I

WANG Lung yacía moribundo. Yacía moribundo en su pequeña, obscura, vieja casa de barro, en medio de sus tierras, en el cuarto donde durmió cuando era un mancebo, sobre el mismo lecho en que transcurriera su noche de bodas. La habitación era inferior en categoría a cualquiera de las cocinas de la gran casa de la ciudad, que también le pertenecía y donde ahora vivían sus hijos y sus nietos. Empero, ya que había de morir, Wang Lung estaba contento de morir aquí, en medio de sus tierras, en la vieja casa de sus padres, en este cuarto con su tosca mesa y sus bancos sin pintar, bajo las cortinas de algodón azul del lecho.

Porque Wang Lung sabía que había llegado su hora. Miraba a sus dos hijos y sabía que aguardaban el momento de su muerte. Los hijos habían llamado a buenos médicos de la ciudad, que vinieron con sus agujas y sus hierbas, le examinaron el pulso por largo tiempo y le miraron la lengua; pero, finalmente, recogieron sus medicinas y dijeron, antes de partir:

—Los años le abruman y nadie puede impedir su muerte.

Entonces Wang Lung oyó a sus dos hijos, que habían venido a acompañarle a esta casa de barro, hasta que muriese, murmurando entre ellos. Le creyeron sumido en el sueño, pero él oyó que hablaban, mirándose solemnemente:

—Debemos enviar a alguien al Sur, en busca de su otro hijo, nuestro hermano —dijo el primero.

Y el hijo segundo respondió:

—Sí, y debemos hacerlo al punto, porque, ¿quién sabe dónde andará con ese general a quien sirve?

Y al oír esto, Wang Lung conoció que se preparaban para sus funerales.

* * * *

Junto a su lecho estaba el ataúd que sus hijos le habían comprado y puesto allí para consolarle. Era una gigantesca caja, trabajada de un gran árbol de palo-hacha[1] y llenaba casi por completo el pequeño cuarto, de tal modo que todos los que entraban o salían tenían que dar un rodeo. El ataúd costó casi seiscientas piezas de plata, pero ni siquiera Wang el Segundo había refunfuñado, aun cuando el dinero pasara tan lentamente a través de sus dedos, que rara vez salía de ellos la misma cantidad que recogieron. No, sus hijos no habían regateado la plata, pues Wang Lung estaba orgullosísimo de su hermoso ataúd, y de tiempo en tiempo, cuando se sentía capaz, extendía su débil mano amarilla para tocar la negra y pulida madera. Dentro había una caja, cepillada hasta lograr una suavidad tal, que semejaba raso amarillo, y una encajaba en la otra como el alma de un hombre en su cuerpo. Era un ataúd que daría placer a cualquiera.

A pesar de todo esto, Wang Lung no pasó a la muerte tan fácilmente como su anciano padre. Verdad es que el alma se había dispuesto a huir ya varias veces; pero siempre que ello ocurría, su viejo cuerpo robusto se rebelaba, y Wang Lung, quedaba aterrado ante la violencia de la lucha entre ambos. Siempre tuvo más cuerpo que alma, y en su tiempo fue un mozo fornido y vigoroso, de modo que no podía dejar partir a su cuerpo fácilmente. Así, al sentir que su alma se escapaba, le invadía el temor y emitía gritos inarticulados con voz ronca y entrecortada, como un niño.

Cada vez que esto sucedía, su joven concubina Flor de Peral, quien permanecía día y noche junto a él, le cogía la vieja mano con la suya lozana, y sus dos hijos apresurábanse a consolarlo describiéndole el funeral que le darían, y repetían una y otra vez todo lo que se proponían hacer. El hijo mayor inclinaba su gran cuerpo, enfundado en raso, hacia el arrugado moribundo y le gritaba al oído:

—Habrá una procesión de más de una milla de largo y estaremos todos ahí llorándote: tus esposas, como es decoroso, bañadas en lágrimas; y tus hijos, y los hijos de tus hijos, ataviados con el blanco cáñamo del dolor; y todos los aldeanos y los inquilinos de tus tierras. ¡Encabezará el desfile el carruaje de tu alma, que encerrará un retrato tuyo que encargamos a un artista; en seguida irá tu espléndido ataúd, dentro del cual descansarás como un emperador, vestido con los nuevos ropajes que te aguardan; y hemos alquilado, además, paños bordados de escarlata y oro para cubrir tu féretro durante su paso por las calles de la ciudad!

Así gritaba, hasta que su rostro se ponía rojo y le faltaba el aliento, pues era muy gordo, y como se enderezara para respirar con más holgura, proseguía el cuento el hijo segundo de Wang Lung. Era éste un hombrecillo amarillento y ladino, que hablaba a través de la nariz y que decía a su padre:

—Vendrán también los sacerdotes, quienes conducirán, con sus cánticos, tu alma al paraíso, y los llorones alquilados y los portadores de las cosas que hemos preparado para que uses cuando te hayas convertido en una sombra. Estos últimos llevarán túnicas de color rojo y amarillo. Han sido erigidas en el gran vestíbulo dos casas de papel y junco: una imita a ésta y la otra a la mansión de la ciudad. Contienen muebles, servidores y esclavos, un carruaje con su caballo y todo cuanto puedas necesitar. Están tan bien hechas, con papel de todos colores, que cuando las hayamos quemado ante tu sepultura y enviado en tu seguimiento, juraría que no habrá mejor sombra que la tuya. ¡Todas estas cosas serán conducidas en la procesión, para que la gente las vea! ¡Oremos para que el día de los funerales sea un hermoso día!

Entonces, el anciano, lleno de regocijo, murmuraba:

—¡Supongo… que toda la ciudad… asistirá!

—¡Por cierto que sí! —gritaba el hijo mayor, haciendo un amplio ademán con su mano, grande, suave y pálida—. ¡A ambos lados de la calle se agolpará la gente, pues funeral como éste no se ha visto desde que la gran casa de Hwang estaba en su apogeo!

—¡Ah! —decía Wang Lung, sintiéndose tan consolado que olvidaba la muerte una vez más, y caía en uno de sus sueños ligeros y repentinos.

Pero esto no podía seguir indefinidamente así, y, cuando apuntaba la aurora del sexto día de la agonía de Wang Lung, todo terminó. Ambos hijos, que no estaban acostumbrados a las privaciones inherentes a esta casa estrecha, donde sólo vivieran en su juventud, fatigados de esta espera y exhaustos, se habían ido a acostar al recinto que su padre hizo construir hacía largo tiempo, en la época en que tomó su primera concubina, Loto. Después de advertir a Flor de Peral que les avisara si, bruscamente, empezaba otra vez la agonía de su padre, se habían marchado al caer la noche. Allí, sobre el lecho que otrora pareciera tan hermoso a Wang Lung y en el cual había amado tan apasionadamente, yacía ahora el hijo mayor, quejándose de su dureza e incomodidad y también de que el cuarto estuviera a obscuras en plena primavera. Pero, una vez acostado, durmió ruidosa y pesadamente, con entrecortada respiración. En cuanto a Wang el Segundo, se tendió en un pequeño lecho de bambú que había junto a una de las paredes y allí durmió con sueño ligero y suave como el de un gato.

Sólo Flor de Peral no cerró los ojos. Permaneció la noche entera silenciosa e inmóvil sobre un pequeño piso de bambú, tan bajo, que su rostro quedaba cerca de la cara del viejo, cuya seca mano estrechaba entre las suyas suaves. Era tan joven como para ser hija de Wang Lung, y, sin embargo, no lo parecía, dada la extraña expresión de paciencia que ostentaba su semblante, y todo cuanto hacía llevaba el sello de la paciencia más perfecta, cualidad de que la juventud carece. Así, continuaba junto al anciano, que tan bondadoso fuera para con ella, que, de todos cuantos conoció, más se asemejara a un padre. Flor de Peral no lloraba. Hora, tras hora, conservaba la mirada fija en el moribundo rostro, mientras Wang Lung dormía con un sueño tan tranquilo y casi tan profundo como la muerte misma.

Repentinamente, en esa hora en que la noche ostenta toda su negrura y está a punto de nacer la aurora, Wang Lung abrió los ojos, sintiéndose tan débil, que creyó a su alma ya fuera del cuerpo. Desviando un poco la vista, vio allí, sentada, a su Flor de Peral. Sintióse tan débil, que comenzó a invadirle el miedo y dijo, en un murmullo, detenida la respiración y castañeteando los dientes:

—Niña, ¿es esto la muerte?

Ella conoció su terror y dijo tranquilamente, con su voz natural:

—No, no, mi señor. Estás mejor. ¡No te estás muriendo!

—¿Estás… segura? —susurró él, tranquilizado por la naturalidad de la voz de ella y fijando sus ojos vidriosos en el semblante de Flor de Peral.

Ésta, entonces, viendo lo que venía, sintió latir con fuerza su corazón, e inclinándose sobre él, dijo con la misma voz suave habitual:

—¿Te engañé acaso alguna vez, amo mío? Ve por ti mismo cómo tu mano, que tengo entre las mías, está tibia y fuerte. Creo que mejoras por momentos. ¡Estás tan bien, mí señor! Nada tienes que temer…, nada. Estás mejor… Estás mejor…

Y así continuó tranquilizándole, repitiéndole una y otra vez que estaba bien y sin dejar de estrecharle la mano. Él le sonreía, sus ojos cada vez más vagos y fijos, espesándose los labios, haciendo esfuerzos por oír la voz tranquila de la muchacha. Cuando ella vio que llegaban los últimos instantes, se aproximó más aún y, alzando la voz, repitió:

—¡Estás mejor! ¡Estás mejor! ¡No es la muerte, mi señor! ¡No es la muerte!

Así endulzó la agonía del anciano, quien murió concentrando los últimos latidos de su corazón en el sonido de su voz. Pero no murió en paz. No; si bien murió aliviado y consolado, al escaparse el alma, su cuerpo sofocado dio un gran salto, como de ira, y sus brazos y piernas se levantaron con tanta fuerza que su mano huesuda golpeó a Flor de Peral, que estaba inclinada sobre él. La golpeó en pleno rostro con tal violencia, que ella se llevó la mano a la mejilla, murmurando:

—¡El único golpe que me diste, mi señor!

Pero él no dio respuesta alguna. La muchacha, mirándole, vio que yacía de soslayo, y en ese instante Wang Lung dejó escapar su último suspiro y quedó inmóvil. Ella entonces enderezó las piernas del viejo, tocándole suave y delicadamente, y puso en orden los cobertores. Con sus tiernos dedos cerró los ojos que no la veían ya y contempló la sonrisa que apareciera en sus labios cuando ella le dijo que no se moría.

Hecho esto, su deber era llamar a los hijos de Wang Lung. Pero se sentó de nuevo en el taburete. Bien sabía que su deber era llamarles, pero sólo cogió la mano que la golpeara e inclinando la cabeza sobre ella derramó unas pocas lágrimas silenciosas, ahora que se hallaba sola. Era el suyo un corazón extraño, de naturaleza triste, y nunca podía llorar a sus anchas como las demás mujeres, porque las lágrimas no le traían consuelo… Así, pues, no permaneció allí mucho rato, sino que pronto acudió a llamar a los dos hermanos, a quienes dijo:

—No necesitáis apresuraros, pues ya ha muerto.

Pero ellos respondieron al llamado[1a], presurosos; el mayor, con su ropa interior de seda toda arrugada y los cabellos en desorden, y dirigiéndose inmediatamente al cuarto de su padre. Allí estaba como lo dejara Flor de Peral, y los dos hijos le miraron como si jamás le hubieran visto, como sí le temiesen. En seguida dijo el mayor, en un murmullo, como si hubiese algún extraño en la habitación:

—¿Tuvo una muerte tranquila o murió con dificultad?

Y Flor de Peral respondió, con su quieta voz:

—Murió sin darse cuenta.

Y el hijo segundo:

—No parece sino que durmiera, en vez de estar muerto.

Una vez que los dos hijos hubieron mirado a su padre por un rato, pareció invadirles un temor vago y confuso, viéndole yacer tan indefenso bajo sus miradas, y Flor de Peral, adivinándolo, dijo con suavidad:

—Queda tanto que hacer por él todavía.

Los dos hombres, sobresaltados, se alegraron de que se les recordaran nuevamente las cosas de la vida. El mayor arregló su túnica apresuradamente, se pasó la mano por el rostro y dijo con voz ronca:

—Cierto, cierto; debemos preocuparnos de sus funerales.

Y de prisa salieron, satisfechos de dejar esa casa en que su padre yacía muerto.