XII

WANG el Tigre azotó a su caballo con la huasca de cuero trenzado que llevaba, y el animal partió como sí tuviera alas. Era el día indicado para empezar una aventura tal como la de Wang el Tigre; las nubes cubrían el cielo, y el viento, mordaz, helado y recio, inclinaba los árboles, arrancaba las últimas hojas de las ramas y agitaba el polvo en los caminos, remolineando sobre las cosechadas tierras. Parecida al viento, levantóse en el corazón de Wang el Tigre una gran indiferencia, e hizo el propósito de evitar la casa de barro y a Flor de Peral, diciéndose para sus adentros: «El pasado ha terminado; no debo pensar sino en mi grandeza y en mi gloría».

El día empezaba; el sol, enorme y resplandeciente, levantóse por encima de los campos; Wang el Tigre lo miró sin pestañear, y le pareció que el cielo mismo sellaba ese día en que empezaba su grandeza, pues grandeza era su destino.

Temprano, llegaron a los villorrios donde acuartelaban sus hombres, y su hombre de confianza, saliendo a su encuentro, le dijo:

—Es una suerte, capitán, que hayáis venido, porque los hombres, descansados y bien alimentados, desean mayor libertad.

—Reúneles después de la comida de mediodía, y nos pondremos en marcha para estar mañana a medio camino de nuestras propias tierras.

Pues bien, durante esos días que Wang el Tigre había pasado en casa de Wang el Segundo, había reflexionado mucho sobre las tierras que elegiría para su propio dominio, y había hablado de ello con su hermano, que era prudente y avisado, y ambos convinieron en que las tierras que estaban más allá de los límites de la provincia vecina eran las mejores que se pudieran encontrar. Esas regiones estaban lo bastante alejadas de las de Wang el Tigre para que en caso de cruel necesidad no se viese obligado a estrujar a sus propios conciudadanos y, al mismo tiempo, lo bastante cerca para que si era vencido en una guerra pudiera refugiarse entre los suyos, y llevar con facilidad y sin mayores riesgos el dinero que se le debía enviar hasta que estuviera establecido del todo. En cuanto a las tierras, eran reputadas por excelentes y el hambre no llegaba allí a menudo; una parte de las tierras era alta, y otra baja, y había montañas que podrían servir de asilo y refugio. Había, además, un camino que servía de paso a los viajeros entre el Norte y Sur, y estos viajeros tendrían que pagar una contribución por el derecho de pasar por ese camino. Había también dos o tres grandes ciudades y otra más pequeña, de modo que Wang el Tigre no dependería totalmente de la población que cultivaba la tierra. Esas tierras tenían también otra cualidad: proporcionaban a los mercados el mejor vino y la población no era pobre.

Todas estas ventajas no tenían sino un solo inconveniente: había ya en esa región un señor de la guerra a quien Wang el Tigre debería echar sí quería prosperar, pues no había ninguna región lo bastante rica para mantener a dos señores a la vez. Ahora bien, ¿quién era ese señor y con qué fuerzas contaba? Eran éstas cosas que Wang el Tigre ignoraba, pues su hermano no pudo decirle nada seguro, sino que lo llamaban el Leopardo, porque tenía una frente extraña echada hacía atrás y la cabeza como la de los leopardos, y gobernaba a la población con dureza, de modo que todo el mundo lo odiaba.

Wang el Tigre decidió, pues, visitar esas tierras en secreto y no en temerario orden de batalla. Debía entrar furtivamente, dividiendo su tropa en pequeños grupos, de modo que no parecieran más peligrosos que los grupos de soldados desertores, y buscaría algún asilo en una montaña y desde allí exploraría el país con sus hombres de confianza, para darse cuenta con qué señor de la guerra tenía que combatir y a guíen debía quitar las tierras que el destino le había reservado.

Lo hizo como lo había proyectado. Cuando sus hombres estuvieron reunidos a la salida de la aldea, y cuando cada hombre hubo comido y se hubo calentado bebiendo vino, para premunirse contra los helados vientos que luchaban contra el calor del sol que subía, y cuando todo estuvo pagado, preguntó a los aldeanos:

—¿Hicieron algo mis hombres en vuestras casas que no debieran?

Y los oyó contestar con diligencia:

—No, nada hicieron y desearíamos que todos los soldados fuesen como los vuestros.

Entonces Wang el Tigre, tranquilo, llevó a sus hombres más allá de las aldeas, y habiéndolos reunidos les habló de las tierras hacia donde quería conducirlos, diciéndoles:

—Son las mejores tierras que pudiéramos encontrar, y solamente tenemos que combatir contra un señor de la guerra. Hay allí, además, el vino más espirituoso que nunca habéis probado.

Cuando los hombres oyeron eso lanzaron exclamaciones de gozo, gritando:

—Llévanos, capitán; hemos suspirado por tierras como ésas.

Entonces Wang el Tigre contestó, sonriendo, con su severa sonrisa:

—No es tan fácil como creéis, pues debemos saber primero la fuerza del señor que los gobierna. Sí sus hombres son demasiado numerosos para nosotros, deberemos buscar los medios de ganarlos a nuestra causa separándolos de la de él, y cada uno de vosotros debe convertirse en un espía para ver y para oír. Y nadie debe saber por qué hemos llegado, o estamos perdidos. Yo en persona iré a ver dónde podremos establecer nuestro campamento y mí fiel hombre de confianza se detendrá en la frontera, en un villorrio llamado el Valle de la Paz. Permanecerá allí en una posada de que he oído hablar, la última de la calle, de la que pende una bandera al lado afuera de la puerta. Os esperará allí para daros el nombre del sitio que fijaré como lugar de reunión. Ahora vais a dispersaros en grupos de tres, cinco y siete, para pasearas como si fueseis desertores fugitivos; y sí alguien os pregunta adónde vais, preguntadle vosotros dónde está el Leopardo, pues vais a reuniros con él. Daré a cada cual tres monedas de plata para comer hasta que nos volvamos a encontrar. Pero os advierto una cosa: sí llego a saber que alguno de vosotros ha perjudicado a un pobre o mirado a una mujer que le está vedada, no preguntaré quién fue, sino que mataré dos hombres por cada culpable.

Luego, un hombre preguntó:

—Entonces, capitán, ¿nunca nos será permitido hacer las cosas que hacen los soldados?

Y Wang el Tigre respondió:

—Cuando os dé la orden seréis libres. Pero aún no habéis combatido por mí; ¿creéis que os daré las recompensas de la batalla antes que haya habido batalla?

El hombre guardó silencio, asustado, porque conocía el irascible humor de Wang el Tigre y la prontitud con que usaba su espada; no era tampoco hombre que se dejara ablandar con una salida ingeniosa o una frase ocurrente, oportunamente dicha. Pero también se le conocía por hombre justo, y los soldados que lo seguían comprendían perfectamente lo que les estaba o no permitido. Verdad era que aún no habían combatido, y de buen grado esperarían si eran alimentados, alojados y pagados.

Entonces Wang el Tigre les pagó con la reserva que tenía y los miró alejarse, dispersos en pequeños grupos; y acompañado del Apestado, montado sobre su asno, y del hombre de confianza, del labio leporino, montado sobre un mulo, que Wang el Tigre le había comprado en la aldea, partieron solos hacia el Noroeste.

Cuando Wang el Tigre llegó a los límites de la región de que había oído hablar, hizo trepar a su caballo sobre la alta y monumental tumba de un rico que allí se encontraba, y desde ese observatorio echó una ojeada sobre el país. Era la tierra más hermosa que nunca viera; se extendía ante él ondulando en pequeñas colinas bajas y en anchos valles, donde verdeaban ya los primeros retoños del trigo de invierno. Al Noroeste, las colinas se elevaban bruscamente y se convertían en montañas llenas de escolleras recortadas sobre el brillante cielo del día. Las casas de los habitantes de esas tierras estaban dispersas en pequeñas aldeas o villorrios, buenas casas de barro bien mantenidas, muchas de las cuales tenían techos nuevos hechos con la paja de la cosecha de ese año. Había también unas pocas casas de ladrillos y tejas. En cada patio delantero había montones de paja y se oía el distante cacareo de las gallinas que acababan de poner, y de vez en cuando el viento le traía trozos de una canción que cantaba un campesino mientras cultivaba la tierra. Era una tierra hermosa, y su corazón palpitó dentro del pecho al verla tan hermosa. Pero no tenía intenciones de ir vestido con traje de soldado y montado sobre su caballo alazán, y que el rumor de guerra se propagara demasiado pronto entre la población; por un camino extraviado se dirigieron hacía las montañas, donde podría ocultarse con sus hombres y reconocer la fuerza del enemigo antes que nadie sospechara siquiera que había llegado.

Al pie de la pequeña montaña donde se hallaba la tumba, y otras muchas tumbas, estaba la aldea de que había hablado a sus hombres; contaba con una sola calle, y Wang el Tigre entró en ella seguido por los dos hombres. Era la hora en que los labradores vuelven a sus propios caseríos, y la casa de té de la aldea estaba atestada de campesinos que bebían té o comían tallarines hechos con harina de trigo o alforfón[11]. Tenían los canastos vacíos apilados en el patio, al lado de ellos, para llevarlos al mercado cuando hubieran comido; y levantando la cabeza asombrados, cuando oyeron el ruido de los cascos de los animales, contemplaban con la boca abierta a Wang el Tigre que pasaba. Los miró él también para ver qué clase de hombres eran, y se sintió contento de verlos tan guapos y fuertes, y morenos y cordiales y bien alimentados, y se dijo para sí que había acertado al escoger esas tierras que podían engendrar hombres como ésos. Pero, fuera de estas miradas, continuó su camino con desacostumbrada modestia, como alguien que pasa a través de un sitio para dirigirse a un lugar lejano.

Al final de la calle estaba la cantina de que había oído hablar; ordenó a los dos hombres que le esperasen afuera y, atando su caballo, desmontó, apartó la cortina que cubría la puerta y entró en la posada. No se veía a nadie en las pocas mesas que había para huéspedes; Wang el Tigre se sentó y golpeó la mesa con la mano. Un muchacho llegó corriendo y, al ver la fiereza del rostro del hombre, llamó a su padre, quien era el dueño de la tienda; y el hombre llegó y limpió la mesa con su delantal, y dijo cortésmente:

—Mi huésped y señor, ¿qué vino deseas?

—¿Cuál tienes? —preguntó Wang el Tigre.

El cantinero replicó:

—Tenemos vino nuevo hecho de sorgo; es el mejor vino que se conoce en el mundo entero; lo bebe hasta el emperador en la capital.

Wang el Tigre sonrió con cierto desprecio y dijo:

—¿No habéis oído en esta pequeña aldea que ahora no tenemos emperador?

El terror invadió el rostro del hombre mientras contestaba en un murmullo:

—No; no he oído eso. ¿Cuándo murió? ¿O ha sido derrocado? ¿Quién es entonces el nuevo emperador?

Y Wang el Tigre se extrañó de que hubiera un hombre tan ignorante como ése, y replicó, con ligero desprecio:

—No tenemos emperador.

—Entonces, ¿quién nos gobierna? —dijo el hombre, consternado, como si de improviso cayese sobre él un nuevo desastre.

—Es un tiempo de lucha —dijo Wang el Tigre—. Hay muchos gobernantes, pero no se sabe cuál ocupará el puesto más elevado. En tiempos como éste cualquier hombre puede pretender alcanzar la gloria.

Al decir esto la ambición lo hizo exclamar para sí: «¿Y por qué no podría ser yo ése?». Pero no dijo nada en alta voz; se sentó y esperó el vino al lado de la descolorida mesa.

Cuando el hombre que había ido en busca del vino volvió, parecía mucho más turbado, y dijo a Wang el Tigre:

—Es una desgracia no tener emperador, es como tener un cuerpo sin cabeza, y esto acarreará violentas acciones en todas partes y no tenemos a nadie que nos guíe. Es una triste cosa la que me habéis dicho, mí señor, y preferiría no haberla oído, pues no la podré olvidar. A pesar de lo humilde que soy, no puedo olvidar, y aunque nuestra aldea es tranquila, no habrá ahora un día seguro.

Y con los ojos bajos el hombre vació el vino tibio en un tazón. Pero Wang el Tigre no contestó, porque sus pensamientos divergían de los de ese humilde hombre; para él era una felicidad que corrieran los tiempos que corrían. Tomó el vino y lo vació de un trago. Sintió que corría por su sangre, fuerte y ardiente, y que subía hasta sus mejillas y su cabeza. No bebió más, pero pagó ése y otro tazón que llevó afuera a su hombre de confianza. El hombre se manifestó muy agradecido, y tornando el tazón con ambas manos bebió lo mejor que podía, como un perro cuando paladea algo, echando hacia atrás la cabeza, pues el labio superior le era de muy poca utilidad, dividido como estaba.

Entonces Wang el Tigre volvió a la cantina y dijo al dueño:

—¿Y quién los gobierna en esta región?

El hombre miró a uno y otro lado, pero como no había nadie contestó, bajando la voz:

—Un jefe de ladrones llamado Leopardo. Es el hombre más encarnizado y cruel que existe. Cada uno de nosotros debe pagarle una contribución, o cae sobre nosotros con sus hombres como una bandada de cuervos y nos deja limpios. Todos deseamos desembarazarnos de él.

—Pero ¿no hay nadie aquí que compita con él? —preguntó Wang el Tigre, y se sentó como sí la cosa no tuviera ninguna importancia para él. Y para parecer más despreocupado, agregó—: Tráeme una taza de té verde, bien simple. Parece que el vino me hubiera quemado la garganta.

Mientras el hombre buscaba el té, respondió a Wang el Tigre:

—No; nadie compite con él, mi huésped y señor. Nos habríamos quejado de él a nuestros superiores sí hubiera algún objeto en hacerlo. Una vez fuimos a la corte del distrito, pues el más alto magistrado de la región vive allí. Le expusimos nuestro caso y le pedimos que enviara soldados y que pidiera soldados prestados, pues así unidos podrían libertarnos de este hombre que nos oprime. Pero aquellos soldados eran los hombres más crueles que es posible imaginar, vivían en nuestras casas, tomaban a nuestras hijas, comían lo que gustaban y nunca nos pagaban; esto llegó a ser una carga que no pudimos soportar. No; y además eran tan cobardes que arrancaron[12] al solo olor de la batalla, y los ladrones se pusieron más y más arrogantes. Entonces imploramos al magistrado que se llevara sus soldados, lo que por fin hizo. Pero muchos de los soldados se enrolaron junto con los bandidos, dando por excusa el que no habían sido pagados desde hacía mucho tiempo y que necesitaban comer; y estuvimos mucho peor que antes, porque un soldado tiene un fusil que lleva dondequiera que vaya. Y como sí esto no fuera bastante, el magistrado que vive en el distrito envió a sus recolectores y nos puso un enorme impuesto sobre los hombres y sobre las tierras; e hizo lo mismo con los dueños de tiendas, porque dijo que el Estado había gastado tanto en protegernos, que justo era que ahora pagáramos. Nosotros bien sabíamos que él y su pipa de opio constituían el Estado, y desde entonces no hemos vuelto a solicitar ayuda, prefiriendo pagar más y más al Leopardo y tenerlo así atado. Esto es soportable mientras no haya hambre, pero hemos tenido tantos años buenos, que seguramente el cielo nos enviará uno malo pronto; y debe de haber muchos años malos almacenados para nosotros. Entonces no sé qué haremos.

Todo esto oía atentamente Wang el Tigre, mientras bebía su té. Preguntó entonces:

—¿Dónde vive ese Leopardo?

Entonces el dueño de la tienda tomó a Wang el Tigre de la manga y lo condujo a una pequeña ventana al Este de la tienda y señaló con el dedo pulgar, diciendo:

—Allí hay una montaña con dos crestas, llamada la Montaña del Doble Dragón. Entre esas dos crestas hay una llanura y en esa llanura está la cueva del ladrón.

Esto era lo que Wang el Tigre deseaba saber, y afectando la mayor negligencia dijo descuidadamente, acariciándose la recia barba con la mano:

—Bien, entonces me alejaré de esa montaña y caminaré hacia el Norte, hacia mi propio hogar. Aquí está el dinero que te debo. En cuanto al vino, es el más claro y fuerte que he conocido.

Entonces Wang el Tigre salió y montando en su caballo, otra vez seguido de los dos hombres, caminó hasta que ya no hubo más aldeas delante. Cabalgó a través de las cimas de las montañas y de solitarios parajes, aunque en realidad nunca estaba muy alejado de los hombres, pues el sitio era bien cultivado y lleno de aldeas y caseríos. Pero mantenía los ojos fijos en la montaña de dos crestas y guiaba su caballo hacia el Sur de ella, hacia otra montaña baja que divisaba y que en parte estaba cubierta de pinos.

Todo el día caminó en silencio, porque nadie hablaba si Wang el Tigre no lo hacía primero, aunque hubiera cosas importantes que decir. De repente el muchacho empezó a cantar en voz baja, pues el silencio lo fatigaba, pero Wang el Tigre lo hizo callar con severidad, porque no estaba de humor para soportar ningún ruido alegre.

Al caer la tarde, pero antes de la puesta del sol, llegaron al pie de la boscosa montaña hacia la cual habían cabalgado durante horas; Wang el Tigre desmontó de su fatigado caballo y empezó a trepar una primitiva escalera de piedra que conducía a la cima. Subió la escalera seguido de sus dos compañeros, cuyas monturas tropezaban entre las piedras; a medida que subían, la montaña se hacía más y más salvaje, los precipicios cortaban el camino, y los torrentes brotaban aquí y allá, entre las rocas y los árboles, y la maleza crecía tupida y gruesa. El musgo que cubría las piedras era suave, pero no tenía señales de pasos humanos, salvo en el medio, como si una o dos personas hubiesen transitado por allí. Cuando el sol se hubo ocultado habían llegado al término de ese sendero montañoso, que remataba en un templo construido de piedra bruta, apoyado contra el acantilado de modo que éste venía a ser su pared posterior. Divisaban el templo casi oculto por los árboles, pues sus viejas y rojas paredes resplandecían a la luz del sol poniente. No era sino un pequeño templo viejo y ruinoso, cuyas puertas estaban cerradas.

Wang el Tigre trepó hasta allí y durante un momento permaneció con el oído pegado a la puerta cerrada. No oyendo nada, empezó a golpear con el mango de su huasca de cuero, y como nadie saliera golpeó violentamente, con cólera. Por fin la puerta se abrió y apareció el rostro rapado y afeitado de un sacerdote. Wang el Tigre dijo:

—Necesitamos un asilo para la noche.

Y su voz resonó dura, seca y cortante en ese apacible lugar.

El sacerdote abrió entonces un poco más la puerta y dijo con voz aflautada:

—¿No hay posadas y casas de té en las aldeas? No somos sino una pobre comunidad formada por unos cuantos hombres que hemos abandonado el mundo y no disponemos sino de una miserable comida sin carne y no bebemos sino agua.

Y sus rodillas chocaban una con otra cuando miraba a Wang el Tigre.

Pero Wang el Tigre se introdujo por fuerza entre los dos batientes de la puerta y gritó al muchacho y al hombre de confianza:

—Éste es el sitio que buscamos.

Entró, pues, sin contemplaciones de ninguna clase para con los sacerdotes. Penetró hasta el templo pasando por la gran sala donde estaban los dioses, que, como el templo, eran viejos; el barniz dorado caía sobre sus cuerpos de arcilla. Pero Wang el Tigre no les concedió ni siquiera una mirada. Entró en las casas laterales del fondo, donde se alojaban, y escogió para sí una pieza pequeña y mejor conservada que las otras y que había sido aseada no hacía mucho tiempo. Allí se quitó el sable, y su hombre de confianza, curioseando aquí y allá, encontró algo que comer y beber, aunque no fuese sino arroz y repollo.

Pero esa noche, cuando Wang el Tigre se acostó en la pieza que había escogido, oyó salir de la sala donde se encontraban los dioses un profundo suspiro y se levantó para saber qué era. Los cinco viejos sacerdotes del templo estaban allí, con dos pequeños acólitos, hijos de campesinos que les habían dejado en agradecimiento de alguna súplica concedida. De rodillas, todos dirigían sus lamentaciones al Buda que, sentado sobre su barriga, presidía en la sala, solicitando amparo. La llama de una antorcha vacilaba con el viento de la noche y a la luz incierta de la llama los siete personajes de rodillas rezaban en voz alta. Wang el Tigre permaneció un instante escuchándolos y comprendió que pedían al dios que los protegiese de él, diciendo:

—Protégenos; protégenos contra los ladrones.

Al oír esto, Wang el Tigre empezó a vociferar, y al oírlo los sacerdotes, se levantaron de un salto y en su precipitación tropezaron, enredándose en sus vestidos, con excepción de un anciano, que era el abad de ese templo. Se echó de bruces al suelo, creyendo llegada su última hora. Pero Wang el Tigre le gritó:

—No les haré daño alguno, viejos imbéciles. Mira, tengo dinero de sobra. ¿Por qué tendríais miedo de mí?

Y mientras hablaba abrió la bolsa que pendía de su cintura y les mostró el dinero que la llenaba; había allí más dinero que el que nunca habían visto. Continuó:

—Además de esta poseo mucho más dinero; no deseo sino un asilo por poco tiempo, como cualquier hombre, en caso de apuro, puede solicitar de un templo.

La vista del dinero reconfortó a los sacerdotes; se miraron entre sí y dijeron:

—Debe ser algún capitán que ha muerto a un hombre que no debiera haber muerto o que ha perdido el favor de su general y debe ocultarse durante un tiempo. Hemos oído hablar de un caso así.

Wang el Tigre los dejó creer lo que quisiesen. Sonrió con su sonrisa sin alegría y volvió a acostarse.

A la mañana siguiente, al alba, Wang el Tigre se levantó y salió del templo. Era una mañana brumosa y las nubes llenaban el valle ocultando esa cima de montaña. No obstante el frescor del aire le recordó que el invierno se acercaba y que tenía mucho que hacer antes de la llegada de las nieves, pues sus hombres dependían de él para la comida y el abrigo contra el frío. Volvió a entrar al templo y se dirigió a la cocina, donde dormían su hombre de confianza y el muchacho. Dormían cubiertos con paja, y la respiración del hombre silbaba a través de su labio cortado. Dormían profundamente, aunque ya uno de los acólitos empezaba a llenar de paja la boca de un horno de ladrillos, y de debajo de la cubierta de madera de la caldera de hierro colocada sobre los ladrillos brotaban burbujas de vapor. Al ver a Wang el Tigre, el acólito, presuroso, se ocultó.

Pero Wang el Tigre no se ocupó de él. Llamó a su hombre de confianza, sacudiéndolo rudamente, le ordenó levantarse y comer y marchar después hacia la posada, pues algunos de sus hombres podían llegar esa mañana. Entonces el hombre de confianza se levantó atontado por el sueño y se frotó el rostro con las manos, bostezando espantosamente. Por fin se puso los vestidos, metió un tazón dentro de la caldera hirviente y bebió con avidez caldo de sorgo, preparado por el acólito, después de lo cual se alejó y empezó a descender la montaña; su silueta, vista de espaldas y no de frente, parecía la de un sólido muchacho, y Wang el Tigre, que le seguía con la mirada, lo apreció por su fidelidad.

Y como esperaba aquel día reunir a sus hombres en ese paraje solitario, hizo el plan de lo que debería hacer; decidió escoger cuatro hombres de confianza, a quienes podría consultar y que le servirían de auxiliares. Reservó ciertos trabajos para determinado número de hombres, unos para espías, otros para ir en busca de la comida, aquéllos para el combustible y los demás para cocinar, ajustar y limpiar las armas, y a cada cual su parte en la vida en común. Y pensó que debía mantener una disciplina inflexible sobre todos, recompensándolos únicamente cuando lo merecieran. Debía organizarlo todo bajo su mando absoluto y disponer de la vida y de la muerte.

Además de esto, decidió consagrar todos los días algunas horas para ejercitar a sus hombres en la táctica guerrera, para que estuviesen prontos cuando llegara el tiempo de lucha. No se atrevía a gastar cartuchos para estos ejercicios, pues no tenía muchos más de los necesarios. Pero estaba decidido a enseñarles lo que pudiera.

Esperó, pues, impaciente sobre aquella tranquila cima de montaña; antes de caer la tarde cincuenta y más hombres se le habían reunido y en la noche del día siguiente otros cincuenta más. Los pocos que faltaban no aparecieron y se creyó que habían desertado. Wang el Tigre esperó aún dos días, pero no se presentaron y se sintió molesto, no a causa de los hombres, sino porque con cada uno de ellos había perdido un fusil y un cinturón con cartuchos. Cuando los ancianos sacerdotes vieron esa horda de hombres reunidos en su tranquilo templo, se sintieron perdidos y no sabían qué hacer. Entonces Wang el Tigre los reconfortó diciéndoles:

—Todo se os pagará y no tenéis por qué temer.

Pero el anciano abad contestó con su voz aflautada, pues era muy viejo y la carne que cubría sus huesos estaba disecada y apergaminada por la edad:

—No solamente tememos no ser indemnizados; pero hay cosas que no se pueden pagar con dinero. Este templo era un lugar tranquilo que se llamaba el Templo de la Santa Paz. Nuestra comunidad ha vivido aquí separada del mundo desde hace años. Ahora está ocupado por vuestros hombres, hambrientos y ardientes, y la tranquilidad ha desaparecido con su llegada. Se atropellan en la sala donde se encuentran los dioses, escupen en todas partes y en todas partes permanecen de pie, aun delante de los dioses, y son groseros y rudos en todo lo que hacen.

Entonces Wang el Tigre respondió:

—Para ti es más fácil cambiar de sitio a los dioses que para mí cambiar las costumbres de mis hombres, pues son soldados. Llévate a los dioses a la sala más alejada y les diré que ese sitio les está vedado. Entonces tendremos paz.

Así lo hizo el viejo abad y los sacerdotes transportaron a los dioses sobre sus pedestales, excepto al Buda dorado que, como era demasiado grande, temieron que se cayese y se hiciera pedazos, lo que acarrearía la maldición sobre todos ellos. Los soldados alojaron, pues, con él en la sala, y los sacerdotes le cubrieron el rostro con un pedazo de tela para que no los viera y no se sintiera ofendido por los pecados que no podían evitar de cometer.

Entonces Wang el Tigre designó de entre sus hombres a los tres que quería hacer sus auxiliares. Llamó primero a su hombre de confianza y después de él a los otros dos, uno llamado el Gavilán, porque tenía en medio de su delgado rostro una nariz curiosamente ganchuda y la boca delgada y caída, y otro llamado el Matador de Cerdos. El Matador de Cerdos era grande, gordo y rojizo, de rostro achatado y rasgos aplastados como sí una mano lo hubiera hundido al hacerlo. Era un muchacho valiente que había sido matador de cerdos; pero también había muerto a un vecino en una riña, y a menudo lo deploraba, diciendo: «Si hubiera estado comiendo mi arroz y hubiera tenido sólo los palillos en mis manos, probablemente no lo hubiera muerto. Pero se querelló conmigo cuando tenía el cuchillo en la mano, y el objeto pareció lanzarse por sí solo». Pero el hombre había muerto de la herida y el Matador de Cerdos había tenido que huir para escapar a los tribunales. Tenía una extraña pericia: a pesar de su grosería y vulgaridad tenía la mano rápida y ligera, tanto que con un par de palillos para comer cortaba en dos las moscas al vuelo; y muchas veces sus compañeros, para divertirse, le pedían que lo hiciera y se ahogaban de la risa al verlo. Con la misma precisión podía acuchillar a un hombre y extraerle la sangre con rapidez y limpieza.

Estos tres individuos eran hombres astutos, aunque no supieran leer ni escribir. Pero para una vida como la que llevaban no tenían necesidad de aprender en los libros, y nunca pensaron que tal instrucción pudiera servirles de algo. Cuando los hubo escogido, Wang, el Tigre los hizo ir a su pieza y les dijo:

—Os consideraré, a los tres, como mis hombres de confianza; deberéis vigilar a los demás y ver si alguno me traiciona o no ejecuta lo que le ha sido ordenado… Estad ciertos de que recibiréis una recompensa el día que logre lo que ambiciono.

Hizo salir en seguida al Gavilán y al Matador de Cerdos y permaneció con su fiel hombre de confianza. Le dijo con gran severidad:

—Tú deberás vigilar a esos dos y cerciorarte de si me guardan fidelidad.

Volvió a reunir a los tres y continuó:

—Y mataré a cualquiera cuya fidelidad pueda ser puesta en duda. Lo mataré tan pronto que no tendrá siquiera tiempo para terminar la respiración comenzada.

Entonces el hombre de confianza contestó, tranquilamente:

—Nada tienes que temer de mí, mi capitán. Tu mano derecha podría traicionarte antes que yo.

Entonces los otros dos juraron con presteza, y el Gavilán dijo, en voz más alta que los demás:

—¿Podría olvidar que me tomaste de simple soldado y que ya he subido de grado?

Dijo así, pues tenía sus propias esperanzas.

Los tres se inclinaron delante de Wang el Tigre, en testimonio de humildad y fidelidad; entonces Wang el Tigre escogió algunos hombres hábiles y astutos y los envió a todo al país para que se informaran respecto del enemigo. Les ordenó:

—Daos prisa en descubrir lo que podáis, de modo que podamos instalarnos antes de los grandes fríos. Averiguad cuántos hombres siguen al Leopardo, y si os encontráis con algunos habladles para saber si se dejarían o no comprar. Compraré a todos los que pueda, porque vuestras existencias son más preciosas para mí que el dinero; y no desperdiciaré ni una sola vida si puedo comprar un hombre en su lugar.

Los tres hombres se quitaron entonces sus uniformes de soldados y pusíéronse sus viejas y raídas ropas interiores, y Wang el Tigre les dio el dinero que pudieran necesitar para comprar vestidos corrientes. Bajaron, pues, la montaña y se repartieron en las aldeas, y visitaron a los prenderos para comprar los vestidos usados que los campesinos dejan por algunos centavos y que nunca recuperan, pues no tienen dinero para ello.

Vestidos así, los tres hombres visitaron toda la región. Se pasearon por las posadas donde la gente juega para pasar el tiempo y se detuvieron en los almacenes del camino y en todas partes escucharon atentos. Luego volvieron y contaron a Wang el Tigre todo lo que habían visto.

Wang el Tigre supo así que toda la gente de esas tierras odiaba y temía al Leopardo, pues cada año les exigía más, y a veces en persona saqueaba sus casas y sus campos. La excusa que daba era que cada año aumentaba la horda de hombres que debía alimentar para proteger a la población de otros bandidos, y que se le debía pagar por eso. Cierto era que su banda aumentaba cada año, pues todos los maleantes de la región que no querían trabajar y todos los que habían cometido algún crimen se refugiaban en la cueva de la Montaña del Doble Dragón, enrolándose bajo la bandera del Leopardo. Sí eran fuertes y valientes, eran bien recibidos, y si eran débiles y cobardes, los dejaban para que sirvieran a los demás. Llegaban hasta mujeres, mujeres atrevidas, cuyos maridos habían muerto y a quienes no preocupaba su reputación; y algunos hombres llegaban acompañados de sus mujeres; y otras quedaban cautivas para que sirvieran de recreo a los hombres. Y era verdad que el Leopardo mantenía alejados de la región a los demás jefes de bandas.

Pero, a pesar de esto, la gente lo odiaba y no estaba dispuesta a darle lo que pidiera. Pero, lo quisieran o no, debían darlo, pues no tenían armas. En otros tiempos habrían podido defenderse con sus azadones, sus guadañas o sus cuchillos u otras herramientas parecidas, pero ahora que los ladrones contaban con fusiles de fabricación extranjera, esas armas no les habrían servido de nada; lo mismo que el valor y la cólera tampoco les servían contra esos instrumentos mortíferos de tan largo alcance.

Cuando Wang el Tigre preguntó a sus espías cuántos hombres seguían al Leopardo, recibió extrañas respuestas, pues unos afirmaban que habían oído hablar de quinientos; otros de dos o tres mil; no pudo averiguar la cifra exacta, pero sí que eran mucho más numerosos que los hombres con que contaba. Esto le dio mucho que pensar, y comprendió que debía emplear la astucia y reservar sus fusiles hasta la batalla decisiva y aun evitarla si era posible. Reflexionaba, pues, mientras escuchaba lo que sus espías le decían y los dejaba hablar libremente, porque sabía que un hombre ignorante dice más cuando no se da cuenta de ello. Y el hombre que se las daba de gracioso, el mismo que llamaba a su capitán el Tigre de las cejas negras, dijo, ahuecando la voz:

—En cuanto a mí, soy tan temerario que continué mí camino hasta la gran ciudad donde reside el gobierno de todo este distrito, y allí escuché y comprendí que también tienen miedo. Todos los años, los días de fiesta, el Leopardo exige que los comerciantes le entreguen una cantidad de dinero y, en caso contrario, amenaza con atacar la ciudad. Y yo dije al hombre que me lo contaba (un vendedor de embutidos de chancho, los mejores que nunca había comido; tienen aquí cerdos maravillosos, mi capitán, los aliñan con ajo; estaría muy contento si nos quedásemos aquí): «¿Por qué, pues, el magistrado no envía a sus soldados para luchar contra ese ladrón y preservar así a la población?». Y el fabricante de embutidos, que es buen hombre, me dio un pedazo de embutido gratis, me contestó: «Nuestro magistrado no piensa sino en su opio y tiene miedo hasta de su sombra, y el general que mantiene para dirigir su ejército nunca ha ido a la guerra, no sabe siquiera sostener un fusil; es un hombrecillo que siempre está furioso y agitado, a quien sólo le interesa saber sí su sopa está bien preparada. En cuanto al magistrado, quisiera que vieras los guardias que mantiene a su lado; y cada día les paga más, de miedo que se vuelvan contra él o se dejen comprar por alguien; y bota el dinero como se derrama el té inservible de una tetera fría. Y, a pesar de todo, se estremece y tiembla sí se pronuncia siquiera el nombre del Leopardo, y gime por verse libre de él, y no mueve un dedo para conseguirlo, y todos los años entrega más al Leopardo para mantenerlo tranquilo». Esto es lo que me refirió el vendedor, y como ya había terminado de comer mis embutidos y como veía que no pensaba darme más si no pagaba extra, me fui a conversar con un mendigo que, sentado al sol, en un rincón entre dos murallas, quitaba los piojos de sus vestidos. Era un viejo filósofo que pasa su vida mendigando en las calles de la ciudad. El viejo era tan hábil que arrancaba de una dentellada la cabeza a los piojos y las mascaba. Creo que estaba bien alimentado con todos los piojos que tenía. Y cuando hubimos conversado de muchas cosas, me dijo que el magistrado parecía dispuesto a hacer algo ese año, pues sus superiores habían oído decir que dejaba que un ladrón reinara en estas regiones y que, como había muchas personas que codiciaban su lugar, pensaban acusarlo delante del tribunal por no cumplir con su deber; y si es despedido hay una docena que se disputarán su lugar, porque estas tierras son buenas y proporcionan entradas. Y todo el mundo está desolado, pues se dicen: «Bueno, hemos alimentado a este viejo lobo, y ahora que no está tan ansioso, llegará uno nuevo y famélico a quien tendremos que alimentar desde el comienzo».

Wang el Tigre dejó, pues, que sus hombres hablaran como lo hacen los hombres ignorantes: contaron todo, lo que habían visto y oído, burlándose y riéndose, pues tenían grandes esperanzas y fe en su capitán, y cada cual estaba bien alimentado y contento de la tierra y de las aldeas que había atravesado. Pues, a pesar de que la población tenía que alimentar a esas dos sanguijuelas, el Leopardo y el prefecto, como las tierras eran muy buenas, les quedaba lo bastante para alimentarse bien. Y Wang el Tigre los dejó hablar y, si mucho dijeron sin valor alguno, soltaron a veces algo que necesitaba saber y pudo conocer el trigo por la paja, pues era mucho más inteligente que ellos.

Cuando el muchacho terminó de charlar, Wang el Tigre reflexionó profundamente sobre lo último que había dicho: «Que el magistrado temía perder su puesto». Le pareció que ése era el nudo de toda la aventura y que mediante ese débil anciano le sería posible apoderarse del poder. Mientras más escuchaba a sus hombres más seguro estaba de que el Leopardo no era tan fuerte como lo había creído; y al cabo de un momento tomó la resolución de enviar a un espía hasta las fortalezas mismas de la cueva de los bandidos para ver qué hombres había allí y con qué fuerza contaba el Leopardo.

Echó una mirada sobre sus hombres, que, en cuclillas, comían la comida de la tarde: un pedazo de pan duro y caldo de cereales; durante unos momentos no supo por quién decidirse, pues ninguno le parecía lo bastante hábil e inteligente. Luego su mirada se fijó en su sobrino, que engullía con avidez, con las mejillas hinchadas por la comida. Wang el Tigre se contentó con dirigirse a su pieza y el muchacho lo siguió como era su deber hacerlo; y después de haberle ordenado que cerrara la puerta y que se acercara le dijo:

—¿Eres lo bastante valiente para llevar a cabo algo que te explicaré?

Y el muchacho, masticando aún su enorme bocado, respondió resueltamente:

—Haz la prueba, tío, y verás.

Wang el Tigre continuó:

—Haré la prueba. Tomarás una honda como la que los muchachos emplean para matar los pájaros, y al caer la tarde deberás haber llegado a esa montaña de doble cima; dirás que perdiste el camino y que tienes miedo a los animales feroces de la montaña, y llorarás en la puerta del refugio. Cuando hayas conseguido entrar, dirás que eres hijo de un campesino del valle de allá lejos, y que fuiste a la montaña en busca de pájaros, que no te diste cuenta de que la noche caía tan pronto y que, perdido, solicitas abrigo durante la noche. Si no te dejan entrar, pídeles al menos un guía que te conduzca hasta el desfiladero y emplea bien tus ojos. Mira todo: cómo es el Leopardo, con cuántos hombres y cuántos fusiles cuenta, y me lo dirás todo. ¿Serás tan valiente como para esto?

Wang el Tigre lo miró con sus dos ojos negros y vio el rostro rubicundo del muchacho ponerse tan pálido, que las señales de la viruela parecían cicatrices sobre la piel, pero con voz bastante firme, aunque un poco jadeante, respondió:

—Sabré hacer eso.

—Nunca te he pedido nada —contestó Wang el Tigre con severidad—, pero tu talento de payaso podrá servirte ahora. Si caes en un lazo o no empleas tu ingenio o te traicionas, la culpa será tuya. Pero eres oportuno y a veces pareces más tonto de lo que eres, por esto te he escogido. Te bastará desempeñar el papel de un muchacho ingenuo y medio tonto, y saldrás del paso. Sí te cogen, ¿serás lo bastante valiente para morir en silencio?

Entonces el rojo del valor subió hasta el rostro del muchacho. Firme y resuelto se irguió, ataviado con sus burdos vestidos de algodón, y dijo:

—¡Pruébame, capitán!

Entonces Wang el Tigre, contento, le dijo:

—Valiente muchacho, si sales bien del paso, serás digno de ascender de grado.

Y sonrió mirando al muchacho, y su corazón, que se conmovía tan difícilmente, salvo cuando montaba en cólera, se emocionó ahora, pero no por temor del riesgo que corría el muchacho, pues no lo amaba; se sintió invadido por una vaga aspiración y deseó más que nunca tener un hijo propio; no como ese muchacho, sino un hijo suyo, fuerte, leal y grave.

Ordenó, pues, al muchacho que se pusiera los vestidos que usan los hijos de los campesinos, con una toalla atada a la cintura y viejos zapatos usados, pues tenía un largo camino que recorrer y rocas que trepar. El muchacho se fabricó una honda como la que tienen todos los chicos, con una rama de árbol, y cuando estuvo lista descendió la montaña con paso rápido y desapareció en los bosques.

Durante los dos días que siguieron a su marcha, Wang el Tigre organizó a sus hombres como lo había proyectado, distribuyendo la tarea entre todos, de modo que nadie permaneciese ocioso. Envió separadamente al campo a sus hombres de confianza para comprar víveres, y compraron carne y trigo en pequeñas cantidades, a fin de que nadie se imaginara que compraban para cíen hombres.

Cuando llegó la tarde del segundo día, Wang el Tigre salió y miró hacia la escalera de piedra, por sí venía el muchacho. En el fondo de su corazón temía por el muchacho, y cuando lo imaginaba tal vez muerto en medio de torturas sentía compasión y extraños remordimientos; y al ver que la noche caía y que la luna aparecía, miró hacia la Montaña del Doble Dragón, y se dijo para sí: «Quizás habría debido enviar a cualquiera de los otros hombres y no al hijo de mí hermano. Sí muere en medio de torturas, ¿qué diré a mi hermano? Y, no obstante, no podía fiarme sino de mi propia sangre».

Vigiló hasta que los hombres estuvieron dormidos y que la luna, desprendiéndose de las montañas, subió hasta el firmamento, pero el muchacho no volvía. Por fin el aire se hizo tan frío que Wang el Tigre regresó. Tenía el corazón apesarado, pues se daba cuenta de algo que no había comprendido antes: si el muchacho no volvía le haría falta, pues era alegre y engañador y nunca estaba de mal genio.

Pasada la medianoche, mientras acostado esperaba, oyó golpear discretamente en la puerta y, levantándose, abrió. Cuando Wang el Tigre hubo retirado la barra de madera vio aparecer al muchacho agotado por la fatiga, pero siempre de buen humor. Entró cojeando, con el pantalón desgarrado desde la cadera y la pierna cubierta de sangre seca.

—Ya estoy de vuelta, tío —dijo con voz extenuada.

Y Wang el Tigre rió con su risa imprevista y muda, como era su costumbre cuando estaba contento, y dijo:

—¿Qué te hiciste en la cadera?

Pero el muchacho contestó, despreocupadamente:

—No es nada.

Entonces Wang el Tigre, que estaba muy contento, hizo una de las raras bromas de su vida, y dijo:

—Supongo que el Leopardo no te habrá rasguñado. El muchacho soltó entonces una carcajada, pues comprendía que su tío lo había dicho por divertirse, y, sentándose en la grada del templo, contestó:

—No; no fue él. Me caí sobre unas zarzas, pues el musgo está húmedo y resbaladizo. Pero me muero de hambre, tío.

—Entra, pues, y come —respondió Wang el Tigre—; come y bebe, y duerme antes de contarme tu historia.

Y dijo al muchacho que entrara a la sala y se sentara, y con voz tonante ordenó a un soldado que llevara de comer y de beber al muchacho. Pero al oír ruido, todos los hombres se despertaron y llegaron en tropel al patio iluminado por la luna llena, y todos querían oírle contar lo que había visto. Entonces Wang el Tigre, viendo que, después de haber comido y bebido, el muchacho, dándoselas de importante y excitado por el éxito de su aventura no pensaba dormir, y viendo que el alba estaba próxima, le dijo:

—Cuéntanos todo ahora, y después irás a dormir.

El muchacho se sentó, pues, en el altar, delante del Buda con el rostro tapado, y empezó:

—Bien. Caminé y caminé, pues esa montaña es dos veces más alta que ésta y el refugio está en la cima, en un valle rodeado como una bola, que bien quisiera que fuera para nosotros cuando nos apoderemos de la región. Tienen allí casas como en una aldea. E hice lo que me dijiste, tío. Al caer la noche, cojeando y llorando, golpeé en la puerta; llevaba mis pájaros muertos en mi pecho, y algunos de estos pájaros de esa montaña son muy curiosos y de brillante plumaje. Uno tenía las plumas doradas como el oro, era tan lindo que aún lo tengo aquí —y, al hablar, sacó de su pecho un pájaro amarillo, muerto, que más bien parecía un puñado de oro blando.

Wang el Tigre tenía prisa por oír el relato del chiquillo y se irritó por ésa niñería del pájaro muerto, pero se contuvo y dejó que continuara su historia a su manera; éste cuidadosamente puso el pájaro sobre el altar, a su lado, y miró sucesivamente los rostros de los hombres que lo escuchaban alumbrados por la antorcha que Wang el Tigre había hecho encender y colocar entre la ceniza del incensario del altar. El muchacho continuó:

—Pues bien; cuando oyeron golpear en la puerta sentí pasos en el interior, pero sólo abrieron un poco para ver quién era. Y yo lloraba lastimosamente y decía: «Estoy muy lejos de mi casa; he caminado mucho y llegó la noche y tengo miedo de las fieras de los bosques. Dejadme entrar a este templo». Entonces el que había abierto la puerta la cerró y corrió a consultar a alguien, mientras yo continuaba llorando y lamentándome lo más lastimosamente que podía.

Y el muchacho empezó a lamentarse para enseñarles cómo lo había hecho, y se ahogaban de risa, gritándole:

—El mono; el demonio apestado.

El muchacho contrajo el rostro con una mueca de gozo, y continuó:

—Por fin me dejaron entrar, y me hice lo más tonto que pude; después de haber comido pan de trigo y una taza de caldo, fingí estar muy asustado al comprender dónde me hallaba y empecé a gritar: «Quiero volver a mi casa. Tengo miedo, porque sois ladrones y tengo miedo al Leopardo», y corrí hacía la puerta intentando salir, y dije: «Después de todo, prefiero estar entre los animales salvajes».

—Entonces empezaron a reír al verme tan ingenuo y me tranquilizaron, diciéndome: «¿Crees que le haremos daño a un muchacho? Espera hasta mañana en la mañana y podrás irte en paz». Al cabo de un momento cesé de llorar y fingí estar más tranquilo, y entonces me preguntaron de dónde venía, y yo les dije el nombre de una aldea que está al otro lado de la montaña. Entonces me preguntaron qué había oído decir de ellos, y yo les respondí que había oído decir que eran hombres heroicos y que su jefe no era un hombre, sino el cuerpo de un hombre con cabeza de Leopardo, y dije: «Me gustaría verlo, aunque me daría mucho miedo». Todos se rieron de mí, y uno dijo: «Acércate, y lo verás», y me condujo a una ventana y miré hacia el interior donde había antorchas encendidas, y allí estaba el jefe, sentado. Es, en realidad, un individuo raro y monstruoso; parece efectivamente un leopardo, y estaba bebiendo en compañía de una mujer. Ella también parecía una salvaje, y juntos bebían vino de una escudilla. Él bebía primero y después ella.

—¿Cuántos hombres había allí y cuántos fusiles? —preguntó Wang el Tigre.

—¡Oh, muchos hombres, tío! —contestó el chiquillo, apresuradamente—. Tres veces el número nuestro de combatientes y muchos sirvientes; hay mujeres y chiquillos que corren por todas partes y muchachos como yo. Pregunté a uno de ellos quién era su padre, y me dijo que no lo sabía, pues no tienen padres separados, sino madres. Y esto también es extraño. Todos los combatientes tienen fusiles, pero los sirvientes sólo tienen azadas y cuchillos y otros útiles rústicos. Pero arriba de los acantilados que rodean su guarida tienen apilados montones de rocas redondas para lanzarlas contra aquéllos que los ataquen, pues hay solamente un desfiladero que conduce hasta el refugio, todo lo demás está lleno de precipicios y siempre mantienen guardias en el desfiladero. Cuándo pasé por allí el guardia roncaba; habría podido apoderarme de su fusil, pero no lo hice, a pesar de la tentación, porque habría comprendido que yo no era lo que parecía.

—¿Los combatientes parecen fuertes y valientes? —preguntó Wang el Tigre.

—Bastante valientes —contestó el muchacho—. Algunos son grandes y otros pequeños, y después de haber comido conversaban entre sí, sin fijarse en mí, que estaba con los muchachos; los oí quejarse del Leopardo, porque no quería compartir con ellos el producto de los saqueos, de acuerdo con la ley que tienen; decían que se dejaba demasiado para él, que se mostraba ávido de todas las mujeres hermosas y que no las dejaba para los otros hombres sino hasta hastiarse de ellas. No comparte como los hermanos deben compartir, se cree un gran personaje, aunque es de modesto nacimiento, pues no sabe leer ni escribir, y todos están hartos con su grandeza.

Esto gustó mucho a Wang el Tigre y reflexionó en ello mientras el muchacho continuaba hablando de esto y de aquello, de lo que había comido, jactándose de su malicia. Wang el Tigre soñaba, forjando sus planes, pues comprendía que el muchacho había dicho todo lo que sabía y no hacía sino repetir buscando un último detalle que mantuviera latente la atención y la admiración de los hombres. Entonces Wang el Tigre se levantó y dijo al muchacho que fuera a dormir en seguida; y ordenó a sus hombres que se pusieran al trabajo, pues había llegado la aurora y la llama vacilante de la antorcha palidecía a la luz del sol naciente.

Dirigióse entonces a su pieza, llamó a sus hombres de confianza y les dijo:

—He reflexionado y creo que podemos llevar a cabo la aventura sin perder ni un hombre ni un fusil; debemos evitar la batalla, puesto que los del refugio son tanto más numerosos que nosotros. Cuando se mata un ciempiés se le aplasta la cabeza y entonces sus cien patas enloquecidas corren de aquí para allá, atropellándose unas contra otras, y no pueden hacer daño. Nosotros también mataremos la venenosa cabeza de esa banda de ladrones.

Estupefactos ante tanta osadía, los hombres lo contemplaban, asombrados, y el Matador de Cerdos dijo, con su voz ruda y grosera.

—Está muy bien, capitán; pero antes de cortarle la cabeza tenemos que atrapar al ciempiés.

—Eso es lo que haré —contestó Wang el Tigre—; y éste es mi plan. Tenéis que ayudarme. Nos vestiremos elegantemente, pomposamente, como lo hacen los héroes, e iremos donde el magistrado de esta región y le diremos que somos valientes y errantes soldados y que solicitamos enrolarnos a su servicio como guardias privados, y nos comprometeremos a matar al Leopardo en su lugar. Ahora, como teme perder su puesto, estará deseoso de nuestra ayuda. He aquí mi plan. Le diré que simule una tregua con los ladrones y que invite al Leopardo y a sus principales oficiales a un gran festín. Entonces, llegado el momento, que podrá indicárnoslo dejando caer por ejemplo una copa de vino, vosotros y yo saldríamos de nuestro escondrijo y mataríamos a los ladrones. Yo tendría dispersos a mis hombres en toda la ciudad y ellos se dejarían caer sobre los ladrones de menos categoría que rehusaran unirse a mi bandera. Así mataremos la cabeza del ciempiés sin que sea muy difícil hacerlo.

Los tres hombres comprendieron que la cosa era factible y profundamente admirados se apresuraron en consentir. Después de haber conversado sobre los medios de llevarlo a cabo, Wang el Tigre los despidió e hizo reunir a los hombres en la sala del templo. Comisionó a sus hombres de confianza para que viesen sí los sacerdotes no estaban por allí cerca y pudieran oír, y luego expuso su plan a los hombres reunidos. Cuando lo hubieron oído, gritaron:

—Muy bien. Muy bien. ¡Ah, el Tigre de las cejas negras!

Y Wang el Tigre los oía de pie detrás del dios cubierto y, aunque no decía nada, orgulloso y solitario, se sentía invadido por un gozo tan profundo de su poder, que bajó los ojos y permaneció allí, meditabundo en medio de sus hombres. Cuando estuvieron tranquilos en espera de lo que les diría, agregó:

—Comeréis y beberéis bien, y vestíos entonces de soldados, pero lo más vulgarmente posible; tomad vuestros fusiles y repartíos por la ciudad, pero no muy lejos de la corte del magistrado. Cuando oigáis mí penetrante silbido, acudiréis. Pero esperad hasta que yo llame.

Y volviéndose hacia su hombre de confianza, agregó:

—Paga a cada hombre cinco monedas de plata para vino y alojamiento y el alimento que necesitare.

Y todos los hombres se manifestaron contentos. Wang el Tigre llamó entonces a sus tres hombres de confianza, y después de haberse vestido convenientemente ocultaron entre sus vestiduras espadas cortas y tomando sus fusiles partieron juntos.

Los sacerdotes se alegraron grandemente al ver partir a esos salvajes muchachos. Pero Wang el Tigre, que vio su alegría, les dijo:

—No os alegréis tan pronto, pues podemos volver. Pero quizás encontremos un sitio mejor.

Sin embargo, les pagó bien y, además de lo que les debía, entregó una suma al abad, diciéndole:

—Arreglad vuestros techos, refaccionad la casa y compraos cada cual un vestido nuevo.

Los sacerdotes estaban locos de alegría ante tanta generosidad, y el viejo abad dijo, un tanto avergonzado:

—Eres un buen hombre, después de todo, y rogaré a los dioses por ti; pues, ¿de qué otra manera puedo agradecerte?

A lo que contestó Wang el Tigre:

—No; no te molestes en rogar a los dioses, pues nunca he tenido fe en ellos. Pero sí alguna vez oyes hablar de uno llamado el Tigre, exprésate bien de él y di que el Tigre te trató con miramientos.

El anciano abad, atónito, tartamudeó que así lo haría. Y partió llevando la plata en sus manos, preciosamente abrazada contra su pecho.