CÓMO LLEGAR

Desde Jajó, por la vía de Tuñame y Las Mesitas, o bien desde Niquitao, los caminos ascienden y se hacen uno solo a cuatro mil metros de altura. Los jinetes van uno tras otro guiándose, allí donde ciega la neblina, por el paso de la mula campanera, sabia en el andar. El páramo desciende por una travesía larga hasta la boca del monte, donde la navegación que sube fija su trinchera con los frailejones de hojas grises y flores amarillas.

Bajamos por el antiguo camino de los indios, escalonado en una espiral de roca con más de veinte vueltas, hasta alcanzar la selva de piso arenoso y descendimiento menos vertical. Allá abajo, en una oscura falda de cerro, alumbra el puñal de una laguna. La laguna. Allí acamparon los soldados del general José Félix Ribas la víspera del triunfo en Niquitao y es bien cierto que en la noche de cada Viernes Santo se escucha en las riberas un toque de corneta. Seguimos descendiendo por faldas con espejería de lagunas mayores y menores hasta las lagunetas de junco y barro tibio con temblores de ojo ciego, chupadas de arco iris y donde ladran como perros las culebras cuatronarices.

Salimos de la penumbra montañosa y friolenta, sin sol y sin cantos, a un paisaje abierto de montañas menores que se debilitan hacia un valle minúsculo surcado por aguas limpísimas y heladas —aguas blancas— que caen desde el páramo y se escabullen entre cafetales, ansiosas de llano para detener la carrera.

Y en el encuentro de las aguas, allá donde las extremidades inferiores de los montes se juntan para formar un cuenco, allá está el pueblo: techos de tejas, de palma y de zinc, calles de piedra y gentes de ver, oír y callar.

Allí encontré a mi compañero de viaje y viví con él, primero en una casa pequeña a la orilla de un río, después en una más grande, a la orilla de otro. Ya lo dije, las casas resbalaban hasta formar pueblo. Cuando él vino con su padre y otros vinieron con él y con sus padres, la montaña los acompañaba cerrada y hostil hasta la vega misma donde se habían detenido los primeros. Rastrojos y culebras y lluvia y en medio de todo, un hecho insólito: aquellas tierras eran libres y eran fértiles. Su mayor peligro era su mayor defensa porque las barreras del páramo de Niquitao y la fiereza de la montaña frente al llano, las habían guardado de cuatrocientos años de codicia.

Y las habían guardado para ellos, para los expulsados de la niebla, obligados por alguna razón poderosa a buscar un lugar de refugio y a construir un nuevo mundo.