Recogerá caimitos con los ojos
Pedro Terán fue de los primeros y, a diferencia de los otros que iban extendiendo sus trabajamentos como pañales al sol montaña arriba, él prefirió acurrucarse junto al río, en una vega minúscula que se fue poblando de café, cambures, aguacates, mangos, naranjas, nueces y caimitos. No construyó casa de bahareque ni buscó mujer. Arrimó troncos, puso un techo de palmas y dejó una abertura para entrar y salir. Al pueblo bajaba para comprar chimó, pólvora y sal. Lo demás, alimento y calzado, lo proveía él mismo. Usaba una franela fuera del tiempo y del color, un costal de henequén hacía de capa, unos pantalones con remiendos de lona y un sombrero de pelo con uno de cogollo encima: el de cogollo se iba renovando y el de pelo se quedaría allí por los siglos de los siglos.
No visitaba a nadie, ni nadie lo visitaba. A la iglesia iba el Viernes Santo y el día de San Isidro, cuando traía los bueyes para la bendición. Entonces se emborrachaba con guarapo fuerte. Una garrafa él solito. Regresaba trastabillando, pero no hablaba.
Su vega no era paso obligado para nadie; quedaba en un recodo del río, allá en la cabecera del pueblo y el camino pasaba a distancia y por arriba. «¿Es verdad que Pedro Terán come culebras y sabe dónde cambian el pico los zamuros?», pregunté a mi compañero de viaje. «Pedro Terán es un hombre que sabe muchas cosas», me respondió. Tenía que saberlas para poder vivir en aquellas soledades y no enfermarse nunca y no hablar con nadie.
Disparaba sobre quien le robara un mango, si llegaba a sorprenderlo. Y mangos, aguacates y caimitos maduraban y caían al suelo sin que ni él mismo los probara. Tampoco los comerciaba porque en aquel tiempo las frutas no se vendían. Alguna vez, después de muerto, tendría que regresar a recogerlas con las pestañas de sus ojos, como cristiano que desperdició alimento en vida. Desde lejos, por el camino arriba, contemplábamos el verde, el oro y el rojo de las frutas sobresaliendo del café y temblábamos al solo pensar que desde allá Pedro Terán nos seguiría con su mirada de pozo oscuro. Nunca logramos verlo, como si no estuviera.
Cada año vendía unas cuantas cargas de café y se hacía pagar el precio en oro, muy poco por vez pero bastante en las muchas veces de tantos años en que no moría. Papelón no compraba porque de su caña hacía su propio dulce y bebía el café cerrero; carne tampoco porque él criaba sus animales y cazaba; ropa casi ninguna y el calzado eran sandalias con planta de cocuiza; no gastaba en remedios porque no se enfermó nunca. Iba enterrando el oro en pequeñas totumitas.
Un día murió. No se supo el mismo día, sino mucho después.
Quisiera recordarlo de cerca, pero siempre lo vi de lejos. No pregunto cómo hablaba porque todos me van a decir que él únicamente hablaba con las ánimas. De esto hay testigos, pero también de lejos.