Arrepiéntase, santos, arrepiéntase
Era ese blanco mate y poroso de las mujeres sin hombre, de los aposentos andinos, de los años sin grito entre murmullos, de los trescientos sesenta y seis rosarios bisiestos y de los treinta y tres credos con la mano larga de venas y de huesos posada como piroca triste sobre el santo sudario cuando cada viernes de pasión el sol se muere. Eran los pelitos del bigote de la monja en los surcos del labio superior y eran los surcos dejados por las oraciones y las rogativas en las noches de espera y en las ganas ya definitivamente frías. Era la voz del huerto de pulmones místicos en las exclamaciones perdidas más allá del santo, santo, santo, señor dios de los ejércitos, más allá del alzamiento de los cálices, en el lindero de una vida masturbada por la muerte, que no acababa de precisar sus dádivas. Era el incienso. Débora. «¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»
A los cincuenta recibió marido de veinticinco, más enamorado de haciendas y vaqueras que de los ojos en trisagio y de los senos en melancolía. Como la riqueza era ilusión y el amor no estaba de su lado, el marido comenzó por no volver sino de madrugada, y no siempre a la cama de la niña Débora, ya doña pero siempre hasta los pies oculta, sino a la de Santos, color de camino barrialoso con ojos de color de invierno y con veinte años de páramo en muslos, tetas y caderas. «¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»
La niña Débora repetía y repetía. Buscaba las horas de ladrar la luna y se abismaba sobre el camastro de Santos: ¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!
Apenas carajita la recogieron cuando la Ñengue, su madre, salió buscando carretera, un primero de noviembre, y por eso la pusieron Santos. Creció en menesteres de pueblo, entre las agencias piadosas de la niña Débora (quien bordaba escapularios, hacía la levadura de las hostias y utilizaba las claras sobrantes en suspiros y las yemas en sollozos); y los requerimientos, palmadas y confesión de ganas en la escalada oligárquica de los pulperos que extienden su lujuria desde las ratoneras de la quebrada Conejera, por el noreste, hasta los establecimientos del capitalismo mayor en las vecindades sureñas de la Plaza Bolívar. El mundo y el demonio, cuando llegaron los quince años de Santos, comenzaron un asedio cotidiano de once cuadras.
De los quince a los veinte años, la carne logró salvarse a pesar de las presiones digitales, hasta que tomó posesión de un puesto en el mercado el merideño aquel de dientes de oro fugado de Santa Cruz de Mora por sobador experto y llamado entre gente michosa, el conde Níquel. «¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»
El conde Níquel, hombre de palillo en boca, de sombrero borsalino de ala corta, buen chalán y buena voz para romper noches de luna con blancas margaritas o gardenias para ti. Irresistible. Cuando a la niña Débora le llegó la fascinación de la sonrisa de oro del reflejo de su diente, venía de misa rezada y comunión con hostia diminuta por la escasez de harina. El conde Níquel muy almidonado, levantó su sombrero del color del alba y saludó a la mujer de negro más blanca de la tierra, tintinearon las mancornas y se agitó la cadenita de oro. La niña Débora inclinó la cara como la Dolorosa, apretó la camándula con fuerza y reprimió en los labios de tafetán rosado, un conato de sonrisa del demonio. No lo vio, no lo miró, ni siquiera de soslayo, pero escuchó la voz de río tranquilo y ese decir tan merideño: «Buenos días le dé Dios, mi niña Débora.» Ay, Dios mío, el lirio no marchito todavía, la pezuña del fuego en la mirada y esa necesidad chiquita de que alguien pueda quererlo a uno, todo, todo estaba en la presión de la mano de marfil sobre las cuentas del rosario de cristal de roca. «Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»
Menudo paso el de la niña Débora, de la iglesia a su casa, por calles empedradas, caminaba debajo de faldones con gracia de muñeca de cuerda, y es bien cierto que nadie, ni aun después de muerta alcanzó a ver la neblina de su pierna ni el collar de violetas que estrangulaba sus tobillos.
Santos era su paño de lágrimas. Casi no hablaban las mujeres en aquellos inmensos corredores, pero Santos aprendió a conocer en los matices de la palidez y en las iridiscencias de laguna de los ojos, los pequeños gustos y los antojos infantiles de la niña Débora. Comían apenas y bebían agua bendita. Y era un desarrollo por contraste: Débora, sin envejecimientos vulgares, era cada día más transparente, mientras Santos era cada día más morena, más fruta y más ganas de no sabía qué cosas. «¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»
A pesar de la experiencia, el conde Níquel también fue malogrado por la leyenda de haciendas y vaqueras en la supuesta herencia de la niña Débora. Dedicó la filigrana de sus saludares para descolgar, al paso de la beata, la dulce carga de sus cortesías. La niña Débora terminó por invitarlo a un dulce de cabello de ángel que ella misma, con panelas rubias de don Emilio Rojo, confeccionó en una dulcera de nervaduras de cristal que su tía abuela había salvado de los hombres del general Zamora. «¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»
El conde Níquel comió el dulce con la mayor finura, limpióse con pañuelo de batista el bigotillo y bebió la copita de carmelitano cuidando que el dedo meñique, de uña exquisita, se levantara sobre los demás enseñando el camino de Damasco. El camino del aposento de Santos se lo enseñó ella misma en la cuarta o quinta consumición de los cabellos de ángel. «¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»
En la vigésima visita de cabellos de ángel, Santos ya estaba ferozmente preñada y el conde Níquel absolutamente convencido de que ni haciendas ni vaqueras, sino virtud y rezo eran la riqueza de la niña Débora. Así que desapareció, sin haberle tocado ni siquiera las violetas. A Santos, en cambio, le había tocado todo.
Piensen ustedes lo que significaba estar preñada en Boconó antecitos de la primera guerra mundial y donde el único médico del pueblo tenia dieciocho hijos y era presidente de la cofradía del Espíritu Santo, el que preñó a María sin que ella ni José supieran. «Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!».
Y piensen algo más, vuelvan y lean cómo era la casa de la niña Débora, cómo fue tan triste su primera dialéctica amorosa y cómo, en fin, la viene a sacar del amor a Jesucristo este canalla del conde Níquel y cómo el sinvergüenza, todo lo tiene para Santos y nada para ella. «¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»
El río Boconó es un río de jade y los peces que cría todos se conocen. Las piedras del río son tan personales que no hay manera de pasar sin saludarlas y los bucares que habitan sus orillas se divierten meando gallitos de candela para aplacar el frío de las aguas.
Cuando Santos se lanzó de cabeza en los más abruptos borbollones del río porque no quería morir con todo y el hijito adentro, el río Boconó ya estaba en cuenta y como es un río que por principio no ahoga a nadie, la recibió en turbión con dulzura de aguas amorosas y la llevó a la orilla y le dijo: «¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»
A Santos no le quedó más camino que irse al río Burate, el río más asesino, pérfido y comedor de gentes y de pueblos que registran las historias de los malos ríos del mundo. Lo malo es que nadie puede lanzarse sobre el río Burate porque es un río flaco sin corazón para margullamientos; hay que pisar la orilla, ir entrando, sentir el agua rápida, bípeda y bífida, feroz, escarbando arena bajo los pies y luego caer en aquella violencia resollante para morir, no ahogado, sino estrangulado por los dedos vibrátiles del río. Santos caminó y llegó al Burate, precisamente al pie de la loma de San José, y con ternura sin llanto entró en las aguas. ¡Ah, Burate comepiedra!; filoso, mesitero, qué presa, hermano mío, qué barriga de temple de pan de año, qué doncella con niño para llevarla a flote, qué garganta de río para ganar más fama.
Entre la loma de San José y él río Boconó hay una distancia de gemidos. Cuando el Burate sin poderlo remediar entregó el cuerpo de Santos al río de su desembocadura, el Boconó la recibió en su seno y se la llevó flotando, ya al anochecer, hasta dejarla en la orilla donde había una luz. Era la luz del médico de los dieciocho carajitos. Abrió la barriga de la ahogada, me sacó del vientre y me cuidó la vida para que fuera por el mundo contando el cuento de mi madre muerta mientras, a lo lejos, el río con su camándula de piedras en la mano va diciendo: «¡Arrepiéntase, Santos, arrepiéntase!»