XVI

EL invierno era muy largo y muy frío en esas regiones, y en la época de los vientos helados y la furia de las nieves, Wang el Tigre debía permanecer en los patios del magistrado cumpliendo la función que era ahora la suya, mientras llegaba la primavera. Seguro de su poder, exigía sin cesar al magistrado nuevos impuestos para sus ocho mil soldados. Sí, aun había exigido que se pusiera un impuesto sobre la tierra, llamado el impuesto de la protección del pueblo por el ejército del Estado, pero estos soldados eran en realidad el ejército particular de Wang el Tigre y él los instruía y los ejercitaba preparándolos para acrecentar su poder cuando hubiese llegado el momento oportuno. Cada campesino pagaba algo por el campo que poseía. Y como ya no existían ladrones y su refugio había sido incendiado y el Leopardo no era de temer, la gente del pueblo no se cansaba de alabar a Wang el Tigre, y todos estaban prontos a pagarle, aunque no sabían hasta dónde llegarían sus exigencias.

Existían también otros impuestos que Wang el Tigre había hecho establecer, valiéndose del magistrado, sobre las tiendas y mercados; y todo viajero que pasaba por la ciudad, camino obligado entre el Norte y el Sur, pagaba impuesto, y todo mercader sobre las mercaderías que transportaba para su comercio, y de este modo el dinero aumentaba constante y secretamente las reservas de Wang el Tigre. Vigilaba también que este dinero no pasara por demasiadas manos, pues es sabido que nadie suelta con tanta facilidad el dinero recibido. Sus propios hombres de confianza debían vigilar la recaudación de este dinero, y aun cuando estos hombres hablasen a todo el mundo suavemente como les había sido ordenado, tenían poder sobre todo aquél que sorprendiesen tomando más de lo que le correspondía; y por otro lado había advertido a sus hombres de confianza que si lo engañaban, él en persona los castigaría. Más que otro cualquiera estaba al abrigo de la traición, porque todos lo temían creyéndolo un hombre despiadado. Pero no ignoraban que también era justo y que nunca daba muerte a alguien sin motivo o por simple pasatiempo.

No obstante, mientras esperaba que el invierno hubiese terminado, Wang el Tigre se irritaba a pesar de su triunfo, pues no estaba acostumbrado a la vida que llevaba en los patios del magistrado. No, no había nadie a quien pudiese llamar amigo, pues no deseaba intimar con cualquiera persona, sabiendo que mientras fuese temido podría conservar su posición con mayor facilidad; además era alguien que, por naturaleza, no gustaba de las fiestas y la camaradería; vivía sólo acompañado de su sobrino el Apestado, a quien siempre mantenía a su lado, por sí necesitaba algo, y de su fiel hombre de labio leporino, que era su jefe de guardias.

La verdad era que el anciano magistrado estaba tan viejo y tan aficionado a su pipa de opio, que todo estaba desorganizado, los patios llenos de grupos rivales, de subordinados y de parientes de los subordinados que buscaban un medio de vivir con facilidad. Continuamente había disputas, venganzas y querellas. Pero si éstas llegaban a oídos del anciano magistrado, éste recurría a su opio y pensaba en otra cosa, pues bien sabía que era incapaz de poner orden. Vivía sólo con su anciana esposa en un patio interior y no aparecía sino en raras ocasiones. Pero trataba aún de cumplir con sus deberes de funcionario del Estado y cada día de audiencia se levantaba al alba, se vestía con su traje oficial y se dirigía a la sala de audiencia, donde subía al estrado y, sentándose en su sillón, escuchaba los diferentes casos.

El pobre hombre se desempeñaba lo mejor que podía, pues en el fondo era bueno y benévolo y creía hacer justicia a los que se presentaban allí; pero lo que ignoraba era que para llegar hasta allí había que pagar hasta al portero que cuidaba la entrada, de modo que todo aquel que no contaba con dinero suficiente para distribuir a chicos y grandes no podía siquiera pretender llegar a la sala de audiencia; y los consejeros que se hallaban en presencia del magistrado habían también recibido cada cual su parte. Y el anciano magistrado estaba tan viejo, que a veces no entendía el asunto y tenía vergüenza de decir que no había comprendido, o bien dormitaba cuando la sesión estaba por terminarse y no oía lo que se decía y no se atrevía a hacer repetir por temor de que lo creyeran incapaz. Por esto recurría siempre a sus consejeros, que no dejaban de halagarlo, y cuando decían: «Ah, este hombre es malo, aquél tiene la razón», el viejo se apresuraba en aprobarlos diciendo: «Eso es lo que pensaba, eso es lo que pensaba»; y cuando exclamaban: «Éste debe ser apaleado por insubordinado», el anciano magistrado balbuceaba: «Sí, sí, que le den la paliza».

Pues bien, durante estos días de ocio, Wang el Tigre iba a menudo a la sala de audiencia para ver y oír y para pasar el tiempo; se sentaba a un lado y su sobrino y sus hombres de confianza formaban guardia en torno de él. Entonces veía y oía toda esa injusticia. Al principio se decía que eran cosas sin importancia, pues al fin y al cabo él era un señor de la guerra y esos asuntos civiles no le incumbían; que debía dedicarse a sus soldados, vigilando que no participaran en esa vida ociosa y relajada de la casa del magistrado; y a veces al ver tanta injusticia en la sala de audiencia salía furioso y obligaba a sus soldados a hacer marchas forzadas y ejercicios guerreros, cualquiera que fuese el tiempo, y así aliviaba su corazón de la presión de su ira.

Pero como era hombre de corazón justo, por fin no pudo soportar más tanta injusticia y aumentó aún su ira contra algunos de los consejeros, especialmente contra el jefe de ellos. Comprendió, sí, que era inútil decir nada al anciano y débil magistrado. Pero después de haber escuchado muchos casos y visto la injusticia en la mayoría de ellos, lleno de ira contenida se decía a veces:

«Si la primavera no llega pronto, mataré a alguien, aun contra mi voluntad».

Los consejeros no lo amaban, porque se había asegurado tan buenas rentas, y se burlaban de él, porque era malcriado y estaba muy por debajo de ellos en educación y cultura.

La ira de Wang el Tigre estalló el día que menos lo pensaba por una causa cualquiera, así como una recia tempestad empieza por una tenue brisa y un puñado de transparentes nubes.

La víspera de año nuevo, cuando los hombres salen a cobrar sus deudas y cuando los deudores se esconden, hasta que llegue el año nuevo y las deudas no puedan ser entonces cobradas, el anciano magistrado celebraba su último día de audiencia en su sillón del estrado. Ese día Wang el Tigre se había sentido muy inquieto a causa de su ociosidad. No quería jugar para que sus soldados no lo viesen y se sintieran autorizados a imitarlo, y no le gustaba leer, porque las novelas y cuentos que hablan sólo de ilusiones y de bajos amores debilitan al hombre, y no era lo bastante letrado para leer a los viejos filósofos. Y como estaba desvelado, se levantó y, acompañado de su escolta, se sentó en la sala de audiencia para ver quién iría ese día. Pero se sentía impaciente por la llegada de la primavera, especialmente porque, como los últimos diez días habían sido muy fríos y de lluvia constante, sus hombres reclamaban si los sacaba de sus cuarteles.

Pensaba que su vida era la más monótona de las vidas, que a nadie le importaba si vivía o sí se moría; permaneció en su sitio acostumbrado, sin escuchar, mirando con fijeza delante de él. Presentóse entonces un hombre rico, al que conocía por haberlo visto allí antes. Era un usurero de la ciudad, un hombre gordo y meloso, de manos amarillas y suaves, que al hablar movía con cierta maldad graciosa y que continuamente arremangaba sus largas mangas de seda antes de accionar. Muchas veces Wang el Tigre había contemplado esas manos tan pequeñas y suaves, de uñas largas y afiladas, aun cuando no hubiese oído lo que el hombre decía.

Pero ese día el usurero llegó con un pobre labrador que parecía enfermo de susto y que se dejó caer ante el magistrado, con el rostro pegado al suelo, y permaneció allí sin hablar implorando clemencia. Entonces el usurero explicó el caso: había prestado una suma de dinero al labrador, con hipoteca de su tierra. Esto había sucedido hacía dos años, y ahora el dinero prestado, con los intereses, sobrepasaba el valor de la tierra.

—Y a pesar de esto —exclamó el usurero con voz llena, untuosa e ingrata, echando hacía atrás las mangas y accionando con sus suaves manos—, a pesar de esto, honorable magistrado, no quiere moverse de su tierra.

Y el hombre paseó su mirada indignada contra el perverso labrador.

Pero el labrador no decía nada. Continuaba arrodillado con el rostro oculto entre sus dos manos entrelazadas. Por fin el anciano magistrado le preguntó:

—¿Por qué pediste prestado, y por qué no pagas?

Entonces el labrador, levantando los ojos, los fijó en las patas del sillón del magistrado y continuó de rodillas diciendo con ansiedad:

—Señor, soy un hombre pobre y vulgar, y no sé hablar como tú, honorable señor. Soy un infeliz y nunca he hablado con alguien de tan elevada posición, a no ser con el jefe de nuestra aldea; y como soy tan pobre, no tengo a nadie que lo haga por mí.

El magistrado dijo entonces, con bastante suavidad:

—No tienes por qué temer, habla.

Entonces el labrador abrió la boca una o dos veces sin emitir ningún sonido y luego empezó a hablar con los ojos bajos y el cuerpo convulso entre sus harapos que dejaban al descubierto el algodón del entreforro como la gastada lana de una oveja. Llevaba los pies metidos en zapatos tejidos de caña, que se caían casi a pedazos, de modo que sus dedos recios y callosos se afirmaban sobre el húmedo suelo de piedra. Pero no parecía sentir nada y empezó con débil voz:

—Señor, yo tenía un pequeño campo heredado de mis padres. Es una tierra muy pobre, que nunca ha bastado para alimentarnos a todos. Pero mis padres murieron temprano y quedé sólo con mi mujer, y si pasarnos hambre, no tuvo mayor importancia; pero nació un hijo, y, después de unos años, una hija. Mientras fueron pequeños fue más o menos soportable. Pero crecieron, y tenemos que alimentar al hijo, y su mujer tiene un niño. Piense, señor, que la tierra no bastaba para mí y mi mujer, y ahora somos tantos. La niña era demasiado joven para casarse y tuve que alimentarla de alguna manera. Hace dos años tuve la suerte de desposarla con un viejo que vive cerca de nuestra aldea, porque su esposa había muerto y necesitaba de alguien que cuidase de su casa. Pero tenía que darle un vestido de novia. Como no tenía nada, pedí prestado un poco de dinero, solamente diez monedas de plata, que para muchos hombres no son nada, pero para mí mucho más de lo que tenía. Lo pedí prestado a este usurero. En menos de un año las diez monedas se han convertido en veinte y en dos años en cuarenta. Señor, ¿cómo puede el dinero, que no tiene vida, crecer así? No tengo sino mi tierra; él dice que debo irme, pero ¿dónde iré?

Cuando el hombre hubo terminado, permaneció en silencio. Wang el Tigre lo miró y no pudo separar sus ojos de los pies del hombre. El rostro de palidez cetrina dejaba ver bien a las claras que nunca había comido hasta llenarse desde que había nacido. Pero sus pies eran toda una historia. Había elocuencia en esos pies desnudos, anudados y callosos, en los dedos, en las plantas semejantes al cuero reseco de un carabao. Al mirar esos pies, Wang el Tigre sintió que algo se agitaba en él. No obstante, esperó oír lo que diría el anciano magistrado.

El usurero era un hombre muy conocido en la ciudad, que a menudo había asistido a fiestas con el magistrado y que contaba con todo el tribunal, porque en todos sus juicios, y tenía muchos, pagaba a grandes y chicos. El magistrado titubeaba, aunque se conocía que estaba emocionado. Por fin se volvió hacía su consejero mayor, un hombre de casi su edad, pero fuerte y erguido para sus años, de rostro suave y hermoso, aunque sus escasas patillas y barba fuesen blancas.

El magistrado preguntó a este hombre:

—¿Qué dices, hermano?

El hombre se alisó su blanca barba y dijo pausadamente, como si pesara la justicia de sus palabras, aun cuando el recuerdo del dinero quemaba aun sus palmas:

—No se puede negar que el labrador pidió plata prestada y que no la ha devuelto, y el dinero prestado tiene que pagar intereses de acuerdo con la ley. El usurero vive de sus préstamos, como el labrador de sus tierras. Si el labrador arrienda sus tierras y no recibe dinero, se quejará y su queja será justa. Esto es lo que el usurero ha hecho. Es justo, pues, que se le pague su deuda.

El anciano magistrado lo escuchó atentamente, aprobando con la cabeza de vez en cuando. Pero de súbito el labrador levantó los ojos por primera vez y miró ofuscado a los presentes. Wang el Tigre no vio ni su rostro ni su mirada. Solamente vio los dos pies desnudos entrelazados con angustia y no pudo soportar más. Una cólera inmensa lo hizo ponerse de pie. Se golpeó las manos y rugió con su sonora voz:

—Digo que este pobre hombre tendrá su tierra.

Cuando en la sala se oyó el rugido que salió del pecho de Wang el Tigre, la gente se volvió hacia él, y los hombres de confianza que lo acompañaban se abalanzaron y permanecieron con sus fusiles apuntados; al verlos, todos retrocedieron y guardaron silencio. Pero la ira de Wang el Tigre se había desatado y no habría podido contenerse; señalando con el dedo al usurero, gritó con su recia voz manteniendo las cejas ora arriba, ora abajo, casi encima de los ojos:

—Una y otra vez he visto aquí a este gordo y repugnante bicho trayendo historias parecidas a ésta, después de haber engrasado el camino con plata de arriba abajo. Estoy harto de él. Fuera con él.

Y volviéndose a su escolta gritó:

—Síganlo con sus fusiles.

Cuando el pueblo oyó esto, creyó que Wang el Tigre se había vuelto repentinamente loco y cada cual arrancó para salvar su vida. Y el que más ligero lo hizo fue el obeso usurero, quien llegó a la puerta a la cabeza de todos y pasó a través, dando un chillido como una rata que logra escapar. Pero era tan rápido y conocía tan bien los recodos de las callejuelas, que aunque los hombres de confianza le persiguieron no lo pudieron encontrar; y después de haber corrido, se miraron confusos y jadeantes y regresaron en medio del alboroto que habían producido en las calles.

Cuando llegaron al tribunal había gran conmoción, porque Wang el Tigre, viendo lo que sucedía, con temeridad ordenó a sus soldados:

—Despejadme los patios de estos malditos gusanos chupadores y de sus inmundas mujeres y chiquillos.

Y los soldados lo hicieron con deleite, y la gente salió de la casa como ratas de un incendio. En menos de una hora no quedaba un alma, excepto Wang el Tigre y sus hombres, y en los patios del magistrado, él con su esposa y sus escasos sirvientes. Wang el Tigre ordenó que a éstos no los tocasen.

Cuando Wang el Tigre hubo hecho esto, movido por uno de esos accesos de ira que a veces había tenido en su vida, se dirigió a sus piezas, se sentó al lado de una mesa, inclinándose y respirando fatigosamente durante un momento. Y sirviéndose té, lo bebió lentamente. Después de un rato comprendió que los acontecimientos del día le señalaban una pauta que debía llevar a cabo de alguna manera.

Y mientras más pensaba en ello, menos sentía lo que había hecho, pues su corazón, libre de desalientos y de melancolía, se sentía ligero y temerario; y cuando su hombre de confianza se presentó preguntando lo que necesitaba, y cuando su sobrino le trajo un jarro de vino, exclamó como riéndose con su risa silenciosa:

—Bien, por lo menos me he desembarazado de un nido de serpientes.

* * * *

Cuando la gente de la ciudad supo la sublevación habida en los tribunales se manifestó contenta, porque conocía la corrupción que reinaba allí; y mientras algunos temerosos esperaban saber qué haría ahora Wang el Tigre, había otros que con gran algarabía llegaban hasta las puertas del tribunal gritando que se debía poner en libertad a algunos prisioneros, celebrando así todos juntos el acontecimiento.

Pero el labrador, el más beneficiado con el tumulto, no estaba entre la multitud. Aunque había quedado en libertad inmediatamente, no podía creer en su buena fortuna; y cuando oyó que el usurero había huido, lanzando quejidos corrió a su tierra, entró a su casa y se arrastró hasta su cama, y si alguien preguntaba a su mujer o a sus hijos dónde estaba, decían que había salido y que ignoraban su paradero.

Cuando Wang el Tigre oyó lo que exigía el pueblo, recordó que había en la prisión algo así como una docena de prisioneros que estaban allí por causas injustas y sin esperanzas de salir, pues muchos de ellos eran pobres y no tenían dinero para asegurar su libertad. Ordenó entonces a sus hombres de confianza que pusieran en libertad a los prisioneros e hizo saber que habría tres días de fiesta; y llamando entonces a los cocineros del anciano magistrado, les dijo en voz alta:

—Preparad los mejores platos de vuestras respectivas regiones, guisos picantes y aliñados y el pescado con vino y todo lo que pueda producir alegría.

Pidió buenos vinos y triquitraques y cohetes y toda suerte de objetos que gustasen al pueblo. Y todos estuvieron contentos.

Pero cuando los hombres de confianza iban a poner en libertad a los prisioneros, Wang el Tigre se acordó de pronto de la mujer que estaba en la cárcel. Muchas veces durante el invierno había pensado ponerla en libertad, pero como no sabía qué hacer con ella, se había contentado con ordenar que estuviese bien alimentada y sin cadenas como otros lo estaban. Ahora, al pensar en la libertad de los prisioneros, se dijo para sí:

«Pero ¿cómo ponerla en libertad?».

Y aunque deseaba verla libre, no deseaba que esta libertad la indujese a partir; extrañado reconoció que lo preocupaban sus hechos y gestos. Desconcertado, llamó a su pieza a su hombre de confianza y le dijo:

—¿Qué ha sido de la mujer que tomamos en el refugio?

El hombre de confianza contestó gravemente:

—Está allí y me gustaría que autorizaras al Matador de Cerdos para que le meta un cuchillo en el pecho, sin hacer correr sangre, como él sabe hacerlo.

Pero Wang el Tigre volvió los ojos y respondió con lentitud:

—Es sólo una mujer. —Se detuvo y continuó—: En todo caso quiero volver a verla y entonces sabré qué hacer con ella.

El hombre de confianza pareció decepcionado con la respuesta, pero silencioso se retiró. Mientras se alejaba, Wang el Tigre le gritó que la llevara a la sala de audiencia, donde la esperaría.

Se dirigió, pues, a la sala de justicia y subió al estrado; movido por extraña vanidad, se sentó en el sillón del anciano magistrado, pensando que era grato que la mujer lo viese allí, sobre el sitial esculpido, más alto que los demás asientos; y nadie se lo podía impedir, pues el anciano magistrado, enfermo, no salía de sus habitaciones particulares. Wang el Tigre se sentó allí, erguido y altivo, con rostro impasible y fiero, como sienta a un héroe.

Llegó por fin entre dos guardias, vestida con una sencilla blusa de algodón y con un pantalón de un género burdo, de un azul desteñido. Había comido bien y tenía el cuerpo lleno, conservando, sin embargo, su esbeltez; era bonita, aunque tenía las facciones demasiado acentuadas, y se veía hermosa en medio de su arrogancia. Entró con paso firme y tranquilo, y se detuvo delante de Wang el Tigre, muda y en espera.

La miró con extrañeza, pues no esperaba un cambio tan radical, y dijo a los guardias:

—¿Por qué está ahora tranquila, cuando antes era una loca?

Moviendo la cabeza, respondieron:

—No lo sabemos; pero la última vez que salió de aquí parecía débil y abatida como sí un genio malo hubiera abandonado su cuerpo, y desde entonces ha continuado así.

—¿Por qué no me lo habían dicho? —preguntó Wang el Tigre en voz baja—. La habría puesto en libertad.

Los guardias, asombrados, dijeron como excusa:

—Señor, ¿cómo podíamos adivinar que nuestro general se preocupaba de lo que le sucediera? Esperábamos tus órdenes.

Wang el Tigre estuvo entonces a punto de gritarles: «Sí, me preocupa», pero logró retener las palabras, pues, ¿cómo decirlas delante de los guardias y delante de esa mujer?

—Desátenla —gritó de pronto.

Sin decir una palabra, soltaron las amarras y quedó en libertad. Todos esperaban ver lo que haría, y Wang el Tigre también. Mas ella permaneció sin moverse, como si continuara atada. Entonces Wang el Tigre la interpeló con sequedad:

—Eres libre, puedes irte donde te plazca.

Pero ella contestó:

—¿Dónde quieres que vaya, sí no tengo morada en parte alguna?

Y al decir esto, levantó la cabeza y miró a Wang el Tigre con aparente sencillez.

Al ver esta mirada, la fuente sellada de Wang el Tigre se desbordó; la pasión que agitaba su sangre lo hacía temblar bajo su uniforme de soldado. Ahora fue él quien bajó los ojos ante ella. Era ahora más fuerte que él. Se respiraba en la pieza la atmósfera de esa pasión tanto tiempo contenida; los hombres, molestos, se miraban entre sí. Wang el Tigre recordó de pronto su presencia y gritó:

—Idos todos, y no os mováis de delante de la puerta.

Salieron apenados, pues comprendían lo que sucedía a su general. Salieron y esperaron en el umbral.

Cuando en la sala no quedó nadie, sino ellos dos, Wang el Tigre se inclinó sobre su sillón esculpido y dijo con voz dura y ronca:

—Mujer, estás libre. Escoge dónde quieres ir y te haré conducir allí.

Y ella contestó con sencillez, sin asomos de atrevimiento, mirándolo en los ojos:

—Ya he escogido. Estoy atada a ti para siempre.