TOBÍAS
Éste era un tonto llamado Tobías, dueño y señor de niguas, de piojos y de pulgas, que nació y vivió en las cabeceras de la quebrada de Parangulita, el río más pequeño del mundo; padeció bajo el poder de Chon Barbarito, jefe, y de sus tres policías: Justo Franco, Pacífico Amador y Cariñito. Fue arrestado por amar a solas, fue bañado con las aguas de su privilegio y, al revés de aquella niña que murió de amor, Tobías murió de frío. Sabemos que no era un dios porque no ha resucitado todavía, y sabemos que no ha resucitado porque cuando cavaron su tumba, por error, lo encontraron con la mano entre las piernas.
En vida, y éste es el cuento de su vida, tenía los ojos de un verde veronés como la clorofila de los mangos tiernos; tenía las piernas recortadas y los brazos forzados a alargarse por su oficio de aguadores. Los dedos, huyéndole a las niguas, querían subírsele a los pies, pero desmayaban al peso de sus racimos. Tobías avanzaba caminando en direcciones contrarias, y bajo la carga de sus dos barriles bailaba como el príncipe Igor detrás del pájaro de fuego. Los labios durmientes causaban una boca inmensa de profeta apagado sobre la cual lloviznaba con separación precisa, una cuarentena de pelos rubios que crecían con naturalidad de orquídea. Dientes grandes, blancos y sonrientes, no tenía. Pero tenía cabeza de San Isidro y pelo de San Francisco.
Como carecía de cejas, la luz de los ojos lograba un ámbito solar desamparado que provocaba la repugnancia de los malos y la incomprensión de los buenos. Por ello, Tobías desnudo era muy flaco, pero vestido era muy gordo.
Ciertamente, el río de Tobías es el más pequeño del mundo, pero también el más bello. Son tan grandes las piedras y tan frágil el cristal de las aguas, que parece más bien un río de piedras o un río de espumas detenidas en el centro de una fotografía de árboles gigantes. Entre los árboles y el pueblo, el rancho de Tobías era un techo de palmas de corozo sobre cuatro horcones, bahareque al fondo y lo demás, esteras. Su capital era el circulante de dos barriles de roble secular, importados de las bodegas de Málaga, y ahora colgando de los extremos de una vara de naranjillo que se curva cobre el cuello y los hombros de Tobías; pero sólo durante la mañana, porque a mediodía el tonto despegaba la vara y los barriles de sus hombros, y se iba con su ración de arepas y sardinas a contemplar, mientras comía, el recurso siempre renovándose de su fortuna vitalicia, el río.
«Este tonto no es tan bobo» (acostumbraba a decir Chon Barbarito). «Como me lo han ponderao», completaba su secretario Filiberto, poeta sabatino de ratón dominical. «En los ojos se le ve que alguna vaina esconde», cooperaba don Quejido Sánchez, adulante pernicioso de lenguaje procaz y administrador del cementerio por gracia del padre Procesión. Así, eran cuatro las autoridades, siempre rodeadas por los tres policías guardianes del orden: Justo Franco, Pacífico Amador y Cariñito. Todos costumbristas.
Tobías iba llenando tinajeros, garrafas y toneles. Vaciaba sus barriles y descansaba un poco en cada casa, se sentaba en un banco, en una silla vieja o en el umbral de una puerta. Operaba intransigentemente de contado, pues cómo iba a ponderar las ventajas del crédito un tonto que estaba a quinientos años del capitalismo, a muchas luces de la razón y que si se le concedía la condición cristiana era sólo por dos manifestaciones objetivas de su comunicación con Dios: una era el murmullo incoherente y fervoroso con simultáneo levantamiento de brazos hacia el cielo cuando, en misa, el sacerdote elevaba la hostia y el sacristán la campanilla; y la otra, una vez por año, tenía lugar cuando, en las procesiones de Semana Santa, se le entregaba una vara de rosal sin hojas para que fuera azotando a Cristo en el camino, tarea que Tobías cumplía con la cabalidad melancólica puesta por Dios en el verde menguante de sus dispersos ojos. Mientras tanto era un perro de nadie y se le toleraba tal vez porque era un perro manso y religioso, algo así como un perro San Bernardo con sus barriles de agua atados a su cuello. Y, sin embargo, nadie le concedía la elemental dignidad de un acueducto. Más, como perro cristiano, tenía pecados de orgullo: no aceptaba caridades. Y aquí comenzaban los conflictos, porque un tonto de pueblo estaba obligado a aceptar las sobras de comida y la ropa vieja y los zapatos rotos. ¿Cómo era posible que Tobías obstaculizara la dulce corriente de los corazones? Tonto malasangre, tonto mañoso, tonto subversivo. La más profunda en el saber, una señora bíblica rompió sin melindres las vallas de la caridad ordinaria y en un inolvidable Viernes Santo, en el altozano de la iglesia y poniendo a la tierra y el cielo por testigos, pidió de rodillas a Tobías que se dejara curar las niguas y sacar los piojos por ella. Las manos seguramente blancas pero naturalmente enguantadas se extendían hacia el tonto que, con la vara de espinas sostenida al modo de las lanzas en la rendición de Breda, bañaba con las aguas de sus ojos a la multitud expectante. Dijo no con movimiento de este a oeste, porque Tobías era mudo. Hubo un rumor debajo de las mantillas, que se hizo rugido debajo de los sombreros. Y, por supuesto, en el acto lo metieron en la cárcel por falta de respeto a una dama, por hereje, por las niguas, por las rosas deshojadas lo jodieron por turno Justo Franco, Pacífico Amador y Cariñito.
Pero la vida, como en los viejos cuentos ingleses, se mueve siempre entre un desequilibrio de caídas y un equilibrio de compensaciones. Tobías tenía otros pecados más escondidos que el de orgullo y otros éxtasis tanto o más profundos que los religiosos. Forzados casi a romper la línea sencilla del relato (puesto que lineal dice la gente que es la vida de los tontos) debemos ahora caminar zigzag, como Tobías, y acudir al recurso de tantos poetas que en el mundo han sido: al recuerdo. Como es difícil que Tobías recuerde y, en todo caso, como es muy escasa la legislación sobre el recuerdo de los tontos y lo que vamos a contar sólo Tobías lo supo, recordémoslo nosotros mismos con la condición de guardar fidelidad a su memoria y a los hechos, aunque no a su secreto. Y así seremos realistas como los antiguos.
Tratándose de la vida de Tobías que, al fin y al cabo fue un hombre a pesar de la opinión de sus contemporáneos, todo comienza y acaba en el agua, en su agua específica, en el río más pequeño y más bello del mundo. Era bello, no sólo por el silencio de las grandes rocas, ni por el espíritu angélico de los remansos, ni por el amor eterno de los árboles, ni por la vida del aire y de la luz, sino porque en un recodo amurallado caían los velos del agua sobre el amplio lomo de una laja, y allí se bañaban las mujeres del pueblo. No era un espectáculo público ni podía serlo porque, aparte de las indudables razones morales del asunto y de la natural protección de las paredes rocosas, las mujeres se turnaban en el baño a fin de mantener la guardia vigilante que, desde la roca más alta y de fácil acceso, dominaba a distancia o de grito o de pedrala cualquier espionaje de lujuria provinciana que se acercara por un pico cualquiera de la rosa de los vientos. Además, y en retaguardia, casi siempre encontraban a Tobías sentado en su piedra y sumido en sus contemplaciones, a quien pedían reforzar la vigilancia mediante una pequeña operación de contado.
Y fue precisamente en estos menesteres cuando la vida de Tobías halló sin proponérselo una de las mayores compensaciones con que puede soñar un perro cristiano orgulloso y pecador. Los ojos verdes, que en su infinita grandeza alcanzaban al mundo y sus míseros detalles, descubrieron en la pared rocosa que se levanta desde la orilla opuesta del baño inexpugnable, no la pequeña cueva cuyo boquete del tamaño de un barril siempre había estado donde está, sino un movimiento, un celaje, un algo vivo, serpiente o lapa o cachicamo o algo nopiedra, nomadera, nocosa, que allí andaba. Por el frente de la cueva nada ni nadie, ni siquiera una rata podía entrar, tan vertical y tan lisa con lisura de espejo, y tan resbaladiza era la pared de pizarra que abría su boca donde debiera tener su ombligo. Así que se propuso averiguar, atraído por el instinto de cazador que necesariamente debe tener un hombre solitario nacido y crecido entre el monte, el cual sabe por intuición (y la intuición es una llave exclusiva de sabios y de tontos) que un animal no se mete en cueva sin salida; pero es humanamente posible que motivos más complejos o menos lógicos movieran el interés de la investigación, tanto porque es una verdad objetiva que Tobías a pesar de sus instintos jamás cazó nada, como porque es una verdad histórica que no hay tontos cazadores sino cazados. Se comprende ahora por qué no queríamos meternos por dentro de Tobías, ni en las honduras de sus determinaciones, ni en el fluir visceral de su memoria, pues no hay mentira más criminal que la de hablar por otro metiéndosele adentro y falsificando los lenguajes del alma, mirada objetal que se inspira en la profunda enseñanza de Tobías según la cual, si hay tontos por fuera nadie es tonto por dentro.
Lo cierto es, saltando por encima de pensamientos ávidos y concediendo crédito a la intuición del hombre, que Tobías más por paciencia que por agudeza o quizá por una aguda paciencia, logró acceso a lo inaccesible y en las cálidas horas del mediodía, invisible desde afuera por la penumbra desde adentro, con una deliciosa incomodidad, se entregaba a un espectáculo no disfrutado por Chon Guardalagua, el más hábil sobador nocturno del oriente desde los oscuros camastros de las recogedoras de cacao de Madre Vieja, hasta las mujeres que duermen con la luna en los chinchorros de Yaguaraparo y en los corredores frente al mar de Güiria.
Compensaciones de la vida y vueltas de fortuna, el sentido más desarrollado y perfecto de Tobías, sus ojos, donde se habían concertado y especializado las delicadezas táctiles de la adormidera, las papilas del colibrí de orejas de violeta, el tímpano de jade de las truchas de Li-Po, y el olfato de Dios, fueron registrando en los anales del verde veronés la multiplicación de los senos, la gama infinita de los pezones, la condición, subversiva o entreguista de la carne, la conspiración de los lunares y los ojos, la oscura monotonía del sexo y los contrastes de la vida y de la muerte cuando el turno recorría las escalas del tiempo. Desde su cubil, el dueño y señor de niguas, de piojos y de pulgas, conoció desnudas en la clorofila de los mangos tiernos a las solteras, a las casadas y a las viudas de su predilección. Fue el amante solitario mejor acompañado del mundo, y como ninguna de sus amantes podía negársele o abandonarlo, Tobías seguramente iba a morir de amor.
Y hubiera muerto de amor si por un desequilibrio de la vida (para volver a Dickens, a Hauthorne, al inefable Dios y a la policía de cualquier pueblo de la tierra) no se le ocurre a Cariñito, cazador de hombres y de lapas, descubrir también la cueva con Tobías adentro y lanzar su medio metro de tamaño a una velocidad de policía motorizada, en busca de Justo Franco y Pacífico Amador.
Lo apresaron un miércoles a media tarde y lo forzaron el jueves a cargar agua para llenar los toneles de la Jefatura. Al pasar por las calles con el barril a cuestas, los maridos y los novios burlados se desquitaban saludando a Tobías como don Juan y como sátiro, si los cornudos eran cultos; como Barba Azul, si no eran tanto; o como Guardajumo u Holofernes o coño de madre, según la erudita arrechera de los ofendidos financiadores del jabón de las bañistas. El vienes lo juzgaba el pueblo: «es un sádico, enemigo de la sociedad», sentenciaron las clases dominantes; «es un enfermo peligroso, una amenaza contra la familia», complementó la clase media; «es un pajizo», dijeron los de la gallera; y en cuanto a la clase marginal, que allá era la de los otros tontos, no fueron consultados por razones de seguridad. Lo del agua del jueves logró su explicación el viernes en la noche. En estricto orden jerárquico, Justo Franco, Pacífico Amador y Cariñito fueron volcando sobre el cuerpo desnudo de Tobías toda el agua de su río, el río más pequeño y más bello del mundo. El sábado amaneció muerto sobre el piso. No tuvo últimas palabras, porque jamás habló.
Cuando el domingo todos los tinajeros amanecieron secos, las mujeres caminaban de negro hacia la iglesia. Eran las viudas.
En un rincón del baptisterio, una urna increíblemente pequeñita le daba calor a Tobías; el padre Procesión había mandado a medio esconderla allí para cantar la misa dominical y para decirle después un rezo muy menudo. Las tres velas que alumbraban la urna fue caridad de Justo Franco, Pacífico Amador y Cariñito: la única dádiva que Tobías recibió sin su consentimiento. Ni antes ni después de muerto hubiéramos podido consignar su edad, porque sábelo Dios y María Santísima que los tontos de pueblo no tienen ni siquiera edad.