JUEZ DE CLARINETE Y LUNA
Treinta años de juez con sus trescientos sesenta y cinco días cada uno, a las ocho y media de todas las mañanas era pasar frente a la iglesia y persignarse, luego «buenos días don Ambrosio, yo bien y usted». Después, Ramón Quintero: «¿Cómo le ha ido más?» y, al doblar ya para el juzgado, con un deseo de treinta años oculto en su ritual «¿Cómo está Rosa Benilde?». «Regularcita ¿y por allá?». El Gabrielito, juez sin secretario y soltero de pensión, palillo en boca, entraba a la gran sala: armarios repletos de papeles, gallina ponedora en el rincón, clarinete guindado en la pared junto a un escudo desteñido que mostraba un caballo desolado galopando. Sólo alteraba aquella paz un cajoncito abierto que exhibía una profusa variedad de puñales de cruz, hechos de machetes viejos, de limas desgastadas, de puntas de bayoneta, de hojas de tijera y hasta de grandes agujas de arria aplastadas a martillo. Eran pruebas de delito, oscuras de sangre, de sudor en el puño y de malas intenciones. Gabrielito, con el dedo meñique estirado sobre el papel iba escribiendo, en la letra más pulcra que se conocía entre Tostós y Altamira, la historia de las puñaladas, en un lenguaje sacerdotal de susodichos, premeditaciones, alevosías y decujos que remitía a la capital del Estado, junto con los puñalitos y los homicidas.
En noches de luna, cuando las piedras y los pocitos de agua eran igual de pálidos y cuando los aleros de palma pestañeaban sobre las ventanas, salía Gabrielito con su clarinete encabezando la turba de las serenatas. Notas largas que se iban calle abajo,yo no sé que me han hecho tus ojos, yo no sé si será una ilusión, voces lánguidas que la luna esparcía por el valle hasta las primeras casitas del cementerio y que recibían por recompensa un muchas gracias, respondido con un perdone usted lo malo. Y la procesión seguía a otra ventana donde, a veces, una hija de María compensaba con un Dios se lo pague mientras la turba, en recogimiento aguardientoso decía amén.
Gabrielito tocaba el clarinete y el violín. Era maestro en ambos, pero dejó el violín cuando le fue creciendo el bocio: siguió toda la vida con el clarinete. En uno de sus viajes a Niquitao, conoció y aprendió a tocar el acordeón, desconocido más acá de la boca del monte. Lo trajo muy secreto y lo practicaba a solas, cuidando que nadie lo escuchara. Una noche de luna que era como decir una noche de Gabriel, comenzó a oírse en todo el pueblo una conmovedora melodía como producida por muchos instrumentos y por uno solo. Se abrieron las ventanas y luego las puertas, la gente fue saliendo a las calles. La música parecía venir de la plaza, pero allí la luna sólo alumbraba la grama, la cabecita de un Bolívar jipucho y los montones de hojas de palma que los campesinos depositaban por orden de quienes proyectaban cambiar el techo de sus casas. Ser humano no se veía en todo aquello y, sin embargo, era de la plaza o del cielo de la plaza de donde venía tan extraña música. Llegó, su bigote por delante, el coronel Vergara, y el cura y todo el mundo. La niña Débora encabezó un rosario y el cura, después de impresionantes peticiones, aceptó el Te
Deum para lo cual se echaron a repique las campanas. Ya estaban todos en la iglesia cuando el Gabrielito fue sacado por los policías de debajo de un montón de hojas de palma con su acordeón y su miche.
Le quitaron el juzgado, pero a vuelta de la primera puñalada mortal que hubo en el municipio tuvieron que devolvérselo de oficio, porque no había por allí nadie que supiera de leyes como él.
Y fue en esa segunda coyuntura de su ministerio, ya bien lejos la historia de su melodía celestial, cuando Rosa Benilde se presentó y dijo: «Vengo a poner aquí la denuncia de que el Barbas de Oro me dejó y se fue con todo». Bien sabía el juez que en la redondez de su mundo conocido no había ley que le quitara al Barbas de Oro nada para Rosa Benilde, pero un poco por lucir su autoridad y un mucho por mirarle aquellas piernas, la mandó sentar enfrente suyo, mojó la pluma, estiró el meñique y comenzó a poner en letra morosa la denuncia del abandono material y espiritual.
Cansado de puñales y homicidas, Gabrielito parceló en citas cada vez más largas y frecuentes la parte informativa del juicio, y cuando ya iban doscientos quince infolios, sin que nunca hubiera citado al Barbas de Oro, terminó mudándose de la pensión para la casa de Rosa Benilde, con lo cual, después de treinta años de tapar deseos, podía llegar al juzgado sin tener que persignarse, ni «buenos días, don Ambrosio» ni el «cómo le ha ido más» de Ramoncito Quintero.
Rosa Benilde se llevó del juzgado el clarinete y la gallina, pero olvidó afuera la luna.