LAS MANOS DEL CHEMA
Sé que te agarraste la cara gritando con las manos y después las tiraste sobre el barro abiertas contra el cielo. Ahora las venas sobresalen inyectándose en la base de los dedos. Son moscardones bajo la piel. Las uñas moradas y azules. Los dedos quietos, como desmayados sobre la mesa, y una cicatriz y un vello solitario. La herida recién abierta como por hoja de acero finísima, el trazo rojo, la sangre detenida en pequeños terminales. Fíjate en las manchitas blancas de las uñas, «suerte» dicen. Después de la muñeca, el océano de las manos y los dedos todavía allí desembocando. Puestas sobre la madera oscura palidecen.
—«Marcos Guacarán, cédula 35-84-12. Éramos siete bajo el mando del comandante Humberto. Bajábamos a abastecernos en un caserío cercano al frente. No sabíamos que el día anterior había cruzado por allí otro grupo guerrillero y que el ejército, ya sobre aviso, aguardaba bien atrincherado en un conuco que domina un terreno plano y al descubierto. Avanzábamos con cuidado pero sin sospechar nada. Íbamos vestidos con uniformes y boinas tal como las que llevan los soldados antiguerrilleros y tal vez fue por esto que nos dejaron aproximar tanto suponiendo, según supe después, que éramos soldados de otro grupo esperado por ellos esa misma tarde. Nos dimos cuenta de que había soldados como a unos cincuenta metros y justo cuando ya la tropa abría fuego contra nosotros. Calculé que eran unos veinte y empezamos a retirarnos disparando y tratando de ganar el monte cercano. Fue cuando me dieron en la pierna. Me arrastré hasta cubrirme detrás de un tronco caído y tiré la granada que no estalló. Cuando me vi rodeado y encañonado levanté las manos. Sentí un gran miedo cuando vi a un soldado apuntándome cerquita de mí y vi que estaba pálido y no sabía qué hacer, si disparar o no; me salvó el teniente que habló desde el rancho del conuco y ordenó que me llevaran hasta allá. Los soldados querían fusilarme, pero el teniente les manifestó que debían entregarme al comando más cercano y los consolaba diciéndoles que allí seguramente me fusilarían.».
La herida tiene labios pálidos y si pones un lápiz entre los dos, el lápiz rueda y cae. Las venas hinchadas sin galope, ya no crecen las uñas. Tú las pusiste allí y las abandonaste porque aun después de muertos ponemos en alguna parte las manos y los pies. Ahora son manos sin dueño, huérfanas, segmentadas con sapiencia y tradición de sajadores expertos.
Los soldados querían echárselo, pero el teniente los aguantó, «yo en esta guerra soy neutral», «no estoy ni a favor ni en contra, dicho sea entre nosotros. Yo simplemente cumplo». El teniente era muy joven y parecía aburrido de andar por esos montes, y a veces parecía que le gustaba mamar gallo. «¿Cogerías el monte si te soltara? Pero si te dejo ir, yo te dejaría ir, pero estos soldados arrechos como están te liquidarían.» Y el sargento: «Mire, mi teniente, a estos carajos hay que fusilarlos cuando uno los agarra, de lo contrario van presos, los sueltan y vuelven a coger el monte; ¿nos lo echamos?» Pero el teniente firme, no le gustaba fusilar a nadie. «Sí —decía el sargento—, porque no le han jodido a un hermano como me lo jodieron a mí», así que lo llevaron amarrado hasta Caripe donde esperaba una comisión para llevarlo a Maturín. «Ni de vaina, éste no llega a Maturín»
Qué brazos tan deformes. Músculos y venas se ponen de acuerdo para llegar a un punto y devolverse. Cicatrices de arterias, la sangre retrocede sin paisajes y en qué charca se habrá hundido el cuerpo entero. Dejas de ser esa promesa de capitán de barco, de cazador a media luna, ni siquiera dibujante y dejas de saludar ciego del tacto, tus brazos están mudos.
—«Lo que he contado es todo lo que sé. Me llamo Marcos Guacarán, cédula 35-84-12. Éramos siete, yo caí. El comandante se llamaba Humberto, así le decían y no supe más nombres. Mi padre es Guacarán, Jesús Antonio, no sé su cédula. Mi oficio...»
La gente se aglomeró a las puertas de la prefectura por donde lo sacarían y éste fue el chance que aprovechó cuando salía esposado hacia la camioneta descubierta para gritar con todas sus fuerzas: «¡Me llamo Marcos Guacarán, me dicen «el Catire», soy guerrillero y sepan que esta gente me va a fusilar para que lo digan, díganlo Marcos Guaca...» y un soberbio culatazo lo tendió en la parte de atrás de la camioneta. «¿No tiene vergüenza este carajo? Decir a todo grito que es guerrillero». Y otro culatazo y otro más.
«Cuando salimos de San Francisco iba el teniente y se agregó un civil, gordito, de bigotes, con una ametralladora y con anteojos negros. A mitad de camino venía un jeep que se detuvo y bajó un capitán. El teniente informó que llevaba un guerrillero». «¿Y por qué está vivo, no dice usté que lo agarraron en combate y disparando?» Fue cuando habló el civil: «No hay ni siquiera que bajarlo, si usté ordena, ahí mismo en la camioneta se lo arreglo». Yo me encogí lo más que pude, metí la cabeza entre las piernas y esperé el guamazo. «Hay un problema, mi capitán, y es que este gran carajo dio su nombre a la gente allá en San Francisco y dijo que lo íbamos a fusilar». El capitán se desahogó regañando al teniente y mandándolo a regresar a su puesto. Subieron a los carros y continuamos el camino.
No puedes caminar sin manos. ¿Cómo podrías caminar sin ir palpando el aire? No puedes mirar sin manos. Ordenaba tu madre, frente a los pesebres llenos de ángeles y ovejas, «se toca con los ojos y se mira con las manos». En la noche oscura bajo los árboles, allá con lluvia y frío, allá donde un fósforo puede ser una sentencia, iban tus manos por delante y de tanto mirar fueron baquianas. Cuando golpearon la boca medrosa, cuando oprimieron el fusil, cuando saludaron con firmeza.
Un día abrieron la puerta y lo echaron en el piso como un saco de papas. No me gustaba verle la cara con los golpes que tenía, él de por sí era ya bien feo y más con esos golpes, un ojo apagado y los labios reventones cuando se quitó la camisa aquello daba lástima, me dijo que eran los culatazos en las costillas, no le vi los testículos, pero me dijo que allí le habían dado bien duro. La pierna se hinchaba a lado y lado de la venda. Lo traían de la cárcel de Maturín y antes lo habían llevado de Aragua de Maturín y antes del campo donde lo agarraron herido. «De vaina me agarraron si no es porque me falla la granada tan cerquita que les cayó y porque todo aquello es campo abierto a pleno mediodía y porque uno ya metido allí se confía mucho, y no tanto por la pierna».
Le puse yodo en las heridas, era todo lo que tenía para curarme una sarna rara que se gozaba conmigo. No estaba triste y si se había asustado ya no se le notaba porque se reía y decía que el sitio donde estábamos era rey comparado con el calabozo que le tocó por varios días. Llegaron a buscarlo una mañana para interrogarlo y no regresó. A los cinco días, una noche, abrieron la puerta y volvieron a echarlo como un saco de papas, igual que la primera vez. Esa noche no pudimos dormir, él con sus heridas y yo con mis cosas. Cuando yo estoy entrándole al sueño, en la madrugada, suena la diana y me levanto con las voces de mando: «¡A-tención. Fiiir!, ¡A-discre-ción!» Y se oye un solo zapatazo. Trato de hacer ejercicios mientras los soldados los hacen en el patio, pero me duelen los huesos.
Voy hasta el baño, abro la ducha y meto un brazo, luego el otro, por fin el cuerpo.
Salgo morado de frío, me seco con periódicos y siento un calorcito y ganas de conversar. El sargento que abre ni saluda y el que trae la comida dice «a papear» y no dice más nada. Guacarán no puede probar bocado y por ahora no puede ni siquiera conversar. Me como todo y quedo con hambre, será por desquite. Desde las ventanas puedo ver las casas más allá del cuartel y descubro detalles que ayer no vi. Abajo en el patio, los soldados forman en cuatro compañías. Con un papel en la mano el teniente les habla. «El primer deber del soldado es obedecer a su superior». La voz es brusca como un barranco. «Cuando un superior lo llama, el deber del soldado es dirigirse hacia él con paso rápido hasta correr. Detenerse a unos pasos, cuadrarse, saludar y decir: a su orden, mi capitán o mi teniente o mi sargento. ¿Entendido?» Y un inmenso coro responde: «Sí», en un solo golpe de voz. Luego rompen filas, son jovencitos, suben tumultuosamente las escaleras del primer piso y entran en fila a la cocina. De allí vuelven a salir en fila portando el desayuno como un trofeo.
En sistema decimal, tus manos 0-010, así clasificadas, están tranquilas. Alineadas esperan su turno, tienen el gesto de atrapar un pez. Van a decir quién eres. Te identificarán y no habrá duda. Serás tus manos. Hay papeles impresos con espacios abiertos para el testimonio. Manos de combatiente, manos de bandolero, manos violentas, manos delatoras, te ofrecen, te evidencian, te entregan, son absolutamente tuyas, eres tú.
Me despierta hacia la madrugada el sonido de un disparo aquí cerca. Pienso que eso es normal en un sitio como éste. Se escucha un alarido y otro. Es un grito de dolor y de pánico. Abajo, pasos apresurados, carreras, voces. Me asomo a la ventana, no veo nada. El grito es ya un quejido, el lamento de un niño. En la celda de al lado alguien dice que a un recluta se le fue un tiro mientras hacía guardia. Ahora es el motor de un automóvil, la sirena apaga los quejidos, todo vuelve al silencio. Son muchachos de diecinueve y veinte años, ¿de dónde vendrá éste?, de los Andes, del Llano, de Oriente, quizás era uno de los que ensayaba ayer para ascender a distinguido. La voz del oficial dando órdenes sonó pausada, tranquila, normal. No pude seguir durmiendo.
—A lo mejor se muere.
—No le pares. A veces ellos mismos se hieren un dedo para que los den de alta.
—No, la pinga, ese quejido era de muerte.
«Estoy dispuesto a morir» y nos hacemos a la idea. Esto nos ayuda para ciertas decisiones. «¿Qué me puede pasar?; lo más morirme y eso ya está previsto». Pero de pronto la muerte salta como un gato en la noche inesperadamente y sin apelación. Aquel grito no era de puro dolor sino de alarma de muerte de verse un borbollón de sangre que el mundo entero se dé cuenta, se conmueva y venga hacia uno que está solo y que se ve morir y nadie quiere morirse solo sin alguien que le diga que no es nada y que todo se va a arreglar.
—Marcos Guacarán, ¿cómo haces tú para no tener miedo?
—¿Quién te ha dicho que yo no tengo miedo?
—No has querido hablar aunque te maten.
—Pero no es porque no tenga miedo, sino porque no puedo. Además sé pocas cosas. Siempre es bueno no saber mucho.
Al día siguiente, nos levantamos como siempre con la diana. Los soldaditos, franela blanca y pantalón verde corto, no formaron esta vez en el patio. Luego se escuchó la corneta en un tiempo prolongado y triste, que se fue apagando.
Cuando uno está preso siempre está solo, pero es bueno que haya otros que están solos también para sacar compañía de tanta soledad. Le dije a Guacarán que mi juicio era largo, una vez me golpearon delante de él y me incomunicaron. Nos contamos de la familia, de una enfermera que lo ayudó en Maturín y por poco logró escapar. He tenido otros compañeros pero éste es el que más ha durado en mi compañía. Nos contamos las cosas una y otra vez. Sabe de mí todo lo que no hice, le hago sentir que me he confiado en él y le dije que no tenía por qué contarme lo suyo, que era mejor, como él decía, no saber tantas cosas. Guacarán sabe olvidarse de la cárcel, siempre riendo y seguro de que tendrá oportunidad de escaparse, no importa que de aquí nadie haya podido fugarse. Él dice que lo hará y no le da mayor importancia al asunto. Por cierto, no se llama Guacarán, Marcos Guacarán como dice en la cédula, sino Salazar José Rafael como por fin me ha confiado.
Expertos sajadores le desprendieron las manos. Las defendiste, pero te las quitaron. Conservaste los ojos, los dientes, la garganta. Podías sonreír después de muerto. Pero te cortaron las manos y se llevaron la risa entre los dedos. Te dejaron muerto sin nudillos, sin caricias, sin yo, como un reptil.
—«Mi nombre es Marcos Guacarán, cédula 35-34-12, mi padre es Guacarán, Jesús Antonio. Éramos siete, yo caí. Es todo lo que sé y ya se lo he dicho.»
Pero él ya no se llamaba Guacarán sino Salazar, José Rafael, y todo estaba comprobado. Y ahora habla o lo raspamos; por mi madre que si no habla se muere. Esta vez no lo aceptaron de regreso, ni tampoco en San Francisco, ni en el campamento de Aragua, ni en Maturín. Nadie quería recibir a un hombre en esas condiciones. Y nadie tuvo la culpa de que comenzara a morirse en uno de los trayectos como preso sin dueño. Ni menos yo que he cumplido mi deber de funcionario y que mi buen tiempo me costó. La camioneta daba tumbos. Las manos flotaban boca arriba como animales ahogados. «Muerto cuando arrebató el arma a un soldado y se dio a la fuga disparando contra la comisión, a la altura del kilómetro 133. Aquí están las manos para su identificación. Permiso para retirarme.»
—Yo, Marcos Guacarán, cédula 35-34-12, soy mis manos. Sin ellas tú no me conocerás y queda en soledad mi piel. Fue un tajo sin dolor, no pienses que dolió. Sentí la lengua de acero circunvalándome la carne, la defensa de los tendones, la separación callada y feroz. Estoy tendido en la hojarasca. Por tierra y aire van llegando los insectos, mientras se empinan los huesos esperando las manos para acabar mi muerte.