ALITAS DE CARTÓN

Compartía con Ligia una infancia de rezos y de lutos porque en aquel rincón de casas pobres, y después del viaje de Isolina, parece que la muerte detestando a los viejos se hubiera dedicado a los niños. Montada en su caballo negro la muerte de color ceniza recorría los campos y de allá bajaban las urnitas pintadas de blanco; comenzó a llevarse también niños del pueblo en una onda pavorosa que poblaba de gritos las noches y las madrugadas.

Teníamos, sin embargo, mañanas de sol después de lluvia y salíamos a recoger gallitos de bucare, desprendidos por el viento de la noche, para echarlos a pelear hasta descopetarlos. Ligia era rubia y menuda con ojitos de azul sin fondo y una risa de carcajadas pequeñas y cristalinas como agua de torrente ladera abajo. La sentía tan frágil que no la dejaba caminar sino agarrada de mi mano, así fuéramos por el camino más ancho y por la acera más segura.

No recuerdo su voz sino su risa y cómo sus ojos chispeaban cuando escuchaba mis cuentos. Era la hermana menor y yo la protegía de todo y contra todo. Tengo en mis recuerdos la vaga sensación de que me fue penetrando un miedo ante las cosas y las rutinas más simples como era caminar hasta el río, correr por los solares, treparse a un árbol, meternos descalzos en las acequias cuando llovía y, en general, cualquier acto en el cual yo presintiera la posibilidad de un daño para ella. Llegué a un aislamiento casi total de la naturaleza y me iba restringiendo a los paseos por las calles del pueblo y a las veladas de cuentos y juegos en el corredor y en la sala de la casa. Aun los paseos disminuyeron desde el día en que Ligia resbaló sobre un ladrillo cubierto de musgo y cayó de espaldas, a pesar de que la llevaba tomada de la mano. El golpe de la cabeza en el piso, la espalda mojada y el llanto prolongado se me volvieron un solo y continuo remordimiento y quedarían por siempre atormentándome y culpándome ya que sucedió poco antes de su muerte.

No fue una enfermedad larga, ni la vi irse poniendo pálida o flaca, ni siquiera me dejaron verla antes de morir. Todo fue violento y comenzó una tarde. Cuando regresé de la escuela había gravedad en la cara de las mujeres y un movimiento inusitado de vecinos corriendo en diligencias diversas. Era el trote negro y las ceremonias iniciales de la muerte, bien conocidas ya por mí.

Luché desesperadamente para entrar y terminaron encerrándome en uno de los cuartos del otro extremo de la casa.

Cuando vinieron a buscarme era ya de madrugada y el llanto se me había convertido en un fluir casi apacible. Vi el amanecer por primera vez en mi vida, vi cómo fueron aclarándose las sombras, el surgimiento neto de los árboles, el detalle iluminado de las cosas y vi también a Ligia, ya en la sala, en una cajita de cedro menuda como ella. Por la boca entreabierta miré los dientes pequeñitos y separados. Dobladas, siguiendo la estrechez de la madera, emergían unas alitas de cartón brillante y ciñendo el pelo rubio, le habían puesto una corona con flores de cera.