COMPAÑERO DE VIAJE

Los olores, sabores y tactos de tres, de siete y de diez mil días, tantas nubes y la misma siempre sobre la montaña de huesos lívidos, por el norte huele a frailejón, por el sur huele a café, por el este a yaraguá y por el oeste a malabares; calle abajo sabe a río y pasto tierno, calle arriba sabe a cedro y monte amargo, y yo apenas siete años y ya pasándole la mano a la Loma de San José, al cerro del mopete, a la boca del monte y al pico del gobernador; montando en pelo a Carta Blanca, con andoneo de agua en canaleja; y a veces a horcajadas sobre un arco iris corriendo a morder los justanes de las lavanderas y a espiar a las muchachas de naciente pelo tendidas bajo el agua y pecho arriba, con los ojos acurrucados buscando estrellas más allá del sol.

Costó mucho tiempo y mucha anemia amañarse al café cuando venían del trigo. La tierra, el aire, olían distinto. Y el maíz y la yuca tenían sabores forasteros. No hubo amañamiento hasta que la tierra, por su parte, se acostumbró a recibir aquellos cuerpos y a nutrir sus propios montes con los orines, el estiércol y la carne y los huesos de los invasores. Yo llegué cuando ya la tierra, los animales y los hombres se habían hecho inseparables y no pude diferenciar, entonces, a Pedro Terán de los caimitos, a Luis Sáez del café, ni a Pablote de su toro, ni a Vergara de su mula, ni a mi compañero de viaje del mundo que me iba revelando, al paso de su bestia.

Conservo una sutil sabiduría de las hierbas y las aguas y conozco un camino secreto de vegetales que conduce casi siempre al amor, al odio, a la muerte y a un dios labriego, analfabeto y parameño.

Domino esa magia superior a toda ciencia que me permite hablar con los muertos y recorrer largas distancias en fracción de segundos mediante el acto sencillamente religioso de oler una fruta, morder una hierba, desgajar una rama y masticar una flor. Ciertos barros podridos en los albañales me estremecen con el amor de una madre campesina; el sudor de un caballo reúne en su fatiga sensaciones y aventuras que me llevaría toda una vida describir, y hay en el tacto de una crin o de una rienda, y hasta en el temblor dirigido contra el tábano, todo este amor fundido de hombre, tierra y bestia que perdura mas allá de la muerte y que alimenta las conversaciones nocturnas con mi compañero de viaje.

La muerte es una tabla de cedro, y el amor de todos los tiempos sabe a yaraguá, huele a potrero. Basta sencillamente una campánula azul a las once del día en un camino con sol después de lluvia para que yo pueda hablar con Dios.

La ceniza de los incendios lejanos llevada por el viento, el canto de las chicharras, las ojeras del anochecer y las lamparitas que caminan de noche en la montaña, me ponen ganas de morir con llanto silencioso de amores no alcanzados, de acurrucarme junto a Ligia en su cunita blanca navegando bajo tierra, o de salir a pie páramo arriba buscando al colombiano dientes de oro para que tenga lastima de mí y me devuelva la niña de las ojeras de violeta cuyos ojos abiertos ante Dios, siguen mirando temerosos y cansados.

La leña quemando en los fogones y mama Iche, un sombrerito para soplar la brasa y noventa años yendo a misa, me junta con los techos de palma y los terrones desprendidos del bahareque, la edad del hambre y la resignación que, en el lugar de refugio, siguió a la edad del monte y de la piedra,

La niña Mariana, la niña Isabel, la Luisanita y tantas niñas de cincuenta, setenta y noventa años, con sus delantales cubriendo un siglo de abstinencia. La niña Débora se fue poniendo pálida de tanto comer cera bendita y como chupaba incienso, iba por las calles con su traje de color jumí repartiendo discretamente su olor de santidad. Curó las viruelas y las puñaladas del gran Nolasco, cerró los ojos del chueco Bodas, libró de malos pensamientos a un sobrino suyo y hacía sus necesidades con un rosario en la mano. Cuando murió pude contemplar su rostro que siempre escondía tras la andaluza: no podía quedarse en este mundo una blancura así. Las pestañas de la santa se dormían con un sesgo de golondrina en vuelo y la piel, la piel anciana, no había envejecido. Una sonrisa a su pesar mundana y el lunar y los hoyuelos no me dijeron nada, entonces, de lo que perdieron los hombres por el amor de Dios.

Tener todo esto de una sola vez, recoger las voces en un frasquito mágico, atar el duelo y la alegría y los amores y las muertes en la punta de un pañuelo, ventear los caminos y resumir la presa en un ladrido, levantar las piedras para encontrar la carta que dejamos, volverse tuche para montar de nuevo el arco iris, vigiar de madrugada cómo revientan las flores del maguey o guardar silencio para ver cerrarse a mediodía las campánulas es, en rigor y sólo en parte, viajar contigo, compañero.

No fallar en el sencillo oficio de andar y cabalgar como lo hacías, corresponde al código profundo de aquella caballería perdida en la montaña que fui aprendiendo por los caminos con neblina.

Ayer, a mediodía, cuando el curita bailaba monerías delante de tu cedro, un campesino que anduvo leguas para acompañarte, me separó con cariño brusco de tu lado, caminé detrás y me distraje con las siemprevivas. Noté, sin embargo, la ausencia de los malabares.

Hoy fui a buscarte, como siempre, en los caminos. Caminos nuevos han borrado a los antiguos y hombres nuevos habitan las casas y trabajan las tierras de los que se fueron, pero las aguas de los ríos que bajan del páramo siguen corriendo por los viejos cauces. La lluvia, a veces, descuelga árboles y casas, tanto así que las casas terminaron cansadas, acumulándose allá abajo; pero los muertos vuelven a subir a una colina donde los entierran inclinados frente al páramo, mirando a su lugar de origen. Hoy la lluvia arrastró una parte de la colina y abrió un surco donde la tierra, la madera y los huesos se fueron deslizando hasta el río.

Anoche vi correr las aguas bajo la sombra del puente y vi pasar un pez inmenso y solitario.

Después vi una maleta de cuero en mitad de la corriente, estaba entreabierta y pude ver en su interior botas, espuelas y papeles.

Era tu equipaje que iba solo, aguas abajo. Sobre el mundo entero, la luna brillaba como un sol, pero en silencio.