CORDERO DE DIOS

Monseñor no seguía la ruta del páramo de Niquitao, sino que descendía de Mérida a Barinas siguiendo la vía de Los Callejones, camino pedregoso de montañas entrantes y salientes como los dedos de una inmensa mano puesta sobre el río Santo Domingo, de aguas bramadoras, allá abajo, donde la tierra tiembla. Luego subía por Altamira hasta Calderas. Una visita cada diez años para casar concubinos, confirmar muchachos y colectar diezmos y primicias. Es como un descendimiento de los cielos, desde la nieve al frailejón viene envuelto en la neblina este andino de ocho arrobas sobre la mula más heroica del coronel Vergara. Del frailejón desciende al trigo, que se inclina con la brisa al paso de las bendiciones, después la papa de flores moradas y amarillas y, ya al fin de la jornada, la neblina lo deposita como un bulto oscuro y borroso en la falda del maíz y de los cafetales del pie de monte. Cambia entonces la cobija por chamarra ligera de liencillo y marcha al paso de la bestia, azotado por la lluvia y salpicado por el barro, sin más signo divino que los tres curas y los dos acólitos, también de a caballo, pero con sotana arremangada y suficiente juventud para ir echando bendiciones a los campesinos que bajan de sus conucos y esperan arrodillados a la orilla del camino.

El camino rompe un verde mantenido de rastrojos donde el viento lluvioso balancea las hojas de los guajes. Los cafetales se ofrecen a lo lejos bajo la guardia de los guamos y bucares, y en el fondo, el sol y la lluvia cubren la roca abrupta del Gobernador, un pico que gobierna sobre un pelotón de montañas menores en las cuales brillan, moviéndose, las hojas con luna del yagrumo.

Mirando hacia el camino, las casas, techo de palma y paredes de barro sin pañete de cal, parecen abandonadas. Las ventanas, de madera desteñida y podrida, casi siempre están cerradas; a veces no hay madera, las ventanas son cuencas vacías y las puertas son bocas oscuras, casas ciegas y desdentadas, parecen desiertas, pero hay gente adentro, en el aposento, en la cocina. Se mueren en silencio o se acurrucan en los rincones, la lluvia los entumece, el chimó les entretiene el hambre larga; la pereza, el silencio y la penumbra los conservan inmóviles o los mueven apenas, en un tris de vida y muerte. Monseñor maltratado por la mula, bendice con desgano a los fantasmas arrodillados en el marco de las puertas.

Mientras espera al pastor, el cura convoca desde el púlpito a quienes llevan mala vida para que se dispongan a mejorarla. A lo largo de estos meses y bajo el efecto de aquellos sermones, el pueblo va entrando en un dolor de corazón que elimina las peleas de gallos mientras se celebra la misa y que conduce ante el altar, para escuchar la voz del padre, a todos los ateos del pueblo, hombres diabólicos que roban las gallinas del cura para hacer ostentosos hervidos, se meten de noche en el cuarto de las mujeres de la casa cural y se quedan de pie en las esquinas mientras delante de ellos desfilan las lentas procesiones.

Estos ateos son los hombres más importantes y, año tras año, por tiempo de Semana Santa, expían sus culpas custodiando durante largas horas el Santo Sepulcro. Armados con espadas de madera pintadas de blanco, los ateos del pueblo, cuyas mujeres comulgan los primeros viernes de cada mes, rodean la caja de vidrio donde yace con las piernas levemente recogidas el mártir de Gólgota, jipucho y flaco como Gabrielito, el juez de voz trémula agobiado por las Siete Palabras.

Desde el púlpito, el padre se empeña en despertar la conciencia dormida de su grey. Ha dedicado elocuentes sermones a destacar la importancia de la visita del prelado. Él sabe que su rebaño es pobre, pero Dios no exige riquezas sino buena voluntad, y dice que hasta el campesino más pobre puede colaborar con algo, una gallina, un huevo, maíz o yuca. Es la buena voluntad de servir a Dios demostrada con hechos lo que interesa, no el valor material de la dádiva. Así que, hijos míos, de vuestros campos, de vuestras casas recoged algo, una parte de la cosecha, un grano de café, una mazorca, y ofrecedlo al Ministro de Dios, a su Ilustrísima, al Señor Arzobispo, y él bendecirá vuestras sementeras y pedirá al Señor que multiplique vuestras crías y mejore vuestra salud. Que así sea.

Una semana antes de llegar el Arzobispo ya han llegado los buhoneros cargados de quincalla: anteojos de sol para un pueblo nublado donde llueve casi casi todo el año y donde el sol llega colado por el cedazo de los cedros, los ceibos, los aceitunos y los guamos; andaluzas y peinetas con brillantes y rubíes y amatistas a cinco bolívares la media docena; polveras de carey, marcos para retratos, estatuillas del doctor José Gregorio Hernández con su sombrerito plástico, novenas del Padre Claret, medallas de la Virgen del Valle, jaboneras de polietileno, cajitas de mentol chino y condones el sultán de a tres en caja.

Con anticipación llegan también los dueños de ruletas y bateas, los que traen loterías de animales, los prestidigitadores con barajas, bolitas y cajitas de cuerno para ocultarlas, sombreros de copas, huevos, conejos y pañuelos; todos ponen sus mesas en las calles, despliegan sus hules y montan los juegos anunciándolos con discursos retesabidos y con aspaviento de tahúres ambulantes: cazador que anda cazando y anda en el monte perdido, primero le apunta al nido que al ave que va volando, anotarse, anotarse que para luego es tarde, esto no lo digo yo, lo dice Máximo León, cuando la marrana es gorda hasta el rabo es chicharrón, vamos a ver, vamos a ver, uno en la escalera, otro en el pájaro negro, caballito allá, voy con lo que veo, aquí voy y... ¡salió caballito! Gana el amigo y pierde la casa, el juego es como el amor, deje quieto que la burra coja el nado, la plaga la desencama, ¡anotarse, anotarse, anotarse!

Y los vendedores de jarabes para toda clase de enfermedades y daños, contra la caspa, contra la calvicie, contra las calenturas y el elixir de vitam aeternam así dicho para garantizar la seguridad de sus resultados y la narración de sus milagros, las demostraciones en público, acérquense, acérquense, vengan a ver la cabra que se para sobre una botella de cerveza y la niñita que pasa debajo de una silla con un vaso de agua sostenido en la frente. Entre elixir y elixir a bolívar el frasco, el vendedor, un colombiano de largo saco negro, melena sucia y dientes de oro toma un acordeón y la niñita del vaso de agua comienza a cantar «échale diez al piano y apriétale el botón, ay papá qué triste es el amor, ay mamá no sabes cómo estoy».

Campanas y cohetes se imponen sobre el vocerío callejero, las mesas quedan sin clientela y todos se precipitan calle abajo para ver llegar a Monseñor, los escolares almidonados baten banderines rojos y verdes, blancos y azules, cuando Monseñor y los acólitos y los ateos del acompañamiento desembocan por la calle abajo, al pie del pueblo, haciendo sonar los casquillos de las bestias en el empedrado de las calles. Un rumor sordo recorre la multitud, hay flores y mujeres en las ventanas, Monseñor casi galopa sin poder frenar la mula que se da importancia, y él, una mano en el pico de la silla y la otra en bendiciones. Todos van cayendo postrados a su paso. Los de las ruletas se quitan el sombrero, disimulan las bateas, el colombiano, de rodillas sobre la mesa, se santigua e inclina la cabeza al tiempo que hace caer prosternada a la niñita del vaso de agua, cuyos ojos inmensos y tristes sobre ojeras de prematura violeta se abren ante Dios temerosos y cansados.

Así vino Monseñor, y del campo fueron llegando los conuqueros paupérrimos cargados con el fardo de sus pecados y con parte sustancial de sus riquezas: una dos y hasta tres gallinas, yuca por arrobas, maíz por almudes, café por cuartillas. Venían viejitas con huevos envueltos en pañuelos, con canastos de guandúes, y hasta con gonzalicos y azulejos en acatamiento demasiado literal de que a Dios sólo interesaba la buena voluntad y no el valor material de las dádivas. Había también agricultores pudientes en esta apartada viña, deseosos de mostrar gratitud por el privilegio de su situación: aquí el maíz y el café se medían por quintales, y traían novillas y cochinos. En un solo día de lluvia inconsolable, la casa cural, como el Arca de Noé, se llenó de comida y de animales. Monseñor sonreía satisfecho en el timón de la nave.

Los campesinos tuvieron que aguardar hasta el día siguiente porque el señor Arzobispo había llegado con gran agotamiento y se había rendido después de la cena. Esa noche, los que tenían parientes o amigos durmieron bajo techo; los que nada tenían pasaron la noche en los reclinatorios de la iglesia, acurrucados bajo los aleros o haciendo barra en las pulperías donde los ateos bebían ron y jugaban a los dados. Pero vino la compensación al día siguiente. Monseñor amaneció de buen ánimo y desde muy temprano comenzó a distribuir bendiciones, misericordias y sonrisas. A veces tocaba la frente de los niños, les hacía un guiño episcopal, los asustaba. Dejaba descansar, durante unos segundos, su mano blanca y gorda sobre el hombro de un campesino que había cargado un quintal de café desde su siembra a dos o tres leguas de distancia, el campesino caía de rodillas, sin poder hablar, temblaba. Las mujeres lloraban, querían besar la sortija, pero se les había advertido que no lo hicieran, ese beso estaba reservado para los ateos del pueblo en una ceremonia especial con dádivas en sobres de oficio.

Después vino la subasta. Monseñor no podía regresar a Mérida en el Arca de Noé. Las cosas recibidas en nombre de Dios estaban destinadas al servicio de Dios, pero esa función no podía ser cumplida por las cosas en sí mismas y debían trasformarse en un elemento más liviano, algo más fácil de ser trasportado, algo que Monseñor pudiera cargar en sus alforjas, en dinero, estiércol del demonio.

Y comenzó la venta: gallinas, cochinos, huevos, café, maíz, yuca, becerros y caraotas. A precios bajos no fuera algún ateo a pensar que se estaba especulando con los bienes de Dios. Gallinas bien gordas a tres y a cuatro bolívares, huevos a seis y ocho por bolívar, un ejemplar de buena raza, una novilla preciosa —dádiva de un campesino excepcionalmente rico— a un precio asequible para otros campesinos que gozaran de la misma excepción. El Arca de Noé era ya un mercado libre y los mercaderes despachaban desde el templo.

Algunos campesinos que habían traído sus cosas volvían a comprarlas: cómo ver que se vendía el marranito criado con tanto esfuerzo y con tanta fe destinado al Señor, marrano de Dios que quita los pecados del mundo, qui tollis peccata mundi, ora pro-nobis; y compraban los huevos y las gallinas, quitaban prestado para comprar sus propios bienes, cordero de Dios, después pagarían con la cosecha a precios calculados para la cosecha, mierda del diablo qui tollis peccata mundi; y ya en préstamos, también alcanzaba para el elixir de vitam aeternan y para la escalera y el pájaro negro o la batea que daba más confianza.

Después, todos regresan. Los campesinos, cuesta arriba; y Monseñor, calle abajo, sale de los cafetales hacia el trigo, cambia su chamarra ligera de liencillo por cobija oscura y asciende del frailejón hacia la nieve, envuelto en la neblina como tragado por el cielo. Detrás van los curas y acólitos, y siguiéndolos a cierta distancia, las ruletas, las bateas y el elixir.

El pueblo se recoge en un silencio contrito, sin gente, sin dinero, sin pecados.

Al fin se rompe el cerco de nubes, desciende el sol sobre los cafetales, se cuela entre los guamos y va cayendo en pedazos, tibiecito.