces, vistiéndose con su uniforme y llevando enrollado sobre la silla el otro de mejor clase que tenía, se dirigió hacia el Sur, hacia su país, llevando sólo una pequeña escolta de cincuenta hombres armados, pues era hombre de un valor tal, que no quería, como lo hacen muchos señores de la guerra, rodearse de centenares de guardias.

A través de los campos invernales cabalgó Wang el Tigre, deteniéndose en la noche en las posadas de las aldeas y continuando al día siguiente su camino sobre las rutas heladas. No había todavía ningún indicio de la primavera, la tierra se extendía gris y áspera, y las casas de arcilla gris y recubiertas de paja parecían confundirse con la tierra. Hasta la gente, mordida por los vientos y el polvo del invierno septentrional, tenía el mismo color gris; y Wang el Tigre no sintió ninguna alegría durante los tres días que cabalgó hacía la casa de su padre.

Cuando hubo llegado se dirigió a casa de su hermano mayor, puesto que allí debía casarse, y después de haber saludado brevemente a sus parientes, dijo de pronto que antes de casarse quería cumplir con el deber de presentar sus respetos a la tumba de su padre. Todos aprobaron esto, en particular la esposa de Wang el Terrateniente, pues consideraba que era lo que debía hacer, ya que había estado tanto tiempo ausente cuando la familia presentaba sus respetos a los muertos.

Pero Wang el Tigre, que conocía su deber y que cuando podía cumplía con él, ahora lo puso en práctica en parte, porque estaba inquieto y cansado, aunque no sabía por qué lo estaba. Pero no podía soportar permanecer de ocioso en casa de su hermano, ni el placer almibarado que su hermano demostraba con motivo de la próxima boda; y, oprimido, necesitaba cualquiera excusa para salir y alejarse de todos ellos, pues esa casa no parecía su hogar.

Envió, pues, a un soldado a comprar el papel moneda y el incienso y todas las cosas útiles para el muerto, y con ellas salió fuera de la ciudad, seguido por el hombre, ambos con los fusiles a la espalda. Se sintió un tanto reconfortado al ver cómo la gente lo miraba en la calle, y, aunque avanzaba con el rostro rígido, como si no oyera ni viera nada, oyó no obstante cuando sus soldados decían, con rudeza:

—¡Paso al general, paso a nuestro amo!

Y vio también cómo la gente del pueblo se apartaba apegándose a las murallas y a las entradas de las casas; se sintió reconfortado al ver que lo consideraban tan poderoso y se mantuvo erguido en medio de su fausto y dominio.

De este modo llegó hasta las tumbas que estaban bajo el dátil, convertido ahora en un árbol nudoso, aunque cuando Wang Lung había escogido ese sitio para su eterno reposo era un árbol flexible y nuevo. Ahora otros dátiles habían crecido allí, y Wang el Tigre, después de haber desmontado por respeto, aunque todavía había un largo trecho que recorrer, avanzó pausadamente hacía aquellos árboles mientras uno de los soldados sujetaba el caballo alazán; así, llegó hasta la tumba de su padre. Allí hizo tres reverencias, y los soldados que llevaban el papel moneda y el incienso se acercaron y prepararon la mayor cantidad sobre la tumba de Wang Lung y el resto lo repartieron sobre la tumba del padre de Wang Lung, sobre la del hermano de Wang Lung, y la parte más pequeña sobre la de O-lan, a quien Wang el Tigre recordaba confusamente.

Entonces se acercó de nuevo con su manera calmada y majestuosa y, encendiendo el incienso y el papel, se arrodilló y golpeó la cabeza repetidas veces delante de las tumbas, y cuando hubo terminado permaneció inmóvil y meditabundo mientras el fuego convertía en chispas el papel de oro y plata y el incienso ardía fragante y acre en el aire invernal del día. No había sol ni viento, era un día desapacible y gris, quizás precursor de nieve, y el humo tenue y tibio del incienso formaba volutas en el aíre helado. Los soldados esperaban en completo silencio mientras su general se comunicaba con su padre; por fin Wang el Tigre se volvió, avanzó hacía su caballo, montó en él y regresó por el mismo camino que había ido.

Pero mientras meditaba no había pensado en su padre, Wang Lung. Pensaba en sí mismo, diciéndose que cuando yaciera muerto allí no habría nadie que le hiciera reverencias como un hijo debe hacerlas a su padre; y reflexionando sobre ello, le pareció que hacía bien en casarse; entonces, con la esperanza de este hijo, sintió que disminuía la tristeza que embargaba su alma.

El camino que había tornado Wang el Tigre para dirigirse a la tumba pasaba al lado de la casa de barro, próximo al patio delantero que servía de era; el bullicio de los soldados despertó al jorobado, que dormirá allí con Flor de Peral; el chico salió cojeando lo más ligero que podía y quedóse allí mirando extrañado. Como no conocía a Wang el Tigre e ignoraba que fuese su tío, se contentó con permanecer a la orilla del camino, mirándolo con extrañeza. Tenía cerca de dieciséis años, pero conservaba el tamaño de un niño de seis o siete, y la joroba le llegaba ahora hasta más arriba de la cabeza, formando una especie de capucha. Al verlo, Wang el Tigre, sorprendido, le preguntó, deteniendo su caballo:

—¿Quién eres, que vives en mi casa de barro?

Entonces el muchacho le reconoció, pues había oído decir que tenía un tío que era general y a menudo pensaba en él, preguntándose cómo sería. Exclamó, anhelante:

—¿Eres mí tío?

Entonces Wang lo recordó y dijo pausadamente, contemplando el rostro levantado del niño:

—Sí, he oído que mi hermano tenía un muchacho como tú. Es curioso, pues todos somos derechos y fuertes y mi padre era así también: un anciano erguido y fuerte, aun en su vejez.

Entonces el muchacho contestó sencillamente, como si fuera algo a que estaba acostumbrado desde largo tiempo; y mientras lo decía contemplaba con avidez a los soldados y al caballo alazán:

—Me dejaron caer.

Entonces alargó la mano hacia el fusil de Wang el Tigre y levantando el rostro envejecido y sus ojillos pequeños, tristes y hundidos, dijo ansiosamente:

—Nunca he tenido en mi mano uno de esos fusiles extranjeros y me gustaría tener éste durante un momento.

Cuando estiró la mano, una mano seca y arrugada como la de un anciano, Wang el Tigre se sintió lleno de compasión por el pobre niño enfermo y le pasó el fusil para que lo tomara y lo mirase. Y mientras esperaba que el muchacho hubiera satisfecho su deseo alguien apareció en la puerta. Era Flor de Peral. Wang el Tigre la reconoció al instante, pues no había cambiado mucho, salvo que ahora era más delgada que antaño y que su rostro, siempre pálido y ovalado, estaba cubierto de una red de finas arrugas que se dibujaban imperceptiblemente sobre la pálida piel. Pero sus cabellos seguían siendo tan lisos y tan negros como antes. Entonces Wang el Tigre se inclinó con rigidez y profundamente, pero sin desmontar de su caballo, y. Flor de Peral le hizo un pequeño saludo, y se alejaba rápidamente cuando Wang el Tigre la llamó:

—¿Vive todavía la tonta y está bien?

Flor de Peral contestó, con su dulce vocecilla:

—Está muy bien.

Wang el Tigre preguntó otra vez:

—¿Recibes todos los meses lo que te corresponde?

Ella contestó de nuevo con la misma voz:

—Muchas gracias, recibo lo que me corresponde.

Y mantenía la cabeza baja mientras hablaba, mirando la tierra trillada de la era; y después de haber respondido se alejó con prontitud mientras él permaneció contemplando el marco vacío de la puerta.

Dijo entonces, de pronto, al muchacho:

—¿Por qué usa un vestido que la hace parecer una monja? —pues había visto que el vestido de Flor de Peral estaba cruzado en el pecho como los de las monjas.

El muchacho contestó, sin pensar casi en lo que decía, pues estaba absorto en la contemplación del fusil:

—Cuando la tonta muera entrará al convento que hay aquí cerca y se hará monja. Ya no come carne y sabe muchas oraciones de memoria, es una religiosa laica. Pero no quiere retirarse del mundo ni cortarse los cabellos hasta después de la muerte de la tonta, pues mi abuelo se la confió.

Wang el Tigre oyó esto y sintió un vago sufrimiento; después de un momento de silencio dijo, con compasión, al jorobado:

—¿Y qué harás tú, entonces, mí pobre jorobado?

Y el muchacho respondió:

—Cuando entre al convento me haré sacerdote en el templo, pues como soy tan joven y debo vivir todavía mucho tiempo, no puede esperar que yo muera también. Pero siendo sacerdote recibiré alimento, y si estoy enfermo, cosa que me sucede a menudo a causa de esto que llevo conmigo, podrá ir a cuidarme, puesto que somos parientes.

El muchacho dijo esto despreocupadamente. Luego su voz cambió y casi sollozando, levantando los ojos hacía Wang el Tigre, exclamó:

—Sí, seré sacerdote; pero cuánto habría deseado tener la espalda derecha, sería entonces soldado, si tú hubieras querido aceptarme.

Había tal fuego en sus ojos obscuros y hundidos que Wang el Tigre, emocionado, le contestó con pena, pues en el fondo era un hombre compasivo:

—Te habría aceptado de buenas ganas, mi pobrecito, pero conformado como eres, ¿qué otra cosa puedes ser sino sacerdote?

El muchacho sacó su cabeza de su extraordinario alvéolo y dijo en voz baja:

—Ya sé.

Sin agregar una palabra más, devolvió el fusil a Wang el Tigre y se alejó cojeando, para entrar a la casa. Y Wang el Tigre continuó su camino hacia su matrimonio.

* * * *

Fue éste un extraño matrimonio. No tenía ahora la prisa ardiente que la primera vez y le era igual que fuese de día o de noche. Durante la ceremonia permaneció silencioso y digno como de costumbre, a no ser que la ira lo dominara. Pero ahora el amor y la ira parecían para siempre alejados de su corazón muerto y la figura de la desposada vestida de rojo era como una figura vaga y lejana con la que no tenía nada que hacer. Lo mismo sentía respecto de los invitados de sus hermanos, de sus mujeres e hijos, y de la obesa Loto apoyada sobre Cucú. Pero la miró, sin embargo, una vez, pues a causa de la gordura jadeaba al respirar, y Wang el Tigre oía esta respiración penosa y entrecortada, mientras saludaba a sus hermanos mayores, a los testigos de su mujer, a los invitados y a todos los que debía saludar en la ceremonia.

Cuando sirvieron el banquete de la boda apenas tocó los platos, y cuando Wang el Terrateniente empezó a hacer bromas, ya que debía haber alegría hasta durante las segundas nupcias de un hombre, y cuando un invitado reía, su risa expiraba en los labios ante la grave mirada de Wang el Tigre. No habló una palabra durante su comida de bodas; cuando llevaron el vino tomó con avidez el vaso, como si tuviera sed, pero lo rechazó y dijo únicamente, con tono rudo:

—Si hubiera sabido que el vino no sería mejor, habría traído un jarro de mi propia región.

Terminados los días de las bodas, montó sobre su caballo alazán y partió, sin siquiera volverse para mirar a su esposa y a la sirvienta que iban detrás de él en una carreta, con las cortinas bajas, tirada por mulas. Se alejó sobre su caballo aparentemente tan solitario como cuando había llegado, seguido de sus soldados y del carro que con ruido sordo avanzaba tras él. Así Wang el Tigre llevó a su esposa a su propia región, y un mes o dos después, cuando llegó la segunda mujer conducida por su padre, también la recibió, puesto que le era indiferente tener una o dos.

Así llegó y pasó el año nuevo con sus fiestas, y la primavera empezó a agitarse en la tierra, aunque ningún indicio se veía aún, ni siquiera una hoja en los árboles. Pero la nieve no permanecía ya en el camino, sino que se fundía con el repentino calor de un viento tibio que a intervalos soplaba del Sur; las plantas de trigo en los campos, aunque todavía no crecían, tomaban un color verde nuevo, y en todas partes los labradores se sacudían de su pereza del invierno, miraban sus azadones y sus rastrillos y daban de comer a los bueyes para prepararlos para el trabajo. En los caminos la maleza empezó a echar brotes, y los chiquillos vagaban por todas partes provistos de cuchillos; y si no tenían cuchillos aguzaban y adelgazaban pedacitos de madera para sacar la substancia verde y comérsela.

También los señores de la guerra se agitaban en sus cuarteles de invierno, los soldados estiraban sus bien alimentados cuerpos, y cansados de sus disputas, de sus juegos y de la ociosidad obligada de la ciudad, se agitaban pensando cuál sería su suerte en la nueva guerra de la primavera, y cada soldado soñaba y esperaba que su superior muriera dejándole su lugar.

También Wang el Tigre pensaba en lo que haría. Sí, tenía un plan, un buen plan, y podía consagrarse por entero a él, puesto que su carcomido amor había muerto. Y sí no había muerto, estaba enterrado en alguna parte y, cuando se sentía inquieto al recordarlo, visitaba a una de sus dos esposas, y si su cuerpo se quedaba atrás, bebía vino para animarlo.

Y como era un hombre justo, no demostraba preferencia a ninguna de sus dos mujeres, aunque fuesen muy distintas: la una ilustrada y pulcra, de maneras sencillas y agradables, y la otra, un poco descuidada, pero virtuosa y de buen corazón. Su mayor defecto eran sus dientes negros y el mal aliento que despedía al acercarse mucho a ella. Pero aun así Wang el Tigre se sentía dichoso entre esas dos mujeres que no peleaban entre sí. Seguramente su sentimiento de la justicia ayudaba a ello, pues con cuidado escrupuloso las visitaba a cada una por turno, ya que, a decir verdad, eran para él iguales y semejantes a nada.

Ya no le era necesario estar solo, sino si lo deseaba. Pero nunca se familiarizó con ninguna de las dos mujeres, siempre entró a sus patios con aíre altivo y con un propósito determinado, y nunca charló con ellas con la misma franqueza que tuvo con la muerta y nunca se entregó sin reservas.

A veces reflexionaba sobre la diferencia de sentimientos que un hombre puede sentir respecto de las mujeres, y se decía amargamente que la muerta nunca había sido verdaderamente franca con él, ni siquiera cuando se mostraba tan libre como una ramera, pues nunca dejó de acariciar en su corazón la idea de la venganza. Cuando pensaba en esto, Wang el Tigre sellaba de nuevo su corazón y calmaba su carne con sus dos mujeres. Pero la esperanza de que seguramente una de las dos terminaría por darle un hijo iluminaba su ambición. Con esta esperanza, Wang el Tigre alimentaba una vez más sus sueños de gloría y se decía que ese año y durante esa primavera participaría en una gran guerra, para adquirir mayor poder y nuevos y vastos territorios; y creía la victoria segura.