PRÓLOGO

Más que prólogo, prefiero llamar diálogo las palabras que siguen. Un diálogo con nuestro compañero de viaje, Orlando Araujo, y también, en primera línea, con los lectores que conmigo se sientan en torno a los relatos del gran escritor barinés. Nos convoca para esta conversación Monte Ávila Editores, al tomar la acertada iniciativa de reeditar en un solo volumen dos libros fundamentales de la prolífica bibliografía de Orlando y, sin duda, de la narrativa venezolana del siglo XX: Compañero de viaje (1970) y 7 Cuentos (1977).

La aparición en el escenario de las letras venezolanas de Compañero de viaje captó de inmediato la atención de la crítica y los lectores. El interés despertado por el libro de relatos de Orlando Araujo hay que buscarlo en el contexto histórico y en las corrientes literarias en boga. Venezuela, como otros países de América Latina, estaba saliendo de la que se denominó «década violenta», aquellos turbulentos años 60 signados por la guerra de guerrillas contra los gobiernos de turno, lucha que marcó las letras de la época. Era la hora de la literatura comprometida, en correspondencia con el momento histórico que se vivía. En la acera de enfrente, se alzaba el experimentalismo formal y, ya de regreso de la guerra y los sueños de utopía, una expresión del escepticismo en el campo de las letras que se refugió en las búsquedas formales. Hay otro factor que no se debe soslayar: en América Latina se imponía el tema urbano y lo rural se consideraba una etapa superada.

En este contexto político y artístico, aparece Compañero de viaje, a contracorriente de las tendencias literarias en boga y en pugna. Esta obra narrativa retoma el tema rural; no se deja cautivar por el experimentalismo formal y se dedica a contar historias: la cuestionada anécdota reaparece en sus páginas. No rinde tributo, en forma alguna, a la entonces denominada literatura comprometida. Conocido por sus ensayos políticos y económicos, Orlando Araujo se nos revela como un contador de cuentos, un memorioso que trae los recuerdos al tiempo presente y, merced a su prosa poética y precisa, los hace relatos vivos y vivaces. El escritor nos descubre que el tema rural no estaba pasado de moda porque nunca fue una moda. Lo que sí estaba fuera de tiempo y lugar era el lenguaje con que el asunto era tratado y expresado. Un lenguaje, para decirlo con el autor, de bucares y cundeamores, de forastero que se pretende campesino y rebusca una forma de decir y escribir, mezcla de costumbrismo y criollismo, que resulta artificiosa, cuando no ingenua.

Compañero de viaje es la crónica de un puñado de hombres y mujeres que aventados por las guerras civiles y penurias buscan un lugar de refugio y terminan fundando pueblo. Esta expresión, «lugar de refugio», en la narrativa de Araujo no es sólo un espacio físico, sino también espiritual. La saga de esos fundadores, en una secuencia de relatos breves, como escenas cinematográficas que se entrelazan, la cuenta el autor en un sentido monólogo del hijo de uno de esos hacedores de pueblo, a quien el niño llama «mi compañero de viaje». Desde esa perspectiva memoriosa de la infancia, el narrador va armando, reconstruyendo y contando sus asombros.

«Uno de estos solitarios me enseñó los ejercicios de una caballería perdida en la montaña y me llevó de viaje por los caminos con neblina»

En verdad, la fundación es un azar; no es la empresa que un grupo de gente se propone para levantar una aldea aquí o un pueblo allá. Antes bien, este puñado de hombres y mujeres viene de distintos lugares y empujado por distintas circunstancias. El azar de los caminos los hace converger y encontrarse en un determinado lugar y cada quien marca terreno y hace casa, sin hacer preguntas. Las normas de convivencia nacen sin que nadie las dicte, pero todos las aceptan y acatan.

Nadie llegaba allí por el placer de viajar y nadie se quedaba si podía vivir en otra parte (...) No todos eran fugitivos de la justicia. Había también fugitivos del hambre, campesinos sin tierra de Boconó, parameños de las terroneras de Tuñame, Escorá y Las Mesitas, pobres diablos sin trigo de Pueblo Llano y Las Piedras. Llegaban a talar montaña y a sembrar café, sin pedir permiso a nadie, sin plan, sin jefe, uno comenzaba allí donde terminaba el esfuerzo de otro, sin estorbarse, sin hablar, en las vegas de los ríos y quebradas, monte adentro y cerro arriba. La extensión de las propiedades se medía por el esfuerzo de cada uno. Eran los excluidos del latifundio andino, los exiliados del trigo merideño y del café trujillano.

Estamos ubicados. El lugar de refugio era algún lugar en las vastedades de las montañas andinas. Empujados desde arriba, los fundadores terminaron haciendo pueblo en el piedemonte, con el llano enfrente. Hombres de las sierras, «van a construir sus casas en las calderas que forman las montañas, y las harán con las puertas hacia el páramo, al revés de cómo llegaron y de espaldas al llano, como si el solo mirar les diera grima». Más allá empezaba otra geografía, la sabana abierta, siempre lejanía y horizonte, y los recién llegados se detuvieron allí porque eran gente de montaña y neblina, de poco hablar porque la suya era una geografía del silencio.

Compañero de viaje muestra una galería de personajes toscos, rudos e ingenuos que parecen labrados por el paisaje que ellos mismos labran, sin cambiarlo. Esa geografía los moldea física y espiritualmente. La espiritualidad que el narrador insufla a las cosas y a la naturaleza, establece un juego de escena, suerte de contrapunteo entre el hombre y su entorno, que en varios pasajes esa cosas y esa naturaleza cobran vida y entonces los personajes son los ríos, las montañas, las lagunas, la neblina y los páramos. La imagen de los exiliados del trigo merideño y el café trujillano, nos habla de los excluidos del latifundio andino, pero también de la presencia con poder humano del café y el trigo, con sus beneficiarios y sus víctimas.

Entre aquellos personajes, algunos descritos con una mezcla de ternura y humor negro, con el paisaje no como telón de fondo sino como otro personaje, discurre uno que sirve de hilo conductor de todo el relato, de todos los relatos, sin que su presencia eclipse la de los demás, pero que se deja sentir sin estar allí y sin aparecer explícitamente: es la del compañero de viaje del narrador, hijo de un caudillo vencido que llegó a la cabeza de los fundadores e hizo pueblo. Hay algo que nos recuerda al Pedro Páramo de Juan Rulfo, y ese algo es la relación padre-hijo, porque Orlando Araujo regresa a su infancia del piedemonte andino al reencuentro con su padre, su compañero de viaje, y en ese retorno, para decirlo con Mariano PicónSalas, viaja al amanecer, a los orígenes de los suyos, a la infancia de su propio padre a lomo de caballo con su abuelo, aquel caudillo vencido con barba de cascada que las guerras civiles y montoneras bautizaron como el León de la Cordillera. Este viejo Araujo era seguido por gente de «ver, oír y callar».

Orlando Araujo, ensayista también y de primera línea, estaba consciente de que no podía rescatar y reconstruir ese pasado por la vía de la investigación sociohistórica. Desde este campo de estudio podía analizarlo, interpretarlo y explicarlo, pero no reconstruirlo. Sólo el arte, la ficción literaria en este caso, le permitiría no tanto el retorno, sino la creación de una realidad y un tiempo ya inexistentes. El pueblo ancestral del piedemonte, desde su fundación, es plasmado en Compañero de viaje. El lector puede recorrer sus calles, percibir sus olores, sentir su atmósfera, vivir sus grandes y pequeños dramas. De la mano del narrador, el lector participa de otra fundación, ésta, a través del lenguaje.

En esta fundación literaria, la historia se abre y cierra con el compañero de viaje, se regresa al punto de partida, en un viaje circular, como son los viajes de la memoria.

Hoy fui a buscarte, como siempre, en los caminos (...)

Miré correr las aguas bajo la sombra del puente y vi pasar un pez inmenso y solitario.

Fui al otro lado del puente, la luna dejaba ver la arena y se volcaba sobre rocas pálidas y mudas. Vi una vieja maleta de cuero en mitad de la corriente, estaba entreabierta y en su interior: botas, espuelas y papeles.

Era el equipaje de mi padre. Iba solo, aguas abajo. Sobre el mundo entero, la luna brillaba como un sol, pero en silencio.

Frente a un río se inicia el relato y concluye frente a él, con la muerte que se lleva la vida, aguas abajo, para alumbrar otras vidas más allá. Otros ríos, con aguas protectoras o aguas asesinas, cruzan y se entrecruzan a todo lo largo de historias que también se cruzan y entrecruzan en Compañero de viaje, un libro que en la brevedad de sus relatos abarca toda una vida, la vida toda, de hombres y mujeres y niños y ancianos que inauguran un mundo arrojado por la neblina montaña abajo, más acá de los páramos y más acá del llano abierto, donde las soledades se juntan y fundan pueblo al pie del piedemonte andino. A este lugar de refugio regresó Orlando Araujo para reconstruir los viajes de su compañero de viaje: su padre, a su vez hijo de uno de los fundadores, un viejo caudillo con barba de cascada. Una prosa precisa, poética y esplendente permite al lector hacer también ese viaje hacia un mundo de rudeza, penurias, amores y nostalgias. Orlando Araujo, en la ficción literaria, nos hace también fundadores.

II

Entre Compañero de viaje y 7 Cuentos transcurren siete años, tiempo durante el cual la prosa de Orlando Araujo no se toma receso, pero deriva hacia su oficio de ensayista, género en el cual inscribió su nombre entre los mejores cultores de esta categoría literaria del país. En el ensayo, nos legó obras imprescindibles sobre nuestro devenir como pueblo y la realidad económica de Venezuela, así como también en la crítica literaria. En 1974, por esta incansable actividad en el campo de la reflexión, la interpretación y el análisis, es distinguido con el Premio Nacional de Literatura, Mención Ensayo. Su capacidad creadora y de trabajo, a la par de los libros, se expresa en poemas sueltos, canciones, crónicas, artículos periodísticos y en el programa de radio «De lo humano y lo divino». Esta producción inagotable no lo divorcia de su compromiso social y político, al punto de irse a mediados de los años 80 a luchar al lado del Ejército Sandinista, allá en Nicaragua.

En 1977, Contexto Editores nos entrega el volumen 7 Cuentos. Este título de entrada nos informa que se trata de relatos de distintas técnicas y temáticas. Algunos se inscriben en la narrativa que conocimos y celebramos en Compañero de viaje, en aquel mundo rural rescatado por magia de la palabra y la imaginación creadora. En otros, Araujo incursiona en el experimentalismo formal y el jugo estructural del relato. Y también encontramos el cuento que se corresponde con la denominada literatura comprometida de aquellos años de guerra de guerrilla, de violencia, cuando se escribía, para decirlo con el mismo Orlando Araujo, en letras rojas.

Tenemos entonces que 7 Cuentos es un volumen de textos narrativos que el escritor fue trabajando durante épocas distintas, a la par que el ensayo ocupaba principalmente su atención. De allí que se trate de relatos sueltos, no concebidos como un libro. Además de los siete cuentos, incluido uno —«El Dinosaurio Azul»— que forma parte de la literatura para niños en la que también incursionó Orlando en su inagotable afán de expresión, el libro también nos ofrece seis textos breves (para un total de 13) que vienen a ser una suerte de ejercicios literarios, estampas de lugares y paisajes, prosa poética escrita a la vera del camino o asomos de crónicas en las que se mezclan vestigios del costumbrismo, reminiscencias y nostalgias.

En «Tobías», el relato que abre el libro, Orlando Araujo vuelve a su mundo de la infancia, al entorno rural, al piedemonte andino y al tiempo de los fundadores. La ternura hacia el personaje y el humor negro, no pocas veces grotesco, en su descripción física y espiritual, nos coloca ante aquella galería de criaturas rudas o tontas, ingenuas o violentas, fuertes o chuecas, de Compañero de viaje. En la misma corriente creativa se inscriben «Contra la ira, templanza», y «Arrepiéntase, Santos, Arrepiéntase». Relatos de un tiempo ido, de pueblos olvidados, de comunidades consumidas en un moralismo que en la distancia nos resulta cómico, de honra y honor que se defienden o cobran con la vida, de amores marchitos, de virginidades otoñales, de piedras y ríos y árboles que sienten y hablan y recuerdan.

Del relato en el que rinde tributo a la amistad —«Samuel»—, un sentimiento que para Orlando Araujo fue una religión, el autor deja su mundo parameño, desanda el camino del piedemonte de su infancia y su entorno de maravillas y fantasmas, y retorna a su presente, a la década violenta, a los años 60 y principios de los 70, a su compromiso político y a la literatura comprometida, porque para Araujo no había separación posible entre ética y estética. En 7 Cuentos topamos también con el relato «Las manos del Chema». El escritor, para que nadie olvide, lleva a la ficción un hecho real, histórico, la captura, tortura y muerte del joven guerrillero Chema Saher, a quien le cortaron las manos para su identificación. En el relato se desplaza el punto de vista de la primera, a la segunda y tercera persona. Es el monólogo de un delator, su confesión, con esa jerga de parte de guerra de los policías que primero fueron guerrilleros, o infiltrados, la voz de la traición plasmada en una prosa tensa, nerviosa, de quien dice y se contradice, como justificándose a cada rato sin que nadie se lo pida. Las manos amputadas del combatiente cobran vida en el relato, simbolizan toda una vida y toda la lucha y todos los sueños de una generación que creyó posible y se impuso «tomar el cielo por asalto». Es en pocas líneas la crónica de una década en que la tortura, la represión y la muerte formaron parte de un sistema que en nombre de la democracia violentó los más elementales derechos humanos. Con «Las manos del Chema», la sensibilidad de Orlando Araujo rinde homenaje al Chema Saher, y con él, a toda una generación. El relato es tributo al coraje y al mismo tiempo, denuncia de un sistema que hizo de la tortura una práctica cotidiana.

Y así va el autor de un mundo a otro mundo en su 7 Cuentos. «El Dinosaurio Azul» es un relato para niños, área mágica en la que también se movió con soltura y talento la pluma de Araujo. En el difícil y riesgoso arte de escribir para niños nos entregó su hermoso libro Miguel Vicente Patacaliente. De la génesis de esta obra para niños nos habla el también escritor Pedro Francisco Lizardo, amigo personal de Orlando:

Fue en 1965 y en el Cuartel San Carlos. Allí cayeron sus huesos en una de las tantas aventuras revolucionarias periodísticas. Los días se sucedían entre la ira y la esperanza. Entre la charla carcelaria y la lectura insistente y necesaria. Tenía varios meses incomunicado y como no podía ver a sus hijos, les escribía —sin pensar para nada en la literatura infantil— largas y hermosas cartas-collages. Un buen día resolvió cambiar el sistema. Y les escribió un cuento atropellado, nervioso, libérrimo: la historia de un limpiabotas muy caminador y amigo de conversar con todo el mundo. Así nació la saga de Miguel Vicente Patacaliente.

Este personaje reaparecería en «El Dinosaurio Azul». Es un cuento que nos habla del petróleo, nuestro principal producto de exportación y, por lo mismo, tema presente en nuestra literatura, primordialmente en la novela (Mene, Oficina N° 1, de Díaz Sánchez y Otero Silva, respectivamente). Orlando Araujo asume el reto de tratarlo en la literatura para niños. Para sortear los riesgos de caer en la prosa didáctica, en el tono del maestro de escuela y en el consejero, recurre a los recursos de la fábula, la fantasía y el estilo poético, de imágenes transparentes y sencillas. El niño protagonista viaja al fondo de la tierra y a otros tiempos en el lomo de un dinosaurio azul, dialoga con el petróleo y con otros animales milenarios y así nos cuenta la historia del crudo, nuestro producto, desde sus orígenes remotos, sin caer en las trampas del realismo. Es otro viaje de Miguel Vicente Patacaliente.

7 Cuentos es un arco iris de siete colores y temas distintos, pero es más que eso. Ya advertimos que en el volumen se incluyen seis textos más que van desde el relato brevísimo hasta la estampa costumbrista, el ejercicio en prosa poética escrito al azar de los caminos y la crónica, género éste que el autor cultivó con pasión y eficacia. Los cuentos para niños, las cartas a sus hijos, sus libros Crónicas de caña y muerte y Compañero de viaje conforman la obra narrativa de quien fue dueño de una de las prosas más precisas, bellas y admirables del siglo xx venezolano. Orlando Araujo hizo de la literatura y de la escritura su destino. Su necesidad y afán de expresión lo impulsó a cultivar varios géneros, en la ficción, la poesía y el ensayo. Inagotable, escribió canciones, libretos para programas de radio conducidos por él mismo y la suya fue una firma permanente en el periodismo de su tiempo, tanto en el que se hacía en la llamada gran prensa, como en las publicaciones políticas y de combate que lo llevaron a la cárcel. Bajo prisión, su palabra siguió libre y no se dio pausa en la escritura.

Orlando Araujo nació el 14 de agosto de 1928, en Calderas, un pueblo del piedemonte andino, y por eso unos lo tenían por gocho y otros por llanero. «Era apenas un niño —declaró en alguna parte— y escribí cartas de amor que las vendía a locha, a tres lochas y real y medio cuando se trataba de la declaración del Duque de Buckingham a Ana de Austria, de Alejandro Dumas. Las cartas se doblaban en forma de barco o corazón y así se entregaban. Así pues, mi literatura comenzó con el amor». Por 1949 se vino a Caracas y estudió Economía, una carrera útil como exigía su padre, y Letras, su verdadera vocación. En ambas se graduó mención Cum Laude. En la crítica literaria y el ensayo dejó una obra imprescindible a la hora de estudiar la literatura venezolana. En el campo económico, histórico y político, nos legó libros de análisis de nuestro devenir como país. La república de las letras se congratuló y celebró la aparición de su primer libro de relatos, Compañero de viaje, y luego, su 7 Cuentos.

Hoy, amigos lectores, este volumen nos ofrece la maravillosa oportunidad de ser compañeros de viaje de quien, en el mundo de la narrativa venezolana y latinoamericana, fue un impenitente viajero de excepción.

EARLE HERRERA