LA MULA DE VERGARA

El pueblo: una hondonada que comienza con las cruces del cementerio, sigue con el matadero y se descuelga desde la casa del chueco Bodas, calle abajo, hasta el despeñadero del río. Al revés, las casas parten del río, suben por la calle y trepan hacia las cruces de cedro. Entre el matadero por arriba y la finca del coronel Vergara ya en el valle, está la casa en palancas del chueco Bodas, bahareque para la pulpería y trastienda para las confidencias, el aguardiente y el sueño.

Sentado en el mostrador, Ismael Bodas se fuma las horas cazando al tacto las ladillas y adormeciendo los ojos sobre los cañamelares y potreros de Vergara, sobre el arreo de mulas que pastan más allá y sobre el río rejendiendo monte, pura plata al mediodía y pura mala intención en la noche. La mula de Vergara se anuncia por el paso, una artillería ligera sobre el empedrado y el hombrón encima, su bigote por delante, sentado con sabiduría de siglos sobre el apero negro, sobre la mula blanca. «Cuando venga la revolución, me monto en esa mula» y los ojos del chueco se clavan en las espaldas del jinete, derribándolo.

—Conque al amigo Ismael le gusta la mulita, ¿no?

—Usté lo sabe y esto le digo, Coronel, cuando venga la revolución lo bajo de esa mula.

—La cosa no está en que yo me baje, sino en que usté pueda subirse, Ismaelito.

Y, a un mismo tiempo, el brazo izquierdo arriba, el aro de las espuelas apenas en toque a los ijares, y la mula disparada hacia adelante jadeando, al resbalar el casco de la piedra al charco, un chijete de barro cruzado en la cara del chueco Bodas, que ahora se pasa la manga por la afrenta, mientras su mirada hiere al jinete por la espalda.

Las piernas eran completas hasta llegar a los píes, allí estaba la complicación: dos masas de carne con piel dura como la lona, y agrietadas; los dedos se encaramaban en desorden como las casas en el cerro, y desde sus diferentes posiciones miraban con grima al suelo que pisaban los muñones de pie; pero Ismael caminaba sin bastón y, como las calles eran empedradas, escogía por un instinto exclusivamente suyo las más planas, para dar el paso y avanzar sin titubeos, en una danza de hombre-ganso, de pollo recién nacido, batiendo los brazos como vadeando río, como espantando bichos. La costumbre de no ir a misa y de hundirse el sombrero hasta los ojos cuando pasaba el cura le ganaron la fama de ateo; porque leía la Biblia sabía de marramuncias y porque, en noches sin luna escribía con carbón en las paredes, desahogando sus furias más ocultas, era un conspirador, el único en cien leguas a la redonda, desde el café hasta el frailejón.

Pero si le faltaban pies, le sobraba cara. Una cara roja, cuadrada, inmensa y trágica, el bigote espeso y corto y la boca recogida hacia la izquierda por el hábito de morder con el colmillo la comisura derecha. Los ojos grandes y la piel pequeña, impresionaba aquella blancura azulada de huevo cocido, inexpresiva, purísima y cruel. Sentado en el mostrador de su negocio, veía crecer el moho sobre el pan, fruncirse de vejez las arvejas, enmohecerse las agujas del peso, transformarse en mosto el guarapo de panela, asomarse los gusanos por las ventanitas del queso y hasta crecer la telaraña dentro de las botellas de fresca-cola. Poca venta tenía el chueco Bodas y no era de extrañar pues en boca de la niña Débora, el ateísmo de Ismael desviaba las compras a pulperías menos alejadas de la gracia de Dios. Pero él no blasfemaba, ni siquiera se quejaba en las esquinas; mordiéndose las comisuras de los labios, se quedaba sentado en el mostrador concentrando la mira de sus ojos en los potreros, en los cañamelares y en las mulas del coronel Vergara, allá abajo, hasta el río hablachento en la mañana, marrajo en la tarde, y tan solo y tan triste en la noche.

En las noches sin luna, el coronel Vergara llegó a poner hasta diez policías, pero nunca agarraban al chueco Bodas cuando escribía con carbón en las paredes, y no pocas veces en la misma casa del coronel Vergara. Por pura rabia lo arrestaban, pero lo dejaban libre dos o tres días después porque nada se le podía comprobar, ni siquiera la letra que le salía muy distinta: Me cago en el coronel Vergara, me meo en el juez Pernía y me limpio con el cura detrás de la sacristía —Ojo por ojo y diente por diente—. ¿Quién se está cogiendo las rentas municipales? —Adoro la mano que me hiere y beso humilde el dogal inhumano que me ahoga. ¿A quién se lo da la mujer del secretario? ¡A Vergara! —¡Muera el coronel Vergara! ¡Viva la revolución! Al día siguiente, pañete de cal sobre las tapias para borrar el carbón insolente; y el chueco Bodas camino de la cárcel, con sus pasos cortos y largos siguiendo el azar de las piedras y ejecutando su danza entre las rejas formadas por el paso regular de los policías.

La revolución, como los monseñores, visitaba al pueblo cada cierto tiempo, y eran siempre igualitas las celebraciones: campanas, morteros, trabucos, recámaras, cohetes, triquitraquis, maromeros, banderitas y transmisión del poder del coronel Vergara al representante máximo del movimiento quien, tarde o temprano, volvería a entregar el mando al coronel Vergara. La verdad es que montado en su mula blanca, Vergara llevaba el poder por los caminos, y en aquellos periódicos retiros, la gente acercaba hasta su finca los casos de rapto, de linderos, de servidumbres y de puñaladas.

—Cuando llegue la revolución, lo bajo de esa mula, mi palabra que lo bajo.

—La cosa no está en que yo me baje, sino en que usté se suba.

Y vino la revolución y con ella el telegrama: Sírvase entregar jefatura civil al ciudadano Ismael Bodas. «Decile a Ismaelito que venga pa entregarle el mando», pero Ismael no fue a la jefatura sino al telégrafo y pidió una escolta. Al día siguiente llegaron los guardias nacionales y cumplieron la primera orden: poner preso al coronel y guardarlo en la sala de bandera. La figura de Ismael se agigantó, ya no era el chueco Bodas sino Ismael, don Ismael, mi jefe, coronel Bodas, campanas, cohetes, el cura, un Te Deum, música en la plaza, caña para todos. ¡Viva la gloriosa! ¡Ahora sí es verdad! ya se rascó el toro de Pablote, ay juelagrandísima chueco duro pa mandar, se acabaron los caudillos y ahora manda el pueblo, jodan a ese malartoso ahora que ya no es policía.

Y, de pronto, el silencio.

Un silencio que venía desde la calle abajo, y la gente abriéndose en dos filas contra las paredes, cesaron las campanadas, se callaron los músicos, suspendieron los cohetes. Hacia la esquina de la iglesia y de la jefatura, desde la calle abajo y montado en la mula de Vergara, avanzaba el chueco Bodas con su cara roja, cuadrada, inmensa y trágica, la boca recogida a un lado y, tendida sobre la multitud, la mirada inexpresiva, purísima y cruel.

El freno recogido, el cuello tenso, el belfo tembloroso y los cascos tamborileando el empedrado. Los aperos negros con botones de plata e Ismael siguiendo con la cintura el piafante andoneo de la bestia. Se sentaba como buen jinete, él que nunca había montado ni caballo, ni burro, ni mujer. Se hizo un círculo en la esquina de la jefatura, y cuando chaceó la mula, un coro de voces rompió el silencio con un solo grito: «¡Viva Ismael Bodas! ¡Viva la revolución! ¡Viva!».

De nuevo las campanas, de nuevo los cohetes y la gente, rompiendo filas, estrechaba el círculo alrededor de Ismael y de la mula. ¿Quién le metió los triquitraquis en la cincha? ¿Quién le prendió la recámara en la grupa? ¿Quién le amarró las latas en la cola? La mula atropelló de pecho y se llevó por delante a cinco, diez, a veinte, corcoveó en el altozano de la iglesia, entró por la puerta menor y salió espantada por la mayor, cogió la calle abajo, rabiosa y empavorecida, más corría mientras más sonaba el laterío entre los cascos. El chueco era tirado hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados, pero no caía. ¡Es un jinete! ¡Troncuejinete! ¡A que no lo tumba! ¡A que sí! Y el pueblo entero se apretujaba calle abajo para verle el fin a la carrera. La mula se metió por el portón grande de la casa de Vergara, atravesó el patio, saltó la cerca de los cañamelares, volvió a saltar a los potreros y allá va, cada vez más pequeña en la hondonada y con el chueco encima, bamboleándose como Iscariote sobre burra maluca en sábado de gloria. Allá va, allá va, sin parar la carrera, va hacia el río y se lanza sobre la corriente y el pedregullero, borbollón abajo, y no se ven. Por fin aparecieron en el pozo de la paila y hubo que sacarlos cabestreados porque el remolino los clavaba y los margüía en virondas, pero el chueco no se le bajaba.

La mula todavía resollaba, las lajas habían cortado a nivel de chocozuela las patas delanteras y ahora se iban hacia arriba las pupilas para quedar sólo el blanco desesperado, azuloso, quieto ya.

Cuando fueron a separar el cuerpo de Ismael, tuvieron que cortar el cabo de soga con que había atado los pies a las argollas de la cincha