CONTRA LA IRA, TEMPLANZA
Si pretendo construir historias apacibles debo quitarme de encima la de Antonio Dávila, el de la rabia eterna, y guardar la de su hijo Escolástico, muertos con los bramidos de la tierra en la noche de mi blasfemia.
Una casa blanca en el recodo más verde que parió la quebrada volcanera, y allí en el frente, pintados sobre la cal inmaculada, pavos reales y torcaces y serpientes en estrictas parejas como en los tiempos de Noé. Con piedras ocres, rojas y negras de la misma quebrada, Antonio pintaba los amores del mundo en las paredes de su casa.
Antonio era flaco y largo como la virginidad de una culebra. Fabricaba trompos, tenía matas de onoto y se vestía con un blanco irreprochable. Antonio era pacífico en la medida estricta en que nada ni nadie le supiritara la conciencia. Creo poder enumerar algunos casos de supiritación.
Lo de las abejas universalizó el asunto aunque, en el fondo, culminaban antecedentes de una iracundia aldeana. Entre el patio trasero de la casa y el guayabal que cerca la quebrada, Antonio había logrado reunir veintisiete panales. Su sangre dulce atraía a las abejas, cuya población lo circundaba sin que Antonio sufriera jamás un aguijón clavado. Como pájaros sin huesos, las abejas se le posaban en el hombro, andaregueaban por los brazos, le hablaban al oído. Ciertamente, una vez lo vi meter las manos y extraer un cuadrilátero de miel sin queja alguna. Las abejas se desprendían de todos sus azúcares, con amor samaritano. Antonio se elevaba hasta los animales como San Francisco; y hay gente de creer que dice, el Chuco por ejemplo, que vieron en levitación a Antonio Dávila, o por lo menos a su blusa blanca, ronroneando sobre los camburales. Lo difícil del caso no es la levitación, sino la hora: a medianoche las abejas duermen. Y, sin embargo, el desastre fue una medianoche, cuando Antonio, por rara incontinencia, se quedó escuchando al maestro Violo, accedió hasta el miche y se tiró a la Ñengue. Tal vez fue la revolución de los hedores, lo cierto es que la abeja de guardia lo desconoció y por primera vez, en quince años de abejero, Antonio Dávila sintió en pleno cogote lo que jode una abeja cuando pica. Y allí vino el polvoriento final de veintisiete panales tumbados a cachetada limpia. Sin saber lo que pasaba, las abejas desorientadas en la noche comprendieron, sin embargo, el error de la guardiana. No reaccionaron contra Antonio que las masacraba. Vieron morir a muchas compañeras, y ya rayando el alba se fueron hacia la montaña para sobrevivir en los yagrumos, que son los árboles más alejados del hombre, para milenario placer de los lemúridos.
Comencé por el final diciendo la historia de las abejas. Pero antes fue lo del sombrero borsalino, perdido en pleno borbollón del río cuando apenas lo estrenaba. Era un viaje sin puentes y era en mitad del agua sudorosa de barro y de creciente, sobre el lomo de una mula que resbaló antes de coger orilla, cuando el sombrero de color nazareno se fue como barquito. Antonio de un cañonazo le sacó dos muelas a la bestia y se le abismó a tanta grosería de agua diciéndole: «Te llevates mi sombrero, llévate también esta blusa nuevecita», y se quitó la blusa y se la echó como un látigo a la cara del agua.
«Y esta faja con todo y revólver», y le echó la faja. «Y ahora llévame a mí, hijueputa, si podés.» Y el Antonio se margulló en la chorrera más brava, una piedra lo recibió de lleno y el río, por primera vez en su vida de río bravo, lo devolvió a la orilla para que terminara de dormir la rabia.
Curruchete es queso con miel caliente al fuego de leña viva. Antonio era un pastor de mieles y de quesos, así que en ocasión de forasteros, como en los juegos olímpicos, Antonio encargándose del curruchete jugaba con sus manos de adormidera la suerte de todo un pueblo. La leña era de mancharropo, el queso era llanero y la miel venia de las panelas de don Emilio Rojo, un hombre que salió de la Biblia para sembrar la caña. Pero un maldeojo, una de malas de la olla, la llama que no aviva, el queso que no ablanda, un accidente apenas y Antonio que revienta ollas, topias y budares y le mete candela al techo de palmas de corozo, por donde comenzó el incendio la misma noche del temblor cuando, Escolástico, mecido por el viento, estuvo tres días colgando entre los árboles.
Para mí, ser costumbrista es hablar de blusa blanca y de mancornas de oro. Y ése era, estrictamente, el traje que Antonio vestía en el primer domingo de su matrimonio. Era de noche cuando la luna se metió entre los pocitos de la calle y Antonio, creyendo que eran piedras, los pisó de frente: después lo vieron revolcándose en el barro de purita rabia por haberse chispeado la bota de los pantalones.
Y debo consignar, en la primera parte de esta historia, que ninguna jefatura pudo conservarlo preso. Cierto es que lo metían en la cárcel, como también lo es que terminaba rompiendo la pared a cabezazos.
Un hombre así, que yo no invento, sino que la vida me impuso desde muy temprano, ¿por qué tenía que cruzar mi camino hereditariamente tan violento? Entonces va mi vida en la necesidad de dividir el mundo en dos y media partes: la de Antonio, la mía y la del rotundo encuentro.
Comienzo por decir que mi padre era maestro de la única escuela que el pueblito tuvo durante la primera mitad del siglo XX. Mi madre era la primera dama, y Escolástico mi hermano. Escolástico era bobo, pero yo era inteligente. El pueblo se dividía en cinco tontos, a saber: el tonto Chico de las beatas, Tacopalo el del incensario, Chica Esquerra para los violinistas, Tobías como azote de Dios y Escolástico, un tonto cosmopolita y desolado sin fijación posible, como los poetas.
Pero mi historia en su segunda parte, tiene que volver a su primera. Mi padre era un maestro de escuela al pie del monte. Una sala grande con silla de cuero, mesa larga y pizarrón. La escuela era mi casa. Aprendí con vértigo palotes en afanes de llegar al libro de Mantilla, al elefante con gualdrapa roja anunciando viajes. Después, las letras. Romanas, cursivas, inglesas y góticas. Las reproducía con tiza en paredes y piedras el único hombre capaz de hacerlo, Atilio, con china de doble tira, matando una culebra al vuelo. Siguieron las palabras y las cosas, cinco mil años con el mismo alfabeto porque en el libro de Mantilla detrás de una B, hecha con ramas, se asoma un buey. La H, es aquel cocinero flacuchento enlazado a un fogón también muy vertical mientras el huevo en la sartén descubre cómo los fenicios sabían desayunar a tiempo. En la Z una zebra, y muy seguido las letras juntándose: lobo malo, caro niño, puño suyo, hizo cosa, y dividiéndose en un mundo de perseguidos: la -zo rra co -ge -el pollo La zo rra bus ca el ga llo E lla ha lla el po llo en el bos que. Salmodiábamos. La escuela era un abejeo tocada por el misterio. Este pájaro no es un jilguero ni un sinsonte, ¿qué pájaro será? No conocíamos los jilgueros, azulejos y cardenales sí, pero sinsontes no.
Cosas que no me dejan, muy útiles como no dar perejil a los conejos, ni levantar la mano contra un niño, es muy difícil escribir bien un libro, un bálsamo es cosa que cura, tanto va el cántaro al agua hasta que por fin se rompe, el mundo es un valle de lágrimas, los espíritus angélicos de Dios, los pájaros son obra de Dios, algunos pájaros en jaula mueren de pesar o de rabia, el reloj sirve para medir el tiempo, debemos aprovechar el tiempo porque pasa muy pronto y no se devuelve, un año tiene doce meses, un mes cuatro semanas, una semana siete días, un día veinticuatro horas, una hora sesenta minutos y sesenta segundos componen un minuto. Esa aguja que se mueve tan de prisa marca los segundos. Algunas veces el reloj no marca el tiempo verdadero.
Y a mitad del libro, de la historia y de Dios, Escolástico: ¿Qué dicen las olas rompiéndose solas en recios peñascos? Murmuran a Dios. ¿Qué cantan las aves en trinos suaves volando en el mundo? Le cantan a Dios. Olas y aves y Dios. El mundo entero. Y una ternura y una música que sólo Escolástico entendía. Casi paralítico, vestido de ladrillo, caminaba tirando manotadas agarrándose del aire como si el aire fuera un río y él ahogándose, o como si fuera un árbol y él volando, reptaba la calle y avanzaba en ondas, pelada la cabeza y sin embargo piojos, anchos los pies descalzos y los dedos abiertos, cabezones, afincándose y luchando contra la tierra y contra el cielo, en su navegación desde la casa del calvario hasta la escuela y hasta la iglesia. Una boca de máscara se abría de oreja a oreja, el labio de abajo replegado sobre sí mismo, el otro hacia delante con el bozo encima y la voz estirándose gangosa casi sorda y casi muda. ¿Qué dice ese velo azul que en el cielo los astros sostiene? Detrás está Dios.
Ecolástico murió como Absalón, cuando por temeraria vez subió a un árbol obedeciendo tentación de mangos. ¿Cómo puede un cristiano paralítico remontar un tronco si no es por la fuerza del amor? Amor de mangos con poderes de Julieta. Escolástico cayó de los copitos y quedó colgando de sus pelos indios donde jamás entró tijera de barbero. «Aquí, de este árbol, se ahorcó el difunto Escolástico», dice la gente mal informada cuando no perversa, y así anda la verdad histórica, pasando por ahorcado quien guindó del pelo y se murió mecido por el viento tres días y tres noches, por su inescrutable voluntad, hasta el descendimiento con jefe, juez y policía. ¿Qué dice ese velo de azul que en el cielo los astros sostiene? Detrás esta Dios.
Escolástico, Escolástico, Dios es perezoso y duerme colgando de los árboles en noches de temblores. El viento silbando en los huesos de Escolástico después de los zamuros. Quiso Dios que un cristiano de caminar tan vireto y de mirar de rana no expusiera a los ojos de los vivos las culpas de su carne, sino la perfección de sus huesos.
La herencia de Escolástico fueron repartiéndola en orden de amistades y según las vocaciones: el trompo grande se lo dieron a un tal Repelusa, indio bruto y feliz pescoseador y malasangre con buenos sentimientos sólo doce días al año. La colección de azulejos palmeros se la dieron a Atilio, quien los puso en libertad por el placer de irlos cazando uno por uno. A mí, en mi casa y en mi cuarto, me quedó el libro forrado con hule, nuevecito, porque mi hermano había pasado por él como los ángeles.
Escribo la historia a cuarenta años de un pájaro carpintero que tiene un hijo general y que murió en santidad de cedros y caimitos. Escribo desde la luna y es precisamente mi condición lunar la que me obliga a defender el sentido realista de mi vida signada por Antonio Dávila, por Escolástico y por mi destino de presbítero.
Por ley de mis mayores, yo tenía que ser militar o presbítero. Decidieron por lo segundo en vista de que soy cinqueño y el dedito sobrancero que bien cabe en una bota militar, parecía obedecer a razones tan bióticas que sólo la tierra se le interponía. No es una manera larga para decir que soy cura sino, siéndolo, es el privilegio de confesarme en un confesionario diferente.
Y ahora, vosotros que me escucháis porque soy ciego, dadme la nervadura de los dedos para tocar la media parte de la iracundia que relato y para juntar las dos mitades en la media necesidad de confesarme: sucede que Escolástico es mi hermano, ya lo dije, y Antonio Dávila es mi padre. El día que le dije sifilítico fue la noche del temblor. Por eso la letra de mi cuento es letra muerta.