EL ESPALDERO

Elena, abrazada al cuello de Carta Blanca un caballo turco; y mi tío, una alto coronel de montonera con bastón punta de plata y sombrero borsalino, se quedaron lengüeteados por el tiempo en esta fotografía del chueco Bodas. Pedro Riera, el espaldero, no era hombre de fotografías; tuerto del ojo izquierdo y cojo de la derecha, su alma andaba torcida en negocios de buena puntería, en devociones de lealtad caudillesca y en jornadas de noche barrialosa de donde siempre regresaba, cumplidos a cabalidad los encargos de su coronel. Lo veo desde lejos, hecho una sombra sin maldades propias, como no fueran aquellas de perforar pesetas y limones en el aire y de apagar velas con su Colt 44, el hermano siamés que le abultaba la blusa cuando masiaba en la gallera o cuando topaba a todo sobre la mesa encobijada.

Sin maldades propias, a veces amanecía sabiéndole la boca a sangre sin tener la culpa. En un día de esos se le atravesó el Jerezero y Pedro Riera le metió una bala. En otro aciago día el Barbas de Oro se le puso por delante y no le vio sino la frente chimba. Y es así como entre encargos, cumpliendo obligaciones y por ese saborcito amargo, se fue haciendo un cementerio propio con la única propiedad que siempre tuvo, la de sus muertos.

El coronel mi tío era valiente y lo mismo que si le pusieran un sombrero a un león, debajo de su borsalino sus ojos sentenciaban al mundo. Estuvo en guerras que no llegaron a la historia pero que le dieron esa gloria rural de ser padrino y de ser la última instancia de todo pleito entre la Boca del Monte por arriba y el río Santo Domingo por abajo.

Pedro Riera anduvo con él por todos los caminos. Agarrado a la cola del caballo, con pierna y media y un solo ojo, peleó desde Guaitó a Puerto de Nutrias y conforme las balas le entraban ahí mismito cicatrizaban las heridas. La única que le llegó de frente al corazón le dio en pleno rostro a la virgen del Perpetuo Socorro y se le embotó en el escapulario de la virgen del Carmen.

Tan fiera de hombre que a pesar de las lealtades y tanta pólvora quemada que aspiraron juntos, el coronel mi tío no quiso nunca dormirse del todo cuando andaban por esas oscuranas, no fuera de pronto a venírsele aquel sabor de sangre a Pedro Riera y sabe Dios lo que podría pasar. Para matarlo tuvieron que buscar a Rosalino, y Rosalino tuvo que buscar a Montillita y con las dos morochas de lado y lado lo esperaron allí donde el camino se encajona justamente donde ahora está la cruz, y lo tiraron por mampuesto y no de frente porque, según dicen, el ojo abierto les hizo temblar el pulso así que los guáimaros le entraron de lado y lado para chochar unos con otros allá en el fondo de las tripas.

Después bajaron y le cortaron la cabeza, y como habían bebido aguardiente y habían llevado avío para comer mientras velaban, le metieron por el cuello abierto sardina y yuca para el viaje.

El coronel mi tío lo vengó. Y Elena la de Carta Blanca, encendió una vela de cera en un rincón del cuarto de los aperos.

En la fotografía amarillenta se ve, hacia un lado, una mano agarrando la cola del caballo. Seguramente el chueco Bodas recortó para que no saliera el espaldero, porque no era hombre de fotografías