IV

APENAS sí pudo aguardar Wang el Tercero a que estuviera dividida la herencia, y tan pronto como hubo terminado todo, dio cima a sus preparativos con sus cuatro hombres, y todos ellos dispusiéronse a salir nuevamente con destino a las comarcas de donde vinieran. Al ver Wang el Mayor esta prisa, se manifestó atónito, diciendo:

—¡Cómo! ¿Acaso no esperarás a que hayan pasado los cuatro años de luto por nuestro padre para dedicarte de nuevo a tu negocio?

—¿Cómo voy a esperar tres años más? —replicó el soldado con pasión, tornando la mirada de sus ojos fieros y hambrientos hacia su hermano, mientras hablaba—. ¡Estando lejos de vosotros y de esta casa nadie sabrá lo que hago, y sí se sabe, a nadie le importa ello tampoco!

Ante esto, Wang el Mayor miró con curiosidad a su hermano, y dijo con interés momentáneo:

—¿Qué es lo que tanto te apresura?

Entonces Wang el Tercero se detuvo en el acto de ceñir la espada a su cinturón de cuero. Miró a su hermano mayor y le vio voluminoso y fofo; su rostro lleno de grasa y gordiflón; sus labios gruesos y colgantes; todo su cuerpo cubierto de suave carne pálida. Mantenía Wang el Mayor sus dedos separados y sus manos eran blandas como las de una mujer; las uñas largas y blancas y las palmas rosadas, gruesas y tersas. Al ver Wang el Tercero todo esto, apartó de nuevo su mirada y dijo con desprecio:

—Si te lo dijera, no comprenderías. Basta con dejarte saber que debo regresar inmediatamente, porque hay quienes me aguardan para que los guíe. Basta con decir que hay hombres a mis órdenes, prontos a cumplirlas.

—¿Y te pagan bien por ello? —inquirió Wang el Mayor, pensativo y sin advertir el menosprecio de su hermano, pues se tenía por hombre de buena apariencia.

—A veces sí, a veces no —dijo el soldado.

Pero Wang el Mayor no podía concebir que alguien hiciese una cosa por la cual no recibía paga, de modo que continuó:

—Extraño negocio es aquel que no paga a sus empleados. Si un general me mandase sin pagarme nada, cambiaría de general sí fuese un soldado como tú, un capitán con hombres a mis órdenes.

Pero el soldado no dio respuesta. Tenía algo que hacer antes de marcharse, y así fue en busca de su segundo hermano, a quien dijo en privado:

—No debes olvidar el pago de su parte a esa esposa más joven de mi padre. Cada mes, antes de enviarme la plata, has de deducir las veinte piezas que le corresponden.

El hermano segundo abrió sus estrechos ojos al oír estas palabras y, siendo persona que no comprendía que se diesen tales sumas, preguntó:

—¿Por qué le das tanto?

El soldado replicó con extraño apresuramiento:

—Tiene que cuidar de esa tonta, también.

Y pareció que iba a decir algo más, pero no lo dijo, y mientras sus soldados juntaban sus efectos personales en un atado, se mostró en extremo intranquilo. Tan inquieto se hallaba, que llegó hasta la puerta de la ciudad para mirar él sitio donde se extendieran las tierras de su padre, donde se erguía esa casa de barro que ahora le pertenecía por más que no la quisiese, y murmuró:

—Podría ir a visitarla siquiera una vez, ya que me pertenece.

Pero respiró de nuevo profundamente, sacudió la cabeza y volvió a la casa de la ciudad. Una vez allí marchó guiando sus cuatro hombres, y se marchó con rapidez, contento de irse, como si su viejo padre conservara aún algún poder sobre él; y era hombre que no podía soportar poder alguno sobre sí.

Del mismo modo ansiaban los otros dos hijos verse libres de su padre. El mayor anhelaba ver llegado el momento en que hubieran pasado los tres años de luto y pudiera guardar la tablilla del anciano en el pequeño desván sobre el vestíbulo, donde se guardaban las demás tablillas, porque, mientras permaneciese allí, no parecía sino que Wang Lung continuara vigilando a estos sus hijos. Sí; allí permanecía su espíritu, sentado en la tablilla, vigilando a sus hijos, y el hijo mayor anhelaba estar libre para vivir para sus placeres y gastar el dinero de su padre en lo que quisiese. Pero mientras la tablilla permaneciese allí, no podía llevarse la mano al cinto y buscar placer, pues debían transcurrir estos años de luto, durante los cuales no es digno que un hombre se ponga alegre. Así, sobre este ocioso, cuya mente se hallaba siempre concentrada en placeres secretos, continuaba ejerciendo su poder el anciano.

En cuanto al hijo segundo, también tenía éste sus planes, y deseaba convertir en dinero algunos de los campos, pues tenía un proyecto para ampliar su negocio de granos, y así comprar algunos de los mercados de Liu el comerciante, que se hacía viejo, cuyo hijo era un erudito y no gustaba de las tiendas de su padre. Con negocio tan vasto, Wang el Segundo podría enviar trigo fuera de la región y aun a países extranjeros cercanos. Pero no es, con mucho, decoroso dedicarse a tan grandes empresas durante el luto, y, así, Wang el Segundo sólo podía tener paciencia, aguardar y hablar poco, salvo para decir a su hermano, como al pasar:

—Cuando hayan pasado estos días de luto, ¿qué harás con tus tierras? ¿Venderlas…, o qué?

Y el hermano mayor replicó con aparente descuido:

—Bueno; no lo he pensado aún; pero supongo que debo guardar lo suficiente para alimentarnos, ya que no tengo oficio como tú, y a mí edad no puedo pensar en comenzar.

—Pero la tierra será un estorbo para ti —dijo su hermano—. Si eres terrateniente, debes visitar a los inquilinos, ir personalmente a pesar el grano, y hay muchas otras cosas de que debe preocuparse un terrateniente si quiere ganarse la vida. En cuanto a mí, las hice por mi padre, pero no puedo hacerlas por ti, ya que tengo ahora mis propios negocios. Venderé toda la tierra, excepto la de más alta calidad; invertiré la plata a gran interés, y veremos quién se hace rico más rápidamente, sí tú o yo.

Wang el Mayor escuchó estas palabras con la mayor envidia, pues no ignoraba que necesitaría mucho dinero, más del que poseía, y dijo débilmente:

—Veremos; puede que venda más tierra de lo que creía y ponga el dinero a interés con el tuyo, pero eso lo veremos.

Empero, sin darse cuenta, bajaban la voz cuando hablaban de vender la tierra, como sí temiesen ser oídos por el anciano que yacía en la tierra.

Así aguardaban estos dos, con impaciencia, que llegase el término de los tres años. Y Loto también aguardaba, sin dejar de gruñir, pues no era conveniente que se vistiera de seda en esos tres años y debía llevar fielmente su luto, y se quejaba de estar cansada de las prendas de algodón y no poder ir a fiestas o alegrarse con sus amigas, a no ser secretamente. Pues Loto, llegada su vejez, había comenzado a celebrar francachelas con unas cinco o seis damas pertenecientes a casas acomodadas, y estas damas acudían en sus sillas de manos de una casa a otra para jugar, festejarse y murmurar. Ninguna de ellas tenía preocupaciones ni responsabilidades, ahora que no podían ya tener hijos, y si vivían sus respectivos señores, habíanse dedicado a mujeres más jóvenes.

Entre estas viejas señoras, Loto se quejaba a menudo de Wang Lung, diciendo:

—Di a ese hombre lo mejor de mí juventud, y Cucú puede deciros cuán grande era mí belleza, para que veáis que es verdad, y yo se la di toda. Viví en su vieja casa de barro sin ver nunca la ciudad, hasta que se hizo lo bastante rico para comprar esta casa y avecindarse aquí. Y no me quejé, no; pronta estaba siempre para darle placer, y, sin embargo, ello no le bastaba. En cuanto vio que estaba vieja, tomó para sí a una de mis esclavas, una pobre muchacha pálida, a quien conservaba por lástima, ya que, siendo tan débil, me servía de muy poco, y ahora que él ha muerto, tengo sólo estas mezquinas piezas de plata por mis cuidados.

Entonces una u otra de las señoras la compadecía y todas fingían ignorar que Loto había sido sólo una cantante sacada de una casa de té, y una exclamaba:

—¡Ah, así son todos los hombres! Tan pronto como ha desaparecido nuestra belleza, buscan otra, a pesar de haber usado de esa belleza despreocupadamente hasta que la perdemos. ¡Así son todos!

Y convenían en estos dos puntos: que los hombres son malvados y egoístas, y que eran ellas, de todas las mujeres, las más dignas de compasión, por haberse sacrificado enteramente; y una vez de acuerdo en esto, una vez que cada cual dejaba demostrado que su señor había sido peor, se entregaban con delicia a sus comidas, y más tarde, con celo, al juego, y así pasaba Loto su vida. Y, correspondiendo por derecho a la sirvienta las ganancias de su ama, o al menos parte de ellas, Cucú la impelía con gusto a llevar esa vida.

Pero, aun así, Loto anhelaba ver llegado el día en que terminase su luto, para quitarse los vestidos de algodón, llevar nuevamente seda y olvidar que Wang Lung había vivido. Sí: salvo aquellas ocasiones en que por decencia debía ir a llorar a la tumba de él, o cuando la familia se congregaba a fin de quemar papel e incienso a su sombra, no pensaba nunca en Wang Lung. excepto al ponerse esos vestidos de luto en las mañanas o quitárselos por las noches, y deseaba con ansias librarse de ellos, a fin de no pensar en él más.

Sólo Flor de Peral no tenía prisa y acudía como siempre a llorar a la tumba en la tierra. Cuando nadie había en las cercanías que la viese, ella iba a llorarlo a la tumba.

Pues bien: mientras ambos hermanos aguardaban, era su deber continuar viviendo juntos en esta gran casa; ellos, sus esposas y sus hijos, y tal cosa no era fácil a causa de la hostilidad que existía entre ambas esposas. Las mujeres de Wang el Mayor y Wang el Segundo se aborrecían tan cordialmente, que volvían locos con ello a los dos hombres, pues les era imposible guardar su ira para sí, y cada cual la vertía en los oídos de su marido cuando se hallaban solos.

La mujer de Wang el Mayor decíale con sus maneras pomposas:

—Es extraño que no pueda recibir el respeto que me es debido en esta casa a que me trajiste. Creí que habría de Soportarlo mientras el anciano vivía, ya que era persona tan tosca e ignorante que vergüenza me dio el que mis hijos vieran lo que les había correspondido por abuelo. Empero, lo soporté porque era mi deber. Pero ahora ha muerto, y tú eres el jefe de la familia, y si él no consiguió ver lo que es la esposa de tu hermano y cómo me trata, y no lo vio por ser tan ignorante y zafio, tú eres ahora la cabeza y lo ves, y no obstante nada haces para mostrar su lugar a esa mujer. Cada día que pasa sigo siendo un cero a la izquierda para ella, una campesina basta, y, como si fuera poco, irreligiosa también.

Entonces Wang el Mayor, quejándose para sus adentros, decía con toda la paciencia que le era dable reunir:

—¿Qué es lo que te dice?

—No me refiero sólo a lo que me dice —replicaba la dama con su tono helado; y cuando hablaba no se movían sus labios, ni la voz bajaba o subía de tono—. Está en lo que es y en lo que hace. Cuando entro en alguna habitación en que ella se encuentra, finge estar entregada a alguna tarea que no puede abandonar, y es además tan roja y habla tan alto, que no puedo soportar el oírla, ni siquiera el verla pasar.

—Bueno; pero no puedo yo decir a mí hermano: «Tu esposa es demasiado roja y habla demasiado alto, y la madre de mis hijos no la tolera» —replicó Wang el Mayor, sacudiendo la cabeza y buscando su pipa en el cinto, bajo la túnica. Sintiendo que había dicho algo que valía la pena, se atrevió a sonreír un poquito.

Pues bien, esta dama no era de las que responden prontamente, y verdad era que la mayor parte de las veces no conseguía responder con la rapidez deseada, y una de las razones porque odiaba a su cuñada, era que ésta poseía una lengua aguda e ingeniosa, bien que vulgar, y antes que la mujer de la ciudad pudiera terminar la frase que comenzó con lentitud y dignidad, la esposa campesina había, con algún guiño de sus ojos y alguna palabra intercalada, reducido a la impotencia a aquélla, haciéndola parecer absurda, tanto que, al oírlo, los sirvientes que se encontraban cerca veíanse obligados a volverse para disimular sus sonrisas. Pero, a veces, una doncella joven se volvía demasiado tarde y le brotaba la risa con un gran chillido antes que pudiera ahogarla, y entonces otras también se echaban a reír, y la mujer de la ciudad quedaba tan enfadada que sentía odiar a la campesina con todo el corazón. Así, al decir eso Wang el Mayor, ella quedóselo mirando para ver si también pretendía burlarse, y allí estaba en la silla de caña que tenía para su comodidad, sonriendo con su fofa sonrisa. Ella se enderezó, sentándose tiesa y helada sobre la silla de madera que siempre escogía; bajó los párpados, frunció la boca hasta hacerla muy pequeña, y dijo:

—¡Sé muy bien que tú también me desprecias, mi señor! Desde que trajiste a casa a esa criatura vulgar me has despreciado, y desearía no haber abandonado jamás la casa de mi padre. Sí, y quisiera poder consagrarme a los dioses y entrar de monja en alguna parte, si no fuese por mis hijos. Yo me di a la tarea de construir tu casa, hasta hacer de ella algo más que la casa de un campesino, pero no me lo agradeces.

Junto con decir esto, se enjugó los ojos cuidadosamente con sus mangas; levantóse y se dirigió a su cuarto, donde pronto la hubo de oír Wang el Mayor recitando en alta voz una plegaría budista, pues esta dama, en los últimos años, había recurrido a monjas y sacerdotes y llegado a ser muy escrupulosa en cuanto a sus deberes para con los dioses, y pasaba mucho tiempo en plegarias y cantos, y las monjas venían a menudo a enseñarle. Hacía asimismo alarde de ser capaz de comer muy poca carne, si bien no había tomado los votos estrictos, y hacía todo esto en la casa de un rico, donde no es necesaria tal adoración, que los pobres deben dedicar a los dioses por su seguridad.

Ahora, pues, como siempre cuando se hallaba iracunda, la mujer comenzó a orar en voz alta desde su cuarto, y al oírla, Wang el Mayor se frotó tristemente la cabeza con una de sus manos y suspiró, pues verdad era que su esposa jamás le perdonó el haber hecho entrar una segunda mujer en su casa, una muchacha sencilla y bonita que viera un día en la calle, junto a la puerta de un pobre. Hallábase sentada en un pisito junto a una cuba, lavando vestidos, y tan joven y hermosa era que la miró dos y tres veces al pasar, y pasó una y otra vez. Su padre mostróse por demás contento de entregarla en manos de un hombre rico y de tan buena presencia, y Wang el Mayor le pagó con largueza. Pero tan simple era, que a veces se maravillaba de haberla ansiado tanto, pues, en su gran simpleza, temía grandemente a su ama, y a veces, cuando Wang el Mayor la llamaba para que acudiera a su cuarto durante la noche, ella bajaba la cabeza balbuceando:

—Pero ¿me lo permitirá mi ama esta noche?

Y a veces, al ver cuán tímida era, Wang el Mayor montaba en cólera y juraba que tomaría una moza buena, robusta y de mal genio, que no temiera a su esposa como todos ellos. Pero a veces pensaba para sí que tal vez fuera mejor de esa manera, ya que al menos gozaba de paz entre sus dos mujeres, y la más joven obedecía abyectamente a su ama, y no se atrevía siquiera a mirarlo si ella estaba presente.

No obstante, si bien esto satisfacía a la dama, jamás cesaba con todo de reprochar a Wang el Mayor: primero, que hubiera tomado a otra mujer; segundo, que aun siéndole preciso hacerlo, hubiera tomado tan poca cosa. En cuanto a Wang el Mayor, soportaba buenamente a su esposa y aún amaba a la muchacha a veces por su hermosa cara infantil, pareciendo amarla más cuando quiera que su esposa hablaba contra ella, de modo que se las compuso, mediante cautela y ardides, para conservar a la jovencita. Acostumbraba a responder, cuando ella temía visitarle:

—Puedes venir libremente, pues ella está demasiado cansada para que la moleste yo esta noche.

Verdad que su esposa era Mujer de temperamento frío, y se alegró cuando hubieron terminado sus días de fecundidad. Entonces, Wang el Mayor le concedió el respeto debido, cumpliendo todos sus deseos durante el día, y lo propio hizo la joven, pero ésta venía a él por las noches, y de este modo consiguió tener paz con sus dos esposas en la casa.

Aun así, la disputa con la cuñada no era de las que se resuelven fácilmente, y la mujer de Wang el Segundo estaba también con su esposo, al cual dijo:

—Estoy hastiada de esa mujer de cara blanca que es la esposa de tu hermano, y si no haces algo para separar nuestros recintos de los suyos, tomaré mi venganza uno de estos días, y hablaré en voz alta contra ella en las calles, lo cual la hará morir de vergüenza, pues es tan pulida y quiere que una se incline y la salude profundamente cada vez que entra. ¡Soy tanto como ella, y más, y me alegro de no ser como, ella y de que tú no seas como ese gran tonto, aunque es el hermano mayor!

Wang el Segundo y su mujer se entendían a la perfección. Él era pequeño, amarillo y tranquilo, y gustaba de ella por ser rubicunda, grande y tener un corazón lozano y fuerte; porque apenas sí gastaba dinero, era astuta y buena esposa, y aun cuando su padre fuera un labrador, y no estaba por consiguiente habituada a la buena vida, ahora que podía tenerla, no se desesperaba por ella, como lo hubieran hecho otras mujeres. Por preferencia, comía manjares ordinarios y prefería asimismo los vestidos de algodón a los de seda, teniendo como únicos defectos una lengua demasiado dispuesta a la murmuración y que le gustaba charlar con las sirvientas.

Verdad era que jamás podría llamársele dama, pues le agradaba lavar, frotar y trabajar con sus propias manos. No obstante, siendo así, no necesitaba de tantos sirvientes y conservaba sólo una o dos doncellas campesinas, a las cuales trataba como amigas, y ésta era otra acusación que esgrimía en contra suya su cuñada, es decir, que no pudiera tratar decorosamente a una sirvienta, sino mirarlas a todas como sus iguales y afrentar así a la familia. En efecto, las sirvientas comentaban con otras sirvientas, y la esposa mayor había oído a las doncellas de casa de su cuñada jactarse de su ama e insistir en cuánto más generosa era que la otra, y cómo les daba restos de golosinas y pedazos de tela para zapatos cuando se hallaba de ese humor.

Verdad era que la dama se mostraba exigente con sus servidoras, pero así lo era con todos, sin exceptuarse a sí misma, y nunca se presentaba como la otra, que corría a todas partes con vestidos descoloridos y viejos, el cabello en desorden y los zapatos manchados y con los tacones torcidos, aunque sus pies no fueran tampoco muy chicos. Tampoco la dama había dado el pecho a sus hijos como la esposa campesina, que los amamantaba doquiera se encontrase, sentada o de pie, con él pecho enteramente descubierto.

En realidad, la mayor querella que entre ambas mediaba tenía por causa este amamantamiento público, y la disputa indujo por fin a los hermanos a buscar modo de apaciguarlas. Ocurrió cierto día que, siendo el natalicio de cierto dios que tenía un templo en la ciudad, la dama llegó a la verja a ocupar su silla, ya que se dirigía a hacer una ofrenda. Junto con llegar a la calle, vio a la esposa campesina en la puerta, con el pecho totalmente al descubierto, como una esclava, amamantando a su hijo más pequeño, mientras hablaba a un vendedor a quien había comprado pescado para el almuerzo de ese día.

Era un espectáculo horrible y vulgar, y la dama no pudo tolerarlo. Comenzó a reprochar con acritud a su cuñada, comenzando así:

—En verdad, es vergonzoso ver a quien debiera ser señora de una gran casa, haciendo algo que apenas si toleraría yo en una de mis esclavas.

Pero su lengua lenta y parsimoniosa no podía igualar a la de la otra, y la campesina gritó:

—¿Quién ignora que es menester amamantar a los niños? ¡No me avergüenzo de tener hijos a quienes amamantar, y dos pechos con que amamantarlos!

Y, en vez de abotonarse decentemente la casaca, levantó triunfalmente a su hijo, poniéndolo a mamar de su otro seno. Al oír su sonora voz, comenzó a reunirse un grupo de gente a fin de presenciar la riña, y salieron mujeres de sus cocinas y sus habitaciones, enjugándose las manos al correr, mientras los labradores que a la sazón pasaban depositaban sus cestos en el suelo para gozar de la disputa.

Pero cuando vio la dama estas caras tostadas y vulgares, no pudo soportarlo y despachó la silla de manos por ese día, retornando a sus recintos, perdido todo su placer. La esposa campesina jamás había conocido tales remilgos, pues siempre vio que se amamantaba a los niños donde sus madres se encontrasen en esos momentos, ya que nadie puede predecir si llorará o no un niño, y el pecho es el único medio para apaciguarlo. Así, lejos de marcharse, se puso a denostar a su cuñada de manera tan divertida, que la muchedumbre reunida reía a mandíbula batiente.

Entonces, una esclava de la señora, que se quedara a oír por curiosidad, acudió a su presencia y le contó, punto por punto, todo lo que había dicho la esposa campesina. Murmuró:

—Señora: dice que eres tan alta e importante que tu esposo pasa temiendo por su vida y no se atreve siquiera a hacer el amor a su pequeña concubina, a menos de que tú des autorización, y, en ese caso, sólo por el tiempo que tú digas. ¡Toda la multitud rió al oír esto!

La señora se puso pálida ante estas palabras y cayó sentada bruscamente en una silla que había junto a la mesa en la habitación principal, donde quedó aguardando. La esclava corrió fuera; volvió de nuevo, y dijo, con la respiración entrecortada:

—Ahora está diciendo que te preocupas más de sacerdotes y monjas que de tus propios hijos, y que bien se sabe que esos sacerdotes practican males secretos.

Ante tanta vileza, la dama se levantó, sin poder soportar más, y dijo a la esclava que ordenara al portero presentarse ante ella inmediatamente. Ésta salió corriendo, contenta y excitada, pues no todos los días había una alharaca semejante, y regresó con el portero. Era un labrador viejo y gruñón que antes había trabajado las tierras de Wang Lung; y como era tan viejo y leal y como no tenía hijo que lo alimentara en su vejez, habíasele permitido cuidar de las puertas. Temeroso como todos, presentóse ante la dama, saludando y balanceando la cabeza, hasta que ella dijo, con su acostumbrado tono majestuoso:

—Puesto que mí señor está en su casa de té e ignora este indecoroso comportamiento y puesto que su hermano tampoco está aquí para controlar su casa, yo debo cumplir con mi deber y no toleraré que gente de tan baja condición se permita curiosear en nuestra casa. Y tú estás aquí para cerrar las puertas. Y si mi cuñada queda afuera déjala afuera, y si pregunta quién ordenó que cerrara las puertas, dile que yo fui quien lo hice, y que tú estás aquí para obedecerme.

El viejo se inclinó de nuevo, y, sin decir palabra, hizo lo que se le había ordenado. La mujer campesina estaba todavía allí, divirtiéndose en grande; pero en ese momento la multitud empezó a reírse de ella, pues, sin que lo notara, las puertas se cerraron silenciosamente, hasta dejar sólo una rendija. Entonces, el anciano portero aplicó los labios a la rendija, murmurando roncamente:

—¡Eh! ¡Señora!

Volvióse entonces y vio lo que había sucedido; precipitadamente empujó las puertas, y con el niño aún colgado del seno, chillando, interpeló al viejo:

—¿Quién te dijo que me dieras con la puerta en las narices, perro viejo?

Y el anciano contestó humildemente:

—La dama me ordenó cerrar, porque no quiere tal estrépito en la puerta de su casa. Pero yo te llamé para comunicártelo.

—¿Acaso son suyas las puertas, y debo yo quedar fuera de mi propia casa?

Y chillando, la mujer campesina lanzóse hacia el recinto de su cuñada.

Pero la dama había previsto esto, y se había retirado a sus habitaciones privadas; atrancó la puerta, y empezó sus oraciones; y aunque la campesina chilló y golpeó en la puerta, no obtuvo contestación. Todo lo que oyó fue el uniforme y monótono zumbido de las plegarias.

Naturalmente, ambos hermanos oyeron esa noche misma el altercado de labios de sus propias esposas, y cuando a la mañana siguiente se encontraron en la calle, camino de la casa de té, se miraron desabridamente, y el segundo hermano dijo, con torcida sonrisa:

—Nuestras mujeres conseguirán enemistarnos, y nosotros no podemos ser enemigos. Mejor será separarlas. Quédate tú con el recinto que ocupas, y la puerta que da a la calle principal será la vuestra. Yo seguiré en mis patios, y haré abrir una puerta en la calle del lado; así nuestras vidas continuarán en paz. Y si alguna vez nuestro tercer hermano vuelve al hogar, puede disponer de los patios donde nuestro padre vivió; y si la primera concubina ha muerto puede agregar también los de ella.

Ahora bien, la noche pasada, la mujer de Wang el Mayor le había repetido, palabra por palabra, lo que había sucedido; y tanto lo había presionado, que juró no ser ahora moderado ni complaciente; no, esta vez procedería como el amo debía hacerlo cuando el ama ha sido ultrajada de esa manera por alguien inferior que le debe respeto. Por eso, cuando oyó lo que su hermano decía, recordó las exigencias de su mujer, y débilmente reprochó:

—Pero tu mujer procedió muy mal en hablar a la mía como lo hizo, en presencia de gente inferior, y no es posible dejar pasar esto tan fácilmente. Insisto en que debías golpearla una o dos veces.

Entonces Wang el Segundo, entornando sus agudos ojillos, dijo, tratando de engatusar a su hermano:

—Nosotros somos hombres, hermano, y sabemos cuán ignorantes y simples son las mujeres, aun las mejores de ellas. Los hombres no deben inmiscuirse en asuntos de mujeres; nosotros, hombres, nos entendemos mutuamente, mi hermano mayor. Es verdad que mi mujer procedió como una tonta, pero es sólo una campesina y nada más. Repite esto a tu mujer y transmítele las excusas de la mía. Las excusas nada cuestan. Separemos, pues, nuestras mujeres y nuestros hijos, y tendremos paz, hermano mío; nosotros podemos vernos en la casa de té para discutir los negocios que tenemos juntos, y en el hogar vivir separados.

—Pero, pero —dijo Wang el Mayor, tartamudeando, pues no podía pensar tan rápida y fácilmente.

Pero como Wang el Segundo era inteligente, comprendió que su hermano no sabía cómo dar satisfacción a su mujer, y dijo con prontitud:

—Hermano mío, puedes decir esto a tu mujer: «He separado la casa de mi hermano de la nuestra, y nunca más seremos molestados. Así los he castigado».

El hermano mayor quedó complacido, y, riendo, dijo, mientras restregaba sus gruesas y pálidas manos:

—¡Eso es! ¡Eso es!

Y Wang el Segundo agregó:

—Hoy mismo llamaré albañiles.

Así, cada cual satisfizo a su mujer. El menor dijo a la suya:

—Ya no serás molestada por esa gazmoña y orgullosa mujer. Dije a mí hermano que no viviría bajo el mismo techo que ella. No, seré amo en mi propia casa y nos separaremos. Yo no estaré bajo el puño de él, ni tú a disposición de ella.

Y el mayor presentóse ante su mujer, y dijo con su poderosa voz:

—Ya he arreglado esto, y ellos han sido castigados. Puedes tranquilizar tu corazón. Dije a mí hermano: «Serás separado de mí casa, tú y tu mujer y tus hijos; nosotros nos quedaremos con los patios que dan a la puerta principal, y tú deberás abrir una pequeña puerta en el camino que da hacia el Este, y tu mujer no deberá molestar a la mía otra vez. Si uno de los tuyos desea amamantar sus niños en la puerta de su casa, como los puercos en la calle, no será entonces un oprobio para nosotros». Esto es lo que he hecho, madre de mis hijos. Descansa tranquila, pues no verás a esa mujer nunca más.

Así, cada hombre satisfizo a su mujer, y así cada mujer se creyó triunfadora sobre la otra vencida. Ambos hermanos, unidos como nunca lo habían sido, se creyeron hombres de talento y entendidos en mujeres. Se mostraban muy complacidos de sí mismos y de su respectivo hermano, y suspiraban porque el luto terminase pronto y establecer entonces un día para encontrarse en la casa de té y planear la venta de los terrenos que deseaban vender.

En medio de estas variadas esperas transcurrieron los tres años del luto impuesto por la muerte de Wang Lung. Se escogió un día en el almanaque cuya letra era adecuada para tal ceremonia, y Wang el Mayor preparó los ritos de la cesación del luto. Conversó con su mujer, y ella una vez más supo lo que era conveniente hacer. Se lo dijo y así lo hizo él.

Los hijos y las mujeres de los hijos, y todo aquél que estuvo cerca de Wang Lung y que había llevado luto esos tres años, vistiéronse de alegres sedas, y las mujeres añadieron un discreto ribete rojo. Entonces encima de estos vestidos pusiéronse los de cáñamo que habían usado y salieron fuera de la puerta principal como era costumbre; allí había hecho un montón simbólico de monedas de oro y plata; y los sacerdotes estaban listos y encendieron el papel. Entonces, a la luz de las llamas, aquellos que habían llevado luto por Wang Lung sacáronselo haciendo ostentación de los alegres vestidos que llevaban debajo.

Una vez verificados los ritos entraron a la casa y mutuamente se congratularon, pues los días de dolor habían terminado; inclináronse ante la nueva tablilla hecha para Wang Lung, pues la vieja había sido quemada, y colocaron vino y alimentos aderezados delante. Esta nueva tablilla debería ser permanente, y, como tal, había sido hecha de una madera muy fina y resistente, colocada dentro de un cofrecito de madera para protegerla. Cuando estuvo hecha y barnizada con el más costoso barniz negro, los hijos de Wang Lung buscaron al hombre más letrado de la ciudad para que grabara en ella el nombre y el espíritu de Wang Lung.

No había nadie más letrado que el hijo del viejo y erudito partidario de Confucio que, cuando eran niños, había sido su profesor; un hombre que en su juventud había llegado hasta los exámenes imperiales. Verdad era que había fracasado, pero a pesar de ello era más letrado que los que no habían hecho nada, y había transmitido toda su sabiduría a su hijo, quien era también un erudito. Cuando se le pidió que llevase a cabo tan honrosa tarea, marchó balanceando sus vestidos al andar con los pies hacía fuera, como era costumbre entre los eruditos, y con los anteojos sobre la punta de la nariz. Una vez allí se sentó delante de la tablilla después de haber saludado tantas veces como era de rigor, y entonces, arremangándose sus largas mangas y enarbolando un pincel de pelo de camello, fino y aguzado, empezó a escribir. El pincel, el tintero y la tinta, todo era nuevo, pues así debía ser en tal ocasión. Cuando llegó a la última parte de la inscripción se detuvo un momento antes de terminar y esperó con los ojos cerrados y meditabundo como si quisiera aprisionar el espíritu mismo de Wang Lung en el último toque de la última palabra.

Y después de haber meditado llegó a esta conclusión: «Wang Lung, cuyas riquezas de cuerpo y alma fueron de la tierra». Cuando pensó en ello creyó que había cogido la esencia del ser de Wang Lung, intentando retener su alma misma; untó de rojo su pincel y trazó el último rasgo sobre la tablilla.

Wang el Mayor tomó entonces la tablilla de su padre y cuidadosamente la llevó con ambas manos; todos juntos colocaron la tablilla en el desván superior donde se guardaban las otras de los dos viejos labradores que en vida fueron el padre y el abuelo de Wang Lung. En esa casa, de ricos estaban sus tablillas y nunca mientras vivieron soñaron tenerlas semejantes; y sí alguna vez pensaron en lo que sucedería después de su muerte, supusieron a lo más que sus nombres serían escritos sobre un pedazo de papel por algún muchacho un tanto ilustrado, y pegado sobre la pared de tierra de la casa de campo hasta que se gastara con el tiempo. Pero cuando Wang Lung se trasladó a su casa de la ciudad llevaba tablillas para sus dos antepasados, como si hubiesen vivido allí, aunque se ignoraba si sus espíritus moraban en esta nueva vivienda.

Añadióse entonces la tablilla de Wang Lung, y cuando sus hijos hubieron hecho todo lo que era posible hacer, cerraron la puerta y fuéronse contentos en el fondo de sus corazones.

Era ahora llegada la ocasión para invitar huéspedes y festejarlos alegremente; Loto púsose vestidos de brillante seda azul floreada, demasiado brillante para una criatura tan vieja y tan enorme; pero nadie se lo hizo ver, porque la conocían. Y en medio de los festejos se sonreían entre sí, bebiendo vino; Wang el Mayor brindaba una y otra vez, pues gustaba de las reuniones alegres:

—¡Bebed hasta el fondo de vuestras copas! ¡Dejad el fondo a la vista!

Y tanto bebió que el rojo del vino encendió sus ojos y mejillas: entonces su mujer, que estaba aparte con las mujeres en otro patio y que oyó que estaba casi ebrio, envió a su sirviente a decirle: «No es posible estar ebrio en una fiesta como ésta». Esto le sirvió de advertencia.

Hasta Wang el Segundo estaba animado ese día, y no regateó nada. Aprovechó para hablar en secreto con algunos de sus huéspedes, por si deseaban comprar algunas tierras, e hizo correr la voz de que tenía buenas tierras para enajenar. Así transcurrió el día, y ambos hermanos quedaron satisfechos, pues habían roto la amarra que los ataba al anciano que yacía bajo tierra.

Hubo sólo una que no participó en la fiesta. Flor de Peral se excusó diciendo: «Aquella a quien cuido está menos bien que de costumbre; ruego me excusen». Y como nadie la echaba de menos, Wang el Mayor le envió a decir que estaba dispensada de asistir a la fiesta. Ella fue la única que no se quitó el luto ese día, ni los zapatos blancos que usaba ni el cordón blanco con que ataba su pelo. Ni tampoco quitó a la tonta estos signos de tristeza. Mientras los otros se festejaban, ella hizo lo que más gustaba de hacer: tomó a la tonta de la mano y con ella encaminóse a la tumba de Wang Lung. Entonces, mientras la tonta jugaba, contenta de estar cerca de la única persona que se preocupaba de ella, Flor de Peral se sentó y contempló las tierras que se extendían hasta donde alcanzaba su vista, divididas en pequeños campos verdegueantes que calzaban entre sí. Aquí y allá una mancha azul se movía: era un labrador que se inclinaba sobre su trigo de primavera. Así también Wang Lung se había inclinado sobre el fruto de su tierra cuando tenía que trabajarla para sí. Flor de Peral recordaba cómo en su vejez él revivía aquellos años de antes que ella naciera y cuánto gustaba hablar de aquella época en que acostumbraba a arar y sembrar sus tierras.

Así pasó el tiempo y así pasó el día para la familia de Wang Lung. Pero el tercer hijo no regresó al hogar ni siquiera ese día. Permaneció allí donde estaba, siguiendo su propia vida aparte de la de los demás.