XVII

SI Wang el Tigre hubiera sido un hombre grosero y vulgar, y desprovisto de la noción de lo que es justo y decente, probablemente habría tomado a esa mujer, que no tenía padre ni hermano, ni nadie para protegerla, y habría usado de ella como mejor le pareciera. Pero el golpe que había recibido en su lejana juventud lo había conservado delicado; y el saber que era capaz de esperar hasta haberla hecho su mujer, aumentaba aún su placer. Quería, además, hacerla su mujer, pues a su pasión, que aumentaba de hora en hora, se mezclaba también el deseo de tener un hijo, su hijo, su primer nacido, y solamente una mujer leal puede dar a un hombre un verdadero hijo. Sí, la mitad de su deseo por ella consistía en imaginar el hijo que juntos procrearían: él con su fuerza y su cuerpo y todo lo que pudiera transmitir, ella con su belleza animal y su intrepidez de espíritu. Cuando Wang el Tigre pensaba en ello, le parecía que su hijo era ya una realidad. Con gran prisa llamó entonces a su hombre de confianza y le ordenó:

—Ve donde mis hermanos y diles que deseo mi parte de dinero destinada para mi matrimonio. La necesito ahora, pues he puesto mi deseo en esta mujer. Diles que me envíen mil monedas de plata, pues tengo que hacerle regalos y mis hombres deben tener una gran fiesta en un día como ése, y yo debo comprar un nuevo vestido, apropiado para la circunstancia. Pero si sólo te entregan ochocientas, regresa con ellas, sin esperar el resto. Y ruega a mis hermanos que asistan al matrimonio, y que traigan con ellos a quien gusten.

El hombre de confianza oía, consternado, con su horrible labio colgando; balbuceó, desesperado:

—¡Oh, mi general, oh, mi capitán, con esa mujer! ¡Tómala por un día, un tiempo; no te cases!

—¡Silencio, estúpido! —rugió Wang el Tigre, mirando fijamente al hombre—. ¿Te he pedido consejo? Ordenaré que te apaleen como a un criminal vulgar.

El hombre entonces inclinó la cabeza en silencio, mientras las lágrimas caían de sus ojos, y apesadumbrado partió con el mensaje, pues sentía que esa mujer sería la perdición de su amo; y mientras caminaba, murmuraba para sí:

«Sí, y yo he visto esta clase de mujeres. Sí, y mi general no quiere creer en las maldades de que son capaces. Estas mujeres siempre se apegan a los hombres mejores; siempre es así».

Avanzaba a lo largo del camino con los pies enterrados en el polvo espeso por la sequedad del invierno; y los hombres que se cruzaban con él lo miraban con curiosidad, a causa de sus rezongos y de las lágrimas que rodaban por sus mejillas, sin que se diera cuenta; y cuando vieron que no les hacía caso, preocupado de su propio corazón, lo tomaron por loco y le dejaron el camino libre.

Pero cuando el hombre de confianza transmitió su mensaje a Wang el Mercader, éste salió de su acostumbrada calma y lo miró fijamente; encontrábase en su mercado de granos sentado en un rincón, detrás de los contadores, sacando cuentas. Dijo con precipitación, con la pluma en el aíre:

—Pero ¿cómo puedo retirar de dónde lo tengo colocado, en tan poco tiempo, tanto dinero? Mi hermano debía haberme anunciado sus esponsales con uno o dos años de anticipación. Tal prisa no es decente en un matrimonio.

Pero como Wang el Tigre conocía a su hermano y sabía lo poco dispuesto que era a entregar dinero, había advertido a su hombre de confianza:

—Sí mi hermano te demora, tienes que presionarlo y decirle con toda claridad que tendré el dinero, aunque tenga que ir a buscarlo en persona. Llevaré a cabo mi propósito tres días después de tu vuelta y no debes tardar más de cinco. Debemos apresurarnos, pues cualquier día tenemos que luchar contra algún ejército, sobre todo ahora que el gobernador provincial ha sabido lo que he hecho en este distrito. Sin duda, enviará hombres, y no puede haber fiestas y nupcias en medio de una batalla.

Verdad era que la violencia que había empleado Wang el Tigre debía haberse sabido en los tribunales superiores y podía, por lo tanto, ser castigado. Pero había una verdad más profunda que ésta: Wang el Tigre estaba tan deseoso de esa mujer, que no podía ya esperar más y comprendía que era un pobre guerrero sí antes no la había poseído. Por esto había urgido[14a] a su hombre de confianza, diciendo:

—Sé que el mercader de mi hermano gemirá y dirá que no puede retirar el dinero de donde lo tiene. No tienes que hacerle caso. Dile que aún conservo mi espada, y la afilada y rápida que quité al Leopardo cuando lo maté.

Pero el hombre de confianza guardó esta amenaza como último resorte y no la usó sino cuando Wang el Mercader, buscando un nuevo motivo de demora, dijo que era una vergüenza para ellos ese matrimonio con una mujer que no tenía familia ni hogar y que tal vez había sido una gorrona, como muchas de esas mujeres. Pero el hombre de confianza no le dijo que había sido sacada del refugio de los ladrones. No, aunque estuviese tentado de decirlo y tentado de deshacerse de la mujer por todos los medios posibles; conocía lo bastante a Wang el Tigre para saber que conseguiría lo que quisiera, y empleó entonces la amenaza.

Entonces Wang el Mercader tuvo que ceder y entregar el dinero que pudo; y se sintió muy deprimido, pues se había visto obligado a entregar de pronto ese dinero, perdiendo los intereses; tristemente se dirigió donde su hermano, y dijo:

—Nuestro hermano ha exigido ahora la suma que teníamos destinada a su matrimonio; se casa con una gorrona o algo por el estilo, de quien no sabemos nada. Se parece más a ti que a mí, después de todo.

Wang el Terrateniente se rascó la cabeza, pensando una respuesta; y, partidario de la paz, dijo:

—Es extraño, pues siempre creí que nos consultaría a nosotros cuando lo necesitara y cuando estuviese establecido, ya que nuestro padre está muerto y que nosotros debemos reemplazarlo. Sí, hasta había pensado en una o dos muchachas.

Y se dijo que seguramente habría sabido escoger mujer mejor que otro cualquiera, puesto que sabía tanto respecto de mujeres y conocía, a lo menos de oídas, a las mejores doncellas de la ciudad.

Pero Wang el Mercader, irritado por la exigencia de Wang el Tigre, dijo, burlándose:

—Seguramente estás pensando en una o dos mujeres. Pero eso no me importa. El asunto es saber cuánto puedes dar de las mil monedas que necesita, pues no tengo esa suma en efectivo para entregar así de pronto.

Wang el Terrateniente miró fijamente a su hermano, y sentándose con las manos sobre las rodillas dijo roncamente:

—Sabes lo que tengo. Nunca tengo plata disponible. Vende de nuevo otro pedazo de mis tierras.

Wang el Mercader lanzó un gemido, pues no era buena época para vender antes de año nuevo y había contado con las cosechas de trigo plantadas en los campos. Pero de vuelta a su tienda y después de haber consultado su ábaco, apreciando ganancias y pérdidas, llegó a la conclusión de que le convenía más vender tierras que retirar el dinero perdiendo los intereses; ofreció, pues, en venta un hermoso potrero y muchos llegaron a comprarlo. Lo vendió por mil monedas y un poco más, pero entregó al hombre de confianza solamente novecientas monedas y retuvo el resto por miedo de que Wang el Tigre exigiera más.

Pero el hombre de confianza era un muchacho sencillo y recordó que su amo le había dicho que no se demorara por cien monedas más o menos y partió, pues, con las que tenía. Y Wang el Mercader se apresuró a poner a interés el resto, reconfortado de haber podido salvar siquiera ésas.

Hubo sólo una cosa enojosa en la transacción: una o dos partes de la tierra vendida no estaban lejos de la casa de barro, y Flor de Peral estaba en ese momento en la era, frente a la casa. Cuando vio a los hombres amontonados al lado del campo, miró haciéndose sombra con la mano, y comprendió lo que sucedía. Presurosa, se acercó a Wang el Mercader y, apartándolo de los otros, dijo, abriendo los ojos:

—¿Otra vez vendes la tierra?

Pero Wang el Mercader, que tenía otros motivos por qué preocuparse, se contentó con decir, bruscamente:

—Mí hermano menor se casa, y sólo vendiendo un pedazo podemos entregarle la suma que por derecho le corresponde en tal caso.

Entonces Flor de Peral se volvió y no dijo nada más. Regresó pausadamente hacia su casa, y desde este día su vida fue aún más limitada; cuando no tenía que cuidar de los niños, como continuaba llamándolos, pasaba el tiempo escuchando atentamente a las monjas que iban a visitarla y les rogaba que lo hicieran todos los días. Sí, aun en la mañana, cuando es mala suerte ver a una monja, tanto que muchos escupen si se atraviesa en su camino antes de mediodía, pues es mal presagio, Flor de Peral siempre les daba la bienvenida.

Hizo el voto de no comer más carne durante su vida, lo que no le fue muy duro, pues, medrosa, nunca había gozado de la vida.

Era como alguien que en las noches cálidas de verano cerrara las celosías para que las polillas no entrasen y se quemasen en las llamas de la bujía, y creía que de ese modo se precavía contra la vida. Lo que más rogaba era que la tonta muriera antes que ella, para no verse obligada a usar el paquete de veneno blanco que Wang Lung le había dejado en, caso de necesidad.

Se instruía por medio de estas monjas, y hasta tarde, en la noche, continuaba rezando con el rosario de cuentas de fragante madera, siempre enrollado en la muñeca. Ésa era su vida.

* * * *

Después de la partida del hombre de confianza, Wang el Terrateniente y Wang el Mercader se consultaron sobre si debían o no asistir a las bodas de su hermano. Ambos suspiraban por participar en el triunfo que éste había alcanzado; pero el hombre de confianza había dicho que debían apresurarse por miedo de la batalla que no tardaría en haber con los superiores de Wang el tigre; y como ignoraban si éste era lo suficientemente fuerte para resistir, temían que en caso de derrota el castigo los alcanzara a ellos como hermanos del delincuente. Wang el Terrateniente, sobre todo, deseaba ir y ver qué clase de mujer había escogido su hermano menor, pues el hombre de confianza había dicho lo suficiente para despertar su interés. Pera cuando su esposa oyó el asunto, dijo con gravedad:

—Es algo extraño y desusado el alboroto que hemos oído. No, si llega a ser castigado por sus superiores del Estado, todos podemos ser entonces castigados, pues a menudo he oído decir que sí un hombre comete el crimen de rebelión contra el Estado, su familia puede ser muerta, hasta los primos en grado noveno.

Verdad era que en otros tiempos se llevaban a cabo tales castigos, cuando los reyes y emperadores luchaban por limpiar el país de crímenes; y Wang el Terrateniente había visto tales cosas en el teatro y las había oído en casa de los narradores, donde gustaba pasar el tiempo; y ahora, aunque era demasiado importante para tan bajos pasatiempos y no se atrevía a juntarse con gente tan inferior en esos sitios, todavía, anhelante, escuchaba tales cuentos sí un recitador pasaba por la casa de té. Ahora, al recordarlo, tornóse pálido de miedo y dijo a Wang el Mercader:

—Debíamos tener un papel firmado, que dijera que nuestro hermano era un hijo desnaturalizado, a quien tuvimos que arrojar de nuestra casa, de modo que sí pierde la batalla y es castigado no nos veamos metidos en el enredo nosotros ni nuestros hijos.

Y pensó entonces que había sido una suerte que su hijo no quisiese ir, y con malévolo placer compadecía a su hermano:

—Mucho siento que tu hijo esté en tal peligro.

Y aun cuando Wang el Mercader se contentó con sonreír, después de haberlo pensado un momento comprendió que era una precaución muy útil. Escribió, pues, en un papel, diciendo que Wang el Tercero, llamado el Tigre, no pertenecía a la casa, e hizo firmar antes a su hermano mayor, y entonces lo hizo él y lo llevó al tribunal del magistrado y pagó cierta suma para que fuese sellado secretamente. Tomó entonces la escritura y la guardó en lugar seguro, donde nadie pudiera encontrarla.

Los dos hermanos se sintieron entonces en seguridad; y cuando en la mañana se encontraron en la casa de té, Wang el Terrateniente dijo:

—¿Por qué no vamos y nos divertimos, si estamos ahora en seguridad?

Pero mientras reflexionaban sobre ello, pues no eran hombres que emprendieran un viaje con facilidad, de boca en boca corrió la noticia de que el gobernador de la provincia había sabido, con inmensa cólera, que un advenedizo, mitad ladrón, mitad soldado desertor de un anciano general del Sur, se había apoderado del gobierno de uno de los distritos, y pensaba enviar un ejército para capturarlo. Este gobernador era responsable ante sus superiores, y si fracasaba, sería censurado.

Cuando el rumor llegó hasta la casa de té, Wang el Terrateniente y Wang el Mercader se pusieron de acuerdo con prontitud; permanecieron en sus casas durante algún tiempo, contentos de no haberse jactado de la posición de su hermano, pensando, reconfortados, en el papel firmado y sellado en el tribunal. Si alguien hablaba de su tercer hermano delante de ellos, Wang el Terrateniente decía en voz alta:

—Siempre ha sido indómito y desertor.

Y Wang el Mercader, frunciendo el cejo, decía:

—Dejadlo hacer lo que quiera, pues es apenas nuestro hermano y nada de cuanto haga nos concierne.

* * * *

Wang el Tigre estaba en medio de su festín matrimonial cuando este rumor llegó hasta él; había habido fiestas durante tres días en los patios del tribunal; había hecho matar vacas, cerdos y aves, ordenando pagar cada animal. Aunque era tan poderoso que habría podido tomar lo que hubiese querido sin pagar nada y sin que nadie hubiese protestado, como era hombre justo, ordenó pagar.

Esta justicia le valió los elogios de la gente del pueblo, y cada uno decía a su vecino:

—Podría haber algunos mucho peores que este señor de la guerra, que ejerce su autoridad sobre nosotros. Es lo suficientemente fuerte para mantener alejados a los ladrones y, fuera de los impuestos, nunca nos roba. No creo que se pueda pedir más bajo la bóveda celeste.

Pero aun en ese tiempo no se declaraban abiertamente partidarios de él, porque también habían oído el rumor y esperaban ver si saldría o no victorioso, pues si era derrotado les podrían reprochar haberse mostrado leales con él. Pero si ganaba, entonces se declararían sus partidarios.

No obstante, habían dejado que Wang el Tigre tomase lo que necesitaba para el festín, aunque fuese una pesada carga tener que alimentar a tanta gente de una vez; y Wang el Tigre quería que en esa acción todo fuese de lo mejor, y lo mejor de lo mejor para él y su esposa y sus hombres de confianza y las mujeres que se ocupaban de su esposa.

Eran éstas unas diez que vivían en los patios de la mujer del carcelero, gente inofensiva, que no le preocupaba saber quiénes eran sus superiores y que, al día siguiente de un derrocamiento, vuelven a sus puestos, pronta a jurar fidelidad a quien cuide de alimentarlas. Y Wang el Tigre, de acuerdo con la costumbre, quiso que esas mujeres estuviesen al lado de la desposada, a quien no se acercó durante los días que precedieron a la boda. No, aunque a veces, en la noche, le fuese imposible dormir pensando en ella, preguntándose quién era, ardiendo de amor por ella. Pero más fuerte que este amor era el sentimiento de hacer de ella la madre de sus hijos; y le parecía que el deber para con ese hijo lo obligaba a ser cuidadoso en todo lo que hiciese.

Muy diferente era de Flor de Peral, y a causa de esta primera imagen de mujer siempre había creído que amaría a todas las mujeres suaves y pálidas. Pero ahora se decía orgullosamente que no le preocupaba saber quién ni cómo con tal de poseerla, ligándola a su vida por medio de un hijo.

Durante esos días nadie se le acercó, pues sus hombres de confianza comprendían que estaba por entero entregado a su deseo. Pero se consultaron en secreto, pues también habían oído el rumor, y trataron por todos los medios de apresurar la boda, de modo que todo estuviese terminado y su jefe apaciguado, vuelto en sí, pronto a conducirlos adelante cuando el caso se presentase.

Más rápidamente, pues, de lo que Wang el Tigre lo hubiese esperado, las fiestas estuvieron listas; la mujer del carcelero sirvió de testigo a la desposada y abrió los patios para que entrasen todos aquellos que deseaban asistir al festín. Pero los hombres y mujeres de la ciudad fueron escasos, porque tenían miedo. Los vagabundos y la gente sin hogar, que no tenían nada que perder, asistieron al matrimonio, comieron agradecidos y contemplaron a su gusto a la joven desposada. Pero cuando fueron a buscar al anciano magistrado para colocarlo en un sitio de honor, como había recomendado hacerlo Wang el Tigre, éste mandó decir que sentía no poder asistir, pues estaba enfermo y le era imposible levantarse. En cuanto a Wang el Tigre, procedió como en sueños; no sabía lo que hacía, le parecía que las horas del día avanzaban tan lentamente, que le era un sufrimiento esperar. Creía que cada vez que respiraba tardaba una hora en hacerlo y que el sol nunca llegaría hasta el centro del firmamento, y que después de haber llegado, permanecería allí para siempre. Le era imposible estar contento, como los hombres lo están el día de sus bodas, pues nunca había sido alegre, y permanecía silencioso, como siempre, y no había nadie que bromeara a su costa. Bebió mucho vino durante todo el día, pero no pudo comer nada y se sentía tan ahíto como si hubiese hecho una copiosa comida.

En los patios del festín los hombres y las mujeres y la multitud de andrajosos y los perros de las calles llegaron a montones, para festejarse y comerse los huesos dejados, mientras en su pieza Wang el Tigre permanecía silencioso y sonriente, perdido en un ensueño; así transcurrió el día y llegó por fin la noche.

Entonces, cuando las mujeres hubieron preparado a la novia para el lecho, entró él en la pieza, y allí estaba ella. Era la primera mujer que conocía. Sí, era algo extraño e increíble que un hombre de más de treinta años, soldado y fugitivo de la casa de su padre desde los dieciocho años, nunca se hubiera acercado a una mujer; tan recio había sido el golpe que selló su corazón.

Pero la fuente corría ahora libremente y nada podría secarla otra vez. Al ver a esa mujer sentada sobre el lecho aspiró el aire con fuerza, y entonces ella, levantando los ojos, lo miró de lleno en el rostro.

Fue él hacia ella y la encontró silenciosa pero apasionada sobre el lecho nupcial; desde aquel momento la amó con ardor, y como nunca había conocido a otra, la encontró sin defecto.

En medio de la noche se volvió hacia ella y le dijo, en un murmullo ahogado:

—No sé tan sólo quién eres…

Y ella, tranquila, contestó.

—¿Qué importa, puesto que estoy aquí? Pero un día te lo he de decir.

Él no insistió, contento por entonces, pues ni uno ni otro eran gente vulgar, y sus vidas no se parecían a las que ordinariamente se llevan.

Pero los hombres de confianza no dejaron sino la noche a Wang el Tigre. Al día siguiente, al alba, lo esperaban delante de la puerta y lo vieron salir tranquilo y descansado de su cámara nupcial. El hombre del labio leporino dijo, inclinándose:

—No te lo quisimos decir ayer, pues era un día de alegría, pero hemos oído rumores provenientes del Norte. El gobernador de la provincia, sabedor de que te has apoderado del gobierno, dirige una expedición en tu contra.

Y el Gavilán dijo a su vez:

—Oí decir a un mendigo, que venía de esos lados, que por el camino avanzaban diez mil hombres.

Y el Matador de Cerdos agregó lo que sabía, balbuceando, por la prisa que ponía en hablar:

—Yo…, yo también he oído decir eso…; cuando fui al mercado para ver cómo ataban en esta ciudad a los cerdos, un carnicero me lo explicó.

Pero Wang el Tigre, suavizado y satisfecho por primera vez, no podía decidirse a pensar en la guerra. Dijo, con su leve sonrisa:

—Puedo confiar en mis hombres. Decidles que vengan.

Y se sentó para beber té, antes de comer, en una mesa, al lado de la ventana. Era ya pleno día, y de pronto pensó que había una noche después de cada día. Parecía comprenderlo por primera vez, pues las otras noches de su vida habían sido tan insignificantes en comparación de esta noche única.

Pero la mujer, oculta por una cortina, observaba por una abertura, y oyó lo que decían los hombres de confianza, y vio cuán desconcertados estaban al ver a su jefe sumido en sus agradables e íntimos pensamientos. Cuando Wang el Tigre se levantó y salió de la pieza para ir al comedor, ella, con voz clara, llamó al hombre del labio leporino y le dijo:

—Dime todo lo que has oído.

Le repugnaba contar a una mujer algo que no le incumbía, pero ella, viendo que empezaba con rodeos, como sí no supiera nada, le ordenó, imperiosamente:

—No trates de hacerte el tonto conmigo, que he visto sangre, lucha y batallas durante cinco años, desde que fui grande. Cuéntame todo.

Entonces, sorprendido e intimidado ante esos ojos atrevidos, fijos en él y no velados, como están casi siempre los de las mujeres, en particular los de las recién casadas, que deben estar sumamente avergonzadas, como si hubiese sido un hombre, le contó lo que habían temido y el peligro que los amenazaba con la llegada de soldados más numerosos que ellos, si tenían que batirse, no contando sino con hombres que hasta entonces no habían sido probados. Entonces ella lo despachó, ordenándole que llamara a Wang el Tigre.

Acudió a su llamada con más prontitud que la que nunca había mostrado y sonriendo con más dulzura que la que nadie le conociera. Ella se sentó sobre el lecho y él se sentó a su lado, y tomando el extremo de la manga empezó a jugar con ella. Se sentía intimidado por su presencia y mantenía los ojos bajos, sonriendo:

Pero ella empezó a hablar rápidamente, con su voz clara y aguda:

—No soy yo mujer que entorpezca tu camino, sí hay que librar batalla y dicen que un ejército avanza en contra tuya.

—¿Quién te dijo eso? —contestó—. No me moveré hasta dentro de tres días. Me he concedido tres días.

—¿Y sí se acercan demasiado en tres días?

—Un ejército no puede avanzar doscientas millas en tres días.

—¿Cómo puedes saber qué día se pusieron en camino?

—La noticia no habría podido llegar a la capital de la provincia en tan poco tiempo.

—Habría podido —dijo ella, vivamente.

Cosa extraña: esos dos seres, un hombre y una mujer, eran capaces de permanecer sentados hablando de temas extraños al amor, aun cuando Wang el Tigre se sentía tan unido a ella como lo había estado la noche precedente. Estaba extrañado de que una mujer pudiese razonar así, pues antes nunca había conversado con una mujer y siempre había creído que eran niños con cuerpos de mujeres, y una de las razones porque las temía era que ignoraba lo que sabían y lo que él podría decirles. Ni aun con una mujer pagada le era posible abalanzarse sobre ella como lo hace un simple soldado, y su desconfianza de las mujeres provenía en gran parte del temor de no saber qué conversar con ellas. Y he aquí que ahora conversaba con ésta con más soltura que si hubiese sido un hombre; la escuchó atentamente cuando continuó:

—Tienes menos hombres que el ejército provincial, y cuando un guerrero comprueba que su ejército es menor que el de su enemigo debe emplear la astucia.

Entonces él rió con su risa muda, y dijo, con su tono áspero:

—Esto lo sé perfectamente, y si no tú no serías mía ahora.

Al oír esto ella bajó rápidamente los ojos, como si quisiese ocultar un sentimiento que éstos pudiesen traicionar, y mordiéndose el labio inferior respondió:

—La estratagema más fácil es matar a un hombre, pero hay que atraparlo antes. No servirá ahora la misma estratagema.

Entonces Wang el Tigre contestó, con orgullo:

—Opondré mis hombres a los tres veces más numerosos soldados del Estado. Los he ejercitado e instruido durante todo el invierno y robustecido por medio del boxeo, de la esgrima y la carrera; ninguno de ellos tiene miedo de morir. Además, es sabido que los soldados del Estado nunca dejan de pasarse al lado del más fuerte y sin duda los soldados de esta provincia no están mejor pagados que otros.

Entonces ella dijo, con cierta impaciencia, retirando la manga de entre sus dedos:

—Pero no tienes ningún plan. Escúchame. He formado un plan mientras conversábamos. Utiliza al anciano magistrado como rehén.

Hablaba con tanta sangre fría y tanta seriedad, que Wang el Tigre la escuchaba atentamente, extrañado de hacerlo, pues no era hombre que oyera consejos de nadie, juzgándose capaz de hacer frente a cualquiera situación. Pero la escuchó atentamente, y ella dijo:

—Lleva a tus soldados y llévalo a él también y explícale lo que debe decir. Envíalo al encuentro del general provincial con un hombre de confianza a cada lado, que oirán lo que diga; y si no dice lo que le ordenaste, que le hundan sus sables en las entrañas, y ésa será la señal de batalla. Pero no tiene más hígados que un pollo y dirá lo que tú quieras. Que diga que nada ha sido hecho sin su consentimiento; que el rumor de un levantamiento proviene de que su anciano general fue quien se rebeló y que si no hubiera sido por ti los sellos del Estado habrían sido robados y él habría estado a punto de perder la vida.

Esta estratagema pareció excelente a Wang el Tigre, quien escuchó a su mujer sin separar los ojos de su rostro. Vio todo el plan desarrollado ante él y, levantándose, rió silencioso al comprender lo que ella valía; salió para ejecutar lo que había dicho y ella lo siguió. Ordenó entonces a su hombre de confianza que fuera en busca del anciano magistrado y lo llevara a la sala de audiencia. Entonces la mujer tuvo el capricho de sentarse allí con su marido y de hacer comparecer al magistrado, y Wang el Tigre consintió de buenas ganas, porque ambos conseguirían asustar más aún al anciano. Se instalaron, pues, en el estrado: Wang el Tigre en el sillón esculpido, y su mujer en otro, al lado.

Pronto llegó el viejo magistrado, bamboleante, entre dos soldados y con sus ropajes mal puestos. Paseó por la sala una mirada medio demente y no vio ni un solo rostro conocido. Hasta sus sirvientes volvieron los ojos a otra parte y con un pretexto cualquiera abandonaron la sala. No había en torno de los muros de la sala sino rostros de soldados armados de fusil y adictos a Wang el Tigre. Entonces, con los labios temblorosos y morados y la boca entreabierta, levantó los ojos y vio a Wang el Tigre sentado, con las cejas bajas, y con aspecto fiero y asesino, y a su lado una extraña mujer a quien el anciano magistrado no había visto ni conocido; y ni siquiera concebía de dónde podía salir una mujer así. Permaneció tembloroso e intimidado y próximo a expirar; semejante aventura pondría fin a su vida, a la vida de un hombre de paz que en su tiempo había sido estudiante de Confucio.

Entonces Wang el Tigre le dijo, con su tono brutal y seco:

—Estás entre mis manos, y debes obedecer mis órdenes sí quieres seguir viviendo aquí. Mañana salimos al encuentro del ejército provincial y tú nos acompañarás. Cuando avistemos el ejército, tú, con dos de mis hombres de confianza, saldrás al encuentro del general y le dirás que me escogiste por tu señor de la guerra, porque te salvé de un levantamiento dentro de tu propio tribunal, y que permanezco aquí porque así es tu voluntad. Mis dos hombres de confianza se hallarán ahí para oír lo que dices; si te equívocas en una sola palabra, habrá llegado tu última hora y habrá sido tu última palabra. Pero sí hablas como te lo indico podrás volver aquí y ocupar nuevamente tu sitio sobre este estrado, y nadie tendrá que saber a quién pertenece el poder en este tribunal, pues no tengo la intención de continuar toda mi vida siendo un infeliz magistrado y tampoco quiero que otro ocupe tu lugar mientras tú hagas lo que te ordeno.

El débil anciano no podía hacer otra cosa que consentir en todo, y dijo, gimiendo:

—Me tienes cogido en la punta de tu lanza. Sea como tú dices. Soy viejo y no tengo hijo, ¿qué me importa la vida?

Y se alejó gimiendo y arrastrando los pies hacia su recinto particular, donde lo esperaba su anciana esposa, quien nunca salía de él. Era verdad que no tenían hijos, pues los que nacieron habían muerto antes de hablar.

Nadie podría haber asegurado si el plan forjado por Wang el Tigre hubiera tenido éxito o no, pero el destino nuevamente se encargó de ayudarlo. Era entonces plena primavera y los sauces echaban brotes, y los duraznos[15], sus tempranas flores; mientras los campesinos se despojaban de sus trajes de invierno y trabajaban con la espalda desnuda en los campos, gozando con la suave brisa y el agradable calor del sol sobre sus poros obstruidos, los señores de la guerra también despertaron y la inquietud de la primavera se apoderó de toda la región. Y los señores de la guerra despertaron pendencieros y belicosos, los antiguos agravios se reavivaron, las desavenencias se agudizaron y cada cual ambicionaba conseguir algo nuevo para sí mientras durara la fresca primavera.

Pues bien; la sede principal del gobierno de la nación estaba en ese entonces en manos de un hombre débil e indolente y muchos señores de la guerra miraban con envidia ese puesto, pensando que no sería difícil llegar hasta él. Muchos contaban con los que se encontraban en el camino, y algunos se unieron y consultaron sobre el modo de apoderarse del poder de la nación y derrocar a ese hombre inestable e ignorante, colocado allí por otros, y de cómo podrían ellos colocar al que sirviera sus propios intereses.

Entre estos señores de la guerra, Wang el Tigre era uno de los menos poderosos y apenas conocido entre los grandes; a veces los soldados, en algunas reuniones o banquetes, solían hablar de él, diciendo:

—¿Habéis oído hablar de ese capitán que se separó de su anciano general y se instaló en tal o cual provincia? Dicen que es muy valiente y lo llaman Wang el Tigre, a causa de sus arrebatos, de su aspecto feroz y de sus dos cejas negras.

De este modo, el principal señor de la guerra de la provincia en que estaba Wang el Tigre había oído hablar de él y de cómo Wang el Tigre había derrotado al Leopardo, y él había aprobado la hazaña. Pues bien, este señor de la guerra era uno de los principales señores de la guerra en toda la nación, y uno de los que pretendían derrocar al débil gobernante sí podían, y ocupar su lugar, o, al menos, colocar a un hombre que le fuese adicto, de modo que las entradas de la nación llegasen a sus propias manos.

Durante esta primavera, pues, cuando la efervescencia cundió en todas partes, florecieron extrañas flores de ambición. Hubo proclamas pegadas sobre las puertas de las ciudades y sobre las murallas y en todos los sitios por donde pasa gente, y estas proclamas eran enviadas por el señor de la guerra de esa provincia. Decía en ellas que, puesto que el gobernante era tan malo y el pueblo se hallaba tan oprimido, le era imposible seguir soportando tales crímenes. Aunque débil y necio, debía tratar de salvar al pueblo. Y habiendo escrito esto se preparó para la guerra.

El pueblo, que casi no sabía leer ni escribir, ignoró que tenía este salvador; pero se quejaba amargamente, porque nuevos impuestos habían caído sobre sus tierras y sus cosechas y sus carretas, y en las ciudades, sobre las tiendas y las mercaderías. Pero cuando los oían lamentarse, los enviados del señor de la guerra les decían:

—¡Qué ingratos sois en no querer pagar para vuestra propia salvación! ¿Y quién pagaría entonces a los soldados que combatirán por vosotros asegurando vuestra tranquilidad?

Así, pues, de malas ganas la gente pagaba, pues temía, si no lo hacía, la cólera del señor que los mandaba o del nuevo señor que podía conquistarlos y devorarlos con impuestos, orgulloso y voraz con su triunfo.

Habiéndose resuelto a esta guerra, el señor de la provincia deseaba unirse con todos los pequeños generales y capitanes; cuando oyó hablar del levantamiento hecho por Wang el Tigre, dijo al gobernador civil de la provincia:

—No trates con demasiado rigor a ese general llamado Wang el Tigre, pues he sabido que es un hombre fiero y valiente, y necesito gente como él bajo mi bandera. Quizás la nación entera se dividirá esta primavera, y sí no es este año será el próximo, y los señores del Norte se declararán en contra de los del Sur. Trata, pues, a este hombre con consideraciones.

Pues bien, aunque se dice que los señores de la guerra deben estar sometidos a los gobernadores civiles del pueblo, es algo sabido y demostrado que el poder efectivo lo tiene el hombre armado. ¿Cómo un hombre sin armas podría, aun cuando estuviese en su derecho, oponerse a un hombre de guerra de la misma región que él que tiene soldados a sus órdenes?

Así ayudó el destino a Wang el Tigre esa primavera. Cuando llegaron los ejércitos del Estado, enviados contra él, Wang el Tigre salió a su encuentro, mandando primero en su palanquín al anciano magistrado, después de haber emboscado a varios de sus hombres para el caso de una traición. Cuando llegaron a presencia del ejército, el anciano magistrado descendió de su palanquín y vacilando entre el polvo del camino avanzó vestido con su traje de ceremonia, apoyado en dos hombres de confianza. El general enviado por el Estado salió a su encuentro y una vez terminados los ritos de obligada cortesía el anciano dijo, con voz vacilante:

—Estás equivocado, mí señor. Wang el Tigre no es un ladrón, sino mí propio capitán y nuevo general que protege mi tribunal y me ha salvado de un levantamiento de mí propia escolta.

Aunque el general no creyó esto, pues sabía la verdad por sus propios espías, y aunque nadie lo creyera, existía empero la orden de tratar con miramientos a Wang el Tigre y de no perder ni un solo hombre por una disputa tan pequeña, pues se necesitaba de todos los fusiles para la guerra que se preparaba. Cuando hubo oído lo dicho por el magistrado se contentó con amonestarlo ligeramente, diciendo:

—Debías habérmelo advertido antes, pues me habrías ahorrado el gasto de traer hasta aquí un ejército para castigar a un rebelde que no existía. Deberás pagar una multa de diez mil monedas de plata por haber ocasionado este gasto inútil.

Cuando Wang el Tigre oyó que todo se limitaba a una multa, regocijado condujo a sus hombres en triunfo. E impuso a su vez un impuesto suplementario sobre la sal de la ciudad y en menos de dos veces treinta días reunió las diez mil monedas y algo más, pues la ciudad tenía mucha sal que se exportaba a otros sitios, y aun a otros países, según muchos.

Wang el Tigre se sintió entonces más seguro que nunca de su poder sin haber perdido ni un solo hombre. Comprendió que el honor de la victoria correspondía a su mujer, y la honró por su talento.

Pero aún ignoraba quién era. El amor lo satisfacía por completo, aun cuando a veces se preguntaba cuál podía ser su historia; pero si se lo preguntaba ella se disculpaba diciendo:

—Es una larga historia; algún día de invierno que no haya guerra te la contaré. Ahora es primavera y tiempo de batallas y no de conversaciones ociosas.

Y cambiaba de tema con la mirada brillante y dura.

Entonces Wang el Tigre comprendió que la mujer tenía razón, pues en toda la región se decía que aquella primavera tendría lugar, entre los señores de la guerra, una guerra como no había habido desde hacía diez años; y todos estaban consternados porque no sabían qué nuevas penurias les acarrearía la guerra. Pero, a pesar de todo, quedaba la tierra que cultivar y la cultivaban, Y en las ciudades los mercaderes tenían sus tiendas, pues es preciso que los hombres vivan y que los niños coman. La gente continuaba, pues, viviendo, y si se quejaban al presentir el azote, no por eso abandonaban el trabajo en la espera de lo que pudiese llegar.

En esa región todo el mundo tenía los ojos puestos en Wang el Tigre, pues su poder sobre ellos era entonces cosa establecida y nadie ignoraba que los impuestos pasaban por sus manos. Aunque el anciano magistrado permaneciese allí como representante del Estado, era ya una imagen del pasado y todo era decidido por Wang el Tigre. Sí; Wang el Tigre se sentaba a la derecha del magistrado en la sala de audiencia y llegado el momento del fallo éste se dirigía a él; y el dinero que se acostumbraba pagar a los consejeros iba a parar a manos de Wang el Tigre y de sus hombres de confianza. Pero, a pesar de ello, Wang el Tigre no había cambiado, pues continuaba despojando a los ricos, y si un pobre llegaba y él lo sabía lo dejaba hablar con toda libertad. Había muchos pobres que cantaban sus alabanzas. Pero aquella primavera todos se volvían hacia él, pues sabían que si tomaba parte en la gran guerra tendrían que pagar los soldados y los fusiles que necesitara.

Wang el Tigre había reflexionado sobre el asunto sólo con su mujer y sus hombres de confianza, pero permanecía indeciso sobre la determinación que le convendría tomar. Entretanto, el señor de la guerra de esa provincia había enviado órdenes a todos los generales y capitanes y señores de la guerra independientes, concebidas en estos términos: «Enrolaos bajo mis banderas, pues ha llegado la hora en que todos podamos subir uno o dos tramos en la marea de la guerra».

Pero Wang el Tigre no sabía si debía contestar a este llamado, porque aún no lograba entrever qué partido ganaría. Si arriesgaba su fama con el partido perdedor, esto significaría su retroceso o quizás su ruina, pues había ascendido recientemente de grado. Así, pues, inquieto, después de reflexionar envió a sus espías para que viesen y oyesen, tratando de descubrir qué partido sería vencedor. Les advirtió que durante su ausencia diferiría tomar resolución alguna, esperando que la guerra estuviese casi terminada y la victoria evidente, y entonces se apresuraría a declararse y de ese modo no tendría sino que dejarse llevar con los otros sobre la cresta de la creciente ola, sin perder ni un hombre ni un fusil. Envió, pues, a sus espías y esperó.

En la noche conversaba de esto con su mujer, pues su amor y su ambición estaban asociados en forma curiosa; y cuando había saciado su sed de amor, se acostaba cómodamente y charlaba con ella como nunca antes lo había hecho con nadie. Le confiaba todos sus planes y siempre terminaba sus sueños con estas palabras: «Así lo haré, y cuando me des un hijo será él el significado de todo esto».

Pero ella nunca contestaba a este anhelo, y cuando él insistía sobre el tema, nerviosa, hablaba de cualquiera vulgaridad cotidiana, preguntando de pronto: «¿Tienes los planes listos para la última batalla?». Y a menudo decía: «La astucia es el arte de la guerra y la mejor batalla es la última cuando la victoria es pronta y segura».

Y Wang el Tigre no notaba en ella frialdad alguna, tanto era su ardor.

Durante toda esa primavera esperó, pues, aun cuando en tiempos normales la espera lo contrariara; y tampoco habría podido soportarlo ahora sí no hubiese tenido allí a esa mujer. Llegaron el verano y la cosecha del trigo, y en los valles el ruido de los mayales[16] resonaba todo el día bajo la paz del sol quemante. En los potreros donde había crecido el trigo, el sorgo[17] se desarrolló y, en tanto que Wang el Tigre esperaba, las guerras surgían de todas partes, y en el Sur y en el Norte se unían entre sí los generales. Deseaba que los generales del Sur no ganaran, pues le repugnaba tener que unirse otra vez con esos hombrecillos morenos y desmirriados. Tanto le repugnaba, que a veces se decía que en tal caso buscaría refugio en las montañas en espera de una nueva guerra.

Mas no esperaba en completa ociosidad. Ejercitaba a sus hombres con nuevo celo y acrecentaba su ejército enrolando a algunos muchachos que lo deseaban; y por encima de los nuevos reclutas puso a los antiguos soldados y su ejército aumentó hasta diez mil hombres; y para pagar estos gastos aumentó los impuestos sobre el vino, la sal y a los comerciantes viajeros.

Su única preocupación era no tener bastantes fusiles, y comprendió que debía, o bien procurarse fusiles por medio de la astucia, o bien vencer a un capitán vecino y apoderarse de sus fusiles y municiones. Esta escasez provenía de que los fusiles eran de fabricación extranjera y era difícil procurárselos; y Wang el Tigre no había pensado en esto cuando escogió para sí una región del interior. No tenía puerto costero bajo su dominación y los otros puertos estaban tan bien custodiados que no había esperanza alguna de entrar fusiles. Además no conocía ninguna lengua extranjera y no tenía a su lado a nadie que la conociera, y, por lo tanto, ningún medio de tratar con los comerciantes extranjeros; le parecía que después de todo tendría que librar una pequeña batalla en alguna parte, porque muchos de sus hombres carecían de fusil. Una noche dijo esto a su mujer, quien manifestó de pronto súbito interés, aunque a menudo ahora se mostraba distraída. Cuando hubo meditado sobre el asunto no tardó en decir:

—Pero yo creía que me habías dicho que uno de tus hermanos era comerciante.

—Eso es, en efecto —contestó Wang el Tigre—; pero es comerciante en granos y no en fusiles.

—¡Pero tú no ves nada! —le gritó ella, con su tono agudo e impaciente—. Si es comerciante y trafica con los puertos costeros, puede comprar fusiles y pasarlos entre sus mercaderías de uno u otro modo; no sé cómo, pero debe haber un medio.

Wang el Tigre reflexionó sobre esto y pensó que esa mujer era la más inteligente de las mujeres. Al día siguiente llamó a su sobrino, que había crecido mucho durante ese último año y a quien siempre tenía a su lado para que le prestara pequeños servicios, y le dijo:

—Ve donde tu padre y finge haber ido a tu casa para una simple visita, y cuando estés solo con él explícale que necesito tres mil fusiles, y que estoy muy afligido, pues no los tengo. Los hombres brotan por todas partes, pero los fusiles no. Explícale qué como comerciante que trafica con la costa puede encontrar un medio de procurármelos. Te envío porque nadie debe saber esto, y tú eres de mi propia sangre.

El muchacho, contento de partir, prometió guardar el secreto, orgulloso de su misión. Wang el Tigre seguía esperando y recibiendo hombres bajo su bandera, los escogía cuidadosamente y probaba a cada uno para saber si temía o no morir.