Tres distintos cementerios

Jugaba con Nerón en la grama de la colina que da hacia el filo del cerro cuando escuché voces que precedieron a la silueta de los hombres, una muy grande y otra muy pequeña.

Decía la grande:

—Le di. Usted vio cómo le di. En su propio patio y en su propia barriga. Cuénteselo a todo el mundo, para que sepan y respeten.

Ahora vi que Nolasco era el grandote y Elbanito lo seguía en silencio, diciendo que sí con la cabeza. Una cabeza muy ancha y colorada arriba y muy angosta y pálida abajo. Una cabeza de dos pisos con los ojos verdes en el medio.

Nolasco se volvió hacia donde estábamos y me parecía que nos señalaba con algo en la mano cuando sentí reventar un tiro. Nerón ahí mismo dio dos brincos y cayó muerto. De pronto, mi padre a caballo, fue primero una silueta y después una presencia. A Nolasco ya no le servía un revólver tan viejo, pero de un garrotazo hizo volar de la mano el del jinete. Cuando mi padre saltó del caballo para recuperar el arma, ya la furia sin tamaño de Nolasco venía resoplando y pasó por encima justo cuando aquel se agachaba. Nolasco rodó ladera abajo y no lo atajaban ni las piedras que bajaron rodando con él hasta muy abajo, casi hasta el río donde formaron tumba.

Estaba amaneciendo, pero como todo el día fue echar el cuento, Elbanito hizo la cruz un sábado en la tarde. Al gran Nolasco sí lo llevaron al cementerio. Yo enterré a Nerón en la pata de un trompillo. Mi padre me ayudó, pero en silencio.