XIV

CUANDO Wang el Tigre llegó a los patios donde la noche precedente había llevado a cabo tal hazaña y cuando sus hombres, con paso inseguro, pues estaban muy fatigados, se le hubieron reunido, encontraron los patios limpios como antes lo habían estado. Los muertos habían sido retirados y la sangre lavada. Guardias y sirvientes ocupaban sus puestos, y cuando Wang el Tigre franqueó la puerta y avanzó con tanta arrogancia como un rey, atemorizados se apresuraron a hacerle una reverencia.

Pero él, erguido y altivo, el rostro orgulloso, avanzaba a largos pasos a través de los patios y salas. Sabía ahora que tenía a toda la región en el puño de su mano. Volviéndose hacia el guardia que ahí estaba, le gritó:

—Toma esa mujer agarrotada y métela en alguna de las prisiones. Vigílala y preocúpate de que sea alimentada, pero que no la maltraten, pues es mi prisionera, y cuando me plazca decidiré el castigo que merece.

Se detuvo entonces y siguió con la mirada a los hombres que la llevaban colgada del palo. Estaba agotada y tenía el rostro más blanco que la cera. Sus labios mismos, antes tan rojos, estaban ahora blancos y sus ojos se destacaban en medio de su palidez más negros que la tinta, y jadeaba al respirar. Pero no cesaba de volver sus fieros ojos hacía Wang el Tigre, y cuando vio que la miraba, torció el rostro en un gesto de furor, pero su boca estaba seca. Y Wang el Tigre, asombrado, pues nunca había visto una mujer así, se preguntaba qué haría con ella, y no era posible ponerla en libertad, pues, encolerizada como estaba, tomaría venganza.

Pero dejó el asunto para más tarde y se presentó delante del anciano magistrado. Éste lo había estado esperando desde el alba y, ataviado con su mejor traje. Había ordenado preparar una exquisita comida. Cuando vio entrar a Wang el Tigre se sintió grandemente turbado, porque aunque estaba agradecido por lo que éste había hecho, sabía no obstante que un hombre así no servía a nadie sin motivo y temía que la recompensa exigida por Wang el Tigre fuera una carga más pesada que la impuesta por el Leopardo.

Esperó, pues, presa de mortal angustia, y cuando le anunciaron que Wang el Tigre había llegado y cuando lo vio entrar con pasos acompasados como corresponde a un héroe, el anciano magistrado, inquieto y atemorizado, no sabía qué hacer con sus manos y pies, los que, sin que se diera cuenta de ello, se movían y temblaban como sí tuviesen vida independiente. Pero invitó a sentarse a Wang el Tigre y éste contestó con las respuestas obligadas por la cortesía. Terminados estos cumplidos y después que Wang el Tigre se hubo inclinado varías veces, pero no profundamente, y que el anciano magistrado hubo ordenado que llevasen té, vinos y alimentos, se sentaron y conversaron de cosas sin importancia. Pero llegó el momento en que fue imposible evitar por más tiempo hablar de lo sucedido. Después de haber mirado a derecha e izquierda, excepto hacia donde Wang el Tigre se encontraba, el anciano magistrado abrió la boca para hablar. Pero Wang el Tigre se abstuvo de prestarle ayuda, pues estaba seguro de su fuerza y conocía los temores del anciano magistrado; se contentó con mirar fijamente al nervioso anciano, pues sabía que así lo atemorizaba, y esto, dada su malicia, constituía para él un placer. Finalmente el anciano magistrado empezó con vocecilla aflautada, floja y balbuciente:

—No dudes que nunca olvidaré lo que hiciste por mí la noche pasada, y que nunca podré agradecerte el haberme libertado del azote que sufrí durante años y haber afianzado la paz de mí vejez. ¿Y qué puedo decirte a ti, que me diste la libertad, y cómo recompensarte a ti que eres para mí más que un hijo? ¿Y cómo recompensar a tus valientes soldados? Pídeme lo que quieras, aunque sea mi empleo mismo, y te lo concederé.

Y esperó, tembloroso, mordiéndose el dedo índice. Wang el Tigre permaneció sentado tranquilo, esperando que el anciano magistrado hubiera terminado. Replicó entonces, ponderadamente:

—No pido nada. Desde mí juventud he combatido contra los hombres malos y perversos, y lo que hice fue para librar a la población de un azote.

Y guardó silencio de nuevo. Y el anciano magistrado habló a su vez:

—Tienes el corazón de un héroe de la antigüedad; no creía que existiesen en nuestros días. Pero no podría cerrar los ojos en paz ni siquiera después de muerto sí no pudiera agradecerte de cualquier manera.

Hablaron así alternativamente, y en cada réplica, emitida con todas las reglas de la cortesía, se acercaban más al asunto que los preocupaba. Finalmente Wang el Tigre dio a entender en palabras veladas que estaba resuelto a recibir en sus filas a todos los hombres del Leopardo que quisieran cambiar de bandera. Entonces el viejo magistrado, lleno de espanto, se apoyó en los brazos del sillón esculpido, y de pie exclamó:

—¿Quieres entonces reemplazarlo como jefe de ladrones?

Y se dijo que en tal caso estaba perdido, pues aquel extraño individuo de cejas negras que le había llegado de quién sabe dónde tenía aspecto más feroz y era más hábil que el mismo Leopardo. Después de todo, el Leopardo era ya conocido y sabían cuánto exigía. Y al pensar en esto el anciano magistrado empezó a gemir en voz alta, sin darse cabal cuenta de que lo hacía. Pero Wang el Tigre habló con rudeza, diciendo:

—No tienes por qué temer. No tengo intenciones de convertirme en ladrón. Mi padre era un hombre honrado que poseía tierras y de él recibí mi patrimonio. Yo no necesito robar nada. Además, mis dos hermanos son personas ricas y distinguidas. Si yo logro abrirme un futuro camino hacia la grandeza, será por mi pericia en la guerra y no por viles astucias como las que emplean los ladrones. No; ésta es la recompensa que espero de ti. Déjame permanecer aquí con mis hombres y nómbrame general en jefe del ejército. Figuraremos como parte de tu escolta y te protegeré contra los ladrones y protegeré también a la población. Tú deberás alimentarnos y entregarnos las entradas que nos correspondan, concediéndonos además la protección del Estado.

El anciano magistrado escuchaba todo esto con espanto, y dijo, con voz débil:

—Pero ¿qué haré con el general que ya tengo? No creas que abandonará tan fácilmente su puesto.

A lo que Wang el Tigre contestó, con valentía:

—Arreglaremos esto mediante un combate, como se acostumbra entre gentes de honor, y si él vence me retiraré dejándole mis hombres y mis fusiles. Si yo gano, deberá irse dejándome los suyos.

Entonces el magistrado, gimiendo y suspirando, pues era un erudito, un continuador de los sabios y un amante de la paz, envió en busca de su general. Al cabo de un momento se presentó un pomposo hombrecillo de vientre saliente, de barba escasa y cejas peinadas hacia arriba, con uniforme de guerra extranjero, dándoselas de fiero y valiente. Arrastraba un largo sable y golpeaba los pies con fuerza a cada paso que daba. Se inclinó tratando de parecer feroz.

Entonces, jadeante y transpirando, el anciano magistrado le hizo comprender de qué se trataba, mientras Wang el Tigre, sentado, con la mirada ausente, parecía pensar en otra cosa. Por fin el anciano magistrado guardó silencio e inclinó la cabeza, diciéndose para sí que entre esos dos no tardaría en morir; siempre había creído a su general hombre valiente, pues se arrebataba con facilidad, pero la ira de Wang el Tigre, más pronta y concentrada, estaba retratada en su fisonomía.

Pues bien; el pequeño general, de vientre saliente, quedó bastante molesto con lo que acababa de oír, y tomando el sable con su mano gordezuela pareció pronto a lanzarse contra Wang el Tigre. Pero éste vio el gesto antes casi de que lo hubiese hecho, aunque en ese momento pareciera mirar la terraza de peonías del patio, y levantando el labio superior y dejando al descubierto sus blancos dientes y enarcando sus espesas cejas se cruzó de brazos. Miró tan fija y severamente al pobre general, que el hombrecillo, cambiando de parecer, se tragó su cólera como mejor pudo. Como no era tonto, comprendió que su carrera había terminado, pues no se atrevía a medirse con Wang el Tigre. Dijo, por fin, al anciano magistrado:

—Hace tiempo que pienso que debería volver a casa de mi padre, pues soy hijo único, y está ya muy anciano. Nunca he podido hacerlo, porque los deberes que desempeñaba en esta honorable corte eran arduos y continuados. Además de este deber filial, me aqueja una enfermedad al vientre que me afecta de tiempo en tiempo. Tú no ignoras, señor, esta enfermedad y sabes que, a pesar del deseo que tenía de hacerlo, me ha impedido castigar, durante todos estos años, a esos ladrones. Ahora me retiro contento a mí aldea natal para cumplir con mi deber para con mi padre y para cuidar de mi enfermedad, siempre en aumento.

Dijo y saludó con terquedad; el anciano magistrado, levantándose, saludó a su vez, y dijo:

—Serás recompensado como mereces por estos años de fíeles servicios.

Y el magistrado, pesaroso, vio partir al pequeño general; suspirando se dijo que después de todo había sido un guerrero muy cómodo y que, si bien no había aniquilado a los ladrones, no era molesto tenerlo en casa, salvo cuando se dejaba arrastrar por la ira a propósito de cualquiera insignificancia sobre la comida o la bebida; pero ésos eran asuntos fáciles de arreglar. Y entonces el anciano magistrado lanzó una furtiva mirada a Wang el Tigre y se sintió molesto, porque éste era joven, de aspecto feroz y parecía tener carácter. Pero se limitó a decir en su tranquilo tono:

—Ahora tienes la recompensa que pedías Cuando el anciano general haya partido puedes llamar a tus soldados. Pero hay otra cosa. ¿Qué diré yo a mis superiores cuando sepan que he cambiado de general, y sobre todo cuando el anciano general presente quejas en mí contra?

Pero Wang el Tigre era inteligente y contestó al punto:

—Todo esto se convertirá en gloría para ti. Diles que alquilaste a un valiente que suprimió a los ladrones, y que lo retuviste a él y a sus hombres para que te sirvieran de guardia privada. Forzaremos entonces al general —y yo te ayudaré— a que escriba una carta pidiendo autorización para retirarse, nombrándome a mí en su lugar; y entonces tendrás la gloria de haberme alquilado y de haber, mediante mi ayuda, aniquilado a los ladrones.

Aunque apesadumbrado, el anciano magistrado vio que el plan no era malo y se manifestó más contento, aunque temía a Wang el Tigre y temía su barbarie sí un día se volvía contra él. Pero Wang el Tigre le dejó con su temor, pues eso le convenía, y sonrió con su helada sonrisa.

* * * *

Wang el Tigre se instaló en los patios, pues el invierno llegaba del Norte. Estaba contento con lo que había hecho; sus hombres estaban vestidos y alimentados, y como las entradas empezaban a llegar podría comprarles vestidos de invierno y nadie tendría frío ni hambre.

Cuando hubo llegado el invierno y todo estuvo arreglado, y cuando los días se sucedían con monótona continuidad, Wang el Tigre recordó en un momento de ociosidad a la mujer que tenía presa. Sonrió al pensar en ella y dijo al guardia de la puerta:

—Ve y saca de la prisión a la mujer que envié hace sesenta días o algo así. La había olvidado y aún no he determinado el castigo que le infligiré, pues trató de matarme. —Sonrió en silencio y continuó—: Apostaría a que ahora está domada.

Esperó, pues, sintiendo curiosidad por saber hasta qué punto estaría domada. Estaba sentado solo en su sala particular y a su lado tenía un brasero lleno de brasas ardientes. Afuera el patio estaba cubierto de nieve que caía en gruesos copos; cubría de una capa espesa las ramas de los árboles, pues aquel día no había habido viento, sino un frío agudo y helado por la humedad de la nieve que caía. Pero Wang el Tigre esperaba sin hacer nada, calentándose al lado del brasero, envuelto en un vestido de piel de oveja; y una piel de tigre colgaba del respaldo de su sillón, para preservarlo de las corrientes de aire.

Había transcurrido casi una hora cuando oyó un tumulto en el patio, y miró entonces hacia la puerta. El guardia llegaba con la prisionera, ayudado por otros dos. A pesar de eso, se debatía como podía de las cuerdas que la ataban. Pero los guardias la introdujeron por fuerza en la pieza, y la nieve entró en la sala con ella. Cuando por fin, lograron mantenerla quieta sólidamente delante de Wang el Tigre, el guardia dijo, excusándose:

—General, perdóname por haber tardado tanto en obedecer tus órdenes. Pero a cada paso hemos tenido que luchar con esta hechicera. Se había acostado desnuda en el lecho de su prisión, y por decencia no podíamos entrar, pues somos hombres respetables, casados y padres de familia; las otras mujeres de la prisión tuvieron que obligarla a vestirse. Las mordía, las rasguñaba y se resistía, pero por fin lograron cubrirla lo bastante para que pudiésemos entrar y arrastrarla afuera. Está loca, tiene que estar loca. Nunca habíamos visto una mujer así. En la prisión hay algunos que dicen que no es mujer, sino un zorro transformado en mujer por un diabólico designio de los demonios.

Pero la mujer, al oír esto, de una sacudida echó hacia atrás su cabellera suelta. La había cortado hacía tiempo, pero ahora le llegaba casi hasta los hombros. Chilló:

—No estoy loca, a menos que sea de odio contra él.

Y lanzando una maldición levantó la barbilla hacia Wang el Tigre y le lanzó un escupo. Y habría caído sobre él si éste no se hubiera echado hacía atrás y sí los guardias, al ver su intención, no la hubieran alejado de un tirón; el escupo cayó, silbando, sobre los carbones ardientes del brasero. El guardia, estupefacto, repitió convencido:

—Ya ves que está loca, mi general.

Pero Wang el Tigre no dijo nada. Se limitó a fijar sus ojos en la extraña criatura y a oír lo que decía, pues aun cuando lanzaba maldiciones no era el lenguaje de una mujer vulgar e ignorante. La miró atentamente y vio que era delgada, reducida ahora a una flacura excesiva, pero no por eso menos hermosa y altiva, y que en nada se parecía a una vulgar campesina. Tenía, sin embargo, pies grandes, como sí nunca hubiesen sido apretados, y eso no era costumbre en esas regiones para una mujer de buena familia. No comprendía nada en medio de todas estas contradicciones, y se limitaba a contemplarla, examinando sus hermosas cejas negras arqueadas encima de sus furibundos ojos, y sus labios delgados que dejaban al descubierto sus dientes blancos y unidos; y comprendió que era la mujer más hermosa que nunca viera. Sí, aun con su rostro pálido y adelgazado e iracundo, era hermosa. Dijo por fin, lentamente:

—Nunca te había conocido. ¿Por qué me aborreces?

Y la mujer, apasionada, contestó con voz clara y penetrante:

—Mataste a mi señor, y no descansaré hasta que lo haya vengado. Aunque me mates, no cerraré los ojos hasta que lo haya vengado.

Al oír esto, el guardia, lleno de horror, levantó el sable y gritó escandalizado:

—¿A quién estás hablando, bruja?

Y la habría golpeado en la boca con la hoja del sable si Wang el Tigre no le hubiera indicado que no había que tocarla. Wang el Tigre dijo entonces con su voz tranquila:

—¿Era el Leopardo tu amo?

Y ella exclamó con la misma penetrante y apasionada voz:

—¡Sí!

Entonces Wang el Tigre, inclinado con negligencia hacia adelante, dijo, tranquilo y despreciativo:

—Yo lo maté. Ahora tienes un nuevo amo, y ese amo soy yo.

Al oír esto, la mujer dio un paso hacia adelante como si hubiese querido arrojarse sobre él, pero los dos guardias la sujetaron vigilados por Wang el Tigre. Y cuando de nuevo la tuvieron atada sin poder moverse, el sudor corría de su frente, y jadeando y sollozante se obstinaba en fijar sus iracundos ojos sobre Wang el Tigre. Entonces él encontró sus ojos y la miró fijamente, y ella, desafiante, contestó su mirada como si no le temiera y como si hubiera resuelto hacerle bajar los ojos. Pero Wang el Tigre se limitaba a mirarla inflexiblemente, sin cólera aparente, con grande y tranquila paciencia.

La mujer resistió durante largo rato, pero por fin, mientras él, impasible, seguía mirándola, ella bajó los párpados, lanzó un grito, y volviéndose dijo a los guardias:

—Llevadme a la prisión.

Y no quiso mirarlo otra vez.

Entonces Wang el Tigre, sonriendo con su sonrisa triste, le dijo:

—Ya ves, te había dicho que tenías un nuevo amo.

Pero no contestó nada. Agotada, entreabrió los labios jadeando. Finalmente ordenó a los guardias que la llevaran, y se dejó conducir sin resistencia, contenta de alejarse de él.

Entonces Wang el Tigre sintió curiosidad por saber quién era y cómo había llegado a la cueva de los ladrones. Así pues, cuando el guardia volvió moviendo la cabeza y diciendo: «He tenido muchos salvajes entre mis manos, pero nunca como esa tigresa», Wang el Tigre le dijo:

—Di al jefe de la prisión que deseo saber quién es y por qué estaba en el refugio.

—No quiere contestar a ninguna pregunta —dijo el guardia—. No habla nada. Al principio rehusaba también comer, y ahora devora, no como si tuviera hambre, sino como si comiera para fortificarse y llevar a cabo algo que se propone. Las mujeres son curiosas y han ensayado todos los medios para hacerla hablar, pero todo ha sido inútil. Es tan orgullosa y obstinada, que creo que ni la tortura la haría hablar. ¿Le aplicamos tortura, mi general?

Wang el Tigre pensó durante un momento, y, apretando los dientes, terminó por contestar:

—Sí no hay otro medio, apliquemos tortura. Debe obedecerme. Pero no debes torturarla hasta que muera. —Y después de un momento agregó—: Y que no le quiebren ningún hueso ni le lastimen la piel.

Al final del día el guardia volvió una vez más para hacer su informe, y dijo consternado:

—Mi general, no es posible obligar a hablar a esta mujer sí la torturamos tan suavemente como para no romperle los huesos y ni echar a perder su piel. Se burla de nosotros.

Entonces Wang el Tigre lo miró sombríamente y dijo:

—Déjala por el momento. Y dale carne y vino para comer y para beber.

Y relegó el asunto en su memoria hasta que hubiera pensado qué hacer con ella.

Luego, mientras esperaba que le viniese una idea, Wang el Tigre envió a su fiel hombre de confianza hacía el Sur, a su antigua morada, y le ordenó contar a sus hermanos todo lo que le había sucedido y el triunfo que había logrado sin perder casi ningún hombre, y cómo se había atrincherado en esa región. No obstante advirtió al hombre diciendo:

—No debes ponderar demasiado lo que he hecho, pues esta pequeña plaza y este pequeño distrito no son sino el primer paso hacía la alta montaña de gloria que se yergue ante mí; y no debes hacer creer a mis hermanos que he llegado hasta donde deseo llegar, pues vendrán y me implorarán que ayude a tal o a cual de sus hijos, y estoy harto de sus hijos, a pesar de que no tengo el hijo que desearía tener. Cuéntales lo menos posible de mi triunfo, y cuéntaselo de modo que me envíen los fondos que aún necesito, pues tengo cinco mil hombres que alimentar y equipar, y comen como lobos. Pero diles que ya he comenzado y que continuaré hasta tener la provincia entera bajo mi mando, y después de ésta, otras provincias. No hay barreras en mi camino.

Todo esto prometió hacer el hombre de confianza, y vestido como un pobre peregrino que va a hacer sus devociones a algún templo lejano, partió hacia el Sur.

Wang el Tigre empezó entonces a organizar a sus hombres; y era verdad que tenía derecho a sentirse orgulloso de lo que había hecho. Estaba establecido honorablemente, y no como un vulgar jefe de ladrones, en la propia corte del magistrado y como parte del gobierno de la región. Y en todas partes su fama circulaba a través de la región, y en todas partes se hablaba de Wang el Tigre, y cuando abría listas de enrolamiento para cualquiera que quisiera combatir bajo sus órdenes, los hombres acudían en tropel. Pero los escogía cuidadosamente, separaba a los viejos y a los ineptos y a los que parecían de constitución débil, o medio ciegos o imbéciles, y los despedía lo mismo que a los soldados del Estado que no parecían capaces o fuertes, pues muchos de ellos habían entrado al ejército sólo para comer. Así Wang el Tigre se formó un poderoso ejército de cerca de ocho mil hombres, todos jóvenes y robustos y aptos para la guerra.

Tomó a los cien que tenía al principio, salvo los que habían muerto en el encuentro con los ladrones o que perecieron en el incendio del refugio, y los ascendió a sargentos o capitanes. Y cuando esto estuvo hecho, Wang el Tigre se guardó bien, como otros seguramente lo hubieran hecho en su lugar, de permanecer en la ociosidad y en el bienestar, comiendo y bebiendo. No; los obligaba a levantarse temprano, aun en invierno, y ejercitaba a sus hombres y les enseñaba todas las astucias de la guerra y de la batalla, y la manera de fingir un ataque y de preparar una emboscada, y el arte de la retirada sin dejar pérdidas. Les enseñaba todo lo que su mente le sugería, pues no tenía intenciones de permanecer en ese pequeño distrito del anciano magistrado. No, sus sueños crecían, y él los dejaba en plena libertad.