VI

MIENTRAS Wang el Tigre preparaba por fin su partida hacia el Sur, Wang el Segundo dijo cierto día a su hermano mayor:

—Si estás libre mañana en la mañana, acompáñame a la casa de té de la calle de las Piedras Rojas y conversaremos sobre dos puntos.

Cuando Wang el Mayor oyó esto se extrañó, porque sabía que debían hablar sobre tierras, pero no sobre otro asunto, y dijo:

—Iré, seguramente, pero ¿sobre qué otra cosa vamos a hablar?

—He recibido una extraña carta de nuestro tercer hermano —replicó Wang el Segundo—. Nos hace una oferta por los hijos que tengamos disponibles, pues está empeñado en una gran empresa y necesita hombres de su propia sangre, ya que no tiene hijos propios.

—¡Nuestros hijos! —repitió Wang el Mayor, con la boca abierta por la extrañeza y los ojos clavados en su hermano.

Wang el Segundo sacudió la cabeza:

—Yo no sé qué piensa hacer con ellos —dijo—, pero ve mañana y conversaremos.

E hizo ademán de continuar su camino, pues había detenido a su hermano en la calle, cuando se dirigía a su mercado de granos.

Pero Wang el Mayor no podía despachar cosa alguna tan rápidamente, y siempre tenía tiempo disponible para cualquier asunto que se presentase de improviso. Dijo, pues, echándoselas de gracioso, ahora que había entrado en posesión de sus bienes:

—No es difícil para un hombre tener hijos propios. Debemos buscarle mujer, hermano.

Y entornó los ojos socarronamente, como si hubiese dicho una agudeza. Pero Wang el Segundo sonrió imperceptiblemente, y contestó con su modo helado:

—No todos somos como tú, tan complaciente con las mujeres, hermano mayor.

Y empezó a caminar mientras hablaba, pues no quería que Wang el Mayor reanudara su interrumpida conversación en medio de la calle, donde la gente que pasaba podía oír e iniciar algún chisme.

A la mañana siguiente ambos hermanos se juntaran en la casa de té; encontraron mesa en un rincón desde donde podían mirar hacía afuera y ver todo lo que pudiera ser visto, pero donde nadie podría oír lo que se dirían; Wang el Mayor se sentó en el sitio dé adentro, que le correspondía por derecho propio: Llamó entonces al sirviente de la casa, le ordenó tal y cual plato, algunos panes dulces y calientes, carnes livianas y saladas, que los hombres acostumbran a comer en la mañana para entonar el estómago, y un jarro de vino caliente y otras carnes que los hombres comen para hacer bajar el vino, de modo que su calor no pueda subir y emborracharlos tan temprano; y pidió todo lo que su imaginación le sugirió, pues era hombre aficionado a la buena comida. Wang el Segundo escuchaba suspirando de angustia, pues no sabía si debía o no pagar la parte que le correspondía en todo aquello; por fin dijo bruscamente:

—Sí todas estas carnes y alimentos son para mí, no las deseo, hermano. Soy hombre sobrio, de muy poco apetito en la mañana.

Pero Wang el Mayor dijo con pomposa liberalidad:

—Eres mi huésped y no tienes que preocuparte, pues yo he de pagar.

Así tranquilizó a su hermano, y cuando trajeron la comida Wang el Segundo comió lo más que pudo, como debe hacerlo todo huésped. Y además, aunque muy rico, no podía dejar de aprovechar semejante oportunidad, especialmente si no tenía que desembolsar dinero. Le era insoportable que la gente regalase a sus sirvientes los vestidos usados y las cosas inservibles; secretamente las llevaba donde un prendero que le daba plata en cambio. Por eso ahora debía hartarse lo más posible, aunque era hombre sobrio, de escasa barriga. Se forzaba y comía lo que podía para no tener hambre en un día o dos, aunque no necesitaba hacer eso tampoco.

Con todo, así lo hizo esa mañana, y en tanto comían no hablaban; y mientras esperaban que el sirviente trajera un nuevo plato permanecían en silencio mirando lo que sucedía en la pieza, porque el estómago rechaza los alimentos si se discute cualquier negocio mientras se come.

Aunque ellos lo ignorasen, se encontraban en la misma casa de té donde su padre Wang Lung había ido una vez y encontrado a Loto, la cantante que después fue su concubina. Para Wang Lung fue ése un sitio maravilloso, una casa mágica y hermosa, con sus grabados de lindas mujeres pintados en seda colgando de los muros. Pero para estos dos hijos suyos era un lugar cualquiera y nunca soñaron lo que fue para su padre, ni con cuánta timidez entró ahí, avergonzado de su condición de labrador en medio de hombres de la ciudad. No, los dos hijos sentados ahí con sus vestidos de seda observábanlo todo con desenvoltura, y los comensales no ignoraban quiénes eran, y presurosos se incorporaban para saludarlos si los hermanos miraban hacia donde se encontraban, y los sirvientes se daban prisa en atenderlos, y el dueño de casa en persona, con el sirviente que llevaba los jarros con vino caliente, se acercó y dijo:

—Este vino es de jarros recién abiertos, y yo con mis propias manos he roto los sellos de arcilla.

Y preguntó una y otra vez si los habían atendido bien.

Y allí, con esos hijos de Wang Lung, aunque en un rincón lejano, todavía colgaba aquel rollo de seda sobre el cual Loto estaba pintada, una niña delgada con un capullo de loto en su pequeña mano. Antaño, Wang Lung lo había contemplado con el corazón palpitante dentro del pecho y la mente como un torbellino; pero ahora él había partido, y Loto era lo que era, y el rollo colgaba allí, tiznado con el humo y manchado con suciedades de moscas; y nadie lo miraba ni pensaba en preguntar: «¿Quién es esa belleza que cuelga escondida en el rincón?». No; y esos hombres que eran hijos de Wang Lung nunca soñaron que era Loto, ni que alguna vez pudo asemejarse a esa pintura.

Ahora estaban sentados allí, respetados por todos y comiendo; y aunque Wang el Segundo hizo lo posible por hartarse, no pudo competir con su hermano mayor. Porque cuando Wang el Segundo había comido más de lo que podía, Wang el Mayor lo hacía aún con apetito, y bebía vino pasándose la lengua por sus gruesos labios para saborear el gustillo, y comía de nuevo hasta que el sudor cubrió su rostro como si hubiera sido untado de aceite.

Entonces el sirviente trajo toallas empapadas en agua caliente y estrujadas, y los dos hombres en jugaron sus cabezas y cuellos, brazos y manos, y el sirviente retiró las carnes que no habían comido y los restos de vino, recogió los huesos y la comida de la mesa, y trajo té verde y fresco; y entonces los dos hombres estuvieron en condiciones de conversar.

Era mediodía y la casa estaba repleta de hombres que, como ellos, habían huido de sus hogares para comer en paz, lejos de sus mujeres y chiquillos, y después de haber comido, conversar con amigos, beber el té juntos e imponerse de las últimas noticias. Porque para ningún hombre hay paz en su casa, donde las mujeres llaman y gritan y los niños chillan y lloran, pues así son por naturaleza. Esta casa, en cambio, era un sitio apacible, donde sólo se oía el monótono rumor de las voces de los hombres. En medio de esta quietud Wang el Segundo sacó una carta de su estrecho pecho, y abriéndola la colocó sobre la mesa delante de su hermano.

Wang el Mayor la tomó, aclaró la garganta carraspeando con fuerza y empezó a leer pronunciando las letras para sí a medida que leía. Después de los saludos de rigor, Wang el Tigre, en términos concisos y rasgos osadamente marcados sobre el papel, escribía:

Enviadme hasta la última onza de plata que podáis, pues la necesito. Os la devolveré con un subido interés el día que termine lo que pienso emprender. Sí tenéis hijos de más de diecisiete años, enviádmelos también. Los levantaré tan alto como jamás lo soñasteis, porque necesito hombres de mí propia sangre, en quienes poder confiar en mi gran empresa. Enviadme la plata y enviadme vuestros hijos, ya que no los tengo propios.

Wang el Mayor leía estas palabras y miraba a su hermano, y su hermano lo miraba a él. Entonces Wang el Mayor dijo pensativo:

—¿Te dijo alguna vez lo que hacía, además de pertenecer a un ejército sureño, al mando de un general? Es extraño que no nos diga para qué desea a nuestros hijos. Los hombres no tenemos hijos para lanzarlos así a cualquiera aventura desconocida.

Sentáronse un momento en silencio y bebieron té; sin duda ambos pensaban que era algo descabellado enviar hijos fuera, no sabiendo a qué; pero ambos también recordaban las palabras «los levantaré hasta muy alto» y decíanse que ya que tenían uno o dos hijos de la edad requerida podían tentar la aventura. Wang el Segundo dijo prudentemente:

—Tú tienes hijos que han pasado de los diecisiete.

Y Wang el Mayor contestó:

—Sí, tengo dos hijos de más de diecisiete, que hasta ahora han crecido despreocupadamente en casa, pues aún no había pensado qué hacer con ellos. El mayor no puede ir, pues será mí sucesor, pero sí puedo enviar al segundo.

Entonces Wang el Segundo dijo:

—Mi hijo mayor es una niña, pero el segundo, que es hombre, puede ir, ya que tu hijo mayor permanece en el hogar para continuar nuestro nombre.

Sentados meditaban acerca de sus hijos, pensando en los bienes que tenían y en lo gravosas que sus vidas serían para ellos. Wang el Mayor había tenido seis hijos de su esposa, de los cuales dos habían muerto en la infancia, y uno de su concubina; pero ésta debía dar a luz otra vez dentro de uno o dos meses; todos sus hijos eran sanos, excepto el tercer hombre, a quien una esclava había botado[3] cuando tenía solamente unos meses; el espinazo creció torcido, y la cabeza, demasiado grande para los hombros, parecía enterrada en la joroba como una cabeza de tortuga en su caparazón. Wang el Mayor había consultado varios doctores y hasta había prometido un vestido a cierta divinidad del templo sí se dignaba sanar a su hijo, aunque habitualmente no creía en tales cosas. Pero todo fue inútil, pues el niño tendría que llevar su carga hasta que muriera. Y el único placer que su padre sacaba de ello era ver a la divinidad sin su vestido, ya que no había querido escuchar su súplica.

En cuanto a Wang el Segundo, tenía cinco hijos por todo, tres de los cuales eran hombres, y la mayor y la menor, mujeres. Pero su mujer estaba todavía en la flor de la juventud e indudablemente la serie de sus hijos no había terminado, pues era una mujer robusta que podría parir hasta su edad madura.

Era, pues, verdad que no tenía importancia enviar uno o dos afuera, y así lo comprendieron los hermanos después de haber pensado en ello. Por fin Wang el Segundo levantó los ojos y dijo:

—¿Qué debo contestar a nuestro hermano?

El hermano mayor vacilaba, pues no era hombre capaz de decidir nada por sí solo, acostumbrado desde hacía años a hacer lo que su esposa le dijera; así lo comprendió Wang el Segundo y dijo ladinamente:

—¿Diré que enviaremos un hijo cada uno y el dinero de que podamos disponer?

Y Wang el Mayor, contento, respondió:

—¡Eso es!, hermano mío, hagámoslo así. Después de todo enviaré a mí hijo con alegría, pues mí casa parece a veces atestada de rapaces que berrean y de muchachos que se querellan; no hay un momento de paz. Yo enviaré a mi hijo segundo y tú al mayor, y sí algo sucede aquí, estará el mayor de los míos para continuar nuestro nombre.

Así quedó, pues, decidido, y ambos volvieron a beber té. Y cuando hubieron descansado hablaron de las tierras que podían vender. Y allí, mientras sentados cuchicheaban, recordaron cierto día que por primera vez hablaron de vender la tierra, de pie en un potrero[3a] cercano a la casa de barro; su padre Wang Lung, que era entonces un anciano, se arrastró fuera de la casa para oír lo que decían, y cuando oyó decir «vender la tierra», gritó furioso: «¡Haraganes y malvados!, ¿vender la tierra?».

Y tal era su ira, que habría caído de bruces si ellos no lo hubieran sostenido; y balbuceaba una y otra vez: «¡No, no, nunca venderemos la tierra!». Y para tranquilizarlo, pues era demasiado viejo para soportar contratiempos, prometieron que nunca la venderían. Y mientras prometían se sonrieron por encima de la vacilante cabeza del anciano, previendo ya entonces que algún día realizarían su proyecto.

A pesar de su ansiedad por juntar rápidamente su dinero, el recuerdo de la escena era tan vívido en ellos que no pudieron hablar con tanta soltura como lo habían creído; y por otra parte el corazón les aconsejaba proceder con cautela, pues el viejo podía tener razón después de todo; cada cual resolvió entonces, para sí, no vender todo inmediatamente. Podían venir malos días, y si los negocios fracasaban, tendrían siempre tierras suficientes para vivir. Porque en épocas como aquélla no había día seguro; podía estallar una guerra o un jefe de bandidos apoderarse de la región, por un tiempo, u otra calamidad cualquiera. Vacilaban, pues, entre las ansias de percibir el interés producido por la venta de las tierras y su temor por el futuro. Por esto cuando Wang el Segundo dijo:

—¿Qué tierras quieres vender?

Wang el Mayor replicó con prudencia rara en él:

—Después de todo, no tengo negocios como los tuyos y nada puedo hacer excepto ser un terrateniente, por lo tanto venderé sólo lo necesario para disponer de dinero.

Entonces Wang el Segundo dijo:

—Visitemos nuestras tierras para apreciar cuántas tenemos y en qué estado se encuentran, aun las más distantes, pues nuestro anciano padre codiciaba tanto la tierra, que en su edad madura, durante un año de hambruna, compró lo que le ofrecieron; tenemos, pues, tierras en toda la región y algunos campos de menor tamaño. Si deseas ser terrateniente, conserva las tierras que están cerca para poder controlarlas mejor.

Como esto pareciera razonable a ambos, se levantaron después que Wang el Mayor hubo pagado lo que habían comido y los vinos y algo más para el sirviente que los atendió. Cuando salieron, algunos comensales se levantaron para saludarlos y para que los demás supieran que tenían relaciones con esos grandes hombres de la ciudad. Wang el Mayor contestaba a todos amablemente y sonreía, pues gustaba de ese homenaje; Wang el Segundo avanzaba con los ojos entornados moviendo imperceptiblemente la cabeza y sin mirar a nadie, como si temiese que si manifestaba demasiada amistad alguien se permitiera pedirle dinero.

Los dos hermanos visitaron, pues, sus tierras, y el menor acortó sus pasos para igualar su marcha a la del mayor, que era gordo y pesado y poco acostumbrado a caminar. En las puertas de la ciudad se sintió fatigado y llamaron entonces a dos hombres que allí estaban con sus asnos ensillados para alquilar, y montándose a horcajadas en las bestias, salieron de la ciudad.

Durante todo el día recorrieron sus tierras deteniéndose sólo en una posada para la comida de mediodía; y visitaron los más apartados campos, examinando detenidamente la tierra y lo que los arrendatarios hacían. Y los arrendatarios mostrábanse humildes y temerosos, pues éstos eran ahora sus nuevos amos, y Wang el Segundo determinó cuáles eran los campos que se deberían vender. Toda la tierra que correspondía al tercer hermano sería vendida, excepto el terreno que rodeaba la casa de barro. Pero de común acuerdo ambos hermanos se abstuvieron de acercarse a la casa y a la loma donde, bajo un dátil, yacía su padre.

Al caer la tarde regresaron a la ciudad sobre las fatigadas bestias y en la puerta desmontaron y pagaron a los hombres el precio que habían convenido. Los hombres también estaban fatigados, habían corrido tras las bestias todo el día y pidieron un sobreprecio, pues sus zapatos estaban totalmente estropeados. Wang el Mayor se los habría dado, pero Wang el Segundo no quiso y dijo:

—No, les he pagado lo convenido y nada tengo que hacer yo con vuestros zapatos.

Y se alejó sin prestar atención a las reclamaciones de los hombres. Llegaron a su propia casa, y al separarse se miraron como hombres que tienen un secreto en común, y Wang el Segundo dijo:

—Sí así lo deseas, enviaremos nuestros hijos de aquí en siete días y yo mismo vendré a buscarlos.

Wang el Mayor aprobó con la cabeza y penosamente se encaminó hacia su propia puerta, porque nunca en su vida había tenido un día de trabajo como aquél, y pensó para sí que la vida de un hacendado era muy dura.