XXIII

WANG el Tigre se apresuró a llegar a su casa, diciéndose que era para cerciorarse de sí su ejército estaba en calma, como lo había dejado. Y creía que era ésta la razón principal, pues ni él mismo sabía que se apresuraba por una causa mucho más íntima, es decir, para ver si le había nacido un hijo o no. Había estado alejado de su casa cerca de diez meses en un año, y aunque dos veces había recibido cartas de su esposa ilustrada, eran éstas tan correctas y tan llenas de fórmulas respetuosas, que el papel estaba lleno de estas expresiones y poco decía de importancia, sino que todo marchaba bien.

Pero cuando avanzó triunfalmente por sus patios privados comprendió que el cielo velaba siempre por él y que su feliz destino seguía siendo el mismo; allí, en el patio lleno de sol, donde brilla el sol del Sur y no hay viento, estaban sentadas sus dos esposas, cada una con un niño, y cada uno de los niños estaba vestido de rojo de la cabeza a los pies, y sobre sus pequeñas cabezas vacilantes, unos bonetes rojos abiertos. La mujer ignorante había cosido sobre el bonete de su pequeño una hilera de Budas dorados; pero la mujer ilustrada, como era tan ilustrada que no creía en esos fetiches de la buena suerte, había bordado flores sobre el del suyo. Fuera de esto, no se veía diferencia alguna entre ambos, y Wang el Tigre los contemplaba estupefacto, pues no esperaba haber encontrado dos. Balbuceaba:

—¡Cómo, cómo!…

Entonces la mujer ilustrada se levantó, pues era pronta y graciosa en su conversación y hablaba agradablemente, con voz siempre igual, intercalando una expresión escogida o algún verso de algún antiguo poema clásico, y mientras hablaba mostraba sus dientes blancos y brillantes; dijo, sonriente:

—Éstos son los niños que hemos hecho mientras estabas ausente. Son fuertes y sanos de la cabeza a los pies.

Y tendió el suyo a Wang el Tigre, para que lo viera. Pero la otra mujer, que no pudo resistir al deseo de poner en evidencia que el suyo era un niño, pues el de la mujer ilustrada había sido niña, se levantó también y se apresuró en decir, aunque raras veces hablara a causa de sus dientes negros y de los huecos donde los había perdido, con los labios cerrados:

—El mío es un niño, señor; el otro es una niña.

Pero Wang el Tigre no contestó nada. Era incapaz de hablar, pues no había previsto todo el efecto que le produciría el sentir que un ser creado por él le pertenecía tanto como ése. Durante unos instantes permaneció mudo de sorpresa, contemplando las dos encantadoras criaturas que parecían no verle. Lo miraban plácidamente, como si siempre hubiera estado allí, como un árbol cualquiera o una parte del mundo. Arrugaban los ojos bajo la luz del sol, y el chico estornudó con tal estruendo para su tamaño, que Wang el Tigre quedó aún más sorprendido al oír semejante acceso salir de tan pequeño cuerpo. Pero la chica se contentaba con abrir la boca, como una gata bostezando, mientras su padre la contemplaba. Nunca había tenido un niño entre sus brazos, y tampoco se atrevía a tocar a ésos. No sabía qué decir a esas dos mujeres en tal momento, ya que su conversación siempre había girado alrededor de asuntos guerreros. Se limitó, pues, a sonreír con cierta fijeza, mientras los soldados que lo acompañaban lanzaban gritos de admiración y de júbilo ante el hijo de su general; y cuando oyó estas aclamaciones, experimentó tal placer, que murmuró:

—Bueno, no es raro que las mujeres engendren hijos.

Y, demasiado dichoso, se retiró apresuradamente a su recinto particular.

Allí se lavó, comió y cambió sus toscos vestidos guerreros por una túnica de seda, de un azul obscuro. Cuando hubo terminado, la tarde había llegado. Wang el Tigre se sentó entonces cerca del brasero, pues la noche se anunciaba tranquila y helada, reflexionando sobre todo lo acontecido.

Le parecía que el destino lo había favorecido en todo y de tal manera que no había ahora nada a que no pudiera pretender. Tenía un hijo; su ambición, un sentido; lo que hacía, un objetivo. Y con el corazón henchido de felicidad olvidó todas las amarguras de la soledad porque había pasado y en el silencio de la pieza exclamó de pronto:

—Haré de este hijo mío un verdadero guerrero.

Y levantándose, dichoso, se dio una palmada en la pierna.

Empezó a pasearse por la pieza, sonriendo sin darse cuenta, pensando que era algo reconfortante tener un hijo propio y que de ahora en adelante no tenía que depender de los hijos de sus hermanos, pues tenía un hijo que continuaría su vida después de él, acrecentando sus dominios guerreros. Luego, lo asaltó el pensamiento de que también tenía una hija. Quedó un instante pensativo, de pie delante de la persiana de la ventana, manoseándose la barba, reflexionando sobre qué haría con ella, pues era una mujer después de todo; se dijo, no sin alguna duda:

«Supongo que cuando llegue el momento podré casarla con algún guerrero valiente; es todo lo que podré hacer con ella».

Desde ese día Wang el Tigre vio un nuevo objetivo en sus dos mujeres, pues se imaginaba que nacerían de ellas otros hijos, hijos fieles y leales que no lo traicionarían nunca como podía hacerlo otro que no tuviera su propia sangre. Y no usó ya de esas mujeres para aliviar su corazón y su carne. Su corazón se había liberado al mirar a su hijo y de su carne esperaba ver nacer otros hijos, soldados valientes que estarían a su lado secundándolo cuando estuviera viejo y débil. Así, pues, visitaba con regularidad a ambas esposas, no más a una que a otra, a pesar de la lucha amable y secreta que había entre ambas para conquistar sus favores; y estaba muy contento de cada una de ellas, pues no buscaba a su lado sino una misma cosa y no esperaba más de la una que de la otra. Ahora que tenía un hijo no le importaba no amar a ninguna mujer.

* * * *

El invierno transcurrió en medio de la alegría. La fiesta del año nuevo también pasó, y Wang el Tigre ordenó más diversiones que las acostumbradas, porque el año había sido bueno, y recompensó a todos los hombres con vinos, alimentos y una gratificación en dinero. A cada uno regaló también pequeños obsequios, tabaco, toallas, un par de calcetines y otras insignificancias. También hizo un regalo a cada una de sus mujeres, y la casa entera asistió dichosa a la fiesta. Sólo una cosa desagradable sucedió algunos días después de las fiestas. El anciano magistrado murió una noche durante el sueño. No se supo si había absorbido demasiado opio o sí el frío glacial lo había sorprendido inconsciente por el narcótico. Cuando Wang el Tigre lo supo, ordenó preparar un buen ataúd y disponer todo lo necesario para el amable anciano; y al día siguiente, cuando todo estaba terminado y el ataúd pronto para ser enviado a su país natal, pues el magistrado no era natural de la provincia, vinieron a decirle que su anciana esposa había absorbido el resto de opio dejado por su marido, siguiéndolo así por su propia voluntad. Nadie pudo entristecerse, porque era vieja y enferma y nunca salía de sus patios interiores, y Wang el Tigre no la había visto en su vida. Ordenó hacer, pues, un segundo ataúd, y cuando estuvo pronto, los envió con tres sirvientes para que los condujeran a su propia ciudad, en la vecina provincia. Entonces Wang el Tigre dirigió un informe a sus superiores, que debían ser informados, enviando la misiva con su fiel hombre de confianza, acompañado de algunos soldados; y Wang el Tigre dijo en secreto a su hombre de confianza:

—Hay cosas que no deben decirse sino de boca a oído y por esto no las he escrito. Pero si encuentras la ocasión, trata de hacer comprender que deseo intervenir en el nombramiento del que será el nuevo magistrado civil.

El hombre de confianza inclinó la cabeza en señal afirmativa y Wang el Tigre se manifestó satisfecho. En tiempos tan turbios como aquéllos no era de temer la llegada precipitada de un gobernador, y, entretanto, él podía gobernar perfectamente. Olvidó, pues, el asunto; y dispuso de las piezas interiores, donde había vivido el anciano magistrado, para sus dos esposas, y pronto no se acordó siquiera que alguien había vivido allí, fuera de sí mismo y de su familia.

Llegó de nuevo la primavera; y como el año había sido tan afortunado y había recibido buenos informes de sus nuevas tierras y el dinero llegaba con regularidad, producido por sus numerosas entradas, y los soldados, pagados y contentos, no se cansaban de alabarlo, decidió volver para la fiesta de primavera a casa de su padre y pasar el día con sus hermanos. Era esto algo que una casa grande debe hacer especialmente en esa estación, cuando los hijos deben reparar la tumba de su padre. Wang el Tigre tenía, además, que hacer un ajuste de cuentas con su segundo hermano y deseaba verse libre de esa deuda. No obstante, envió a algunos soldados a decir a su hermano mayor, con toda clase de cortesías, que él, sus mujeres, sus hijos y sus sirvientes frían para la fiesta. Los dos hermanos, Wang el Terrateniente y Wang el Mercader, contestaron a esto con corteses palabras de bienvenida.

Cuando todo estuvo pronto, Wang el Tigre montó en su caballo alazán y partió a la cabeza de su escolta. Pero ahora debía ir a paso lento, pues iba el carro tirado por mulas, donde iban las dos mujeres, y otro para las sirvientas. Wang el Tigre avanzaba despacio y se sentía orgulloso de hacerlo por una causa así. Nunca, como en esa primavera, en que brotaban los sauces y se abrían las flores de los duraznos, nunca había encontrado tan hermosas y tan prósperas sus tierras. Y al contemplar el tenue matiz verde y rosado de los valles y de las colinas, al ver el color moreno de la tierra húmeda, recordó de pronto a su padre, y cuánto amaba, en cada primavera, arrancar una rama de sauce y otra de durazno en flor y llevarlas y colocarlas sobre la puerta de la casa de barro; y al pensar en su padre y en su nuevo hijo, Wang el Tigre sintió que había ocupado su sitio en la larga línea de la vida y que nunca estaría ya solo ni separado de ella como lo había estado. Por primera vez perdonó de corazón a su padre el mal que le había causado siendo él un muchacho. No supo siquiera que había perdonado. Sólo supo que la amargura que sentía desde su niñez se desprendía y se alejaba impulsada por un viento saludable; y por fin se sintió en paz consigo mismo.

Así llegó en triunfo a casa de su padre, no como el hijo y el hermano menor, sino como un hombre con derechos propios, por lo que había llevado a cabo y por el hijo que había engendrado. Y todos comprendían su hazaña; sus hermanos le dieron la bienvenida y lo felicitaron calurosamente, como sí fuera un huésped, y las mujeres de sus hermanos competían en sus saludos verbosos y prontos.

La verdad era que la dama de Wang el Terrateniente y la mujer de Wang el Mercader habían disputado acerca de dónde se alojarían Wang el Tigre y su familia. La dama sostenía, como cosa indicada, que debía ir a su casa, porque ahora que empezaba a ser conocida la fama de Wang el Tigre, pensaba que era honroso tenerlo de huésped, y decía:

—Es propio que venga aquí, pues nosotros le escogimos mujer, una dama ilustrada y encantadora, y no podría estar con la mujer de tu hermano, que es tan ignorante. Déjala que se lleve a la otra mujer si lo desea, pero nosotros debemos quedarnos con nuestro hermano y su dama. Puede sentirse atraído por uno de nuestros hijos y hacernos entonces algún favor. En todo caso, no se verá sometido a sus insinuaciones y deseos.

Pero la mujer de Wang el Mercader le decía a menudo e inoportunamente, pues no quería abandonar sus deseos:

—¿Cómo sabrá la mujer de nuestro hermano dar de comer a tanta gente cuando sólo alimenta a sacerdotes y monjas con esas insípidas verduras?

Llegaron a tal punto las cosas, que ambas mujeres disputaban cara a cara sobre el asunto; viendo entonces tantas idas y venidas, oyendo las disputas que cada vez se hacían más agrias, que el día de la fiesta se acercaba y que nada había sido decidido, pues cada mujer, por orgullo, no cedía en nada, los dos maridos se reunieron en su acostumbrado sitio de citas, en la casa de té, pues, como de costumbre, estaban unidos por el enemigo común de sus mujeres. Allí se consultaron ambos, y Wang el Mercader, que ya había hecho su plan, dijo:

—Que sea como tú dices, pero ¿qué te parece que pusiéramos a nuestro hermano y a su séquito en los patios que nuestro padre dejó vacíos? Es verdad que pertenecen a su mujer, Loto, pero como está muy vieja ahora, y dedicada al juego, no los usa nunca; en tal caso podríamos dividir los gastos entre ambos y emplear esta razón como argumento entre nuestras dos mujeres, recuperando la tranquilidad otra vez.

Wang el Terrateniente habría deseado poner en práctica alguna idea propia, pero a medida que envejecía su gordura se hacía monstruosa; tornábase cada día más perezoso, el sueño lo aquejaba la mayor parte del día y hacía cualquiera cosa por evitarse una molestia. Este plan le pareció, pues, bueno; y aunque deseaba conquistarse el favor de su hermano menor, no lo habría deseado con tanto ardor sí su segundo hermano no lo anhelara más que él. En su indolencia creciente no le gustaba ya recibir huéspedes; ahora prefería no tener en su casa a personas con quienes había que ser siempre cortés, cosa por demás fatigosa. Convino en ello, sin embargo, y cada hombre regresó a su casa y expuso el plan a su respectiva mujer. Era un buen arreglo para todos, y cada mujer creyó que ella había salido vencedora, y determinó en secreto parecer ser ella la única responsable de la comodidad de los huéspedes; pero en el fondo todos estaban contentos, porque el inmenso costo de los vinos, de las fiestas y las gratificaciones para los sirvientes, hombres y mujeres, había sido dividido en dos.

Entonces los viejos patios en que Wang Lung había vivido la última parte de su edad madura fueron barridos y amoblados[25]. Verdad era que Loto nunca entraba allí, y sólo las sirvientas se sentaban de vez en cuando. Loto era ahora una mujer obesa y anciana, y Cucú, su única compañera, excepto sus esclavas, pues, a medida que envejecía, los ojos de Loto se habían cubierto de nubes y ni siquiera veía cuando tiraba los dados ni los números en ninguno de los juegos de azar que le gustaban. Una después de otra todas las viejas arrugadas que acostumbraban a visitarla habían muerto o estaban imposibilitadas de levantarse, y solamente Loto continuaba viviendo, sola con las que la servían. Trataba muy mal a sus esclavas, y a medida que sus ojos fallaban, su lengua se hacía más aguda, tanto que los hermanos tenían que pagar grandes sueldos a sus sirvientas para que soportaran sus insultos. Y de las esclavas que quisieron irse y que no las dejaron, dos de ellas prefirieron matarse; una, tragándose sus modestos pendientes de vidrio; y la otra, ahorcándose de una viga, en una de las cocinas donde trabajaba, antes que soportar las crueldades de Loto. Pues Loto no se limitaba a esgrimir la lengua con rudeza, gritando tales palabras que ni las sirvientas podían oírlas, sino que las pellizcaba con crueldad. Sus dedos viejos y gordos, tan inútiles en la belleza que aún conservaban, cuando toda otra belleza había huido de ella, esos dedos podían pellizcar y oprimir el brazo de una muchacha hasta que la sangre corriera por la piel, y cuando esto no la satisfacía, sacaba los carbones encendidos de su pipa y los apretaba contra las tiernas carnes. No había nadie a quien no tratara de este modo, excepto a Cucú, a quien temía, y de quien se servía para todo lo que hacía.

Cucú era lo que siempre había sido. Estaba ahora muy vieja y cada día más flaca, seca y marchita, pero conservaba en su viejo esqueleto la misma fuerza que había tenido en su juventud. Sus ojos eran agudos y su lengua desagradable, y su rostro, aunque arrugado, se conservaba aún rojo. Era ambiciosa, como siempre lo había sido, y si amparaba a su ama de la rapiña de las demás sirvientas, era para robar lo más que podía a Loto. Ahora que los ojos de ésta estaban empañados, Cucú se apoderaba de todo lo que le gustaba, aumentando su haber, y como Loto era tan vieja, olvidaba qué alhajas tenía, qué vestidos de pieles y qué túnicas de raso y de seda, y no sabía lo que tomaba Cucú. Sí de pronto recordaba algo y lo pedía a gritos, Cucú trataba de distraerla, y sí Loto se negaba a olvidar, Cucú sacaba el objeto de sus propias cajas y se lo entregaba. Pero cuando después de manosearlo Loto lo olvidaba otra vez, Cucú lo tomaba y lo guardaba de nuevo.

Ni las esclavas ni las sirvientas se atrevían a quejarse, pues Cucú era, en realidad, la verdadera ama, y aun los hermanos confiaban en ella, pues sabían que nadie podría reemplazarla, y no se atrevían a enemistarse con ella. Cuando Cucú decía que Loto le había dado esto o aquello los sirvientes guardaban silencio, pues comprendían que si se quejaban, Cucú, que era tan cruel y mala, podía poner veneno dentro de una escudilla de comida; y a veces se alababa de la pericia que tenía como envenenadora, para mantenerlas asustadas. Loto, a medida que enceguecía, confiaba en Cucú para todo, y ahora, a causa del enorme peso de su carne, no se movía, a no ser de su cama hasta el sillón de madera negra, esculpido, donde se sentaba un momento después de mediodía, antes de volver de nuevo a la cama. Y aun para esto necesitaba de cuatro esclavas o más, pues aquellos hermosos piececitos que fueron antaño el placer y el orgullo de Wang Lung, no eran sino muñones bajo el enorme y monstruoso cuerpo que en otros tiempos fue delgado como un bambú, y apasionadamente deseado por Wang Lung.

Un día Loto oyó la conmoción que había en los patios cercanos a los suyos, y cuando le hubieron dicho que Wang el Tigre llegaba con sus mujeres y sus hijos para pasar el día de fiesta y honrar la tumba de su padre con sus hermanos, dijo, con petulancia:

—No pienso soportar rapaces aquí. Siempre los he aborrecido.

Era verdad, pues no había tenido hijos, y siempre había manifestado un odio extraño por los niños pequeños, y especialmente cuando pasó la época en que podía dar tales frutos. Entonces Wang el Terrateniente, que había ido allí con su hermano, la apaciguó, diciendo:

—No, no; abriremos la otra puerta y así no tendrán necesidad de llegar hasta aquí.

Loto exclamó de nuevo, con su modo quejoso:

—El hijo que llega, ¿fue el que se fijó en esa pálida esclava que una vez tuve y que huyó, porque el tonto y anciano de mí señor la tomó para sí?

Los dos hermanos se miraron estupefactos al oír una historia para ellos desconocida, y Wang el Mercader dijo con prisa, pues Loto era ahora muy libre y obscena cuando hablaba de sus años mozos, tanto qué ninguno de los dos hermanos permitía que sus niños se acercaran a ella, porque no distinguía la decencia de la indecencia, y toda su antigua vida salía bullendo a la superficie de sus labios.

—No sabemos nada de eso. Nuestro hermano es ahora un famoso señor de la guerra y no tolerará oír tal historia en contra de su honor.

Pero cuando Loto oyó esto rió y, escupiendo en el suelo, gritó:

—Vosotros los hombres estáis siempre hablando de vuestro honor, pero nosotras las mujeres sabemos de qué pobre material es hecho ese honor.

Y oyendo que Cucú se reía también, exclamó:

—¿Eh, Cucú?

Y Cucú, que nunca estaba lejos, contestó con una carcajada que más bien parecía un agudo cacareo; pues estaba contenta de ver a esos dos hombres maduros, cada uno importante a su manera, puestos en tal aprieto. En cuanto a los dos hermanos, se apresuraron a retirarse para dirigir a los sirvientes en todo lo que fuese necesario hacer.

Cuando todo estuvo listo, Wang el Tigre llegó con su gente y fijó su residencia durante esos días en los patios en que su padre había vivido. Estaban ahora vacíos y limpios, por fin, de toda presencia, excepto de la suya y de la de sus hijos, y olvidó que alguien había vivido allí, salvo él y su hijo.

Entonces llegó la fiesta de la primavera y toda la casa tomó parte en ella; cada cual dejó a un lado sus rencores, y aun las mujeres de los dos hermanos mayores se mostraron corteses entre sí. Y todo transcurrió correctamente y de la manera que debía transcurrir.

Dos días antes de la fiesta era el aniversario del nacimiento de Wang Lung. Dondequiera que estuviera ese día tendría noventa años, y como todos los hijos se hallaban reunidos decidieron cumplir con su deber filial; y Wang el Tigre, que desde que tenía un hijo había olvidado la ira que sintió antaño contra su padre, se mostraba ansioso por tomar el sitio que le correspondía en la sucesión de padre e hijo.

El día del cumpleaños de Wang Lung sus hijos invitaban antes a numerosos huéspedes y preparaban una gran fiesta, tal como la habrían hecho ahora si su padre estuviese aún entre ellos; y todos se manifestaban contentos, se congratulaban entre sí y había toda suerte de guisos, como es propio en una fiesta de cumpleaños. Ahora rindieron homenaje y honor a la tablilla de Wang Lung en el día de su nacimiento.

El mismo día Wang el Terrateniente alquiló algunos sacerdotes y no escatimó dinero, pues cada hijo contribuyó con lo que le correspondía; y los sacerdotes cantaron todos sus cantos para que el espíritu de Wang Lung reposara en paz y dicha en los felices recintos donde ahora estaba, adornaron la sala con sus sagrados emblemas y signos, y durante medio día no se oyó en los patios sino el sonido de sus cantos y el monótono ruido de los palillos de madera sobre sus tambores de madera.

Todo esto hicieron los hijos de Wang Lung en su memoria. Además, acompañados de sus mujeres y de sus hijos, se dirigieron al sitio donde estaban las tumbas de sus antepasados; y los hijos de Wang Lung vieron que cada tumba estaba arreglada y cubierta con un montón de tierra fresca, y sobre cada montón había tiras de papel blanco cortadas con destreza y agitadas por la suave brisa primaveral de ese día. Y los hijos de Wang Lung se inclinaron hasta tocar la tierra delante de su tumba y el que se manifestaba más orgulloso de todos era Wang el Tigre, pues iba acompañado de su hermoso hijo, a quien también hizo inclinar la cabeza; como nunca, se sintió unido a sus padres y a sus hermanos por el lazo que creaba este hijo.

Cuando regresaban a sus casas vieron a todo lo largo del camino donde había tumbas de padres y de abuelos, hijos que hacían lo que ellos habían hecho por Wang Lung ese día, pues era un día conmemorativo. Wang el Terrateniente se sentía más conmovido que de costumbre, y dijo:

—Hagamos esto con más regularidad que los años pasados, pues sólo nos quedan diez años; nuestro padre cumplirá entonces cíen años y nacerá en otro cuerpo, y no podremos festejar este día, pues su nacimiento será desconocido para nosotros.

Y Wang el Tigre, al que la paternidad había puesto grave, dijo:

—Sí, debemos hacer esto por él si queremos que nuestros hijos lo hagan por nosotros cuando estemos donde él está ahora.

Y se dirigieron a sus casas, graves y en silencio, sintiendo el parentesco que los unía más estrecho que lo que nunca lo habían sentido.

Terminados estos deberes, todos se dedicaron a la alegría de la fiesta, y cuando hubo llegado la tarde de ese día, el aíre estaba extraordinariamente tibio y suave y una luna pequeña y delgada colgaba del firmamento, clara y pálida como el ámbar. Esa noche todos se reunieron en los patios donde vivía Loto, pues ese día, repentinamente quejosa, había dicho:

—Soy una mujer solitaria; nunca vienen a acompañarme, como si no perteneciera a esta casa.

Y empezó a suspirar y a llorar; Cucú se lo dijo a los hermanos y éstos cedieron a sus ruegos, porque ese día sentían sus corazones inesperadamente tiernos para con su padre y todo lo que le había pertenecido. Entonces, en vez de reunirse en los patios de Wang el Terrateniente, donde su dama quería festejar a la familia, se reunieron en los patios donde vivía Loto. Era un patio grande y hermoso, plantado con granados traídos del Sur, y en el centro había una laguna pequeña y octagonal donde se reflejaba la luna nueva. Allí comieron pasteles y bebieron vino y los niños se divertían con el reflejo de la luna y corrían, ocultándose entre las sombras, y salían de nuevo en busca de un pastel o de un sorbo de vino. Todos se atiborraron con los exquisitos bocados y pasteles propios de una fiesta así, algunos rellenos con carne de cerdo picada y otros, excelentes, con azúcar morena. Había tanto que hasta las esclavas comieron lo que quisieron, y las sirvientas hurtaban y comían detrás de las puertas o cuando se alejaban con el pretexto de ir a buscar más vino. Y nadie echó de menos lo que hurtaban, y si los agudos ojos de las señoras lo notaron, por lo menos no dijeron nada para que ningún reproche echara a perder la noche.

Cuando hubieron comido y bebido, el hijo mayor de Wang el Terrateniente, que era un buen músico, tocó la flauta, y su segundo hermano, un muchacho con dedos ágiles y delicados, el arpa, cuyas cuerdas golpeaba suavemente con dos delgados palillos de bambú; tocaron antiguas canciones a la primavera y cantaron un lamento o dos a la luna de una doncella muerta. Cuando tocaban juntos, su madre, orgullosa, los alababa a menudo y exclamaba en alta voz, cuando terminaban una canción:

—Toquen algo más, pues es hermoso tocar bajo la luz de la luna nueva.

Y se sentía orgullosa de su encantadora y grácil apariencia.

Pero la esposa de Wang el Mercader, cuyos hijos habían aprendido sencillamente y que ignoraban tocar ningún instrumento, bostezaba y hablaba en voz alta al uno o al otro, pero en particular a la mujer que había escogido para Wang el Tigre. Se dedicó a ella, desatendiendo a la mujer ilustrada; apenas miraba a la hija de Wang el Tigre, y todo era sonrisas y alabanzas para el hijo, tanto que se podría haber pensado que a ella se le debía el que hubiese sido varón.

Pero nada se dijo abiertamente, aunque la dama lanzaba miradas de descontento a su cuñada y ésta, a pesar de que las veía, se divertía haciendo creer que no. Pero nadie más parecía verlas, y entonces Wang el Terrateniente se levantó y ordenó a los sirvientes que trajeran mesas para la fiesta de la noche y que las colocaran en los patios; y así lo hicieron éstos. Entonces cada cual empezó a comer la verdadera comida y los sirvientes trajeron platos exquisitos, unos después de otros, pues Wang el Terrateniente se había sobrepasado al ordenarla. Había muchos platos de los que Wang el Mercader y Wang el Tigre nunca habían oído hablar, tales como lenguas de patos escabechadas con especias, patas de pato descueradas[26] y otros muchos que halagaban el paladar más refinado.

De todos los que aquella noche comieron y bebieron hasta hartarse ninguno lo hizo en la cantidad que Loto; y mientras más comía más conmovida se sentía con la diversión. Estaba sentada en su sillón esculpido y una esclava le ponía algo de cada azafate en su plato, pero a veces quería sacar por sí misma, y entonces la esclava guiaba su mano y ella hundía su cuchara de porcelana en el azafate y, llevándola con mano temblorosa hasta su boca, sorbía haciendo mucho ruido. Comió carnes y de todos los platos, pues conservaba los dientes fuertes y sanos aún.

Y a medida que se iba alegrando dejaba a ratos de comer para contar un cuento lascivo y soez, que hacía reír a los muchachos, aun cuando no se atrevían a demostrarlo delante de sus mayores. Pero ella, animada por sus carcajadas, contaba otros cuentos. Hasta Wang el Terrateniente podía apenas conservar la seriedad, salvo cuando miraba a su dama, sentada allí seria y rígida. Pero la vulgar mujer de Wang el Mercader lanzaba risotadas más y más fuertes cuando veía que su cuñada no se reía. Hasta la segunda mujer de Wang el Terrateniente fruncía los labios y, aunque no se reía porque su dama no lo hacía, fingía tener que levantar una manga para ocultarse detrás de ella.

Pero Loto habló con tanta libertad cuando oyó reír a los hombres, que por respeto a la decencia tuvieron que hacerla callar; los dos hermanos mayores la atiborraron con vino para que le diera sueño, pues temían que dijera algo lujurioso respecto de Wang el Tigre y que éste se encolerizara. Porque a causa de la lengua de Loto no habían urgido a Flor de Peral para que acudiera a la fiesta familiar; y cuando ella contestó con el mensajero que enviaron que no podía abandonar sus obligaciones, la dejaron en paz, estimando que era mejor no despertar los recuerdos de Loto.

Así transcurrió la noche y llegó la medianoche; la luna estaba ahora en medio del cielo y algunas nubes ligeras que apuntaron aquí y allá parecían mecer la luna a través del espacio. Los niños dormían en el regazo de sus madres, pues los menores de cada familia buscaban aún los pechos de sus madres, excepto la menor de la dama de Wang el Terrateniente, que era ahora una orgullosa y delgada niña de trece años que había sido desposada no hacía mucho tiempo. Pero la segunda mujer de Wang el Terrateniente era una madre amante y tenía a dos en sus brazos, uno, una niña de un año y un poco más, y el otro, un recién nacido de poco más de un mes, pues Wang el Terrateniente todavía la deseaba. En cuanto a las mujeres de Wang el Tigre, cada una tenía al suyo; y el niño dormía con su pequeña cabeza hundida en el brazo de su madre, y como la luna daba de lleno en su rostro, Wang el Tigre miraba a menudo el rostro pequeño y dormido.

Pero pasada la medianoche la alegría decayó y los hijos de Wang el Terrateniente se fueron uno después de otro, porque los esperaban otras diversiones y se sentían fatigados de estar tanto rato entre sus parientes mayores. Partieron despreocupadamente, y el hijo segundo de Wang el Mercader los miraba con envidia, pero no se atrevía a imitarlos, pues temía a su padre. Los sirvientes también estaban fatigados y suspiraban por el descanso, y alejándose un poco, apoyados contra los marcos de las puertas, bostezaban con ganas, diciendo entre sí:

—Sus hijos se levantan al amanecer y tenemos que atenderlos, y los mayores se divierten hasta pasada medianoche y también tenemos que atenderlos. ¿Nunca, pues, nos dejarán dormir?

Por fin se separaron, pero no antes de que Wang el Terrateniente estuviese ebrio; su dama llamó a sus sirvientes, y él, apoyado sobre ellos, se fue a la cama. Hasta Wang el Tigre estaba más bebido que lo que nunca había estado, pero pudo llegar hasta sus propios patios. Sólo Wang el Mercader se mantenía tan fresco y pulcro como de costumbre, y en su rostro arrugado y amarillento apenas se notaba un ligero cambio; ni siquiera estaba colorado, pues era de los que se ponen pálidos a medida que beben.

Pero ninguno de ellos había comido y bebido tanto como Loto, a pesar de que bordeaba los setenta y ocho años. Entre la medianoche y el amanecer se quejaba inquieta, pues el vino que había ingerido la acaloraba como si tuviera fiebre y todos los guisos con aceite que había comido pesaban en su estómago como piedras. Se volvía para uno y otro lado sobre su almohada y pedía esto y lo de más allá, pero nada la aliviaba. De pronto dio un ronco alarido y Cucú corrió a su lado; y cuando oyó que Cucú llamaba de afuera, refunfuñó algo entre dientes y, agitando piernas y manos, permaneció de pronto tranquila. Entonces su rostro gordo y viejo tornóse púrpura, y su cuerpo, rígido y envarado, y comenzó a respirar de prisa en entrecortados accesos que se oían en el patio del lado. Wang el Tigre la habría oído sí no hubiese estado a medías ebrio y por lo tanto con el sueño más pesado que de costumbre.

Pero la esposa ilustrada tenía el sueño ligero y oyendo los quejidos se levantó para ver qué sucedía. Tenía algunos conocimientos de medicina enseñados por su padre, quien era un físico; corrió la cortina y la luz de la aurora iluminó el rostro espantoso de Loto. Entonces la mujer ilustrada gritó, asustada:

—Ha llegado el final de la anciana señora sí no conseguimos purgarla de sus vinos y carnes.

Pidió agua caliente y jengibre y todas las medicinas que conocía, y las ensayó todas. Pero todas fueron inútiles, porque Loto estaba sorda a todas las súplicas y tenía los dientes tan apretados que aunque por fuerza separaron sus labios amoratados, no pudieron separar los dientes. Era extraño que en un cuerpo tan gastado como aquél los dientes permanecieran sanos y blancos; y ahora eran su perdición, pues si hubiera habido un agujero en alguna parte donde faltara un diente podrían haberle hecho ingerir las medicinas de alguna manera, y Cucú podría hasta haber tomado una buchada[27] y habérsela echado con sus labios. Pero los dientes sanos y completos estaban herméticamente cerrados.

Durante la mitad del día Loto continuó respirando y roncando, y de pronto, sin saber que su fin había llegado, murió. El rojo de su rostro desapareció, tornándose pálida y amarilla como la cera. Con esta muerte terminó la época de las fiestas.

Entonces los dos hermanos mayores salieron en busca de un ataúd; pero se vieron obligados a dejarla donde estaba un día o más, pues el ataúd tenía que ser dos veces del tamaño de los corrientes y no se encontró ninguno hecho que tuviese el ancho suficiente.

Y mientras esperaban, Cucú lloraba de corazón a esa criatura que había atendido durante todos esos años. Sí, la sentía de verdad, aunque recogía todo lo que podía de las cosas pertenecientes a Loto, abriendo ésta y la otra caja y sacando todo lo de valor; envió sus reservas fuera, haciéndolas sacar por una puerta secreta, de modo que, cuando Loto fue colocada en el ataúd, las que la servían se asombraron de que apenas tuviera un vestido para ser enterrada, y pensaban qué habría sido de la suma de dinero que tenía como viuda de Wang Lung, puesto que no había jugado durante los últimos años. A pesar de sus robos Cucú sintió a Loto y derramó algunas escasas lágrimas, que si bien fueron pocas, fueron en todo caso las únicas que derramó por alguien; y cuando llenaron el ataúd con cal, pues el cuerpo de Loto empezaba a descomponerse, y cuando la tapa fue sellada y llevado hacía el templo donde debería permanecer hasta que se escogiera un día para el entierro, Cucú caminó detrás del ataúd, apresurándose para verlo hasta que lo colocaron en una pieza vacía del templo entre otros muchos ataúdes. Entonces partió a alguna parte de su propiedad y no volvió más a la casa de los Wang; pero sintió a Loto de verdad y lo más de corazón que era capaz.

Antes de que los diez días designados por Wang el Tigre hubiesen transcurrido se sentía cansado de sus hermanos y de sus hijos, y la hora de estrecho parentesco que habían sentido en la fiesta había terminado. Pasaba entonces los días fuera, viendo las idas y venidas de los hijos de sus hermanos; le parecía que eran unos pobres muchachos que no prometían nada bueno. Los dos hijos menores de Wang el Mercader no aspiraban sino a ser empleados y no tenían mayor ambición que flojear sobre el mostrador y charlar y reír con los demás empleados si su padre no estaba allí para verlos; y hasta el menor, que contaba apenas con doce años, era aprendiz en uno de los mercados y pasaba todos los momentos disponibles lanzando al aire centavos en compañía de los pilluelos, en la calle vecina del mercado donde se reunían para esperarlo; y como era el hijo del amo, ninguno se atrevía a decir nada contra él ni rehusar un puñado de monedas si exigía que las sacaran de la gaveta[28] de la tienda; pero todos miraban con mirada aguda hacia fuera para ver si el padre del muchacho llegaba mientras éste corría a ocupar nuevamente su puesto. Wang el Tigre vio también que éste su hermano estaba tan absorto en acaparar dinero, que ni siquiera veía a sus hijos ni pensaba que un día podrían gastar lo que con tanta ansía había juntado, ni que sólo soportaban esos modestos empleos en espera de su muerte, que los dejaría libres de trabajar.

Wang el Tigre veía a los hijos de su hermano mayor tan remilgados y petimetres, que exigían que todo lo que los tocara fuese suave y fino, seda fresca en verano y abrigadoras y suaves pieles en invierno. No se alimentaban con comidas fuertes como todo hombre joven debe hacerlo, sino que siempre se quejaban de que estaban muy dulces o que estaban agrias o muy saladas, y alejaban un plato después de otro, y las esclavas tenían que correr de aquí para allá a causa de ellos.

Con ira comprobó todo esto Wang el Tigre. Una noche en que se paseaba solo en el patio que había sido de su padre, oyó la falsa risa de una mujer. De pronto una chica, que era hija de una sirvienta, pasó corriendo al través de la puerta del patio y cuando lo vio, asustada y jadeante, se detuvo tratando de escabullirse; pero él la tomó del brazo y exclamó:

—¿Qué mujer reía?

La chica se encogió aterrorizada al ver sus ojos relampagueantes, pero como él la tenía apretada no pudo zafarse; bajando los ojos, balbuceó:

—El joven señor tiene a mi hermana a su lado.

Entonces Wang el Tigre preguntó con severidad:

—¿Dónde?

La chica señaló la parte posterior de un patio vecino, una pieza vacía que Loto había usado como granero, pero ahora estaba cerrada con un candado. Wang el Tigre soltó entonces el brazo de la chica, que se escabulló como un conejo, y dirigiéndose al sitio señalado por ella vio el candado abierto y las puertas separadas como el espacio de un pie, de modo que un cuerpo delgado y joven podía pasar por ahí. Permaneció en la obscuridad escuchando y oyó la risa de la mujer y una voz que susurraba algunas palabras que no alcanzó a oír, pero sentía la respiración jadeante del hombre. Entonces su antigua repugnancia contra el amor lo llenó por entero y estuvo a punto de golpear en la puerta, pero pensó con desprecio:

«¿Qué me importa que todavía suceda una cosa así en esta misma casa?».

Y regresó fatigado y asqueado hacia sus patios. Pero aun en medio de su disgusto un extraño poder lo mantenía inquieto; se paseó por el patio esperando que apareciera la luna. Pronto vio salir de la pieza vacía a una esclava joven que se deslizó por la entreabierta puerta, alisándose el pelo; a la luz de la luna la vio sonreír mirando a su alrededor; y silenciosa y de prisa cruzó el patio embaldosado y vacío que había sido de Loto, con los pies metidos en sus zapatos de género. Se detuvo sólo un instante bajo el granado para apretar su desceñido cinturón.

Después de un momento en que Wang el Tigre permaneció inmóvil, mientras su corazón latía dentro del pecho con cierto disgusto, que no carecía de dulzura, vio a un joven que llegaba a pasos lentos, y él, imitándole como si estuviera afuera sólo para contemplar la noche, le dijo de pronto:

—¿Quién va?

Contestó una voz de timbre perezoso y agradable:

—Soy yo, tío.

Wang el Tigre vio que era el hijo mayor de su hermano mayor; y tanto odiaba la lujuria que sintió deseos de abalanzarse sobre el muchacho, sobre todo porque era de su misma sangre. Pero mantuvo afirmadas con fuerza sus manos en las caderas, porque bien comprendía que no podía matar al hijo de su hermano, y tan bien conocía su genio que sabía que si se dejaba arrastrar por la cólera no podría después detenerse, aunque lo deseara. Se limitó, pues, a dar un resoplido y a ciegas volvió a su pieza refunfuñando:

—Debo abandonar estos patios donde uno de mis hermanos es un avaro y el otro un libertino. No puedo respirar este aire, pues soy un guerrero y un hombre libre y no sé mantener atada la ira que ruge en mí como saben hacerlo los hombres que viven así con mujeres, metidos en estos patios.

Y de pronto deseó con vehemencia que se le presentara la necesidad de matar a alguien y de derramar sangre y libertar de ese modo su corazón de la carga que lo abrumaba y la cual no podía comprender.

Para calmarse se esforzó por pensar en su hijito; se deslizó hasta la pieza donde el niño dormía junto a su madre y lo contempló un instante. La mujer dormía con sueño pesado como las campesinas y su aliento era tan pestilente, que cuando Wang el Tigre se inclinó sobre su hijo, de buenas ganas le habría tapado con la mano las ventanillas de la nariz. El niño dormía tranquilo y quieto; al mirar su rostro dormido y grave, Wang el Tigre prometió que no sería como ninguno de ésos. No, ese niño llevaría una vida dura desde su niñez para llegar a ser un gran soldado, y le enseñaría todas las tretas guerreras, convirtiéndolo en un hombre.

Al día siguiente Wang el Tigre, con sus dos mujeres, sus hijos y todos los que habían venido con él, se despidieron después de haber festejado juntos su amistad y parentesco. Pero a pesar de la fiesta de despedida, Wang el Tigre se sintió más alejado que nunca de sus hermanos; contemplaba a su hermano mayor, soñoliento y tranquilo, hundido entre sus carnes, cuyos ojos sólo se iluminaban cuando oía algo libidinoso, y a su segundo hermano, con el rostro enjuto y los ojos menos francos a medida que envejecía. Eran hombres ciegos, sordos y mudos, que no veían lo que eran ni lo que habían hecho de sus hijos.

Pero no dijo nada. Se sentó silencioso, con el corazón henchido de orgullo al pensar en su hijo y en el hombre que llegaría a ser.

Se despidieron, saludándose ceremoniosamente entre sí, con amabilidad y cortesía; y los hermanos mayores, sus esposas, los sirvientes y las doncellas salieron hasta la calle, despidiéndoles con miles de buenos deseos. Pero Wang el Tigre se dijo que no volvería tan pronto a casa de su padre.

Con gran contento, pues, Wang el Tigre regresó a sus propias tierras; y encontró que estas tierras eran las mejores que había visto, y el pueblo vigoroso, y su casa un hogar; todos los hombres le dieron la bienvenida, disparando cohetes a su llegada, con sonrisas acogedoras, y cuando desmontó de su caballo alazán unos soldados que custodiaban los patios se precipitaron para coger la brida que había dejado a un lado; Wang el Tigre se sintió contento al verlos proceder así.

Mientras la primavera avanzaba convirtiéndose en un temprano verano, Wang el Tigre perfeccionaba y ejercitaba a sus hombres día tras día. Envió de nuevo a sus espías y a algunos de sus hombres para que se cercioraran de cómo estaban sus nuevas tierras, y a sus hombres de confianza para que le trajesen las rentas de todas partes, acompañados de guardias armados, que custodiarían la traída del tesoro, pues en esos días era mucho más de lo que un hombre podía traer en un saco, sobre su espalda, como lo había hecho antes.

Pero durante las tardes, cuando el día terminaba, se sentaba solo en su patio, en medio de la tibia noche de primavera; y en esos momentos, cuando los corazones de los hombres anhelan algún amor, además del que ya conocen, Wang el Tigre pensaba en su hijo. Hacía traer al niño a menudo, aunque no sabía cómo jugar con ningún niño, ni aun con su hijo. Ordenaba a la nodriza que se sentara donde él pudiera ver al niño y contemplaba cada movimiento que hacía o cualquiera expresión pasajera que cruzaba por su rostro. Cuando el niño aprendió a caminar, Wang el Tigre apenas podía contener su contento, y cuando durante la tarde estaba solo y nadie lo veía, tomaba el cinturón que la nodriza ataba a la cintura del chico y caminaba de aquí para allá, mientras el niño se tambaleaba jadeante del lazo del cinturón.

Sí alguien hubiera preguntado a Wang el Tigre en qué pensaba mientras contemplaba a su hijo, se habría visto en apuros para contestar, pues lo ignoraba él mismo. Sólo se sentía invadido por sueños de gloria y poder, y a veces, en medio de esta plenitud del espíritu, reflexionaba que en esos tiempos un hombre que tuviera poder suficiente, a quien los hombres temieran, podía aspirar a cualquier poder, pues no había emperador ni dinastía en ese entonces, y cualquiera podía luchar y hasta forjar los acontecimientos. Y al pensar en esto, Wang el Tigre se decía para sí:

«¡Y este hombre soy yo!»…

Sucedió algo extraño a propósito de este amor que Wang el Tigre demostraba a su hijo. Su esposa ilustrada, que había oído que se hacía llevar al niño todos los días, vistió a su hija con trajes nuevos y llamativos y la llevó, fresca y sonrosada, con pulseras de plata en sus muñecas y cintas rojas en el pelo, a presencia del padre. Pero Wang el Tigre, no sabiendo qué decir, volvió los ojos a un lado; entonces la madre dijo, con su agradable voz:

—Esta niña nuestra solicita humildemente tu atención también; no es un punto menos fuerte y hermosa que tu hijo.

Wang el Tigre se sintió turbado al ver el valor de la mujer, pues en realidad no la conocía, salvo en la obscuridad de las noches en que le tocaba su turno; se limitó a decir, con amabilidad:

—Es muy hermosa para ser una niña.

Pero la madre no se sintió satisfecha con esto, pues apenas había mirado a la niña; dijo, presionándolo:

—No, marido mío; por lo menos mírala, pues no es una niña corriente. Caminó tres meses antes que el niño, y charla como sí tuviera cuatro años en vez de dos y medio. He venido a pedirte que, como un favor hacia mí, le des a ella tu ciencia y compartas tus bienes con ella, como lo haces con tu hijo.

A lo que Wang el Tigre contestó, atónito:

—¿Cómo podré hacer de una niña un soldado?

Con su modo resuelto y agradable, la madre contestó:

—Si no un soldado, por lo menos se le puede enseñar alguna habilidad en una escuela, pues hay muchas ahora, marido mío.

De pronto, Wang el Tigre se dio cuenta de que lo llamaba por un nombre que nadie nunca empleaba, pues no le decía «mi señor», como las demás mujeres acostumbraban a hacerlo; embarazado y confuso, miró a la chica[29], porque no sabía qué decir. Entonces vio que en realidad era ésta una chica tentadora, gorda y redonda, con una boca pequeña y roja, que sólo sabía sonreír, y ojos negros y grandes y manos gordezuelas, con uñas perfectas. Se fijó en ellas, porque la madre las había teñido de rojo, como a veces se hace con los niños muy queridos. Los pies de la chica estaban cubiertos con zapatillas de seda roja y cabían ambos en una mano de su madre. Cuando ella lo vio contemplando a la niña, dijo con amabilidad:

—No quise ceñir sus pies; enviémosla a una escuela y hagamos de ella una mujer fuera de lo corriente, como hay muchas en estos tiempos.

—¿Pero quién querrá casarse con una joven así? —interrogó Wang el Tigre, atónito.

A lo que la madre replicó con tranquilidad:

—Una joven así puede casarse con quien lo desee, me parece…

Wang el Tigre reflexionó sobre esto y miró a la mujer. Nunca lo había hecho hasta entonces, juzgando suficiente que sirviera para sus propósitos. Pero ahora, al mirarla por primera vez, se dio cuenta de que tenía un rostro inteligente y bondadoso y un modo que la hacía parecer capaz de llevar a cabo lo que quisiera; y cuando la miró, ella no tuvo miedo y le devolvió la mirada sin falsas sonrisas ni estirando la boca como cualquiera otra esposa lo hubiera hecho. Y dijo para sí, un tanto pensativo: «Esta mujer es más inteligente de lo que pensaba; no la había visto bien antes».

Y en voz alta, levantándose mientras hablaba, dijo con cortesía:

—Cuando llegue el momento, no te diré que no, si te parece que es conveniente hacerlo.

Y ella, que siempre había sido tan tranquila y que había vivido contenta, lejos o cerca de Wang el Tigre, al ver esta nueva cortesía del hombre, se sintió conmovida de extraña manera. Sus mejillas se tiñeron de rojo y lo contempló ansiosa y en silencio, con rendido anhelo en la mirada. Pero Wang el Tigre, al notar el cambio experimentado por ella, sintió su antigua repulsión contra las mujeres; sin articular una sola palabra se volvió, murmurando entre dientes que había olvidado que tenía algo que hacer a esa hora y, agitado, se fue de prisa, pues no le gustaba que ella lo mirara de ese modo.

Y de esta manera, cuando la madre enviaba a una esclava con la niña a la misma hora en que él pedía que le trajeran a su hijo, Wang el Tigre no despedía a la niña. Al principio temió que la madre volviera y convirtiera en hábito la charla con él, pero cuando vio que no lo hacía, dejaba a la chica ahí y la miraba fijamente, pues su sexo lo hacía proceder con cautela, aunque ella era sólo una chica que se bamboleaba de aquí para allá. En todo caso, había sido un triunfo lograr que la mirara a menudo y que se riera con su risa silenciosa ante sus arrebatos y sus medias palabras. Su hijo era grande y grave, poco inclinado a reír, pero la chica era pequeña, viva y alegre y sus ojos siempre buscaban los de su padre; y si no la miraba abusaba entonces de su hermano y le arrebataba, lo que impedía que él no fijara la atención en ella. Sin darse cuenta, Wang el Tigre llegó a prestarle cierta atención y la reconocía como hija suya si la veía cuando una esclava, en medio de una multitud, la levantaba sobre una puerta para ver lo que sucedía en la calle; y a veces hasta se detenía para tocarle la mano y ver el brillo de sus ojos cuando le sonreía, y cuando ella le había sonreído así, al llegar a su casa no se sentía ya solo, sino como un hombre entre los suyos, mujeres y niños.