VIII

EMPEZÓ entonces la extraña empresa que, si el alma de Wang Lung no hubiese estado en alguna lejana región, habría hecho levantarse su cuerpo de la tierra donde dormía, pues durante su vida lo que más había aborrecido era la guerra y los soldados. Y por ese motivo, ahora su tierra sería vendida. Pero dormía allí y seguiría durmiendo y no había nadie que impidiera que sus hijos hiciesen lo que estaban haciendo. No, no había nadie, salvo Flor de Peral, que por mucho tiempo ignoró lo que hacían. Los dos hijos mayores la temían por su fidelidad para con su padre y se ocultaron de ella.

Cuando Wang el Segundo regresó a su casa, dijo a Wang el Mayor que fuese a la casa de té, donde podrían conversar en paz, bebiendo sendas tazas de té. Pero en esa ocasión Wang el Segundo escogió un rincón escondido, donde no había ni puerta ni ventana en las murallas; y se sentaron de manera de poder ver si alguien se acercaba, y juntando sus cabezas por sobre la mesa, cuchichearon a medias palabras. De ese modo Wang el Segundo contó a su hermano lo que planeaba Wang el Tigre; mientras que ahora que había vuelto a su casa y a las tareas acostumbradas de su vida el plan del soldado le parecía un sueño, y un sueño imposible, el hermano mayor lo escuchó como algo maravilloso y fácil de realizar. Se excitaba oyendo desarrollar el plan, porque se veía llegado a la cúspide de sus más locas ambiciones: hermano de un rey. Era hombre de poca cultura y menos discernimiento, que gustaba ver piezas de teatro; y había visto muchas y muy antiguas que relatan las hazañas de los héroes fabulosos de la antigüedad que fueron al principio hombres vulgares y que gracias a la destreza de sus armas, a sus estratagemas e inventivas llegaron hasta fundar dinastías. Se veía convertido en el hermano de uno de ésos, o, más todavía, el hermano mayor de uno de ésos; y con los ojos brillantes balbuceó roncamente:

—Siempre dije que nuestro hermano no se parecía a los demás muchachos. Fui yo quien convenció a nuestro padre de que lo sacara del campo y pagara un preceptor para que le enseñara todo lo que debía saber el hijo de un terrateniente. Espero que mí hermano no olvide lo que su hermano mayor hizo por él; si no hubiera sido por mí, habría sido un cualquiera en las tierras de mi padre.

Y bajó los ojos contento de sí mismo, y por encima de su enorme barriga alisó el hermoso vestido de satén rojo que llevaba; pensó entonces en su segundo hijo, diciéndose que toda la familia subiría con él y que tal vez él llegaría a ser noble. Seguramente su hermano lo ennoblecería cuando fuese rey. Los libros que había leído contaban tales cosas y también las había visto en el teatro. Entonces Wang el Segundo, que dudaba más y más a medida que volvía en él y a quien la temeraria empresa parecía tan alejada de su tranquila ciudad, cuando vio la imaginación de su hermano mayor corriendo desenfrenada, sintió envidia, y su misma cautela lo hizo codicioso, y pensó para sí:

«Debo tener cuidado, no sea que casualmente haya algo de verdad en lo que sueña mi hermano menor. No debo, pues, alejarme mucho y estar pronto en compartir sus triunfos».

Dijo, pues, en alta voz:

—Bien, pero yo debo proporcionar el dinero, y sin mí no puede hacer nada. Debe recibir lo que necesita hasta que pueda establecerse, y cómo obtendré tanto, no lo sé aún. Después de todo, yo no soy hombre muy rico, y ni siquiera rico me creen los potentados de la riqueza. Los primeros meses puedo procurarme el dinero vendiendo sus tierras y después venderemos otras tú y yo. Pero ¿qué haremos si no ha triunfado entonces?

—Lo ayudaré, lo ayudaré —dijo el mayor, apresuradamente, pues no podía soportar la idea de que alguien hiciera más que él por su hermano menor.

Los dos hombres se levantaron entonces movidos por su ansía común, y Wang el Segundo dijo:

—Vamos otra vez a visitar las tierras y ahora venderemos.

Y cuando los dos hermanos salieron al campo, recordaron a Flor de Peral, y no se acercaron a la casa de barro. Montaron sobre dos burros que, con otros muchos, se encontraban en la puerta de la ciudad para ser alquilados por sus dueños, y de ese modo caminaron por los angostos senderos entre los campos; y los muchachos conductores de los burros corrieron detrás de ellos, golpeándolos en el anca, gritando para apurarlos, y así caminaron hacía el Norte, lejos de casa y de ese pedazo de tierra. La bestia de Wang el Segundo avanzaba de buenas ganas, pero la otra se tambaleaba sobre sus delicadas patas, bajo el peso inmenso de Wang el Mayor, que engordaba más y más cada mes; y era cosa cierta que dentro de diez años o algo así sería una maravilla en la ciudad y en el campo, pues ahora que sólo bordeaba los cuarenta y cinco años tenía esa cintura y esas mejillas colgantes, gruesas como nalgas. Debían, pues, esperar a la recargada bestia, pero, a pesar de ello, visitaron todos los inquilinos cuyas tierras habían sido destinadas previamente a la venta. Y Wang el Segundo preguntó a cada hombre si deseaba comprar la tierra que trabajaba y cuándo podría pagarla.

Como Wang el Tigre deseaba dinero, decidieron adjudicarle la más grande extensión de tierra y la más alejada de la ciudad, vigilada hasta ahora por un solo labrador, un buen hombre que había prosperado después de haber empezado como humilde trabajador en la tierra de Wang Lung; se había casado con una esclava que no pertenecía a la casa de la ciudad, una mujer fuerte, honrada y silenciosa, que trabajaba sin cejar, a la par que criaba sus hijos, y forzaba a su marido a trabajar más de lo que hubiera hecho si hubiese estado solo. Habían prosperado, y año tras año arrendaban más tierras, hasta que reunieron tantos acres, que se vieron obligados a pagar hombres que los ayudasen a cultivarlos. Pero ellos también trabajaban, pues era una pareja económica y ahorrativa…

A este hombre se dirigieron los dos hermanos, y Wang el Mayor le dijo:

—Tenemos más tierras de las que deseamos y necesitamos dinero para emprender otros negocios; si quieres comprar los terrenos que cultivas, te los venderemos.

Entonces el labrador, con sus ojos redondos y bovinos desmesuradamente abiertos, el labio colgante, dijo siseando y escupiendo mientras hablaba, pues así era su «modo» y no podía dejar de hacerlo:

—Nunca pensé que vuestra casa quisiese vender tierras viendo cuán apegado era a la tierra vuestro anciano padre.

Wang el Mayor estiró los labios, y con mucha gravedad dijo:

—Por su amor a la tierra soportamos ahora una carga demasiado pesada. Debemos cuidar de sus dos concubinas y ninguna de ellas es nuestra madre. La más vieja gusta de la comida fina y los vinos buenos y tiene que jugar todos los días, aunque no es lo bastante despierta para ganar siempre. El dinero producido por la tierra tarda a veces mucho y depende de los caprichos del cielo. Una casa como la nuestra tiene que gastar con generosidad, porque sería indigno de los hijos de nuestro padre que nuestra familia pareciera inferior en categoría y más pobre que cuando él vivía. Debemos, pues, deshacernos de algunas de nuestras tierras para nuestra subsistencia.

Pero Wang el Segundo, inquieto, carraspeaba y fruncía el cerio, mientras su hermano decía su ponderado discurso; su hermano era un tonto que no comprendía que si uno demuestra interés en vender sus bienes, los precios bajan. Se apresuró, pues, en decir:

—Pero hay muchos que se interesan por nuestras tierras, pues es muy sabido que las tierras que mi padre compró son muy buenas, las mejores de la región. Si no deseas comprar la tierra que arriendas, dínoslo inmediatamente, porque hay otros que están esperando.

El desdentado labrador amaba la tierra que labraba, la conocía palmo a palmo, sabía la inclinación de tal potrero, las zanjas que había que cavar en aquél para asegurar la cosecha. Cuántas veces había abonado la tierra no sólo con los excrementos de sus animales y los de su familia, sino con los desperdicios de la ciudad, que en cubos traía desde esa larga distancia. Muchas veces se levantó con el alba para hacer esto. Ahora pensaba en esas hediondas cargas y en el trabajo que le habían significado; sería una cosa estúpida que todo eso pasara a otras manos. Dijo, pues, vacilante:

—Bueno, no había pensado que podría ser propietario de la tierra todavía. Creía que tal vez en tiempos de mi hijo podría estar en venta. Pero si ahora lo está, pensaré lo que puedo hacer y contestaré mañana cuando lo haya pensado. Pero ¿cuál es el precio?

Los dos hermanos se miraron mutuamente, y entonces Wang el Segundo dijo antes de que su hermano mayor pudiese hablar, porque temía que pidiera muy barato:

—El precio es justo y razonable: cincuenta monedas de plata por un terreno de un sexto de un acre.

Era un precio elevado y demasiado por una tierra tan alejada de la ciudad; todos sabían que nadie lo pagaría, pero en todo caso era un comienzo de negocio.

Dijo el labrador:

—No puedo pagar ese precio, pobre como soy; pero mañana os contestaré, después de haberlo pensado.

Entonces Wang el Mayor, ansioso por el dinero, dijo:

—Un poco más o menos no entorpecerá el negocio.

Wang el Segundo le echó una mirada furibunda, y dándole un tirón de la manga para que no dijese más tonterías, lo arrastró hacia él. Pero el labrador corrió tras ellos gritando:

—Iré mañana, después que lo haya pensado.

Eso fue lo que dijo para salvar su amor propio, mas la verdad era que tenía que consultar a su mujer, pero no habría sido propio de un hombre decir que tomaba el parecer a su mujer.

Al día siguiente, después que en la noche la hubo consultado, dirigióse a la ciudad, donde vivían los dos hermanos, y allí discutió y negoció con ellos; negoció como Wang Lung lo había hecho en esa misma casa por la tierra que esa casa poseía, una casa ahora separada y dispersa, de la cual quedaban sólo esos ladrillos y piedras. Convinieron por fin un precio, un tercio menos de lo que Wang el Segundo había dicho, pero muy ventajoso aún; el labrador estaba contento, pues su mujer lo había autorizado para aceptar ese precio, si no podía conseguir la tierra por menos. Cuando la tierra estuvo vendida, dijo el labrador:

—¿Cómo deseáis el dinero obtenido, en plata o en granos?

Y Wang el Segundo dijo prontamente:

—La mitad en plata y la mitad en granos.

Dijo esto pensando que si tomaba el grano podría venderlo en un tiempo más y sacar un poco de plata extra, sin por eso robar a su hermano, pues sería una ganancia debida a su propio trabajo. Pero el labrador contestó:

—No puedo reunir tanto dinero. Os daré ahora una tercera parte en dinero y una tercera parte en granos, y el último tercio durante la cosecha.

Entonces Wang el Mayor, sentado con ellos en el gran hall de la casa, hizo girar sus ojos a su manera señorial, golpeó el suelo con los pies y, agitándose en la silla, dijo:

—Pero tú no puedes saber cómo estarán los cielos el año próximo y cómo vendrán las lluvias. ¿Cómo sabremos lo que podamos tener?

Pero el labrador, humilde en presencia de esos ricos hombres de la ciudad, que eran al mismo tiempo sus señores, chupándose los dientes antes de hablar, dijo pacientemente:

—Nosotros los campesinos siempre estamos a merced del cielo, y si no queréis correr el riesgo, debéis conservar la tierra para mayor seguridad.

Finalmente, quedaron de acuerdo, y al tercer día el labrador trajo el dinero, no todo de una vez, sino en tres porciones, envueltas en una tela azul, escondida dentro del pecho. Cada vez sacó la plata pausadamente y su rostro se contrajo de dolor; y colocó el dinero sobre la mesa, como sí lo hiciera con pena; y así era en verdad, pues con ese dinero se iban tantos años de su vida, tantas libras de su carne, la fortaleza de sus nervios. Había reunido todas las pequeñas ganancias que tenía escondidas y había pedido prestado; y esto sólo llevando una vida amarga y frugal. Pero los dos hermanos no veían sino el dinero, y cuando hubieron estampado el sello sobre el recibo y cuando el labrador, suspirando, húbose ido, Wang el Mayor gritó entusiasmado:

—¡Y los labradores siempre formando alharaca y quejándose de lo poco que tienen y de lo difícil que es la vida! Pero cualquiera de nosotros quisiera ganar el dinero como este hombre lo ha conseguido, y no creo que con mucho trabajo. Si cultivando la tierra pueden acumular de esa manera, urgiré a mis arrendatarios.

Apartó sus largas mangas de seda, restregando sus pálidas manos; tomó la plata y la dejó resbalar al través de sus dedos gordos, con hoyuelos en las coyunturas, como los de las mujeres. Pero Wang el Segundo tomó el dinero, en tanto que Wang el Mayor lo miraba molesto, y lo contó con rapidez y destreza, separándolo en decenas, aunque ya había sido contado. Lo envolvió diestramente en hojas de papel, como lo hacen los dependientes, mientras Wang el Mayor lo contemplaba molesto, porque el dinero se iba; dijo, por fin, anhelante:

—¿Debemos enviárselo todo?

—Sí —contestó Wang el Segundo, con frialdad, al ver la codicia de su hermano—. Debemos enviarlo ahora o su intento fracasará. Y venderé el grano y el dinero estará pronto cuando venga su hombre de confianza.

Pero no dijo a su hermano que pensaba revender el grano; y Wang el Mayor, ignorante de esas artimañas de los comerciantes, se limitó a suspirar al ver que el dinero se iba. Cuando su hermano hubo partido, se sentó un instante, sintiéndose melancólico y tan pobre como si le hubiesen robado.

Flor de Peral pudo no haber oído nunca esto y lo que después sucedió; Wang el Segundo era ladino y nunca aludía a nada de lo que hacía ni aun cuando le entregaba la asignación en plata que le correspondía. Todos los meses apartaba para ella veinticinco monedas, como le había ordenado Wang el Tigre; y la primera vez que lo hizo dijo ella con su dulce voz:

—¿De dónde salen esas cinco, cuando sólo veinte me corresponden? Y ni siquiera necesitaría tanto si no fuera por esta pobre niña de mi señor. Pero nunca oí hablar de esas otras cinco.

A lo que Wang el Segundo replicó:

—Tómalo, porque así lo ordenó mi hermano menor; él te lo da de lo que le corresponde.

Cuando Flor de Peral oyó esto, con manos temblorosas apartó con rapidez cinco monedas, como si temiera que pudiesen quemarla, y dijo:

—No lo recibiré; no, no recibiré sino lo que me corresponde.

Wang el Segundo pensó primero que debía convencerla; pero después recordó el riesgo que corría prestando dinero para el proyecto de su hermano y todas las molestias que se daba, por las que no recibía pago alguno, y las posibilidades de que el proyecto fracasase. Cuando hubo recordado todo esto, amontonó el dinero que ella había dejado a un lado y cuidadosamente se lo metió debajo del vestido, diciendo con su vocecilla tranquila:

—Bien, mejor es así, ya que la otra concubina, que es mayor, tiene otro tanto; creo que debes recibir un poco menos. Se lo diré a mi hermano.

Pero viendo su manera de ser, se abstuvo de decir que la casa en que vivía pertenecía a ese tercer hermano, pues a todos convenía que ella viviera allí con la tonta. Se fue y nunca hablaba con Flor de Peral, y salvo en encuentros ocasionales, por uno u otro motivo, pues Flor de Peral no visitaba a la familia en la casa de la ciudad. A veces, es verdad, vio a Wang el Mayor, cuando cambiaba la estación, en la primavera, cuando salía para medir la semilla a sus arrendatarios, como un terrateniente debe hacerlo, quien adoptaba una actitud orgullosa e importante mientras un sirviente pagado por él la medía. Y en ciertas ocasiones visitaba las tierras antes de la cosecha, para avaluar el rinde[6] posible y así saber cuándo sus arrendatarios lo engañaban al quejarse de esto y de aquello y del mal año y de lo poco que había llovido.

Salió, pues, algunas veces al año, sudoroso y de mal genio por el trabajo; y sí veía a Flor de Peral, la saludaba con un gruñido, y aunque ella le contestaba correctamente, trataba de no hablar con él, pues estaba henchido de orgullo y tenía un modo solapado de mirar a las mujeres.

No obstante, al verlo ir y venir suponía que la tierra seguía como siempre y que Wang el Segundo vigilaba sus tierras y las de su tercer hermano, y nadie pensó decirle nada a ella. No era fácil, además, charlar con ella, pues, a pesar de ser amable, tenía un modo distante y taciturno, excepto con los niños, y la gente la temía por ello.

No tenía amistad alguna, salvo con unas monjas, con quienes había trabado conocimiento y que vivían en un convento no lejos de allí, una casa tranquila, construida de ladrillos grises, detrás de un verde saucedal. Contenta recibía a esas monjas, cuando iban a enseñarle sus pacientes doctrinas y las escuchaba y pensaba en ellas cuando se habían ido suspirando por saber lo bastante para rogar por el alma de Wang Lung.

Podía, pues, haber ignorado siempre la venta de la tierra; pero el mismo año en que el labrador compró la primera parcela de tierra, el pequeño jorobado, hijo de Wang el Mayor, seguía a su padre a cierta distancia cuando salió éste a ver las cosechas de sus campos.

Ahora bien, este muchacho era el más curioso de los muchachos; no se parecía a ninguno de los niños de los patios de la gran casa. Desde el día de su nacimiento su madre le tenía antipatía por alguna razón desconocida para todos, tal vez porque era menos rollizo y menos agradable de mirar que los otros niños, o tal vez porque estaba hastiada de partos y hastiada de él, aun antes de que naciera. En razón de ésta antipatía, lo entregó a una esclava para que lo amamantara, y esta mujer tampoco lo quería, pues él había sido la causa de que enviaran lejos a su propio hijo; y decía que tenía una mirada demasiado avispada para su edad, lo que daba un aire maligno a su cara de niño; agregaba que intencionadamente la mordía mientras mamaba; y una vez que se encontraba sentada con él a la sombra de un árbol, chillando lo dejó caer sobre las baldosas del patio, y cuando acudieron a imponerse de lo que sucedía, dijo que la había mordido hasta hacerla sangrar, y mostró un pecho que en realidad sangraba.

Desde entonces creció jorobado y pareció que toda la fuerza del crecimiento se había localizado en la joroba que llevaba en la espalda; todos, incluso sus padres, lo llamaban el Jorobado. Viendo que era un pobre infeliz y que había otros hijos sanos, no se molestaron en enseñarle; no tenía que aprender sus letras ni hacer nada; huía de la vista de los hombres, en especial de los niños, quienes se burlaban cruelmente a causa de su defecto. Vagaba por las calles o salía al campo solo, cojeando al andar y con su carga a cuestas.

El día de la cosecha, sin ser visto, había seguido a su padre hasta la casa de barro, pues conocía el mal humor de éste cuando tenía que visitar la tierra. Pero Wang el Mayor continuó hasta los potreros, y el jorobado se sentó en la puerta de la casa para ver quién había allí.

La única persona que entonces estaba era la pobre tonta de Wang Lung, sentada al sol como siempre lo hacía; era ahora una mujer de cerca de cuarenta años, entrada en carnes, con listas[7] blancas en el pelo; pero continuaba siendo la misma desgraciada niña que hacía gestos y doblaba un trozo de género; el jorobado la miraba con extrañeza, pues nunca la había visto antes, y a su modo malicioso empezó a burlarse y a hacer gestos también; y bajo sus mismas narices castañeteó tan fuerte los dedos que la infeliz chilló asustada.

Entonces Flor de Peral salió fuera para ver qué sucedía, y cuando el muchacho la vio, cojeando corrió a ocultarse entre las puntiagudas sombras de un bosquecillo de bambúes, y desde allí atisbaba como una bestezuela salvaje. Pero Flor de Peral vio quién era, y sonriéndole con su triste sonrisa, sacó de su regazo un pan dulce, de los que siempre llevaba consigo para engañar a la tonta, cuando, por un repentino capricho, se negaba a obedecer. Tendió, pues, el pan al jorobado, quien, después de mirarla, se deslizó afuera y se lo metió entero dentro de la boca. Entonces, halagando al muchacho, lo condujo hasta un banco que había en la puerta, y cuando lo vio sentado con la espalda torcida y su rostro enjuto y cansado por el enorme peso que llevaba y sus ojos tan profundos y apenados, no supo si era hombre o niño, no supo sino que era débil; estiró un brazo y, rodeando su curvado cuerpo, dijo con voz suave y compasiva:

—Dime, hermanito, si eres el hijo del hijo de mi señor o no, pues he oído decir que tenía uno como tú.

Entonces el chico se desprendió de su brazo con mal humor, y haciendo un movimiento afirmativo, quiso irse. Pero ella lo engatusó dándole un nuevo pan, y sonriendo dijo:

—Me parece que la expresión de tu boca tiene un aire con la de mi señor muerto. Ahora yace allí bajo aquel dátil. Lo echo tan profundamente de menos que desearía que vinieras a menudo, pues tienes algo de él.

Era la primera vez que el jorobado oía decir una cosa semejante, que alguien deseaba su presencia; estaba acostumbrado, aunque era hijo de un hombre rico, a que sus hermanos lo alejaran de su lado, y que hasta los mismos sirvientes lo descuidaran y lo sirvieran el último, pues sabían que su madre no se preocupaba de él. La contemplaba ahora lastimeramente, sus labios empezaron a temblar, y de pronto, sin saber por qué, rompió a llorar, diciendo en medio de sus sollozos:

—Me gustaría que no me hicieran llorar, aunque no sé por qué lloro.

Entonces, Flor de Peral lo apaciguó, rodeando su nudosa espalda con su brazo; y aunque no podía expresarlo, el muchacho sintió que era la caricia más dulce que había recibido y se sintió consolado sin saber por qué ni cómo. Pero Flor de Peral no lo compadeció mucho tiempo; lo miró como si tuviera la espalda recta y fuerte, como los demás muchachos; y después de este día el jorobado fue a menudo a la casa de barro, pues nadie se preocupaba de dónde estaba ni qué era lo que hacía. Día tras día fue, hasta que sintió su alma atada a la de Flor de Peral. fue hábil para tratarle, como si necesitara de su ayuda para cuidar de la pobre tonta; y como nadie nunca había creído que el chiquillo pudiese prestar ayuda ninguna, se hizo más tranquilo y amable y perdió mucho de su mal espíritu en los meses que siguieron.

Si no hubiera sido por este niño, Flor de Peral nunca habría sabido que la tierra había sido vendida, y el muchacho ni siquiera comprendió que lo había dicho, pues charlaba sobre lo primero que se le pasaba por la mente, y así fue cómo un día contó:

—Tengo un hermano que será un gran soldado. Algún día mi tío será un gran general, y mi hermano está con él para aprender a ser soldado. Mi tío llegará a ser rey, y mi hermano será su capitán principal, pues así le oí decir a mi madre.

Flor de Peral, que estaba sentada en el banco, cerca de la puerta, con la mirada perdida en la lejanía, cuando el muchacho dijo eso preguntó, con su tranquila voz:

—¿Es tu tío tan poderoso entonces? —Se detuvo un instante y continuó—: Pero preferiría que no fuese soldado, pues es un oficio muy cruel.

Pero el muchacho exclamó, vanagloriándose:

—Sí, será el más grande de todos los generales; yo creo que ser un valiente soldado, un héroe, es la cosa más maravillosa que un hombre puede soñar. Y todos subiremos junto con él. Todos los meses llega un hombre grande, de labio leporino, en busca de la plata que mi padre y mi primer tío envían a mi tío soldado, hasta que logre lo que se propone. Pero algún día recibiremos todo el dinero otra vez, porque así lo ha dicho mí padre a mi madre.

Cuando oyó esto Flor de Peral, la asaltó una duda, y después de reflexionar un instante, dijo, como si fuese un asunto de poca importancia, como sí preguntara por curiosidad:

—¿Y de dónde sale tanto dinero? ¿Lo saca tu primer tío de su tienda?

Y el muchacho contestó inocentemente, orgulloso de sus conocimientos:

—No, vende la tierra que fue de mi abuelo, y casi todos los días los labradores llegan a casa y sacan del pecho un rollo donde está la plata envuelta, y brilla como estrellas cuando cae encima de la mesa en la pieza de mi padre. Lo he visto muchas veces, pues, como soy tan insignificante, no les importa que esté ahí.

Flor de Peral se levantó tan rápidamente, que el chiquillo la miró asombrado, pues de costumbre era suave de maneras; se reprimió entonces, y dijo con su tono habitual:

—Acabo de recordar que tengo algo que hacer. ¿Quieres cuidar un momento a la pobre tonta? No hay nadie en quien confíe tanto como en ti.

El muchacho estaba orgulloso de hacer esto por ella, y olvidó lo que había contado; se sentó, teniendo un trozo de la chaqueta de la tonta en su mano, mientras Flor de Peral se alistaba para salir. Así lo vio Flor de Peral cuando, después de haberse puesto un abrigo obscuro, salió apresuradamente a través del campo. De lejos se volvió para mirarlos, y sintió su corazón henchido y una sonrisa triste y tierna curvó sus labios. Y apresuró el paso, pues si bien miraba con cariño a los únicos que ahora amara, había tal ira en su corazón, que debía darle salida, y sí su ira era, como siempre, tranquila, era también una ira inflexible; y no podría descansar hasta haber encontrado a los hermanos y averiguar qué habían hecho en verdad con las buenas tierras que recibieron de su padre, sobre todo la tierra que les había ordenado conservar para las generaciones venideras.

Apresuróse a través de los campos por los angostos senderos; estaba sola y no se veía a nadie en esos atajos, salvo allá, en la lejanía, la silueta de un hombre, con su traje azul de trabajo, encorvado sobre la tierra. Al ver esto, sus ojos se llenaron de lágrimas, como a menudo le sucedía ahora; recordaba a Wang Lung caminando por esos mismos senderos; recordaba que tanto amaba la tierra, que a veces se detenía, agarraba un puñado y la hacía correr por entre sus dedos; y nunca la arrendaba por más de un año, porque quería conservarla para sí, y ahora sus hijos la vendían.

Pues aunque Wang Lung hubiese muerto, continuaba viviendo para Flor de Peral, y su alma siempre revoloteaba por esos campos y, sin duda alguna, sabía que habían sido vendidos. Sí, cada vez que una brisa golpeaba de pronto su rostro, o que un remolino de viento giraba a lo largo del camino, esos vientos que otros temen, pues creen que son almas errantes que pasan, Flor de Peral levantaba el rostro y sonreía, pues creía que podía ser el alma del anciano, que había sido como un padre para ella, más querido que el padre que la vendió a él.

Con el sentimiento de su presencia, apresuróse a través de los campos; los veía hermosos y fértiles, pues no había habido hambre esos últimos cinco años; en los potreros, cuidados y fecundos, ondulaba el trigo ya grande, pero todavía demasiado verde para la cosecha. Entonces un viento suave se levantó de entre el trigo haciéndolo ondular, como si una mano lo hubiese sacudido; sonrióse preguntándose qué viento sería, y se detuvo hasta que el viento desapareció entre el trigo, dejándolo inmóvil.

Cuando llegó a la puerta de la ciudad, donde los vendedores extendían su fruta, inclinó la cabeza y mantuvo los ojos bajos y ni una sola vez los levantó para encontrarse con la mirada de alguien. Nadie se fijó en ella tampoco, porque era pequeña y delgada y no tan joven como antaño lo fue; envuelta en su vestido obscuro y con el rostro sin polvos ni pintura, no llamaba la atención de los hombres más que las otras mujeres. Si alguien hubiese mirado su pálido y tranquilo rostro, no hubiese soñado que una ira legítima la quemaba y que avanzaba inclinada bajo un amargo reproche, valiente, sin embargo.

Cuando llegó a la gran puerta de la casa, entró sin llamar para anunciar su venida. El viejo portero cabeceaba sentado en el umbral, con la boca abierta, enseñando los únicos tres dientes que, separados, había conservado; le dio una mirada cuando entró, pero la reconoció y continuó cabeceando. Se dirigió a casa de Wang el Mayor, porque, aunque lo aborrecía de corazón, tenía más esperanzas de conmoverlo que al ambicioso Wang el Segundo. Sabía, además, que Wang el Mayor era rara vez deliberadamente despiadado, y sabía que si bien era un necio, tenía un corazón bondadoso y desprendido, cuando esto no le causaba mayores molestias. Pero temía la fría mirada del segundo hijo.

Entró a los primeros patios, donde una esclava, hermosa y ociosa muchacha, trataba de llamar la atención de un sirviente que allí esperaba algo; Flor de Peral dijo a la esclava, con su cortesía acostumbrada:

—Muchacha, di a tu ama que he venido y sí puede recibirme.

Cuando murió Wang Lung, la esposa de Wang el Mayor había demostrado cierta amistad a Flor de Peral, mucho más amistad de la que nunca tuvo para con Loto, porque Loto era tan ordinaria y tan libre para hablar, y Flor de Peral nunca hablaba en esos términos. Aun en los últimos tiempos, cuando se habían encontrado en alguna ceremonia familiar, la dama acostumbraba decir a Flor de Peral:

—Después de todo, tú y yo estamos más cerca una de otra que de esos otros, porque nuestros corazones son más refinados y nobles.

Y ahora último le había dicho:

—Ven algunas veces a conversar conmigo sobre lo que las monjas y sacerdotes dicen de los dioses. Tú y yo somos las únicas devotas en la casa.

Dijo eso, pues había oído que Flor de Peral escuchaba los consejos de las monjas que vivían en el convento no lejos de la casa de barro. Flor de Peral preguntó, pues, por ella, y la linda esclava volvió pronto; y mientras miraba furtivamente para ver si aún estaba ahí el sirviente, dijo:

—Mi ama dice que entres y la esperes en la sala grande; que ella irá no bien termine la serie de oraciones que ha hecho voto de recitar todas las mañanas.

Flor de Peral entró y se sentó en una silla lateral de la gran sala.

Sucedió que ese mismo día Wang el Mayor se había levantado muy tarde, pues la noche anterior había asistido a una fiesta en una elegante posada de la ciudad. Había sido una espléndida fiesta, regada con los mejores vinos; detrás de la silla de cada huésped se tenía una hermosa muchacha alquilada para que le escanciara el vino y cantara y charlara e hiciera todo lo que el huésped, para el que había sido designada, pudiera desear. Wang el Mayor había comido extremadamente y bebido más de lo de costumbre; la muchacha, la más encantadora y balbuciente doncella, de no más de diecisiete años, era tan diestra en el arte de la coquetería, que más bien parecía una mujer habituada a los hombres durante diez años o más. Pero Wang el Mayor había bebido tanto, que ni aun esa mañana recordaba nada de lo sucedido la noche anterior; entró a la sala sonriendo, bostezando y estirándose sin distinguir nada ni a nadie. La verdad era que sus ojos estaban ciegos para ver nada esa mañana, pues en su interior sonreía y recordaba a la muchachita cuando había introducido sus dedos finos y helados bajo su casaca, contra el cuello, para atormentarlo. Al pensar en ello se dijo que preguntaría a su amigo, el anfitrión de la noche pasada, quién era la chica, a qué casa pública pertenecía, y la buscaría y vería quién era.

Bostezando ruidosamente estiró los brazos por encima de la cabeza, se golpeó los muslos para acabar de despertar, y a pasos lentos entró en la sala, vestido solamente con su ropa interior de seda y los pies calzados con zapatillas de seda. Su mirada cayó de pronto sobre Flor de Peral. Allí estaba ella, derecha y tranquila como una sombra, con su vestido gris, temblorosa, pues aborrecía tanto a ese hombre. Tuvo tal asombro al verla allí, que repentinamente dejó caer los brazos, interrumpiendo su interminable bostezo. Convencido entonces de que era ella en realidad, tosió molesto y dijo con bastante amabilidad:

—No sabía que hubiera nadie aquí. ¿Sabe mi esposa que estás aquí?

—Sí, ya lo sabe —contestó Flor de Peral, mientras saludaba.

Vacilante, pensó para sí: «Tal vez es mejor hablar ahora y exponer con claridad lo que tengo que decir». Y empezó a hablar ligero y más ligero de lo que acostumbraba, y las palabras se atropellaron entre sus labios:

—He venido a ver al Amo Mayor. Estoy tan angustiada. No puedo creerlo. Mi señor decía: «No se debe vender la tierra». Y tú la estás vendiendo. ¡Sí, sé que la estás vendiendo!

Flor de Peral sintió que el rubor subía hasta sus mejillas, y tal ira la poseyó, que apenas pudo contener las lágrimas. Se mordió los labios y, levantando los ojos, miró a Wang el Mayor; y aunque tanto le repugnaba, lo hizo por respeto a Wang Lung; no pudo, sin embargo, dejar de notar cuán gordo, amarillo y repugnante era el cuello del hombre que se veía por la desabotonada casaca, y las bolsas de carne que colgaban bajo sus ojos, y los labios salientes, gruesos y pálidos. Cuando él vio esos ojos que lo miraban fijamente, se sintió confundido, pues temía la ira de las mujeres; se dio vuelta entonces e hizo como si por respeto debiera abotonarse la casaca. Dijo apresuradamente por encima de un hombro:

—Pero ése es un cuento estúpido; debes haber soñado.

Entonces Flor de Peral continuó con más violencia de la que en su vida había empleado:

—¡No, no sueño! Sé la verdad de labios de alguien que no miente —no quiso decir de dónde lo había sabido por miedo de que el hombre golpeara al pobre jorobado, pero continuó—: Estoy maravillada de que los hijos de mi señor hayan desobedecido así. Aunque débil y despreciable, debo hablar: mi señor se vengará. No está tan lejos como crees; su alma aún revolotea sobre su tierra; y cuando vea que ya no existe, buscará los medios de vengarse de unos hijos que no supieron obedecer a su padre.

Dijo esto de tal manera, sus ojos se veían tan enormes y graves, su voz era tan fría y tenue, que un vago temor se apoderó de Wang el Mayor. Por lo demás, era un hombre fácilmente asustadizo, a pesar de su enorme cuerpo. Nadie habría podido persuadirlo de ir solo a través de los campos durante la noche, y secretamente creía en todos los cuentos sobre espíritus; se rió no obstante con risa falsa y estrepitosa, y dijo apresuradamente a Flor de Peral:

—Ha sido vendida solamente una pequeña parte, una pequeña parte de lo que pertenece a mi hermano menor; un soldado necesita dinero y no tierras. Te prometo que nada más será vendido.

Flor de Peral abrió entonces la boca para hablar, pero entró en ese instante la esposa de Wang el Mayor; venía quejosa y molesta con su señor, pues había oído que había regresado ebrio y hablando de una muchacha que había conocido. Lo divisó entonces y le dio una mirada rencorosa; él se apresuró a sonreír y a saludar con negligencia, como si nada hubiese sucedido, mientras atisbaba por lo bajo; se sintió contento de que Flor de Peral estuviese allí, porque su esposa era demasiado orgullosa para decir lo que pensaba en presencia de terceros. Y hablando con verbosidad y formando gran alboroto, se acercó a la mesa para ver si la tetera del té estaba caliente y dijo:

—He aquí a la madre de mis hijos. ¿Estará el té bastante caliente? Yo no he comido todavía e iba saliendo para la casa de té para tomar un sorbo allí. No quiero interrumpirlas. Sé que las mujeres siempre tienen cosas que hablar que los hombres no debemos oír.

Y con risa falsa y estrepitosa, e inquieto bajo el altivo silencio de su mujer y las heladas miradas que le echaba, saludó y salió tan apresuradamente, que sus carnes fláccidas temblaban sobre su cuerpo.

Durante todo el rato que estuvo allí, la dama no dijo nada y permaneció sentada en la punta de la silla, y esperó que hubiese partido antes de apoyarse en el respaldo.

Con su vestido de seda azul grisáceo y el pelo enrollado y brillante con aceite, aunque era sólo mediodía, hora en que la mayoría de las señoras están en cama y perezosamente sacan fuera una mano para beber su primera taza de té, parecía una gran señora.

Cuando vio que su señor había partido, lanzó un suspiro y dijo solemnemente:

—Nadie sabe lo que mi vida es con este hombre. Le di mi juventud y mi belleza y nunca me he quejado, y aunque a menudo he tenido mucho que soportar, aun después que tuve tres hijos, aun después que tomó para sí una mujer del pueblo, una muchacha que podría haber alquilado para sirvienta. No, soporté todo lo que quiso hacer, aunque no estoy acostumbrada a las insólitas maneras que ha adoptado.

Suspiró, y Flor de Peral comprendió que, a pesar de su disimulo, estaba verdaderamente triste; dijo, pues, para distraerla:

—Todos sabemos cuán buena mujer eres; y oí decir a las monjas que aprendes los buenos ritos más rápidamente que todas las hermanas legas que han enseñado.

—¿Dicen eso? —exclamó muy complacida.

Y empezó a hablar de las oraciones que recitaba y cuántas veces al día, y cómo a veces se sentía tentada de hacer el voto de no comer más carne y de cuán importante es para nosotros, mortales, pensar gravemente en el futuro, ya que sólo hay cielo e infierno para eterno descanso de las almas, hasta que el amargo ciclo de la vida empiece otra vez, y los buenos tengan su recompensa y los malos la suya también.

Así continuó parloteando, mientras Flor de Peral la escuchaba a medías, pensando si debería creer lo que el hombre había dicho cuando prometió no vender más tierras; y le era difícil creer que pudiera ser verdad. Y de pronto se sintió muy cansada, y en un instante en que la dama, silenciosa, bebía su té, se levantó y dijo amablemente:

—Señora, no sé qué te dice tu señor de sus negocios, pero sí alguna vez le puedes recordar lo último que su padre le ordenó, que la tierra no fuese vendida, te rogaría que lo hicieses. Mí amo trabajó durante toda su vida para reunir esas tierras para que los hijos de cien generaciones descansaran sobre sólidas bases y, seguramente, no está bien que en esta generación sean vendidas. Ayúdame, señora.

Naturalmente, la dama ignoraba qué cantidad de tierra había sido vendida; pero como pretendía saberlo todo, dijo con seguridad:

—No abrigues temor alguno, pues no permitiré que mi señor haga nada indecoroso. Si algo de tierra ha sido vendida, ha sido solamente el pedazo más distante, perteneciente al tercer hermano; pues tiene el proyecto de ser un general y de colocarnos a todos en una elevada posición; y, por consiguiente, necesita más dinero que tierras.

Al oír confirmar lo que ya había oído, Flor de Peral se sintió más tranquilizada, pues pensó que debía ser verdad; se despidió reconfortada y, saludando, dijo sus adioses con su modo suave y deferente para con la dama, a quien dejaba complacida, y contenta para consigo misma. Y Flor de Peral volvió a la casa de barro.

* * * *

Pero Wang el Mayor vio a su hermano en la casa de té donde se encontraba comiendo su comida de mediodía; se dejó caer pesadamente al lado de la mesa en que su hermano estaba solo y dijo ásperamente:

—Parece que los hombres nunca se verán libres de los regaños de las mujeres, y como si no tuviera bastante en mi propia casa, la última mujer de nuestro padre se permite ir a decirme que ha oído que la tierra ha sido vendida, y grita para que yo prometa que no será vendida.

Wang el Segundo miró a su hermano, y su rostro suave y delgado se contrajo en una sonrisa al decir:

—¿Qué te importa lo que ésa diga? Déjala hablar. Es la menos considerada en la casa de mi padre y no tiene autoridad de ninguna especie. No la tomes en cuenta, y si te menciona la tierra, háblale de cualquiera cosa que no sea la tierra. Háblale de esto o de aquello, pero hazle comprender que no la tomas en cuenta, pues no tiene poder para hacer nada. Puede darse por satisfecha con que la alimentemos todos los meses y que se le permita vivir en la casa de barro.

En ese momento llegó el sirviente con la cuenta y Wang el Segundo la miró rigurosamente, la verificó en su mente y la encontró correcta. Sacó las pocas monedas que se necesitaban y pagó lentamente, como si protestara de que la suma no hubiese estado errada. Saludó entonces a su hermano y partió; Wang el Mayor se quedó solo.

A pesar de lo que dijo su hermano, se sentía melancólico y se preguntaba con un dejo de miedo lo que Flor de Peral había querido significar al decir que el viejo no estaba lejos a pesar de estar muerto. Y mientras más pensaba en ello, más aumentaba su malestar, hasta que al fin llamó al sirviente y le pidió un raro y exquisito plato de camarones para distraerse y olvidar lo que no le gustaba.