LA NIÑA MORA

Desde La Loma de San José hasta el Alto de las Cruces, Rosita Mora extendía la jefatura de su pelo negro, de sus ojos verdes y sus ganas locas. Don Chico la guardaba detrás de siete puertas y de siete llaves, la acompañaba a la misa y le había prohibido el río. Sólo Marcial llegaba hasta ella: para los mandados, y, a veces, para las cartas de amor, dobladas como barquitos de papel con doblez de corazón. Allá en el aposento, ella las leía, él la miraba, echado en un rincón, rascándose las niguas. Había un olor, una humedad y un susto en el cuarto, en el aire y en la barriga de Marcial después de cada carta, a la hora de los juegos de sacar piojitos, de montar a caballo para aguantar maldades y amañarse a tanto sudar, el escapulario empapado y a la niña Mora corcoveando y él con susto grande con ganas de salir corriendo, pero quedándose por la locha, por la curiosidad y por eso que aprendió de los arrieros, el amor.