II

PUES bien: antes de morir, Wang Lung ordenó un día a sus hijos que se dejara su cadáver, dentro del ataúd, en la casa de barro, hasta ser enterrado en su suelo. Pero cuando sus hijos llegaron a este punto en los preparativos del funeral, les pareció en extremo fastidioso el ir y venir tan lejos de su casa en la ciudad, y al pensar en los cuarenta y nueve días que habrían de pasar antes del entierro, resolvieron que no podían obedecer a su difunto padre. Y a la verdad, esto les creaba toda suerte de dificultades; pues quejábanse los sacerdotes del templo de ir tan lejos a cantar, y hasta los hombres llamados para lavar el cuerpo de Wang Lung, vestirlo con sus atavíos de seda, encerrarle dentro del ataúd y sellar éste, pidieron doble precio; tanto que Wang el Segundo quedó horrorizado.

Ambos hermanos se miraron entonces por encima del ataúd en que yacía el anciano y el mismo pensamiento cruzó por la mente de los dos: que el difunto no hablaría. Así, pues, llamaron a los inquilinos, ordenándoles conducir a Wang Lung a los aposentos que fueron suyos en la casa de la ciudad; y Flor de Peral, aun cuando trató de oponerse, nada logró conseguir. Viendo que sus palabras eran inútiles, dijo, sosegadamente:

—No creí que la pobre tonta y yo volveríamos jamás a esa casa de la ciudad; pero si él va, debemos acompañarle.

Y cogiendo a la tonta, que era la hija mayor de Wang Lung, mujer ya de edad y, sin embargo, la misma criatura idiota de siempre, siguieron ambas tras el féretro de Wang Lung por el camino. La tonta no cesó de reír, porque el día era de primavera, hermoso y tibio, y el sol brillaba tanto.

Así retornó una vez más Flor de Peral al recinto en que otrora viviera con Wang Lung, y fue allí donde la condujo éste cierto día, cuando, a pesar de su edad, su sangre corría robusta y libremente y se hallaba solo en la gran casa. Pero los aposentos se hallaban ahora en silencio y en toda la vasta mansión colgaban rotos los signos de papel rojo, para señalar así la presencia de la muerte. También en señal del duelo habíase pegado papel blanco sobre las grandes verjas que daban a la calle. Y Flor de Peral vivía y dormía junto al muerto.

Un día, mientras aguardaba de esta guisa junto al féretro de Wang Lung, una sirvienta llegóse a la puerta del recinto. Por su mediación, Loto, la primera concubina del anciano, avisaba que vendría a presentar sus respetos a su difunto amo. Era deber de Flor de Peral responder con palabras corteses y así lo hizo, bien que odiara a Loto, antigua señora suya, y levantándose a mover aquí y allá los cirios que ardían en derredor del ataúd, aguardó.

Por primera vez veía Flor de Peral a Loto desde aquel día en que ésta supo la decisión de Wang Lung y le mandó decir que era su deseo no ver más a Flor de Peral, pues le irritaba que hubiera llevado a sus aposentos a una muchacha que había sido esclava de la concubina desde la niñez. Tan celosa y enfadada estaba, que fingió en adelante no saber si Flor de Peral había muerto o si vivía. Pero era curiosa, en verdad, y, muerto Wang Lung, dijo a Cucú[2], su servidora:

—Ya que ha muerto el anciano, no hay entre ella y yo motivo de disputa. Iré a ver cómo está.

Y llena de curiosidad salió de sus habitaciones, apoyada en sus esclavas, lo bastante temprano para que hubieran llegado a cantar los sacerdotes.

Entró a la habitación donde aguardaba Flor de Peral; llevaba consigo, por decencia, bujías e incienso, y ordenó a una de sus esclavas que los encendiera ante el ataúd. Pero, mientras la esclava ponía manos a la obra, Loto no pudo apartar la vista de Flor de Peral, contemplándola ávidamente para percibir su cambio y la edad que representaba. Sí; aun cuando Loto llevaba los blancos zapatos del duelo en sus pies y vestiduras de luto, su rostro no se hallaba enlutado, y gritó a Flor de Peral:

—No has cambiado: eres la misma mujer pálida e insignificante de siempre y, en verdad, no sabría decir qué vio él en ti…

Y el que Flor de Peral fuera tan pequeña, descolorida y falta de audaz belleza le agradó muchísimo.

Flor de Peral permaneció junto al féretro, inclinada la cabeza y en silencio; pero tal era el aborrecimiento que llenaba su corazón, que se asustó y se humilló al darse cuenta de que podía ser tan malvada y odiar así a su antigua ama. Pero Loto no era de las que podían mantener fija su errabunda mente ni siquiera en el odio, y, después de haber contemplado a Flor de Peral, murmuró, volviendo la vista hacía el ataúd:

—¡Buen montón de plata habrán pagado sus hijos por eso!

Y se levantó pesadamente a tocar la madera para evaluarla.

Pero Flor de Peral no pudo soportar su vil contacto sobre el objeto que cuidaba con tanta ternura, y gritó, súbita y bruscamente:

—¡No lo toques! —llevando las pequeñas manos empuñadas a su pecho y mordiéndose el labio inferior.

Ante esto, Loto rió, exclamando:

—¡Vaya! ¿Todavía guardas esos sentimientos hacía él?

Y volvió a reír con fácil sarcasmo. En seguida se sentó a observar cómo las bujías ardían y chisporroteaban. Como se cansara pronto de esto, se levantó dispuesta a marcharse. Empero, al mirar en todas direcciones, movida por la curiosidad, vio a la pobre tonta sentada allí, en un sitio que iluminaba el sol, y exclamó:

—¡Cómo! ¿Vive aún eso?

Al oír estas palabras, Flor de Peral acudió junto a la tonta, y su aborrecimiento fue tal que apenas podía soportarlo. Justo con marcharse Loto, buscó un paño con el que frotó una y otra vez el ataúd en el sitio donde Loto pusiera su mano, y dio un pastelillo a la tonta, que ésta recibió alegremente, ya que era un obsequio inesperado, y que devoró entre exclamaciones de alegría. Flor de Peral la observó tristemente por un instante, diciendo, al fin:

—Eres lo único que me resta del único ser que fue bondadoso para conmigo o que vio en mí algo más que una esclava.

Pero la tonta no hizo sino continuar comiendo, pues ni hablaba ni comprendía cosa alguna de lo que le decían.

De este modo pasó Flor de Peral los días que faltaban hasta el funeral, durante los cuales reinó el silencio en los aposentos, a excepción de las horas en que cantaban los sacerdotes, pues ni los hijos de Wang Lung se acercaban a su cadáver si no era para cumplir con algún deber. Todos los habitantes de esa casa se encontraban algo inquietos y temerosos de los espíritus terrenos que posee un difunto, y Wang Lung había sido un hombre asaz fuerte y vigoroso, no siendo de esperar que esos siete espíritus lo abandonasen tan fácilmente. Y no lo abandonaron, pues la casa parecía llena de ruidos extraños, nunca oídos, y las sirvientas quejábanse de que vientos helados soplaban sobre ellas durante la noche, alborotándoles el cabello, o de que escucharon traviesos tamborileos en sus celosías, o de que un tiesto fue derribado de manos de una cocinera o un jarro de manos de una esclava, cuando se aprestaba a servir.

Cuando los hijos y sus esposas supieron estos comentarios, fingieron burlarse de tal necedad e ignorancia, pero no estaban tampoco a sus anchas, y como Loto oyera también las habladurías, exclamó:

—¡Siempre fue un viejo testarudo!

Pero Cucú replicó:

—¡Deja que los muertos hagan su voluntad y habla bien de ellos hasta que estén bajo tierra!

Sólo Flor de Peral no temía y continuaba viviendo con Wang Lung, muerto, como lo hiciera durante su vida. Sólo al ver llegar a los sacerdotes de amarillas túnicas se levantó y pasó a su cuarto, donde sentada se puso a escuchar los cánticos fúnebres y el lento toque de los tambores.

Poco a poco fueron quedando libres los siete espíritus terrenos del muerto y cada séptimo día el sacerdote principal se presentaba ante los hijos de Wang Lung, diciendo:

—Ha salido de él otro espíritu.

Y los hijos le recompensaban una y otra vez con plata.

Así pasó el tiempo, siete veces siete días, y se hizo más cercano el designado para el funeral.

* * * *

Ya la ciudad entera conocía la fecha indicada por el sacerdote para el funeral de hombre tan importante como Wang Lung, y ese día —tocando ya a su fin la primavera y cercano el estío— las madres hicieron apresurarse a sus hijos en la comida matinal, a fin de que no se entretuviesen y perdieran un solo detalle de todo lo que iba a verse. Los hombres, en sus campos, dieron fin a la labranza por el día, y, en las tiendas, los aprendices deliberaron acerca del mejor modo de ver pasar la procesión de este funeral. Todos. en efecto, en la comarca, conocían a Wang Lung y sabían que, siendo otrora un hombre pobre, un labrador como cualquiera, se había enriquecido, fundado una casa y dejado a sus hijos ricos. Los pobres ansiaban presenciar el funeral, pues era motivo de reflexión el que un hombre tan pobre como ellos hubiese muerto rico, y lo era también de secreta esperanza. Los ricos deseaban ver el espectáculo sabiendo que los hijos de Wang Lung heredaban una fortuna y que, por consiguiente, todos los opulentos debían presentar sus respetos al gran difunto.

Pero en la casa de Wang Lung reinaban el alboroto y la confusión, ya que no es cosa fácil preparar un funeral tan grande, y Wang el Mayor se hallaba aturdido con todo lo que debía hacer, pues, siendo el jefe de la casa, era su obligación preverlo todo, encargarse de centenares de personas, de que todos tuvieran luto adecuado a su condición y alquilar las sillas para las damas y los niños. Aturdido estaba y, sin embargo, a la vez orgulloso de su importancia, de que todos acudiesen a él preguntando a voces qué debían hacer en éste y este otro caso. Tanta era su agitación, que el sudor le corría por la cara como si fuera pleno verano. Como sus ojos inquietos cayeran sobre su segundo hermano, que se mantenía en calma, su serenidad irritó a Wang el Mayor, quien gritó:

—¡Todo lo dejas en mis manos y ni siquiera eres capaz de cuidar de que tu mujer y tus hijos se vistan y aparezcan con semblante grave!

A esto, Wang el Segundo replicó con secreta burla y muy suavemente:

—¿Cómo podemos hacer algo, sí sólo te complace aquello que haces tú mismo? Bien sabemos yo y mi esposa que únicamente así quedaréis satisfechos tú y la madre de tus hijos, y es nuestro deseo complaceros ante todo.

Así, hasta en el funeral de Wang Lung sus hijos riñeron. Con todo, esto se debía en parte a que ambos se hallaban preocupados por la ausencia del tercer hermano y cada cual culpaba al otro por su tardanza: pensaba el mayor que su hermano segundo no había dado al mensajero el dinero suficiente para un viaje tal vez largo; y el segundo achacaba la demora a que el mensajero había partido con uno o dos días de retraso.

No había más que un ser tranquilo ese día en la gran casa, y era Flor de Peral. El grado de luto de sus atavíos era sólo menor al de los de Loto y estaba sentada, inmóvil, aguardando junto a Wang Lung. Habíase levantado temprano, vistiendo también de luto a la tonta, aun cuando esta pobre criatura no tenía noción de todo cuanto sucedía, reía continuamente y, asombrada por sus extrañas vestiduras, trató de quitárselas. Flor de Peral le dio entonces un pastelillo y su pedazo de trapo rojo, apaciguándola de este modo.

En cuanto a Loto, nunca como hoy se la viera tan alborotada, pues no podía ocupar su acostumbrada silla de manos, dado su actual volumen. Probó una y otra, quejándose de que ninguna serviría y que no sabía por qué las hacían hoy tan estrechas; y lloró, fuera de sí, al pensar que no iba a poder participar en la procesión de hombre tan grande como su marido. Al ver vestida de luto a la tonta, concentró en ella su ira y se quejó a gritos ante Wang el Mayor:

—¡Cómo! ¿Ha de ir eso también?

Y arguyó que debía exceptuarse a la tonta de tomar parte en tan gran día.

Pero Flor de Peral dijo, con voz suave y decidida:

—¡No! Mi señor me ordenó no abandonar jamás a esta pobre hija suya, y tal fue la orden que me dio. A nadie ha de molestar, pues me obedece y está acostumbrada conmigo y yo la tranquilizaré.

Wang el Mayor dejó pasar el asunto, pues tenía tanto que hacer y no ignoraba que había centenares de personas aguardando que comenzase el día. Viendo su ansiedad, los portadores de las sillas se aprovecharon para exigir más dinero de lo justo, y los hombres que conducían el ataúd se quejaron de que era tan pesado y tan lejana la sepultura de la familia. Inquilinos y ociosos de la ciudad se agolparon en los patios, presenciándolo todo. A todo ello se agregaba otra cosa: que la esposa de Wang el Mayor le reprendía continuamente, quejándose de que las cosas no estaban bien dirigidas, de modo que Wang el Mayor se vio obligado a correr de aquí para allá y transpiró como hacía mucho no lo hacía, y aun cuando gritó hasta quedar ronco, nadie le prestó mucha atención.

Nadie sabe si de esta manera hubieran dado término al funeral o no; ello fue que sucedió lo más oportuno, es decir, que llegó Wang el Tercero, del Sur. Llegó en el último instante, y todos le contemplaron para ver cómo estaba, pues había permanecido diez años alejado de su casa y no le veían desde aquel día en que Wang Lung escogiera a Flor de Peral. No. Hablase marchado ese día, poseído de la más extraña de las pasiones, y nunca volvió a su hogar. Se fue siendo un muchacho alto, colérico e indómito, las negras cejas casi juntas sobre sus ojos, y se marchó odiando a su padre. Ahora volvía hecho hombre, el más alto de los tres hermanos, y tan cambiado que, a no ser por sus dos negras cejas fruncidas como siempre y por la mueca airada de su boca, no lo hubieran reconocido.

Llegó a grandes zancadas a la verja, vestido de soldado, pero no tampoco con él traje de un simple soldado. La casaca y los pantalones eran de hermoso paño obscuro; había botones dorados en su casaca y colgaba una espada de su cinturón de cuero. Tras él caminaban cuatro soldados con fusiles al hombro, todos hombres de buena presencia, excepto uno que tenía el labio hendido, si bien éste también era robusto y fuerte como el que más.

Conforme atravesaron todos la gran verja, el silencio sucedió a la confusión y al ruido y todos los rostros se volvieron a mirar a este Wang el Tercero. Todos permanecieron en silencio, ya que parecía tan fiero y tan habituado al mando. Atravesó con firme paso la multitud de inquilinos, sacerdotes y ociosos que se apretujaban por doquiera para ver todo cuanto había por ver, y dijo, en voz alta:

—¿Dónde están mis hermanos?

No faltó quién corriera en busca de los dos hermanos para decirles que el tercero había llegado, y así éstos salieron, sin saber cómo recibirle: si respetuosamente, o como al hijo menor fugitivo. Pero, viendo de tal modo ataviado a su tercer hermano y a los cuatro fieros soldados inmóviles tras él, se mostraron inmediatamente corteses. Luciendo tanta cortesía como hubieran tenido para con un extraño, inclináronse, suspirando hondamente por lo triste de la ocasión. En seguida Wang el Tercero se inclinó también profundamente ante sus hermanos mayores y, mirando a derecha e izquierda, dijo:

—¿Dónde está mi padre?

Entonces ambos hermanos le condujeron al patio interior, donde yacía Wang Lung en su ataúd, bajo los rojos cobertores bordados en oro; y Wang el Tercero ordenó a sus soldados permanecer en el patio y penetró solo en el recinto. Al oír Flor de Peral el sonido de los zapatos de cuero sobre las piedras, dio una rápida mirada para ver quién venía, y al verlo, volvióse rápidamente de cara a la pared, permaneciendo de esta manera.

Pero si Wang el Tercero la vio o la reconoció, no dio señales de ello. Inclinóse ante el féretro y pidió los vestidos de cáñamo que le habían sido preparados, si bien al ponérselos advirtió que eran demasiado cortos para él, ya que sus hermanos nunca creyeron que estuviese tan alto. Con todo, vistió los atavíos, encendió dos bujías nuevas que había traído y pidió que trajeran carnes frescas, para ser puestas como sacrificio ante el ataúd de su padre.

Una vez que todo estuvo pronto, se inclinó tres veces hasta el suelo ante su padre y exclamó, con gran decoro: «¡Ah, padre mío!». Pero Flor de Peral continuó con el rostro vuelto a la pared y no se volvió siquiera una vez para ver lo que ocurría.

Terminado su deber, Wang el Tercero se alzó y dijo, con tono breve, como era su costumbre:

—¡Vamos, pues, sí todo está pronto!

Y ocurrió entonces la cosa más extraña: que donde hubiera tanta confusión y ruido, y hombres gritándose aquí y acullá entre sí, reinaba ahora el silencio y todos se hallaban dispuestos a obedecer. No parecía sino que la presencia misma de Wang el Tercero y sus cuatro soldados era el poder, pues cuando los portadores de las sillas comenzaron con las quejas, que antes hicieron en tono tan insolente a Wang el Mayor, su voz se tornó suplicante y suave y sus palabras razonables. Aun así, Wang el Tercero frunció las cejas y les miró fijamente, hasta que las voces se debilitaron y murieron. Cuando les dijo: «¡Ejecutad vuestro trabajo y seréis tratados con justicia en esta casa!», los portadores quedaron silenciosos y se dirigieron hacía sus sillas como si hubiera alguna magia oculta en los soldados y los fusiles.

Cada cual ocupó su lugar y por fin fue sacado a los patios el gran ataúd. Rodeóselo con cuerdas de cáñamo y a través de éstas deslizáronse traviesas del tamaño de árboles jóvenes y los portadores pusieron sus hombros bajo las traviesas. No faltaba tampoco la silla destinada al espíritu de Wang Lung y en ella habían puesto ciertos objetos de su propiedad: la pipa que fumó por muchos años, uno de sus atavíos y el retrato que había pintado un artista especialmente alquilado para ello cuando Wang Lung cayó enfermo, ya que antes no se había mandado hacer ninguno. Verdad que el retrato no se parecía a Wang Lung y representaba sólo a un sabio cualquiera, pero aun así el artista se había esmerado en su obra y pintó grandes mostachos, cejas y muchas arrugas, como tienen a veces los ancianos.

Así, pues, la procesión se puso en movimiento y las mujeres dieron comienzo a sus sollozos y gemidos, siendo Loto la que más alto se lamentaba. Alborotóse el cabello y llevó un pañuelo blanco nuevo a sus ojos, a uno y a otro alternativamente, gritando, con hondos sollozos:

—¡Ah, el que era mí sustento se ha ido; se ha ido!

Y en todas las calles la gente se apretujaba para ver pasar a Wang Lung por última vez, y cuando vieron a Loto, murmuraron, aprobando:

—Es una mujer muy respetuosa y llora a un buen hombre.

Algunos se maravillaban de ver a una dama tan gruesa y voluminosa llorar con tales clamores, y decían:

—¡Cuán rico debió ser él para poder permitirse el lujo de que ella comiera hasta alcanzar tal volumen!

Y envidiaban los bienes de Wang Lung.

En cuanto a las esposas de los hijos de Wang Lung, cada cual lloraba de acuerdo con su naturaleza. La esposa de Wang el Mayor lloraba decentemente, no más de lo debido, tocándose los ojos de vez en cuando con el pañuelo, ya que no era conveniente que llorase igual que Loto. La concubina de su esposo, que era una muchacha gordezuela y bonita, casada hacía cerca de un año, miraba a esta dama, llorando cada vez que ella lo hacía. Pero la esposa campesina de Wang el Segundo se olvidó de llorar, pues era la primera vez que se veía conducida así en hombros por las calles de la ciudad y no lloraba a fin de contemplar los centenares de rostros de hombres y mujeres que se apretaban junto a las murallas o en los umbrales de las puertas, y sí alguna vez se acordó de ponerse las manos en los ojos, al atisbar entre los dedos lo olvidó de nuevo.

Pues bien, desde antiguos tiempos se ha dicho que a todas las mujeres que lloran se las puede dividir en tres categorías. Hay las que alzan la voz y dejan caer las lágrimas, lo cual puede llamarse llorar; hay las que dejan escapar agudos lamentos, pero cuyas lágrimas no corren, y esto puede llamarse gemir; y hay aquellas cuyas lágrimas corren, pero de cuyas bocas no se escapa un sonido, y de quienes se dice que sollozan. Entre todas las mujeres que seguían a Wang Lung en su ataúd: sus esposas, las esposas de sus hijos, sus sirvientas, sus esclavas y sus plañideras alquiladas, había sólo una que sollozaba, y ésta era Flor de Peral. Sentada iba en su silla y había corrido la cortina de manera que nadie pudiera verla, y allí sollozaba silenciosamente, sin un ruido. Aun cuando hubo terminado el gigantesco funeral y Wang Lung durmió por fin en su tierra, cubierto de ella; cuando las casas, sirvientes y animales de papel y caña se hallaban convertidos en cenizas; cuando había sido ya encendido el incienso; cuando los hijos hubieron dado término a sus homenajes y reverencias y las plañideras se habían lamentado y recibido su paga; cuando todo había terminado y la tierra cubría la nueva sepultura, entonces, cuando ya nadie lloraba porque, habiendo terminado todo, llorar no tenía objeto, aun entonces sollozaba silenciosamente Flor de Peral.

No quiso ella volver a la casa de la ciudad. Se fue a la casa de tierra, y cuando Wang el Mayor la instó a retornar con ellos a la casa de la ciudad, para que viviese en compañía de la familia, al menos hasta que hubiera sido dividida la herencia, Flor de Peral sacudió la cabeza diciendo.

—No; aquí es donde viví con él durante más tiempo; aquí es donde más feliz he sido, y además me dejó al cuidado de la pobre tonta. Ella será, una molestia para la Primera Dama, la cual tampoco me tiene afecto; de manera que ambas nos quedaremos aquí, en la vieja casa de mi señor. No debéis preocuparos por nosotras. Cuando algo necesite, os lo pediré, pero es muy poco lo que necesito; estaremos seguras aquí con el viejo inquilino y su esposa, y así podré cuidar a vuestra hermana, cumpliendo el mandato de mi señor.

—Sea, si tal es tu deseo —dijo Wang el Mayor, como de mala gana.

Y empero se sentía contento, pues su esposa había dicho que un ser como la tonta no debía vivir en los recintos, especialmente donde había mujeres encinta; y muerto Wang Lung, Loto podía tal vez mostrarse más cruel que en vida de él y ser así motivo de disturbios. Dejó, pues, a Flor de Peral que hiciera su voluntad, y ésta, tomando a la tonta de la mano, la condujo a esa casa de tierra donde alimentara a Wang Lung. Allí vivió, cuidando de la tonta y sin aventurarse más lejos que a la tumba de Wang Lung.

Sí: en lo sucesivo fue ella la única en acudir junto a Wang Lung, pues si Loto lo hizo, fue solamente en las contadas ocasiones en que una viuda digna debe visitar la sepultura del esposo, y entonces tuvo buen cuidado de escoger aquellas horas en que había gente, para que ésta viese cuán respetuosa era. Pero Flor de Peral iba frecuente y secretamente, cuando quiera que su corazón se henchía y se sentía solitaria. Cuidaba de que nadie hubiera en las cercanías, escogiendo ya los momentos en que todos se encerraban en sus casas para dormir, ya aquellos en que se hallaban ocupados labrando los campos. En tales ocasiones se encaminaba hacía la tumba de Wang Lung, llevando consigo a la tonta.

Pero no gemía en voz alta allí. No. Apoyaba la cabeza sobre el sepulcro y, si sollozaba a veces un poco, el único ruido que hacía era un murmullo de vez en cuando:

—¡Ah, señor y padre mío, el único padre que tuve!