XXVI

EL hijo de Wang el Tigre era ahora un muchacho así: cumplía fielmente todos sus deberes, hacía todo lo que se le ordenaba hacer; trataba de imitar las estratagemas y las actividades guerreras que sus profesores ejecutaban delante de él, montaba a caballo bastante bien, aunque no con tanta soltura como Wang el Tigre. Pero hacía todo esto como si no sintiera en ello ningún placer, como si se forzara ante una obligación. Cuando Wang el Tigre preguntaba al preceptor si hacía progresos, éste contestaba, vacilante:

—No podría decir que no hace progresos, porque siempre ejecuta las cosas exactamente como se le explican, pero nunca pasa de allí. Es como si no pusiera en ello su corazón.

Esta respuesta causó gran turbación a Wang el Tigre, pues le había parecido ya que su hijo desconocía la buena y santa cólera, que nunca se había enojado y que no había en él ni odio ni ambición por nada, sino que cumplía con paciencia y exactitud todo lo que se le ordenaba. Y Wang el Tigre sabía que un guerrero no podía ser así. No; un guerrero debe tener más ánimo, cólera, obstinación y pasión, y se apenaba preguntándose cómo cambiar el carácter de su hijo.

Un día estaba sentado en el patio, cerca del muchacho, y lo miraba mientras disparaba a un blanco, bajo la dirección de su preceptor; y aunque el adolescente permaneciera tranquilo y no vacilara en apretar el gatillo a la voz de orden, le parecía, sin embargo, que veía contraerse el rostro de su hijo como si tratara de endurecer su corazón para poder ejecutar lo que debía. Entonces Wang el Tigre, dirigiéndose a él, le dijo:

—Hijo, pon algo de ti mismo si quieres complacerme.

El muchacho, con la pistola aún humeante en la mano, lanzó una rápida mirada a su padre. Una extraña expresión pasó por sus ojos y abrió los labios como para decir algo. Pero allí estaba Wang el Tigre, con rostro poco amable, y al ver sus espesas y negras cejas y su boca de gesto duro bajo su barba negra, aunque no tenía intenciones de hacerlo, el muchacho volvió de nuevo la mirada, lanzó un suspiro y respondió, con tono resignado:

—Sí, padre.

Entonces Wang el Tigre miró a su hijo con cierta compasión, pues a pesar de su aspecto rudo tenía el corazón tierno, pero no sabía hacer oír la voz del corazón. Suspiró y siguió contemplando en silencio la lección hasta el final. Entonces el muchacho lanzó a su padre una mirada indecisa, y preguntó:

—¿Puedo irme ahora, padre?

Wang el Tigre a menudo había visto que el joven se iba a alguna parte solo, no sabía dónde; lo único que sabía era que el guardia a quien había designado para que lo acompañase cumplía, seguramente, con sus órdenes. Pero esa tarde, Wang el Tigre miró a su hijo y, viendo que había dejado de ser un niño, se hizo interiormente la pregunta de si el muchacho iba o no adonde no debía. Mordido por repentinos celos, le preguntó, con la voz más suave que pudo:

—Pero ¿dónde vas, hijo mío?

El muchacho vaciló, inclinó la cabeza y terminó por contestar a medías, asustado:

—A ninguna parte, padre. Pero me gusta salir fuera de los muros de la ciudad y pasearme por el campo.

Si el joven le hubiera contestado que iba a algún lugar de diversión no se habría sentido más desconcertado. Dijo, con asombro:

—Pero ¿qué hay allí que pueda interesar a un soldado?

Y el muchacho, sin levantar los ojos, manoseando su cinturón de cuero, contestó, con voz baja, con su acostumbrado tono resignado:

—Nada; pero es tranquilizador y agradable ver el campo ahora que los árboles frutales están en flor, y me gusta conversar a veces con algún campesino para que me explique cómo se cultiva la tierra.

Wang el Tigre, atónito, se sentía incapaz de comprender a su hijo; se dijo que tenía un hijo bastante extraño para llegar a ser un señor de la guerra. Él, desde su juventud, había odiado los trabajos del campo y el trabajo de los campesinos; y de pronto, con más ira de la que tenía intención de demostrar, pues se sentía decepcionado sin saber por qué, exclamó:

—Haz lo que quieras. ¿Qué me importa?

Y permaneció sentado tristemente, pues su hijo había partido rápido, como un pájaro a quien devuelven la libertad, lejos de su padre.

Wang el Tigre permaneció sumido en una penosa meditación, aunque no sabía por qué su corazón estaba tan triste. Por fin se encolerizó consigo mismo, diciéndose que debía estar contento de tener a ese hijo que no era un libertino y que hacía lo que se le ordenaba; y una vez más dejó de preocuparse del asunto.

* * * *

Durante esos años se oyeron rumores de que un gran descontento que existía en alguna parte se transformaba en guerra; y los espías de Wang el Tigre llegaron contando historias sobre los jóvenes y muchachas de las escuelas del Sur que estaban en guerra, y otras historias de vulgares campesinos que también hacían la guerra; nunca antes se había oído hablar de tales cosas, porque tales cosas son oficio de los señores de la guerra y nada tienen de común con el pueblo. Pero cuando Wang el Tigre, atónito, preguntaba por qué peleaban y por qué causa, sus espías decían que lo ignoraban; Wang el Tigre pensaba entonces que debía ser una u otra escuela donde un profesor hubiera cometido una injusticia, o si se trataba de la gente del pueblo, debía ser a causa de algún magistrado demasiado canalla y que la gente, no pudiendo soportarlo más, se levantaba contra él para matarlo, poniendo así fin a una situación insostenible.

Pero mientras veía qué desarrollo tomaba esta nueva guerra y el modo cómo podría adaptarse a ella, Wang el Tigre no empezaba guerra alguna por cuenta propia. No; conservaba sus rentas intactas y seguía comprando las máquinas de guerra que deseaba. Ya no tenía necesidad de pedir ayuda a su hermano Wang el Mercader, pues poseía ahora un puerto propio en la desembocadura del río, y fletaba navíos y entraba fraudulentamente armas de los países extranjeros. Y si había algunas personas que lo sabían, guardaban silencio, porque no ignoraban que era un general de su partido y que cada fusil que poseía sería un fusil para ellos en la lucha que no tardaría en llegar, puesto que la paz no puede durar eternamente en parte alguna.

Por todos estos medios, Wang el Tigre aumentaba sus fuerzas en espera de que su hijo creciera; cumplió entonces catorce años.

Pues bien, durante estos quince o más años que Wang el Tigre había sido un gran señor de la guerra, la suerte lo había favorecido en muchas formas, principalmente en que no había habido hambre total en sus territorios. Había habido, sí, hambres parciales en éste u otro lugar, como necesariamente tiene que haber bajo un cielo despiadado, pero no había habido en todas las regiones a la vez, de modo que sí una parte estaba hambrienta no tenía necesidad de urgirla demasiado, pues aumentaba entonces los impuestos en otra región donde la gente no lo estaba, o, en todo caso, no tanto. Esto lo hacía con placer, pues era un hombre justo a quien no gustaba arrebatar lo poco que tenían unos pobres hambrientos y moribundos, como lo hacen muchos señores de la guerra. El pueblo le estaba agradecido por esto, y lo alababa, y muchos decían en la región:

—Hemos visto peores señores de la guerra que Wang el Tigre, y, puesto que necesariamente deben existir tales señores, es una suerte que tengamos éste, que solamente nos hace pagar la manutención de sus soldados y que no es aficionado a las fiestas, a las mujeres y a otras cosas que muchos de tales hombres aman.

La verdad era que Wang el Tigre trataba de ser lo más justo posible con los pobres. Hasta aquel día ningún nuevo magistrado había llegado a ocupar el puesto del antiguo. Se había nombrado a uno, pero éste, al saber qué clase de hombre era Wang el Tigre, había retardado su venida, diciendo que su padre era ya anciano y que tenía que esperar que muriese para enterrarlo y poder fijar la fecha de su llegada. Así, pues, entre tanto, Wang el Tigre administraba justicia en el tribunal y escuchaba a las personas que se presentaban, y en más de una ocasión defendió a un pobre contra un rico o un usurero. Wang el Tigre no temía a los ricos, y no vacilaba en encarcelarlos sí no pagaban lo que él deseaba; sucedió, pues, que en esa ciudad los propietarios y los usureros detestaban a Wang el Tigre y preferían ir lejos para no tener que someter un proceso ante su tribunal. Pero éste, que se sentía fuerte, no se preocupaba de sus odios; pagaba a sus soldados con regularidad y, sí a veces se mostraba muy duro con algún soldado que cometía una licencia demasiado grande, no dejaba por eso de pagarle su sueldo mensual, cosa que no hacen muchos señores de la guerra, que se ven obligados a saquear las ciudades para conservar a los hombres a su lado. Pero Wang el Tigre no se veía obligado a empezar guerras a causa de sus soldados y podía diferirla el tiempo que quisiese, pues su situación entre el pueblo y entre sus tropas era espléndida y estaba perfectamente asegurada.

Pero por bien establecidos que estén los hombres, siempre tienen que contar con un cielo adverso, y éste fue el caso de Wang el Tigre. Durante el año en que su hijo cumplía catorce años y cuando se preparaba para enviarle a la escuela de guerra, una terrible hambruna invadió todo el territorio de Wang el Tigre, extendiéndose de uno a otro extremo como una terrible epidemia. Sucedió que las acostumbradas lluvias de primavera cayeron como siempre en su tiempo, pero cuando llegó la época de que debieran cesar, continuaron cayendo, días y días, y semanas y semanas, y duraron hasta mediados del verano, tanto, que el trigo se pudrió en los campos, ahogándose en el agua, y todos esos hermosos campos no eran sino pantanos de barro. El río, que de costumbre tenía poca corriente, se precipitó, rugiente e inmenso, saliéndose de su lecho de arcilla; se estrelló contra los diques interiores, los hundió, y continuó su camino barriendo todo a su paso hasta ir a vaciar su agua barrosa al mar, tanto, que las aguas claras y verdes de éste estaban sucias en una milla de extensión mar afuera. La gente vivía al principio en sus casas, levantando sus mesas y sus camas sobre planchas para mantenerlas fuera del agua. Pero cuando ésta llegó a los techos de las casas y las murallas de tierra se cayeron, vivieron en barcas o en bateas, aferrándose de los pocos diques o montículos que todavía asomaban sobre el agua, o bien se subían a los árboles y allí quedaban suspendidos. Pero no sólo la gente hacía esto, sino los animales salvajes y las serpientes de los campos los imitaban, y esas serpientes, trepaban en montones a los árboles, colgando como guirnaldas de las ramas y sin temor ante los hombres se deslizaban arrastrándose para vivir en medio de ellos, tanto, que éstos no sabían a qué tener miedo, sí al agua o a las serpientes. Pero a medida que los días pasaban y que el agua no bajaba, los invadió un terror mucho mayor aún: el de morir de hambre.

Era ésta una penosa prueba para Wang el Tigre, desconocida hasta entonces para él. Estaba en peor situación que cualquier otro hombre, porque éstos no tienen sino que alimentar a su propia familia, en tanto que él tenía que satisfacer las necesidades de una inmensa horda, compuesta únicamente de gente ignorante, quejosa, y que sólo se manifestaban contentos si estaban bien pagados y alimentados, y que permanecían leales mientras recibían lo que estimaban que se les debía. Las rentas cesaron en una y otra parte, y como las aguas no habían bajado durante todo el verano, cuando llegó el otoño no hubo cosecha; tampoco ese invierno hubo rentas, excepto las del opio, cuyo contrabando se hacía en esas costas, y aun esta entrada estaba muy disminuida, pues que, como la gente no podía comprarlo, los contrabandistas lo llevaban a otras partes. Hasta las entradas sobre la sal cesaron, porque las aguas inundaron las minas de sal, y los alfareros tampoco hacían jarros de vino, puesto que ese año no hubo cosecha nueva.

Wang el Tigre se sentía angustiado, y por primera vez después de tantos años que era señor de la guerra y que ejercía su autoridad en esos territorios, el último mes de ese año le fue imposible pagar a sus hombres. Cuando vio lo que sucedería comprendió que, para salvarse, debía ser severo y no demostrar lástima, porque podían tomarla por debilidad. Llamó, no obstante, a sus capitanes y les dijo con voz ruda, como si hubiesen hecho algo malo y que estuviese enojado con ellos:

—Durante todos estos meses habéis sido alimentados mientras otros se morían de hambre y habéis recibido vuestro sueldo como de costumbre. Ahora vuestro sueldo se reducirá a la comida solamente, pues no tengo plata ni entradas, mientras duren estos tiempos. No; y dentro de uno o dos meses no tendré tampoco dinero para alimentaros, y tendré que pedir prestada una fuerte suma en alguna parte, para que no os muráis de hambre y para que yo y mí hijo no nos muramos juntos con vosotros.

Wang el Tigre hablaba con el ceño duro y mirando fijamente a sus hombres por debajo de sus cejas, tizoneándose la barba con rabia; pero en realidad quería ver qué harían sus capitanes. Hubo algunos rostros disgustados, pero, cuando en silencio se hubieron ido, los espías que siempre Wang el Tigre mantenía entre ellos volvieron diciendo:

—Dicen que no emprenderán guerra alguna hasta que se les pague lo que se les debe.

Cuando hubo oído lo que el espía le decía al oído, Wang el Tigre, melancólico, se sentó en la sala pensando en cuán ingratos son los corazones de los hombres; hombres a quienes había alimentado bien durante todos esos meses mientras el pueblo, hambriento, se moría. Una o dos veces se había dicho que debía sacar algo del dinero que tenía reservado para pagar los gastos sí, vencido en una guerra, se veía obligado a tomar un retiro forzoso; pero ahora se dijo con ira que sus hombres se morirían de hambre antes que él se robara a sí mismo y a su hijo. Pero el hambre no cesaba. En toda la región el agua permanecía estacionaría y los hombres se morían de hambre, y como no había ningún sitio seco en qué enterrarlos, los cuerpos flotaban arrastrados por las aguas. Había muchos cuerpos de niños, porque los hombres se desesperaban por el llanto incesante de estos niños hambrientos, incapaces de comprender por qué no se les daba comida, y en medio de la obscuridad de la noche, algunos padres los lanzaban al agua; unos lo hacían por compasión con sus hijos, pues era una muerte dulce y corta, pero otros porque tenían muy poco alimento en reserva y no querían compartirlo con nadie; y cuando quedaban dos de una familia, cada cual pensaba para sí cuál sería el de mayor resistencia.

Durante el Año Nuevo, y nadie recordó que era una fiesta, Wang el Tigre dio a sus hombres la mitad de la ración acostumbrada y en su casa no se comió carne, sino granos descompuestos y otros alimentos por el estilo. Un día en que, sentado en su pieza, pensaba en la triste situación en que se encontraba, tal vez abandonado por el destino, llegó un hombre acompañado del guardia que de noche y de día permanecía fuera de la puerta, y le dijo:

—Hay seis hombres de tu propio ejército que vienen en representación de los demás, y que desean verte. Dicen que tienen algo que decirte.

Wang el Tigre, entonces, saliendo de su melancolía, lo miró con mirada aguda, y preguntó:

—¿Están armados?

A lo que el guardia replicó:

—No les veo arma alguna, pero ¿quién puede ver el corazón de un hombre?

El hijo de Wang el Tigre estaba en ese momento sentado en la pieza, delante de un pequeño escritorio de su propiedad, absorto en un libro que estudiaba con atención. Wang el Tigre lo miró, pensando enviarlo a otra parte. El muchacho se levantó en ese instante como sí quisiera irse. Pero cuando Wang el Tigre vio que lo hacía de tan buenas ganas, endureció su corazón, diciéndose para sí que su hijo debía aprender cómo manejar a hombres rebeldes, y le gritó:

—¡Quédate!

Y el muchacho se sentó con lentitud como si no supiera para qué lo dejaban ahí.

Pero Wang el Tigre, volviéndose al guardia, le dijo:

—Llama a toda mí escolta para que permanezca a mí lado con sus fusiles listos y haz entrar también a los seis hombres.

Entonces se sentó en un antiguo sillón que tenía una piel de tigre sobre el respaldo para evitar el frío, y que antiguamente había pertenecido al magistrado. Allí se sentó Wang el Tigre, manoseándose la barba, y sus guardias se colocaron a su derecha e izquierda.

Los seis hombres entraron; eran jóvenes atrevidos y osados como son en general los jóvenes. Entraron con respeto cuando vieron a su general sentado allí con sus guardias en torno de él y las puntas de los fusiles que brillaban sobre su cabeza; y el que había sido designado para hablar se inclinó con cortesía, y dijo:

—Misericordioso señor. Hemos sido elegidos por nuestros camaradas para pedirte un poco más de comida. No comemos lo suficiente. No pedimos ahora nuestros sueldos atrasados, pues vemos que los tiempos son muy duros. Pero no comemos lo bastante, y día a día es mayor nuestra debilidad, y somos soldados, y lo único con que contamos para este oficio es nuestro cuerpo. Por esto hemos venido para que procedas con justicia.

Wang el Tigre sabía cuán ignorantes eran esos hombres, quienes siempre debían estar atemorizados para que obedecieran a su jefe, Sacudió su barba con furia, tratando de que su ira llegase a su grado máximo. Recordó todas las bondades que había tenido para con ellos, el poco trabajo que las guerras les habían ocasionado y cómo les había permitido saquear la ciudad después del sitio, en contra de su voluntad; cómo siempre les había pagado y vestido, y que él era un buen hombre, ni codicioso ni exagerado en sus deseos, como son muchos hombres; y al recordar todo esto sintió que su buena cólera empezaba a invadirle, al ver además que esos hombres no podían soportar su desgracia con él cuando ésa era la voluntad del cielo y no la suya; y mientras más pensaba en esto, más aumentaba su cólera. Cuando comprendió que había llegado el momento de usar de su fuerza, rugió:

—¿Habéis venido a tirar los bigotes del tigre? ¿Los he dejado morirse de hambre? ¿Los he dejado alguna vez morirse de hambre? He hecho mis planes, y pronto llegará alimento de tierras extranjeras. Pero no, vosotros sois rebeldes, no confiáis en mí.

Y como demostración de su cólera rugió, dirigiéndose a sus guardias:

—Matadme a estos seis rebeldes.

Entonces los seis hombres cayeron de rodillas, implorando piedad, pero Wang el Tigre no se atrevía a concederles gracia. No; por la seguridad de su hijo, de él mismo y de toda su casa; y por el pueblo de la región, quien volvería a merodear si él perdía su fuerza sobre sus hombres, no se atrevía a perdonarlos. Gritó:

—Disparad los de la derecha y los de la izquierda.

Entonces los guardias dispararon y toda la sala se llenó con el ruido y el humo, y cuando éste se hubo disipado, los seis hombres yacían en el suelo, muertos. Wang el Tigre se levantó al instante y ordenó:

—Llevadlos ahora a aquéllos que los enviaron y decidles que ésa es mi respuesta.

Pero antes de que los guardias empezaran a levantar los cuerpos de los hombres, sucedió algo extraño. El hijo de Wang el Tigre, que de ordinario era un muchacho reposado que parecía no ver lo que sucedía a su rededor, se levantó enloquecido, tanto como su padre nunca lo había visto, y se inclinó sobre uno de los jóvenes contemplándolo fijamente; y fue así de uno a otro, tocándolos ligeramente, mirando con ojos espantados sus piernas lacias; gritó entonces a su padre, mirándolo de frente, sin saber lo que hacía:

—¡Los has matado; todos están muertos! A éste le conocía; era mi amigo.

Y miró a su padre con ojos tan desesperados, que Wang el Tigre se sintió repentinamente asustado por la mirada de su hijo, y dijo, bajando los ojos, como para justificarse:

—Me vi obligado a ello, pues, si no, habrían amotinado a los demás, se habrían rebelado y nos habrían muerto a todos nosotros.

Pero el muchacho, ahogado, murmuró:

—Sólo pidieron pan.

Y de pronto empezó a sollozar y salió de la pieza, mientras su padre lo miraba estupefacto.

Los guardias salieron a cumplir las órdenes recibidas, y cuando Wang el Tigre quedó solo, pues despidió hasta a los dos hombres que estaban con él noche y día, se tomó la cabeza entre las manos y así permaneció una o dos horas, deseando no haber dado muerte a los hombres. Cuando no pudo soportar esta inquietud, gritó, diciendo que llamaran a su hijo; después de un instante el muchacho entró pausadamente, con la cabeza inclinada y los párpados entornados. Wang el Tigre le dijo que se acercara, y cuando lo hubo hecho, tomó entre las suyas una de las manos fuertes y delgadas del muchacho y la acarició como nunca lo había hecho antes, diciendo en voz baja:

—Lo hice por ti.

Pero el muchacho no contestó. Impasible, soportaba las caricias de su padre en silencio, hasta que Wang el Tigre dejó que se fuera, porque no sabía qué decir a su hijo o cómo hacerle comprender su amor. Wang el Tigre, con el corazón henchido de amargura, se sentía el más abandonado de los hombres, y sufrió por ello uno o dos días. Entonces endureció nuevamente su corazón, pensando que debía hacer algo para que su hijo pudiera olvidar. Sí; le compraría un reloj de fabricación extranjera o un fusil nuevo o algo por el estilo, para obligar al muchacho a ser con él como antes lo había sido. De este modo, Wang el Tigre endurecía su corazón y se daba ánimos.

No obstante, la venida de esos seis hombres hacía ver a Wang el Tigre los lamentables aprietos a que los malos tiempos lo habían reducido, pues comprendía que tenía que encontrar alimentos si deseaba que su ejército le siguiera siendo fiel.

Había mentido cuando les había dicho que llegarían alimentos de otras partes; ahora veía que debía ir a alguna parte y encontrar ese alimento. Una vez más pensó en su hermano Wang el Mercader, diciéndose que en tales momentos los hermanos deben ayudarse; decidió, pues, ir a ver cómo marchaban las cosas en casa de su padre y qué ayuda podría obtener de ella.

Hizo, pues, decir a sus hombres que salía en busca de víveres y de dinero para ellos, prometiéndoles la abundancia; y cuando todos estuvieron alegres ante tal expectativa, y, reconfortados, le prometieron nuevamente fidelidad, escogió a los mejores guardias para que velaran sobre su casa y ordenó a los suyos que se prepararan para el viaje. El día que había fijado hizo traer botes y se embarcó con su hijo, sus soldados y sus caballos en ellos, y así pasaron las aguas de la inundación hasta llegar a la parte del camino donde algunos diques resistían aún; y allí montaron a caballo, dirigiéndose a la ciudad donde vivían los hermanos de Wang el Tigre.

Sobre estos diques angostos los caballos avanzaban al paso, pues el agua se extendía a uno y otro lado, semejante a un mar, y los diques estaban atestados de una enorme muchedumbre de gente. Y no solamente de gente, sino de ratones, de serpientes y de animales salvajes, que luchaban con la gente por ocupar el terreno, olvidando sus temores y tratando, con sus débiles fuerzas, de ganar al adversario. Pero el único signo de vida que daban estas personas era cuando, encolerizadas un instante en vista de la afluencia de animales, se veían obligados a golpearlos con asco. Pero a veces durante largos períodos ni siquiera luchaban, las serpientes se enrollaban y se arrastraban por todas partes, y la gente permanecía sumida en su estupor.

Por estos diques, Wang el Tigre avanzaba, y a menudo tenía que utilizar a sus guardias armados, pues, si no, esa gente se habría abalanzado sobre él. Aun así, a cada instante un hombre o una mujer se levantaba, enlazándose a las patas del caballo, en el silencio de la desesperación, pero con el destello de una última esperanza. Y Wang el Tigre, compadecido, sujetaba a su caballo para no aplastarle. Esperaba que uno de sus guardias tomara a la infeliz criatura y la dejara allí, mientras él seguía su camino sin volver la cabeza. A veces el hombre permanecía tendido allí donde le habían dejado, pero otras, lanzando un aullido salvaje, se arrojaba de un salto al agua, poniendo fin a su tormento.

Durante todo el trayecto el muchacho cabalgó al lado de su padre, sin despegar los labios, y Wang el Tigre, viéndole tan absorto, temía dirigirle la palabra. El joven llevaba el rostro inclinado, salvo a ratos, cuando lanzaba una furtiva mirada a la gente hambrienta, y tal era la expresión de terror reflejada en su semblante, que Wang el Tigre no pudo dominarse y le dijo por fin:

—No son sino gente del pueblo, que está habituada a esto cada cierto número de años; hay decenas de miles de éstos, y al cabo de cuatro o cinco años no se nota ya la desaparición de los que mueren. Se reproducen como el arroz.

Entonces el muchacho dijo bruscamente, con la voz variable de un pájaro que cambia pluma; y tan emocionado estaba y temeroso de llorar delante de su padre, que parecía más bien un chillido agudo:

—A pesar de todo, me parece que es tan duro para ellos morir como si fueran gobernadores y hombres como nosotros.

Y mientras hablaba trataba de dar firmeza a su boca, pero ante un espectáculo tan espantoso, sus labios continuaban temblando, a pesar de todos sus esfuerzos.

A Wang el Tigre le hubiera gustado responder alguna frase consoladora, pero estaba estupefacto de lo que había dicho su hijo. Nunca había creído que esa gente pudiera sufrir como él habría sufrido, puesto que los hombres han nacido como han nacido, y que uno no puede tomar el sitio del otro. Y no le gustaba lo que su hijo había dicho, pues era algo demasiado suave para un señor de la guerra, quien no puede detenerse por mera simpatía hacía otro hombre a quien aquejan tales males. Se sintió incapaz de pensar en algo consolador, pues era verdad que nadie podía encontrar nada que comer durante esos días, excepto los cuervos, que revoloteaban sin cesar, describiendo grandes círculos encima de las aguas; todo lo que dijo fue:

—Todos somos iguales bajo la despiadada voluntad del cielo.

Después de lo cual dejó tranquilo a su hijo. Viendo las ideas que tenía el muchacho, no le preguntó nada más.