XIX

DURANTE el siguiente mes sucedió algo que el presuntuoso Wang el Tigre nunca hubiera creído sí alguien se lo hubiese contado. La fiebre de la guerra se extendió por toda la región cuando se supo que los grandes señores de la guerra habían dividido al país en dos partidos. En medio de esa fiebre los entusiasmos guerreros nacían por doquier y los hombres que estaban de ociosos o sin trabajo, o los que no querían trabajar, y los amantes de la aventura, y los hijos que no querían a sus padres, y los jugadores que habían perdido al juego, y todos los descontentos, aprovechaban el momento para hacer una demostración de cualquier especie.

En la misma región en que Wang el Tigre ejercía ahora su autoridad en nombre del anciano magistrado, estos rebeldes se unieron en bandas dándose el nombre de los Turbantes Amarillos, porque llevaban trozos de género amarillo en torno de sus cabezas, y empezaron a saquear el país. Al principio lo hicieron en forma tímida, limitándose a exigir comida a algún campesino, o bien comían en una posada de la aldea y se marchaban sin pagar, o pagando en parte, con rostros tan fieros y voces tan altas que el posadero, por miedo a un escándalo, se tragaba la pérdida lo mejor que podía.

Pero los Turbantes Amarillos, alentados por el creciente número de adictos, empezaron a desear fusiles, pues los únicos que poseían eran los de los soldados desertores que se habían unido a ellos. En consecuencia, hiciéronse más atrevidos en sus merodeos entre la gente del pueblo, aunque no se atrevían todavía a acercarse a las grandes ciudades. Por fin algunos labradores más valientes se presentaron donde Wang el Tigre, diciéndole que los merodeadores estaban cada vez más atrevidos a causa de su impunidad y que llegaban durante la noche para robar, y que, si no encontraban lo que buscaban, mataban sin remordimientos toda una casa de campesinos. Pero Wang el Tigre no sabía si debía creerles o no, pues cuando envió a sus espías para que interrogaran a otros campesinos hubo algunos más débiles que tuvieron miedo de hablar y negaron el asunto; y por esto durante un tiempo Wang el Tigre no le dio importancia, y porque, además, estaba preocupado en escoger el momento oportuno para declararse en favor de uno u otro partido en la gran guerra.

Pero había llegado el tiempo del fuerte calor del verano y muchos ejércitos avanzaban por las regiones del Sur, y muchos de estos soldados se sentían atraídos por las bandas de ladrones, cuyo número y atrevimiento aumentaban de día en día. En esta estación la caña del sorgo crece muy alta en esas partes, formando un perfecto escondite para los ladrones; y a tanto llegó su osadía, que la gente no se atrevía a caminar fuera de la carretera sino en grandes grupos.

No podría decirse si Wang el Tigre creía mala o no la situación, porque, en realidad, estaba a merced de sus hombres y debía creer lo que sus espías y hombres de confianza le decían; y todos trataban de alabarlo diciendo que nadie se atrevería a enfrentársele. Pero un día llegaron venidos del Este dos hermanos, dos labradores que traían una maleta de fibra de cáñamo. No quisieron abrir la maleta delante de nadie y a todas las preguntas contestaban con resolución.

—Esta maleta es para el general.

Y suponiendo que traían un obsequio para Wang el Tigre, los guardias los dejaron entrar a través de las puertas y llegaron hasta la sala de audiencia, donde éste, como de costumbre, se hallaba. Cuando los dos hermanos hubieron hecho las reverencias de rigor, sin decir una palabra abrieron la maleta de fibra y sacaron dos pares de manos, uno de una mujer vieja, duras y curtidas por el trabajo, con la piel rasgada y reseca, y otro de un hombre anciano con la palma callosa por el mango del arado. Los dos hermanos suspendieron las manos por los muñones en los que la sangre estaba negra y seca. Entonces el mayor de los hermanos, un hombre formal, de edad madura, de rostro cuadrado y honesto, dijo:

—Éstas son las manos de nuestros ancianos padres, que yacen ahora muertos. Hace dos días, los ladrones merodearon en nuestra aldea y cuando nuestro anciano padre les gritó que no tenía nada le cortaron las manos, y cuando mi madre valientemente los maldijo, se las cortaron también. Nosotros estábamos en los campos, pero nuestras mujeres escaparon gritando, y entonces nosotros acudimos con nuestras horquetas. Pero los ladrones se habían ido, pues no eran muy numerosos, sólo unos ocho o diez, y nuestros padres eran viejos. Nadie en la aldea se atrevió a auxiliarlos por temor de represalias. Señor, nosotros te pagamos un subido impuesto, además del que pagamos al Estado sobre la tierra y la sal, y sobre lo que compramos y vendemos, para ser protegidos de los ladrones. ¿Qué piensas hacer?

Y mostraron las encallecidas y yertas manos de sus ancianos padres.

Wang el Tigre no se manifestó enojado, como muchos lo hubieran hecho en su lugar al oír tan atrevido discurso. No; estaba asombrado y furioso, no porque los campesinos se hubieran atrevido a dirigirse a él, sino porque tal cosa sucediera en esas regiones. Llamó a sus capitanes, que fueron llegando a medida que los encontraban, hasta que hubo unos cincuenta en la sala.

Entonces Wang el Tigre levantó las manos sin vida que desamparadas yacían sobre las losas del piso, y mostrándoselas les dijo:

—Éstas son las manos de dos pobres labradores que fueron saqueados y robados en el día, mientras sus hijos trabajaban en los campos. ¿Quién sale primero a combatir contra estos merodeadores?

Los capitanes se miraron excitados por el espectáculo y por la idea de que los ladrones se atrevían a robar en tierras que les pertenecían, y decían:

—¿Dejaremos que esto continúe en esta tierra dónde tenemos el primer derecho? ¿Dejaremos crecer a estos malditos ladrones en nuestras propias tierras?

Y exclamaron en voz alta:

—¡Iremos a combatir contra ellos!

Wang el Tigre, volviéndose entonces hacia los dos hermanos, dijo:

—Volved a vuestros hogares en paz y confianza. Mañana saldrán éstos, y yo no descansaré hasta saber quién es el jefe de estos ladrones, y entonces tendrá que habérselas conmigo, como el Leopardo.

A lo que el hermano menor dijo:

—Señor, creemos que todavía no hay jefe alguno; vagan en pequeñas bandas separadas que no tienen de común sino el nombre y buscan un hombre poderoso que los guíe.

—Si es así —respondió Wang el Tigre—, será fácil dispersarlos.

—Pero no extirparlos —dijo el hermano mayor, bruscamente.

Los dos hermanos permanecieron allí como si tuvieran algo más que decir y no supieran cómo decirlo; y después de un momento, impaciente porque no se iban, Wang el Tigre comprendió que desconfiaban de él; dijo entonces, enojado:

—¿Dudáis de que sea bastante fuerte, yo que maté al Leopardo, un poderoso ladrón que vivió a costa de vosotros durante más de veinte años?

Ambos hermanos se miraron, y el mayor, tragando saliva, dijo pausadamente:

—No, señor, no es eso. Pero tenemos algo que decirte en privado.

Entonces Wang el Tigre se volvió a sus capitanes, que aún permanecían allí, y les ordenó que salieran a preparar a sus hombres. Y cuando todos hubieron salido, excepto uno o dos que siempre permanecían a su lado, el hermano mayor cayó de rodillas con el rostro pegado en tierra, y, golpeando tres veces la cabeza contra las baldosas, dijo:

—No te enojes, señor. Somos pobres, y cuando pedimos un favor, es que no nos queda otra cosa que hacer, pues no tenemos dinero para pagar sobornos que aseguren su realización.

Wang el Tigre respondió sorprendido:

—¿Qué significa eso? No pido dinero si se trata de algo que puedo hacer.

El hombre contestó humildemente:

—Cuando veníamos para acá, los aldeanos trataron de disuadirnos, porque decían que si llegaban los soldados serían peores que los ladrones, ya que exigen mucho más, y nosotros somos gente pobre que debemos trabajar para comer. Los ladrones llegan y se van, pero los soldados viven en nuestras casas y miran a nuestras mujeres, y se comen todo lo que guardamos para el invierno y no nos atrevemos a oponernos porque tienen armas. Señor, si tus soldados son así, no los envíes entonces; sufriremos lo que debamos sufrir.

Wang el Tigre, furioso cuando oyó esto, se levantó y gritó a sus capitanes que se presentaran, y cuando fueron llegando en grupos de dos y de tres, con el rostro congestionado y las cejas bajas, rugió:

—Esta región que gobierno es lo bastante pequeña para que los hombres puedan ir y regresar al tercer día; y así lo tendréis que hacer. Cada hombre no debe estar lejos durante más de tres días, y si alguno trata de abusar de la gente, lo mataré. Sí alguno vence a los ladrones y los hace huir, lo recompensaré con dinero, alimentos y vino, pues no soy jefe de ladrones ni tengo banda de ladrones.

Y miró fijamente a los capitanes de una manera tan feroz; que todos se apresuraron a prometer lo que deseaba.

Así procedió Wang el Tigre y despidió a los hermanos, tranquilizados; ellos tomaron las manos de sus padres y reverentemente las colocaron en la maleta de fibra de cáñamo para poder enterrarlas con el resto de los cuerpos, y regresaron a su aldea alabando a Wang el Tigre.

* * * *

Pero cuando Wang el Tigre hubo despedido a los hermanos y reflexionado sobre lo que había prometido, se sintió consternado al ver hasta dónde lo había arrastrado su buen corazón; meditabundo, se sentó en su pieza, pues no estaba dispuesto a perder a sus hombres y fusiles en un encuentro con ladrones. Comprendía también que debía haber en su ejército, como los hay en todos, algunos ociosos que permanecían allí en espera de un puesto mejor y que seducidos por los ladrones podían partir llevándose sus fusiles. Aunque tarde, se dio cuenta de que se había dejado impresionar por la prenda que traían los hermanos.

Y, mientras estaba sentado allí, llegó un mensajero con una carta de su hermano Wang el Mercader. Wang el Tigre rompió el sobre, sacó la carta y la leyó. En palabras ambiguas e indirectas, su hermano le decía que los fusiles habían llegado y que serían llevados a cierto lugar, un día fijo, y que iban ocultos en sacos de trigo importado para fabricar harina en los grandes molinos del Norte.

Wang el Tigre se sintió más perplejo que nunca, pues tenía que recoger los fusiles y sus hombres estaban dispersos por todo el país en persecución de los ladrones. Sentado echaba maldiciones, cuando entró la mujer que amaba. Caminaba con una gracia y languidez inusitadas, pues era pleno verano; llevaba sólo una blusa y un pantalón de seda blancos y había desabotonado su blusa, dejando al descubierto su cuello suave y redondeado, más pálido que el rostro.

A pesar de sus maldiciones y hastío, Wang el Tigre se sintió cogido y retenido a la vista del hermoso pecho. Tuvo deseos de hundir los dedos en ese cuello pálido y esperó que ella se acercase. Se sentó ella al lado de la mesa y le dijo, mirando la carta que aún estaba allí:

—¿Ha habido alguna dificultad que tienes esa cara tan sombría y enojada? —Esperó un instante y, riéndose con risa aguda, continuó—: Espero que no sea así, pues temería que me mataras con esas miradas que ahora tienes.

Wang el Tigre le tendió la carta sin decir una palabra, con los ojos fijos en su garganta desnuda y en la piel satinada que se perdía entre sus pechos. Había llegado a tal punto con esta mujer, que bastó ese instante para que le contara todo. Tomó ella la carta y la leyó, y él se sintió orgulloso de que supiera leer, juzgándola por sobre toda belleza cuando, inclinada sobre la carta, la leía moviendo sus labios delgados y pronunciados. Llevaba el cabello liso y aceitado, atado con una redecilla de seda negra, y de sus orejas colgaban anillos de oro.

Después de haber leído la carta la metió en el sobre y la colocó sobre la mesa. Wang el Tigre la miraba sin despegar los ojos de sus manos ligeras, finas y prontas; dijo por fin:

—No sé cómo ir a buscar esos sacos de trigo. Debo conseguirlos por astucia o por fuerza.

—No es difícil —dijo la mujer, con calma—. Fuerza y astucia son cosas fáciles. He ideado un plan mientras leía la carta. No tienes sino que enviar una parte de tus hombres como si fuesen ladrones, los ladrones de que la gente habla todos los días, que fingirán robar el trigo, y, ¿quién puede saber que tú tienes algo que hacer con ellos?

Wang el Tigre al oírla decir esto rió con su risa muda, y, atrayéndola hacia sí, pues estaban solos en la pieza, satisfizo su deseo de acariciar con sus rudas manos la carne suave; dijo:

—Nunca ha habido una mujer tan inteligente como tú. Qué bendición fue el día que maté al Leopardo.

Y después de haber satisfecho su deseo salió y llamó al Gavilán para decirle:

—Los fusiles que necesitamos están en un sitio a treinta millas de aquí, en el cruce de los ferrocarriles. Están en sacos de trigo como para ser enviados a los molinos del Norte. Toma quinientos hombres, y armaos y vestíos como una banda de ladrones y apoderaos de esos sacos, fingiendo llevarlos a un refugio cualquiera. Pero en un sitio vecino deberás tener listos carretas y asnos, y traerás aquí los sacos y lo demás.

El Gavilán era un hombre hábil que confiaba en su cabeza y en su astucia, en tanto que el Matador de Cerdos confiaba en sus dos puños enormes como cuencos de barro; una hazaña así era de su agrado y, contento, se inclinó. Wang el Tigre dijo aún:

—Te recompensaré cuando los fusiles estén aquí y cada hombre recibirá una recompensa proporcionada a lo que haya hecho.

Cuando hubo hecho esto, Wang el Tigre volvió a su pieza. La mujer se había ido, pero él se sentó en su sillón de madera esculpida, que tenía un cojín de caña trenzada; a causa del calor, desató su cinturón y el cuello de su túnica y permaneció descansando y pensando en el pecho de la mujer, maravillado de que la carne pudiese ser tan suave y la piel tan lisa.

No se fijó en que la carta de su hermano había desaparecido, pues la mujer la había tomado y hundido entre sus pechos, tan adentro, que sus manos no alcanzaron a tocarla.

Cuando hacía medio día que el Gavilán había partido, Wang el Tigre, antes de acostarse, salió a tomar el fresco de la noche y se paseó por el patio hasta cerca de una puerta lateral que daba a la calle, una calle por donde pasaba poca gente y solamente durante el día. Y mientras caminaba oyó el chillido de un grillo. Al principio no prestó atención, porque estaba preocupado por otras cosas. Pero el grillo volvió a cantar, y entonces lo oyó y se dijo que no era la estación de los grillos; entonces, por simple curiosidad, miró para ver dónde se ocultaba el insecto. Llegó a la puerta y, cuando miraba hacia afuera, vio la silueta informe de alguien que se ocultaba detrás de esta puerta. Con la mano en su espada avanzó un paso y vio entonces el rostro marcado y pálido de su sobrino. El muchacho susurró, jadeante:

—No hagas ruido, tío. No digas a tu dama que estoy aquí. Pero sal a la calle en cuanto puedas y nos encontraremos en la primera encrucijada. Tengo algo que decirte, que no puede esperar.

El muchacho desapareció entonces como una sombra, pero Wang el Tigre no quiso esperar y, siguiendo en pos de la sombra, llegó primero a la cita. Luego vio llegar a su sobrino deslizándose a lo largo de los muros; y le preguntó, entonces, extrañado:

—¿Qué te pasa, que te arrastras como un perro apaleado?

Y el muchacho murmuró:

—Chist, he sido enviado a un sitio lejos de aquí por tu dama, y es tan lista que no sería raro que me vigilara; dijo que me mataría si te lo repetía y no es la primera vez que me amenaza.

Cuando Wang el Tigre oyó esto se sintió demasiado asombrado para hablar. Tomando al muchacho lo levantó casi en el aire y lo arrastró hasta una callejuela vecina, ordenándole entonces que hablara. El muchacho, con la boca pegada al oído de Wang el Tigre, susurró:

—Tu esposa me envió con esta carta para alguien, pero no sé para quién, pues no la he abierto. Me preguntó sí sabía leer, y yo de contesté que no, pues había sido educado en el campo, y entonces me dio esta carta, ordenándome que la entregara a un hombre que estaría hoy en la noche en la casa de té en el barrio Norte; y me dio una moneda de plata por el mandado.

Metió la mano en el pecho y sacó una carta que Wang el Tigre tomó sin despegar los labios. Siempre mudo, avanzó por el camino hasta una callejuela donde un viejo había abierto una solitaria tiendecilla, en la que vendía agua caliente, y allí, a la luz vacilante de una lámpara de aceite de fréjoles que colgaba de un clavo en la muralla, Wang el Tigre abrió la carta y leyó. Y a medida que leía se percataba de la existencia de un complot. Ella —su mujer— había hablado a alguien de sus fusiles. Sí, era claro que se había entendido con alguien para traicionarlo, y en su carta ordenaba una última recomendación:

«Cuando tengáis los fusiles y estéis reunidos, iré a juntarme con vosotros».

Cuando Wang el Tigre leyó esto creyó que la tierra se hundía bajo sus pies y que el cielo se desplomaba aplastándolo. Había adorado a esa mujer con tanto fervor, que nunca hubiera imaginado que podía traicionarlo. Había olvidado las advertencias de su hombre de confianza y no veía el aire consternado de ese hombre; amaba a la mujer de tal manera que no tenía sino un deseo: que le diera un hijo. Con qué ardor le preguntaba si había concebido o no. La había amado tanto que no podía creer que su corazón no le correspondiera. En aquel instante había estado esperando reunirse con su amada, esperando que llegase la noche. Ahora comprendía que ella nunca lo había amado. Era capaz de complotar en el preciso momento en que él estaba en vísperas de dar un paso decisivo en la guerra. Era capaz de complotar y de permanecer acostada en su lecho toda la noche y fingir pena, cuando él la interrogaba sobre el hijo. Lo embargó de pronto tal ira, que no podía casi respirar. Su antigua cólera lo dominó por completo. Su corazón latía resonando en sus oídos, sus ojos se obscurecían y sus cejas se contraían hasta hacerle daño.

Su sobrino lo había seguido y permanecía delante de la puerta, pero Wang el Tigre lo hizo a un lado sin decir una palabra, sin darse cuenta siquiera de que, en la violencia de su cólera, lanzaba al muchacho sobre las filudas[19] piedras del camino.

Regresó a sus patios impulsado por la cólera, y mientras avanzaba desenvainó su espada, la hermosa espada del Leopardo, y la limpió sobre su pierna.

Se fue a la pieza donde la mujer reposaba sobre el lecho, con las cortinas corridas a causa del calor. Descansaba allí, y la luz de la luna de aquella noche, levantándose por encima del muro del patio, daba de lleno sobre su cuerpo. Estaba desnuda sobre el lecho, con las manos colgando, una de ellas medio abierta sobre el borde de la cama.

Pero Wang el Tigre no esperó. Aunque comprendía que era tan hermosa como una estatua de alabastro bajo la luz de la luna y que bajo su ira se ocultaba un dolor peor que la muerte, no se detuvo. Recordaba sólo que lo había engañado y que había querido traicionarlo, y en su furor levantó la espada y sin vacilar la hundió en su pecho. Retorció la hoja y la sacó, limpiándola sobre la colcha de seda.

De los labios de la mujer no salió sino un sonido inarticulado, pues la sangre la ahogó y él no entendió lo que decía: cuando su espada penetró en su pecho, sus brazos y piernas se encogieron y abrió los ojos desmesuradamente. Luego, murió.

Pero Wang el Tigre no quería pensar en lo que había hecho. Salió al patio dando zancadas y llamó a sus hombres, y en medio de su ira dio sus órdenes con voz dura y firme. Sin perder un minuto, era preciso acudir en auxilio del Gavilán, para tratar de coger los fusiles antes que los ladrones. Tomó consigo a todos los hombres restantes, salvo a doscientos que dejó al mando de su fiel hombre de confianza, elevado a grado de capitán.

Al franquear la puerta vio al viejo que la custodiaba bostezando atontado por este insólito tumulto, y le gritó mientras pasaba por su lado, a caballo:

—Hay algo en mi dormitorio. Ve y sácalo fuera, y échalo a un canal o a alguna charca. Preocúpate de eso antes que regrese.

Y Wang el Tigre se alejó altivo y orgulloso. Pero su corazón secretamente destilaba sangre en sus entrañas y en vano meditaba y avivaba la llama de su cólera, pues su corazón seguía sangrando. Y, sin detenerse, empezó de pronto a gemir, aunque nadie lo oía en medio del sordo estruendo del galope de los caballos entre el polvo del camino. Ni siquiera él mismo se daba cuenta de que gemía sin cesar.

* * * *

Todo el país recorrió Wang el Tigre con sus hombres en busca del Gavilán; había transcurrido la noche y el sol del día caía a plomo sobre ellos, pues era un día sin viento. Pero Wang el Tigre no quería que sus hombres descansasen porque la preocupación le impedía descansar; y, al caer la noche, en el camino que va de Norte a Sur, encontró al Gavilán a la cabeza de su destacamento de infantería. Al principio Wang el Tigre no estaba seguro de si eran o no sus propios hombres, pues el Gavilán había cumplido sus órdenes y los soldados iban vestidos con harapos y con un trapo amarillo alrededor de sus cabezas.

Pero al fin Wang el Tigre vio que eran sus propios hombres. Desmontó de su caballo alazán y, sentándose debajo de un dátil que crecía al lado del camino, esperó que el Gavilán se acercara. Mientras más esperaba más temía que su ira se disipara y se esforzaba por recordar, con furioso dolor, cuán grande había sido su decepción. Pero el secreto de su dolor y de su ira era que, aunque la mujer hubiese muerto, continuaba amándola; aunque estaba contento de haberle dado muerte, suspiraba por ella con pasión.

Cuando el Gavilán se acercó, rugió con los ojos apenas levantados, escondidos casi bajo sus cejas:

—Apostaría a que no tienes los fusiles.

Pero el Gavilán, que tenía la lengua pronta y era de humor vivo y orgulloso, contestó con calor y sin palabras de cortesía:

—¿Cómo podía yo saber que los ladrones estaban al tanto sobre los fusiles? Habían sido informados por algún espía y llegaron antes que nosotros. ¿Qué podía hacer yo?

Y mientras hablaba arrojó el fusil al suelo y se cruzó de brazos con insolencia, para demostrar que no se dejaría aplastar.

Entonces, Wang el Tigre se levantó lentamente del pasto y se apoyó contra el escamoso tronco del dátil, desabrochó su cinturón y lo ató más apretado antes de hablar. Por fin dijo, con inmenso cansancio y gran amargura:

—Veo que todos mis buenos fusiles han desaparecido. Tendré que combatir con los ladrones para recuperarlos. Pues bien, sí tenemos que pelear, pelearemos. —Se sacudió con impaciencia, escupió y continuó con nuevo vigor—: Salgamos en su busca, y si la mitad de vosotros muere en la refriega, tanto peor, moriréis, yo no puedo evitarlo. Necesito mis fusiles, y si un fusil me cuesta diez hombres o más, tanto peor; encontraré diez hombres por cada fusil y el fusil bien los vale.

Y montando sobre su caballo sujetó con violencia al animal, encabritado porque le impedían comer el suculento pasto que allí había. El Gavilán lo contemplaba, sin moverse, con aire pensativo, y terminó por decir:

—Yo sé dónde están los ladrones. Están reunidos en el antiguo refugio, y apostaría que tienen allá los fusiles. No sé quién es el jefe, pero estos últimos días han dejado a los campesinos en paz: deben haberse reunido para elegir un jefe.

Wang el Tigre sabía quién debía ser el jefe, pero sin decir nada se contentó con dar la orden de avanzar contra el refugio, diciendo:

—Iremos allá y dispararéis sobre ellos. Cuando el fuego haya cesado parlamentaré, y cada hombre que traiga un fusil, podrá enrolarse en mis filas. Por cada fusil que trajereis recibiréis una moneda de plata.

Y montó de nuevo en su caballo.

Otra vez escaló los senderos del sinuoso valle que llegaba a la montaña de la doble cima y seguido por sus hombres, vestidos con harapos. Los campesinos que trabajaban en los campos levantaban los ojos extrañados y los soldados les gritaban:

—Vamos a pelear contra los ladrones.

Y los campesinos a veces replicaban con calor:

—Buena hazaña.

Pero muchos no decían nada, y miraban agriamente a los soldados atravesar sus campos de trigos, de repollos y de melones, pues no creían que nada bueno pudiera venirles de los soldados, tan cansados estaban de ellos.

Una vez más Wang el Tigre subió por el sendero de la montaña de doble cima, donde el desfiladero se pierde entre los acantilados; desmontó y llevó su caballo de la brida, y todos los hombres que iban montados lo imitaron. Pero no se preocupaba de ellos. Caminó como si estuviera solo, con el cuerpo inclinado hacia la montaña, recordando a la mujer y la locura con que la había amado; y tanto la amaba aún, que lloraba y las lágrimas le impedían ver el musgo de las gradas. Pero no se arrepentía de haberla matado. No; a pesar de su amor comprendía que una mujer así, capaz de engañarlo con tanta perfección cuando acogía su pasión con sonrisas y franqueza, no podía ser sincera sino estando muerta; murmuró para sí: «Después de todo, era mitad mujer y mitad zorro».

Condujo entonces a sus hombres resueltamente hasta lo alto de la montaña y, cuando estuvo cerca del término del desfiladero, envió al Gavilán con cincuenta hombres para que viesen qué sucedía en el refugio, mientras él esperaba a la sombra de un bosque de pinos, porque el sol era demasiado ardiente. En menos de una hora el Gavilán estaba de vuelta y presentó su informe:

—No están preparados, pues tratan de reconstruir el refugio.

—¿Viste si tenían un jefe? —preguntó Wang el Tigre.

—No, no vi jefe alguno —contestó el Gavilán—. Me acerqué tanto, que alcancé a oír lo que decían. Son ignorantes e inexpertos en el robo, el desfiladero no está custodiado y ellos están disputando por las casas menos destruidas.

Eran éstas buenas noticias. Wang el Tigre dio una orden a sus hombres y subió el desfiladero corriendo. Mientras corría lanzaba gritos y ordenó a sus hombres que se precipitaran dentro del refugio y que cada uno matara a lo menos un bandido, y que luego se detuvieran para que él pudiera parlamentar.

Así lo hicieron, y Wang el Tigre permaneció a un lado y sus hombres se precipitaron en el refugio y dispararon todos de una vez; los ladrones caían, contorsionándose y lanzando imprecaciones, mientras morían o yacían moribundos. En realidad, no estaban preparados, no pensaban sino en sus casas y en su instalación. Debía haber de tres a cinco mil reunidos en el refugio; como hormigas en un hormiguero, todos se ocupaban de levantar las paredes de barro y en acarrear vigas y paja para cubrir los techos, haciendo proyectos de futuras grandezas. Cuando se vieron sorprendidos, todos abandonaron su tarea y empezaron a correr de aquí para allá, enloquecidos, y Wang el Tigre comprendió que no había nadie que los guiara, que aún no tenían un jefe determinado. Por primera vez, un pálido rayo de luz penetró en el corazón de Wang el Tigre, pues sabía quién debía poner orden allí; comprendió que tarde o temprano habría tenido que reñir con la mujer que amaba y más valía haberla muerto como lo había hecho.

Cuando pensó en esto, su antigua creencia en su destino se despertó en él, y, llamando a sus hombres con voz de mando, gritó a los ladrones sobrevivientes:

—Soy Wang el Tigre, que gobierna esta región, y no soportará ladrones. No tengo miedo de matar ni de morir. Mataré hasta el último si creéis que podéis uniros en mi contra. Esto no impide que sea un hombre clemente, y dejaré el camino libre a aquéllos de vosotros que sean honrados. Vuelvo ahora a mi campamento en el distrito. Durante los próximos tres días admitiré en mis filas a todo hombre que se presente con un fusil, y si lleva dos, recibirá una gratificación en dinero por el fusil sobrante.

Después de haber dicho esto llamó secamente a sus hombres y todos en tropel bajaron por el desfiladero. Pero tuvo buen cuidado de hacer volver a algunos, para que custodiaran con sus fusiles el camino, por temor de que un ladrón, más atrevido que los otros, les disparara por la espalda. Pero la verdad es que estos ladrones eran gente muy ignorante. Habían entrado al complot animados por la mujer que había sido del Leopardo y se habían apresurado en apoderarse de los fusiles, pero muy pocos sabían manejarlos, salvo los soldados desertores; y no se atrevieron a disparar contra Wang el Tigre por temor de que esto equivaliera a retorcer los bigotes a un tigre que, furioso, se abalanzaría entonces sobre ellos, destruyéndolos.

Había completo silencio en la montaña y ningún ruido salía del refugio; sólo se oían el viento que agitaba los pinos y el canto de algún pájaro. Condujo a sus hombres por el desfiladero y a través de los campos, y los soldados decían a todos los campesinos que encontraban:

—Tres días más y los ladrones se habrán ido.

Muchos de los labradores se mostraban contentos y agradecidos, pero muchos eran precavidos en sus miradas y en sus palabras, y esperaban ver qué les exigiría Wang el Tigre, pues nunca habían oído decir que un señor de la guerra hiciera nada por una región sin pedir mucho en cambio.

Wang el Tigre regresó entonces a su recinto y dio a cada uno de sus soldados una gratificación en monedas de plata y ordenó vino de bastante buena clase para cada hombre, lo suficiente para reconfortarlo, pero no para emborracharlo. Y les dio también unos platos de alimentos especiales. Después esperó que transcurrieran los tres días.

Uno por uno o en grupos de dos, o cinco o diez empezaron a llegar los ladrones de todas partes, llevando sus fusiles consigo. Era raro que un hombre llevara dos, porque si había encontrado más de uno, iba entonces acompañado de un amigo o de un hermano, pues muchos de esos hombres estaban faltos de alimento y contentos de encontrar un servicio asegurado bajo un jefe cualquiera.

Wang el Tigre ordenó recibir en su ejército a todo hombre válido y no demasiado viejo, y a los que rechazaba tomábales el fusil dándoles dinero en cambio. Pero a los que recibía daba comida y buenos vestidos.

Cuando los tres días hubieron pasado, concedió otros tres días de gracia, y después de éstos, otros tres más: y los hombres llegaban día tras día, tanto que los patios y los campamentos estuvieron repletos y Wang el Tigre se vio obligado a alojar sus hombres en las casas de la ciudad. A veces un padre de familia llegaba a quejarse de que su casa estaba atestada de gente, y su familia relegada a una o dos piezas. Si era joven y presuntuoso en sus quejas, Wang el Tigre lo amenazaba, diciendo:

—¿Puedes remediarlo? ¿No? Sopórtalo entonces. ¿O prefieres tener ladrones que te despojen de todo?

Pero sí el que se quejaba era un anciano que se expresaba cortésmente, entonces Wang el Tigre le daba dinero o un regalo cualquiera, diciéndole:

—No es sino por un tiempo, pues luego partiré a la guerra. No siempre me contentaré con este pequeño distrito por capital.

Y decía en todas partes y a todos, y lo decía con feroz amargura, pues él no tenía mujer y se irritaba pensando en que un hombre estuviese con una mujer:

—Si uno de mis soldados mira una mujer que le está vedada, hacédmelo saber y morirá.

Y alojó en las casas más próximas a los nuevos soldados, amenazándolos con vehemencia si osaban mirar a una mujer honesta.

A cada soldado pagó también lo que le había prometido. Sí; aunque estuviera escaso de plata, pues cerca de cuatro mil hombres provenientes de los ladrones se habían unido a él, y contaba solamente con dos mil y poco más de los tres mil fusiles que su hermano le había comprado, pagó a todos y todos quedaron contentos. Pero sabía que no siempre podría hacer esto, a menos de encontrar algún nuevo impuesto, pues ahora había tenido que sacar de sus reservas secretas; y es éste un procedimiento peligroso para un señor de la guerra, pues si llega a ser derrotado y tiene que retirarse a alguna parte durante un tiempo, no tendrá con qué alimentar a sus hombres. Y Wang el Tigre empezó a cavilar sobre un nuevo impuesto.

En ese tiempo los espías que Wang el Tigre había enviado empezaron a llegar, pues el verano iba a terminar; todos traían las mismas noticias; los generales del Sur habían sido rechazados una vez más y los del Norte quedaban victoriosos. No dudó de esto Wang el Tigre, por cuanto durante las últimas semanas no había sido presionado como antes por el general de la provincia para que enviara sus tropas a combatir a su favor.

Wang el Tigre se apresuró, pues, a enviar a su sobrino y a su fiel hombre de confianza portadores de una carta a la capital de la provincia, una carta cortés en la que manifestaba su pesar por haber tenido que combatir durante tanto tiempo a los ladrones del país, pero que ahora estaba pronto a unir sus fuerzas al Norte contra el Sur, y envió presentes.

Pero su destino lo ayudó de nuevo: el mismo día en que los dos mensajeros llegaban a la capital con la carta se pactaba una tregua y los rebeldes partían hacia el Sur, para rehacerse, y los ejércitos del Norte recibían como botín los tres días establecidos de saqueo como recompensa por su victoria. Así, pues, cuando el general de la provincia recibió el testimonio de fidelidad de Wang el Tigre, le contestó cortésmente aceptando y agregando que la guerra estaba terminada, pues había llegado el otoño, pero que, sin duda, habría nuevas guerras y que la primavera volvería y que Wang el Tigre debía estar pronto para entonces.

Ésta fue la respuesta que los dos mensajeros trajeron a Wang el Tigre; y se sintió contento, pues sabía que su nombre figuraría entre los de los generales victoriosos, y no había perdido ni un hombre ni un fusil y su gran ejército permanecía intacto.