LOS LEBRANCHES DE DOÑA LOLA
El título de este que no es cuento se me ocurrió antes de haber pensado seriamente en Doña Lola y mucho menos en los lebranches y, sin embargo, los lebranches de Doña Lola tienen la coherencia frágil de mis más sedentarias aventuras. Comienzo por decir que no hay tema para un cuento, sino algo indeciso y vago, algo así como un amor que fue posible y no lo era o que, siéndolo, muy en las profundas montañas de los mares un parlamento acerado de lebranches decidió someterlo al juicio de las aguas del tiempo, es decir, una manera de respiración ambigua. Y por aquí va la clave del asunto, mar y tierra, cielo y mar y páramo y lebranche, como decir, Doña Lola y yo.
Ciertamente, yo no la conocía aunque tal vez la amaba; y por fieles investigadores que trabajaron arduamente para mí, supe que ella tampoco me conocía aunque tal vez me amaba; en fin, la duda era casi un país.
Pero ¿por qué la insistencia de los lebranches? Averigüé su vida. Supe que venía de una prosapia de ríos tumultuosos y que aquel resbalar de su mirada le venía de una infancia de mirar naranjas. Era grande y altiva y poderosa y pertenecía a una raza oculta de amazonas que auscultan el corazón de los volcanes para saber a cuántos años luz hay una canción desesperada. Su vocación era el espacio, el infinito espacio que comienza con el hombre y va buscando cómo fueron los orígenes del agua y de la luz. Y allí se atravesaron los lebranches, eso digo, se atravesaron, arcángeles de acero, saetas de dios, cuchillos del mar para abrir en la tierra el camino de los ríos.
Por tres veces, y tengo copias fotostáticas, yo no pude atender la invitación de comer los lebranches en casa de Doña Lola; y en tres veces, consecutivamente, me han dado la fotografía del silencioso comensal que la acompañaba: un hombre de belleza tímida, antiguo como Noé y tan profundo y húmedo que su sonrisa dejaba escuchar el golpeteo del mar al pie de la montaña.