III

PUES bien, aun cuando este poderoso y anciano labrador había muerto y ocupaba su sepulcro, no podía olvidársele, y quedaban los tres años de luto que los hijos deben guardar por su padre. El hijo mayor de Wang Lung, ahora cabeza de la familia, cuidó asiduamente de que todo se hiciera con decencia, como era debido, preguntando a su esposa cuando no se hallaba seguro de algo, pues Wang el Mayor había sido un campesino en su niñez y había crecido en medio de campos y aldeas antes de que su padre, por una feliz casualidad y su propia inteligencia, se hiciera lo bastante rico para comprarles a todos esta gran casa de la ciudad. Cuando secretamente acudía junto a su esposa en busca de consejo, ésta respondía con frialdad, como si le despreciase un poco por su ignorancia, aun cuando respondía cuidadosamente, pues le preocupaba el que no hubiera en esta casa motivo de vergüenza para ella.

—Si la tablilla donde por el momento vive su alma se coloca en el gran vestíbulo, que se prepare el alimento del sacrificio y se ponga en escudillas ante ella y que todo nuestro luto se haga de este modo…

Y le decía cómo debía ser todo. Wang el Mayor escuchaba y salía después a dar las órdenes, como si emanasen de él. Así fueron dispuestas para todos las vestiduras del segundo luto y se compró la tela y fueron alquilados sastres. Por espacio de cien días los tres hijos debían llevar zapatos blancos; más tarde podían usarlos de un color gris pálido o de algún otro tono desvaído. Pero ni los hijos de Wang Lung ni sus esposas debían vestir traje alguno de seda hasta que pasasen los tres años y la tablilla definitiva que serviría de lugar de descanso para el alma de Wang Lung fuese hecha, inscrita y puesta en su sitio, entre las tablillas de su padre y de su abuelo.

Así dio sus órdenes Wang el Mayor y fueron preparados según ellas los trajes de luto para cada uno de los hombres, mujeres y nietos. Su voz resonaba sonora y señorial ahora cada vez que hablaba, pues era el jefe de esta casa y ocupaba, de derecho, el más alto sitial en cualquiera habitación en que se reuniese con sus hermanos. Ambos escuchaban, el segundo con su pequeña boca torcida, como si riese interiormente, ya que siempre se consideraba secretamente más sabio y más sensato que su hermano mayor, porque era a su hijo segundo a quien Wang confiara en vida la administración de sus tierras, y sólo él conocía el número de los inquilinos y el monto del dinero que podía esperarse cada estación de los campos, y este conocimiento le daba poder sobre sus hermanos, al menos según su opinión. Pero Wang el Tercero escuchó las órdenes de su hermano mayor como las oye aquél que ha aprendido a tomar órdenes cuando es necesario, empero sin poner el corazón en ello y como ansioso de escapar.

La verdad era que cada uno de estos tres hermanos ansiaba ver llegar el momento en que la herencia se dividiera, habiendo convenido en que así debía hacerse, pues cada cual abrigaba un propósito para el que necesitaba lo suyo, y ni Wang el Segundo ni Wang el Tercero hubieran consentido dejar totalmente las tierras en poder de su hermano mayor. Cada cual ansiaba el momento por un motivo distinto: el mayor, porque deseaba saber cuánto le correspondería y si ello sería o no suficiente para el mantenimiento de su casa, de sus dos esposas, de sus numerosos hijos y de los placeres secretos que no podía negarse. Deseábalo el segundo porque tenía grandes mercados de trigo, había entregado cantidades de dinero en préstamo y quería su herencia libre, de modo que pudiera ampliar sus negocios y ganar más dinero. En cuanto al hermano tercero, era éste tan extraño y silencioso, que nadie conocía sus deseos y aquél su sombrío rostro jamás revelaba cosa alguna. Pero se hallaba intranquilo y podía verse al menos que deseaba marcharse, aun cuando de lo que haría con su herencia nadie sabía y nadie se atrevía a inquirir. Era el menor de los tres, pero todos le temían, y tanto sirvientes como doncellas acudían con doble prontitud cuando él llamaba, demorándose, por el contrario, más que nunca en obedecer al llamado de Wang el Mayor, no obstante su voz sonora y señorial.

Pues bien: Wang Lung había sido el último de su generación en perecer, con tanta fuerza se apegara a la vida, y no quedaba nadie de su tiempo, a excepción de uno de sus primos, ruin soldado vagabundo, cuyo paradero ignoraban los hermanos, siendo sólo un capitán insignificante de una horda errante, mitad soldado y más que mitad ladrón, siguiendo siempre al general que más pagaba o robando solo sí ello le sentaba mejor. Los tres hermanos se alegraban grandemente de ignorar dónde se hallaba este primo de su padre, y lo preferían a cualquiera noticia que no fuera la de su muerte.

Pero, dado que no tenían otro pariente de más edad, la ley les ordenaba rogar a algún varón digno entre sus vecinos que viniese a dividir la herencia ante una asamblea de buenos y honrados ciudadanos. Y como discutieran una tarde respecto de quién sería el elegido, Wang el Segundo dijo:

—Nadie hay, hermano mayor, más cercano a nosotros y más digno de confianza que Liu, el comerciante en granos que guió mi aprendizaje como empleado y cuya hija es tu esposa. Pidámosle a él que divida nuestra herencia, ya que es un hombre considerado justo por todos y lo bastante rico como para no codiciarla para sí.

Al oír esto, Wang el Mayor se sintió secretamente descontento por no haber sido el primero en pensarlo y respondió pesadamente:

—Quisiera que no fueras tan rápido en el hablar, hermano, porque estaba a punto de proponer que invitásemos para ello al padre de la madre de mis hijos. Pero, ya que lo has dicho, sea: a él escogeremos. Empero, estaba yo a punto de decirlo; eres demasiado pronto y hablas fuera de tu sitio en la familia.

Junto con dirigir esta reprimenda, el hermano mayor miró fijamente a Wang el Segundo, respirando fuertemente, con sus gruesos labios fruncidos, y Wang el Segundo abrió la boca como para reír, pero no lo hizo. Entonces Wang el Mayor apartó apresuradamente la mirada y dijo a su hermano menor:

—Y a ti, ¿qué te parece, pequeño hermano menor?

Pero Wang el Tercero alzó la vista, altanero y soñador, como era su hábito, y respondió:

—¡A mí me da lo mismo! Pero, lo que hagáis, hacedlo pronto.

Wang el Mayor se levantó entonces, como para darse prisa, bien que desde que alcanzara su edad madura le era imposible apresurarse sin confusión, y aun cuando caminaba con rapidez, siempre sus pies y sus manos parecían demasiados para él.

Pero el asunto quedó finalmente arreglado, y Liu consintió, pues siempre había respetado a Wang Lung, a quien tuvo por hombre hábil y astuto. Los hermanos invitaron a aquéllos de sus vecinos que ocupaban una posición lo bastante alta para ellos y asimismo a ciertos ricos habitantes de la ciudad, todos los cuales se reunieron, el día designado, en el gran vestíbulo de la casa de Wang Lung, donde cada cual tomó sitio según su rango.

Entonces Wang el Segundo, cuando Liu el comerciante le pidió la lista de las tierras y dineros por dividir, se levantó y puso el papel en que todo se hallaba escrito en manos de Wang el Mayor, y Wang el Mayor diólo a Liu el comerciante, y Liu lo recibió. Primeramente procedió a abrirlo y, colocándose sobre la nariz sus grandes anteojos de bronce, leyó para sí en voz baja la cantidad, y todos aguardaron en silencio. En seguida la leyó nuevamente en voz alta, de modo que todos supiesen que Wang Lung, a su muerte, fuera señor de inmenso número de acres de tierra, en todo más de ochocientos. Rara vez habíase oído en esas comarcas que hubiere tanta riqueza en posesión de un hombre o de una familia aún, y, seguramente, nunca desde los tiempos del apogeo de la familia del gran Hwang. Wang el Segundo lo sabía todo y no pareció sorprendido, pero los demás no pudieron menos de demostrar su pasmo, por más que se esforzasen en conservar el semblante impasible y tranquilo, por dignidad. Sólo Wang el Tercero no demostró interés y permaneció sentado como siempre, como si su pensamiento estuviera lejos y aguardase con impaciencia el momento en que todo hubiera terminado, para marcharse a donde se encontraba su corazón.

Además de toda esta tierra, poseía Wang Lung las dos casas: la casa situada en medio de los campos, y esta gran casa de la ciudad, que comprara al moribundo señor de la casa de Hwang, cuando la familia cayó en decadencia y los hijos se separaron. Y, además de casas y tierras, había sumas de dinero prestado aquí y allá y otras en el negocio de los granos, y sacos de dinero ocultos e improductivos, de manera que el dinero mismo llegaba a la mitad del valor de las tierras.

Pero había ciertas pretensiones por resolver antes de que pudiera ser dividida toda esta herencia entre los hermanos y, además de ciertas pequeñas demandas a unos pocos inquilinos y a algunos comerciantes, quedaban como principales aquéllas de las dos concubinas que Wang Lung había tomado durante su vida: Loto, a quien escogiera en una casa de té por su belleza, por su pasión y para la satisfacción de su madurez cuando su esposa campesina se hizo insípida para su carne; y Flor de Peral, quien fuera esclava en su propia casa antes de que la tomase para consuelo de su vejez. Estas dos había, y ninguna era esposa legítima, sino solamente concubinas, y no es posible hacer grandes reproches a una concubina sí, no siendo demasiado vieja a la muerte de su amo, busca uno nuevo. No obstante, los tres hermanos sabían que sí éstas no deseaban marcharse, era preciso vestirlas y alimentarlas, y asimismo, que tenían derecho de permanecer en la casa de la familia mientras viviesen. Loto, en verdad, no podía buscar otro hombre, tan vieja y gorda se había puesto, y así permanecería contentísima en sus cómodos recintos. Así fue cómo, al llamarla por su nombre el comerciante Liu, se alzó de su sitio cercano a la puerta, y, apoyándose en dos esclavas, mientras se enjugaba los ojos con la manga, dijo, en voz muy pesarosa:

—Ah, el que me alimentaba ya no vive; ¿cómo puedo pensar en otro y a dónde puedo marchar? Estoy vieja ya y no necesito sino muy poco para alimentarme, vestirme y tener algo de vino y tabaco con qué aliviar mi, triste corazón. ¡Los hijos de mi señor son generosos!

Entonces el comerciante Liu, hombre tan bondadoso que creía buenos a todos los demás, la miró con cariño, sin recordar quién era, ni si la había visto alguna vez, y sólo que era la esposa de un buen hombre. Dijo, con respeto:

—Hablas bien y decorosamente, pues el que se ha ido era un amo bondadoso, y así lo he oído de boca de todos. Bien; decretaré entonces lo siguiente: debes recibir veinte piezas de plata al mes; puedes vivir en tus recintos, puedes conservar tus sirvientes y esclavas y tus alimentos, y, además, algunas piezas de tela anualmente.

Pero Loto, al oír esto —y escuchaba de modo de no perder una palabra—, miró a cada uno de los hijos, se retorció lastimosamente las manos, dejó escapar un penetrante gemido, y dijo:

—¿Sólo veinte? Cómo, ¿sólo veinte? Apenas si bastará para comprar mis confituras que necesito, porque tengo muy poco apetito y jamás he comido alimentos ordinarios.

Ante esto, el viejo comerciante se quitó los anteojos, la contempló sorprendido y dijo, severamente:

—Veinte piezas al mes es más de lo que muchas familias tienen. La mitad de esa suma sería considerada generosa en la mayoría de las casas —¡y no en casas pobres a la muerte del amo!

Entonces Loto comenzó a llorar, ahora sin pretensiones, y lloraba por Wang Lung, como nunca lo hiciera antes, exclamando, a la vez:

—¡Ojalá que nunca me hubieras dejado, mí señor! ¡Estoy desamparada, y tú has marchado a lejanos lugares y no me puedes salvar!

Ahora bien: la esposa de Wang el Mayor contemplaba la escena tras una cortina e hizo señas a su esposo de que tal comportamiento era indecente ante todas aquellas gentes de importancia, y era tal su agonía que, por más que Wang el Mayor, arrellanado en su silla, trataba de no verla, no lo conseguía. Finalmente, se levantó éste y gritó, en voz alta, dominando el estrépito que producía Loto:

—¡Señor, concédele un poco más para que podamos seguir adelante!

Pero Wang el Segundo no pudo soportar esto y se levantó de su sitio, exclamando:

—Sí ha de ser más, que lo dé mi hermano mayor de su parte, pues es verdad que veinte piezas son suficientes y más que suficientes, aun para su juego.

Así dijo, pues Loto, a la par que envejecía, había adquirido pasión por el juego, y cuando quiera que no se hallaba comiendo o durmiendo, se entregaba al juego. Pero la esposa de Wang el Mayor se puso más indignada todavía e hizo violentas señas a su esposo de que debía negarse a esto, y aun llegó a murmurar:

—No; debe darse su parte a las esposas antes de que sea dividida la herencia. Ella no es más para nosotros que para los demás hermanos.

Así se produjo una baraúnda, y el viejo y pacífico comerciante miraba consternado a uno y otro hermano, y Loto no cesaba por un instante de alborotar, de modo que a todos los hombres distraía esta confusión. Hubiera seguido por mucho más tiempo, de no haberse levantado de pronto Wang el Tercero, quien golpeó con su grueso zapato de cuero sobre las baldosas, gritando:

—¡Yo lo daré! ¿Qué importa un poco de plata? ¡Estoy aburrido de esto!

Esto pareció a todos una buena solución, y la esposa de Wang el Mayor dijo:

—Él lo puede hacer, ya que es un hombre soltero. No tiene hijos en quienes pensar, como nosotros.

Y Wang el Segundo sonrió y se encogió levemente de hombros, con su secreta sonrisa, como quien dice para sí: «¡Vaya, es asunto que no me concierne sí hay hombres tan necios como para no defender lo que es suyo!».

Pero el viejo comerciante se alegró mucho; suspiró, sacó el pañuelo y se enjugó el rostro, pues vivía en una casa tranquila y no se hallaba acostumbrado a mujeres como Loto. En cuanto a ésta, por su voluntad hubiera seguido por un rato más con su alboroto; pero había algo tan fiero en este hijo tercero de Wang Lung, que lo pensó mejor y calló, satisfecha de sí misma, y aun cuando procuró conservar en la boca y en el rostro una expresión de pesar, pronto lo olvidó: comenzó a mirar a todos los hombres libremente, a coger pepitas de sandía de un plato que sostenía una sirviente y a partirlas entre sus dientes, que eran blancos y fuertes a despecho de su edad. Y sentíase a sus anchas.

Así fue decidido el caso de Loto. En seguida el viejo comerciante miró en derredor, diciendo:

—¿Dónde está la segunda concubina? Veo su nombre escrito aquí.

Ésta era Flor de Peral, y ninguno habíase preocupado de sí se hallaba o no presente, y ahora fue buscada en todo el gran vestíbulo y fueron enviadas esclavas a los recintos de las mujeres, pero sin encontrarla en parte alguna de la casa. Entonces Wang el Mayor recordó que había olvidado por completo convocarla, y envió por ella apresuradamente. Aguardáronla durante cerca de una hora, hasta que pudo venir, y bebieron té y se pasearon. Finalmente, llegó con una doncella a la puerta del vestíbulo. Pero al mirar dentro y ver a todos los hombres, se negó a entrar; y al ver a ese soldado volvió al patio, y, por fin, el viejo comerciante salió a hablar con ella. La miró con bondad, y no de lleno, a fin de no asustarla; y viendo cuán joven era, una jovencita todavía, muy pálida y hermosa, dijo:

—Eres aún tan joven, que nadie podría reprocharte el que tu vida no haya concluido, y hay plata suficiente para darte una buena suma de modo de que vuelvas a tu hogar y te cases con un buen hombre u obres como te parezca.

Pero ella, que no estaba preparada para tales palabras, creyó que se la enviaba a alguna parte; no comprendió, y exclamó, con voz temblorosa y débil de terror:

—¡Oh señor!: no tengo hogar y a nadie tengo, excepto la tonta de mi difunto señor. Él la dejó a mi cuidado, y no tenemos dónde ir. ¡Oh señor! Yo creí que podríamos continuar viviendo en la casa de barro. Comemos muy poco, necesitamos sólo vestidos de algodón, pues ahora que ha muerto mi señor no volveré a usar seda mientras viva y no molestaré a nadie de la gran casa.

El viejo comerciante volvió entonces al vestíbulo y preguntó al hermano mayor:

—¿Quién es esa tonta de que habla?

Y Wang el Mayor, respondió, indeciso:

—Es una pobrecilla, una hermana nuestra, que desde su niñez nunca fue normal, y mis padres no la dejaron morirse de hambre o sufrir para apresurar su muerte, como hacen algunos con estas criaturas, y así ha vívido hasta hoy. Mí padre ordenó a esta mujer que cuidara de ella, y si no ha de casarse otra vez, que se le dé algo de plata y se le conceda lo que desea, pues es muy dócil y es verdad que no molestará a nadie.

Ante esto, Loto exclamó, súbitamente:

—Sí; pero no necesita mucho, porque nunca fue otra cosa que una esclava en esta misma casa, acostumbrada a los manjares más ordinarios, hasta que mi viejo señor se dejó atrapar en su vejez por su blanco rostro, y, sin duda, que ella también hizo por engatusarlo. En cuanto a la tonta, ¡mientras más pronto muera, mejor!

Esto gritó Loto, y al oírlo Wang el Tercero, fijó sobre ella tan terrible mirada, que la hizo temblar y apartar la cabeza de los negros ojos de él. Entonces el soldado gritó:

—¡Qué se conceda a ésta, lo mismo que a la otra y yo lo daré!

Pero Loto protestó, y, bien que no atreviéndose a hacerlo en voz alta, musitó:

—¡No es equitativo que se trate en igual forma al viejo y al joven; y siendo mí propia esclava!

Así murmuró, pareciendo que reanudaría su estrépito, de modo que el comerciante, al verlo, dijo muy de prisa:

—Cierto, cierto. Así, decreto veinticinco piezas a la concubina mayor, y veinte a la más joven.

Y salió, diciendo a Flor de Peral:

—Vuelve a tu casa y queda en paz, porque puedes hacer lo que quieras y recibirás veinte piezas de plata cada mes.

Flor de Peral le dio las gracias lindamente, y de todo corazón, y tembló su pequeña boca pálida. Temblaba porque había ignorado cuál iba a ser su destino y era un alivio el saber que podía seguir viviendo como hasta ahora, en seguridad.

Terminadas, pues, estas demandas y hecha la decisión, el resto no era difícil. El comerciante continuó y estaba a punto de dividir equitativamente tierra, casas y plata en cuatro partes, para dar dos a Wang el Mayor, como jefe de la casa, y una a cada uno de los hermanos restantes, cuando, súbitamente, dejó oír su voz el tercer hermano:

—¡No me deis casas ni tierras! Bastante tuve de la tierra cuando muchacho, cuando mi padre quería hacer de mí un labrador. No soy casado. ¿Qué haría con una casa? ¡Dadme mi parte en plata, hermanos míos, o, sí tengo que recibir casa y tierra, comprádmelas, hermanos míos, y dadme plata!

Los dos hermanos mayores quedaron atónitos al oír esto, pues, ¿quién oyó jamás de un hombre que quisiera su herencia entera en plata, que se escapa tan fácilmente, sin dejar rastros; de un hombre que se negara a recibir casas y tierras, cuya posesión dura siempre? El hermano mayor dijo, gravemente:

—Pero, hermano mío: ningún hombre bueno en el mundo entero deja transcurrir su vida sin casarse, y, tarde o temprano, nosotros te buscaremos mujer, ya que nos corresponde tal deber, muerto nuestro padre, y entonces sí querrás casa y tierra.

Entonces el hermano segundo dijo, claramente:

—Hagas lo que quieras con tu parte de tierras, no te la compraremos, ya que en más de una familia ha habido dificultades porque uno de los hermanos toma su herencia en plata, la gasta toda y vuelve en seguida quejándose, diciendo que se le ha despojado de tierras y herencia; y la plata ya no existe, de modo que no hay pruebas de que fue entregada, salvo un pedazo de papel que cualquiera pudo escribir, o meras palabras, y éstas no constituyen prueba. No, y si el hombre mismo no lo hace, lo harán sus hijos y los hijos de sus hijos, y ello significa lucha por generaciones. Digo que la tierra debe ser dividida. Si lo deseas, administraré tus tierras para ti y te enviaré la plata que proporcionen todos los años, pero no recibirás tu herencia en plata.

Pues bien: la sabiduría que estas palabras encerraban fue por todos comprendida, de modo que por más que el soldado murmurara de nuevo: «¡No quiero casa ni tierra!», nadie le prestó atención esta vez, excepto el viejo comerciante, quien inquirió, lleno de curiosidad:

—¿Qué harías con tanta plata?

A esto el soldado respondió con voz agria:

—¡Tengo una causa!

Pero nadie comprendió lo que quería decir, y tras una pausa, el viejo comerciante dispuso que la plata y las tierras serían divididas y que si él no deseaba participación en esta hermosa casa de la ciudad, podía recibir la vieja casa de barro en los campos, que poco valía en verdad, ya que estaba hecha de la tierra de los campos con sólo el costo de un poco de trabajo. Decretó, además, que los dos hermanos mayores debían guardar cierta suma dispuesta para el matrimonio de Wang el Tercero, como era obligación de los hermanos mayores para con el menor, si el padre había muerto.

Wang el Tercero permaneció sentado en silencio, escuchando todo esto, y cuando por fin se llegó a una decisión y todo fue dividido equitativamente y de acuerdo con la ley, entonces los hijos de Wang Lung dieron una fiesta a los que vinieron a escuchar la división, sin alegrarse no obstante ni vestirse de seda, pues no había pasado aún el tiempo de su luto.

Así fueron divididos esos campos en que Wang Lung había visto transcurrir su vida entera, y la tierra perteneció desde ahora a sus hijos y no ya a él, excepto la pequeña porción en que yacía, y esto era todo cuanto poseía. No obstante, desde su pequeño y secreto lugar, la arcilla de su sangre y de sus huesos se derritió y fluyó para mezclarse con las profundidades de la tierra; sus hijos podían hacer cuanto quisiesen con la superficie, pero él yacía en lo más profundo y conservaba aún su porción, y nadie podía quitársela.