V

ASÍ como en primavera las ramas de un árbol añoso salen fuera del tronco y se extienden y se alejan de este tronco, separadas unas de otras, aunque su raíz sea la misma, así sucedió con los tres hijos de Wang Lung. El más fuerte y el más testarudo de los tres fue Wang el Tercero, el hijo más joven de Wang Lung, soldado en una provincia del Sur.

El día que Wang el Tercero recibió la noticia de la grave enfermedad de su padre encontrábase en las afueras de la ciudad, frente a un templo donde el general vivía; había allí un solar eriazo[2a] que le servía para entrenar a sus soldados y enseñarles táctica y tretas guerreras. En ello estaba cuando el mensajero de sus hermanos, corriendo y sin resuello por la importancia del mensaje que traía, jadeó con voz entrecortada:

—Amo mío y tercer señor, tu padre, el anciano señor, yace moribundo.

Desde el día en que en un acceso de ira Wang el Tercero había huido de su hogar, no había tenido noticias de su padre. Éste, en los límites de la vejez, había sacado del recinto de su hijo a cierta joven sirvienta que había sido criada en la casa; Wang el Tercero no había comprendido que amaba a Flor de Peral hasta que oyó lo que su padre había hecho. Todo el día meditó sobre lo ocurrido, y tan oprimido se sentía al meditar sobre ello, que llegada la noche se precipitó como un torbellino en la pieza donde su padre hallábase con la sirvienta. Sí, se precipitó dentro de la pieza resguardada de la caldeada obscuridad de una noche de verano; allí estaba ella sentada, pálida y tranquila; y sólo entonces comprendió con certeza que podía haberla amado. Una ola de ira incontenible surgió en él. Comprendió que si permanecía allí esa ola crecería hasta hacer estallar su corazón; esa misma noche huyó de casa de su padre, y como siempre había deseado aventuras y llegar a ser un héroe bajo algún estandarte de guerra, tomó el dinero que poseía, encaminóse hacia el Sur, lo más lejos posible, y se alistó bajo las órdenes de un famoso general insurrecto. Wang el Tercero era alto y fuerte, de rostro joven, moreno y fiero, labios severos apretados sobre dientes grandes y blancos; fijóse el general en él, y quiso tenerlo cerca de su persona; así ascendió Wang el Tercero más rápidamente que otros. En parte fue gracias a su carácter silencioso e inmutable, tan raro en un joven, y a su temperamento bravo e impetuoso, que no tenía miedo de matar ni de ser muerto; entre los asalariados pocos había tan valientes como él. Además, había una o dos guerras, y durante la guerra los soldados pueden ascender rápidamente; y así sucedió con Wang el Tercero, pues muchos de sus superiores fueron muertos o removidos; de grado en grado fue subiendo, y cuando partió a casa de su padre ocupaba el cargo de capitán.

Al oír Wang el Tercero lo expuesto por el mensajero, despachó a sus hombres y se encaminó hacia el campo seguido a cierta distancia por el mensajero. Era un día de temprana primavera, uno de esos días en que Wang Lung gustaba agitarse, tomar su azada y revolver la tierra entre sus hileras de trigo. Nadie habría visto allí signos de nueva vida, pero su mirada percibía el cambio, la maduración, la promesa de una nueva cosecha que brotaría de la tierra. Él estaba muerto, y Wang el Tercero no podía imaginar la muerte en un día semejante. Porque, a su manera, Wang el Tercero sentía también la primavera. Mientras su padre inquieto salía a visitar sus tierras, Wang el Tercero sentía crecer dentro de sí otra inquietud; cada primavera lo encontraba madurando el mismo plan: abandonar al general, emprender una guerra por cuenta propia, acompañado de hombres que quisieran alistarse bajo su estandarte. Cada primavera creía conseguirlo, pensaba que debía hacerlo, y año tras año planeaba cómo llevarlo a cabo; tanto crecieron su sueño y ambición, que esa primavera se había jurado abandonar la vida que llevaba bajo el mando del viejo general y emprender la suya propia.

La verdad era que Wang el Tercero era muy severo para con el anciano general. Cuando se alistó bajo el estandarte que servía, el general encabezaba una rebelión contra un inicuo gobernante; y como todavía era joven, hablaba de la excelencia de una revolución y de cómo todos los hombres valientes debían luchar por una causa justa: de voz poderosa y convincente, las palabras deslizábanse fácilmente de sus labios; tenía la virtud de emocionar a sus hombres más que a sí mismo, aun cuando los que lo escuchaban no se dieran cuenta de ello.

Cuando Wang el Tercero oyó por vez primera estas hermosas palabras, se sintió conmovido, pues era sencillo de corazón; se prometió permanecer al lado de un general tal y luchar por una causa que entusiasmaba su ardiente corazón.

Extrañóse, sin embargo, cuando, triunfante de la rebelión, el general regresó de la guerra y escogió esa fértil llanura para vivir; el hombre que había sido un héroe en las guerras deleitábase ahora en las vulgaridades que hacía, y Wang el Tercero no podía perdonarle que así se olvidara de sí mismo. Se sentía estafado o defraudado por algo o por alguien, sin distinguir con precisión la causa. En medio de esta amargura nació el pensamiento de separarse del general, a quien en la guerra había servido de corazón, y continuar solo su camino.

Pues en esos años el poder había abandonado al anciano general, quien en medio de la ociosidad no salía de sus tierras para emprender nuevas guerras. Estaba obeso, comía ricos alimentos y bebía vinos fuertes de otros países, de ésos que corroen el vientre; y no hablaba de guerras, sino de cómo su cocinera había hecho tal salsa para un pescado cogido mar afuera y de cómo esa cocinera podía sazonar un plato digno de un rey; y cuando estaba ahíto entregábase a su pasión favorita: las mujeres. Poseía más de cincuenta, y le placían de todas clases; tenía una extraña mujer de piel blanquísima, ojos dorados y pelo como cáñamo, que había comprado en alguna parte. Pero le tenía miedo, porque había en ella tanto descontento que se estaba emponzoñando con su amargura. Y en su extraña lengua refunfuñaba como si quisiera lanzar un hechizo. Pero hasta esto divertía al anciano general, resultándole motivo de orgullo tenerla entre sus mujeres.

Bajo tal general los capitanes tornábanse débiles y negligentes; jaraneaban, bebían y vivían haciendo caso omiso del pueblo, y el pueblo odiaba cordialmente al general y a sus hombres. Pero la impaciencia y la inquietud producidas por la inacción cundían entre el muchacho y los valientes. Y cuando Wang el Tercero ascendió sobre ellos, y vivió su sencilla vida sin siquiera mirar a las mujeres, esos jóvenes volviéronse hacia él uno después de otro, primero un pequeño grupo, luego casi la totalidad, y decían entre ellos:

—¿Acaso puede ser éste nuestro guía?

Y esperanzados volvían hacia él sus miradas.

Había sólo una cosa que hacía despertar de su sueño a Wang el Tercero: no tenía dinero. Desde que había abandonado la casa de su padre no recibía sino la miserable paga que le entregaba el general al final de cada mes; y a menudo no recibía ni siquiera eso, pues a veces el general no tenía lo suficiente para pagar a sus hombres; el dinero lo necesitaba para sí; y cincuenta mujeres en casa de un hombre tórnanse rapaces y gustan rivalizar en alhajas y adornos, y en todo lo que con lágrimas y coqueterías pueden arrancar a un anciano que es al mismo tiempo su señor.

Por eso Wang el Tercero creía que nunca haría lo que esperaba sino convirtiéndose por un tiempo en salteador y sus hombres en una banda de salteadores, como muchos lo habían hecho; y cuando hubiera robado hasta tener lo suficiente, esperaría que se presentase una guerra ventajosa y entraría en negociaciones con algún ejército provincial u otro de cualquier parte, y pediría ser perdonado y recibido en la provincia nuevamente.

Pero le repugnaba convertirse en ladrón; su padre había sido un hombre honesto, y un hombre así no cae fácilmente en robos durante ninguna hambruna ni guerra; y Wang el Tercero podría haber luchado algunos años todavía esperando una oportunidad, pues ahora tanto había cavilado que había adquirido la certeza de que el cielo mismo había marcado su destino, tal tomó él lo soñara, y sólo tenía que esperar que su hora llegara y que él pudiera aprovecharla.

Para un hombre de temperamento fogoso como Wang el Tercero había algo que le hacía casi imposible la espera. Su alma había empezado a aborrecer esa región sureña donde vivía, y suspiraba por salir de allí hacia su Norte deseado. Era hombre del Norte, y allí había días en que apenas podía tragar los interminables platos de arroz blanco apetecidos por los sureños; anhelaba enterrar sus agudos y blancos dientes en un pan ázimo de trigo envuelto en tallos de ajo. Forzaba la voz para hacerla más ronca y gruesa, porque aborrecía profundamente las suaves y untuosas cortesías de esos hombres del Sur, tan pulidos, qué forzosamente debían ser falsos y tramposos, pues, no es natural ser siempre benévolo; además, esos hombres tan avisados[2b], debían tener los corazones vacíos. A menudo los miraba con ceño duro, porque anhelaba estar en su propia región, donde los hombres son altos como los hombres deben serlo y no pigmeos como los sureños, y donde el discurso es escaso y llano, y los corazones, rectos y decididos. Y como Wang el Tercero era de carácter arrebatado, los hombres le temían; temían sus cejas ceñudas, su mentón voluntarioso y sus blancos y largos dientes; pusiéronle por apodo Wang el Tigre.

A menudo en la noche, en su pequeña pieza, Wang el Tigre se revolvía en su angosto y duro lecho en busca de un plan y un camino para realizar su sueño. Sabía que si su anciano padre moría recibiría su herencia. Pero su padre no quería morir, y rechinando los dientes, Wang el Tigre maldecía a veces en la noche.

«El viejo malogrará mi juventud; y si no muere pronto, será demasiado tarde para realizar mis sueños de grandeza. ¡Cuán perverso puede ser un anciano cuando no quiere morir!».

Por fin esa primavera se decidió a ir al sitio donde, a pesar de lo desagradable que le era, había resuelto dedicarse al robo más bien que esperar; y apenas lo había resuelto cuando llegó la noticia de la grave enfermedad de su padre. Ahora, poseedor de estas noticias, regresó a través de los campos con el corazón henchido latiendo dentro del pecho, porque el camino que se presentaba ante él era limpio y llano; y era tan alentador no tener necesidad de robar, que habría gritado si no hubiera sido un hombre silencioso por naturaleza. Sobre todos los demás primaba este pensamiento: no había habido error en su destino, y con su herencia tendría todo lo que necesitare; el cielo lo había protegido. Sí, sobre todos los demás primaba este pensamiento: ahora podía dar el primer paso sobre el sendero ascendente y sin fin de su futuro, pues tenía ciega fe en su destino. Pero nadie observó el júbilo en su fiero e inmutable rostro. Había heredado de su madre los ojos resueltos, el mentón voluntarioso y su mirada firme como la roca, de cuya substancia su carne había sido hecha. No dijo nada, sin embargo; fuese a su pieza y se preparó para el largo viaje hacia el Norte, designando de entre los que mandaba a cuatro hombres leales para que lo acompañasen. Finiquitado que hubo estos escasos preparativos, se encaminó hacia la enorme y vieja casa de la ciudad que el general había tomado para sí, y envió a un guardia para que lo anunciara, y el guardia regresó diciendo que podía entrar. Wang el Tigre ordenó entonces a sus hombres que lo esperasen en la puerta, dirigiéndose él a la pieza donde el anciano general terminaba su merienda de mediodía.

El viejo se inclinaba sobre su comida, en tanto que dos de sus mujeres permanecían de pie para servirlo. No se había lavado ni afeitado y llevaba la casaca abierta y desabotonada, porque ahora que estaba viejo no gustaba lavarse ni afeitarse; descuidado en su apariencia, recordaba lo que había sido cuando joven, un trabajador vulgar y común, que en vez de trabajar se dio al robo, abandonándolo después al enrolarse en una guerra. Pero era un viejo alegre y festivo, descuidado en el decir, que siempre recibía con agrado a Wang el Tigre, y lo respetaba, porque llevaba a cabo cosas que él, con la indolencia de su vejez, era incapaz de hacer.

Por eso cuando Wang el Tigre entró y dijo:

—Alguien llegó hoy diciendo que mi padre está moribundo y que mis hermanos me esperan para sepultarlo el viejo general se inclinó cortésmente y contestó:

—Ve, hijo mío, haz tu deber para con tu padre y vuelve a mi lado. —Entonces hurgué en su faja y sacó un puñado de monedas diciendo—: Aquí tienes esta dádiva y no la escatimes en tu viaje.

Se echó para atrás en la silla, y de pronto chilló que tenía algo metido entre los dientes; una de sus esposas se quitó entonces del pelo un largo y delgado alfiler de plata con el que hurgó en la boca, olvidándose de Wang el Tigre.

Wang el Tigre regresó, pues, a casa de su padre, y a pesar de la impaciencia que lo devoraba, esperó hasta que la herencia estuvo dividida y pudo partir otra vez. Pero no podía llevar a cabo su proyecto hasta que los años del luto hubiesen transcurrido. Era un hombre escrupuloso y, en consecuencia, esperó. Pero ahora la espera era fácil, pues su sueño por fin se convertía en realidad. Entre tanto economizaba dinero, perfeccionando sus métodos guerreros, y escogía y observaba a los hombres que deberían seguirlo.

Desde que tenía lo necesario no pensó más en su padre sino como la rama puede hacerlo del tronco de donde ha nacido. Sólo así lo recordaba, pues era hombre de pensamientos profundos y limitados; en su mente había sólo espacio para una cosa, y en su corazón, para una sola persona. Y ésta era ahora él mismo, y no tenía otro ensueño que el suyo propio.

Pero este ensueño era ahora más complejo. Los días en que ocioso recorría los patios de sus hermanos vio algo que éstos tenían y de que él carecía; y sintió envidia de ello. No envidiaba ni sus mujeres, ni sus casas, ni sus comodidades, ni la prosperidad de que gozaban, ni los saludos de la gente. No, envidiaba únicamente una cosa: los hijos que tenían. Contemplaba a esos muchachos mientras jugaban, reñían y gritaban, y por primera vez en su vida pensó que deseaba tener un hijo propio. Sí, para un guerrero habría sido una gran cosa tener un hijo, porque sólo la propia sangre es absolutamente leal.

Pero después de haber cavilado en ello durante un tiempo alejó de sí tal pensamiento, pues no era entonces el momento de detenerse por una mujer. Sentía aversión por las mujeres, y pensaba que siempre serían un obstáculo en el comienzo de su carrera. No deseaba tampoco una mujer cualquiera, sino una esposa, porque sí tomaba mujer con la esperanza de tener un hijo, querría un verdadero hijo de una verdadera mujer. Abandonó, pues, esa ilusión por un tiempo, sepultándola en el fondo de su corazón, y se absorbió en la meditación del futuro.