Guerra a muerte

Nunca tuvo el pueblo un jefe más chiquito ni más templado. Cómo sería que cuando en la gallera, y para sólo probarlo, el Nolasco le puso un fósforo prendido sobre la muñeca, Bencomito conservó la candela, se le acercó y le dijo casi con dulzura: «apagalo», y el gran Nolasco sopló sobre la llama. Tranquilo hasta en el ser ligero, como cuando desarmó a dos guardias nacionales: se les metió en el medio, lo llevaban preso, y con las dos manos, al mismo tiempo, les peló de lado y lado los revólveres. Ni pío. Un hombre así tenía trazado su destino: jefe civil del pie de monte. Y se propuso una obra cívica como fue cambiar el palo de Bolívar, una especie de obelisco de madera, por una real estatua del Libertador. Cuando mandaron el busto, el pueblo dejó de ser caserío y avanzó a ser municipio. Una base de cemento, cuatro bancos y un pedestal le dieron al pueblo un golpe de metrópoli. Como el Bencomito venía de la neblina, puso a Bolívar de frente a Niquitao, pero a la semana de mirar al páramo, Bolívar amaneció mirando al llano. Total, y para las primeras averiguaciones, arrestado el chueco Bodas y, a plena luz del sol, por desagravio, de nuevo el Libertador de cara al frailejón. Que el Chueco no tenía nada que ver con el asunto lo demostró el propio Bolívar al día siguiente del friolento desagravio cuando amaneció de cara hacia los llanos. Se formaron dos partidos: los de la calle abajo, ideológicamente ganados por el llano, y los de la calle arriba, familiares de la policía del Bencomito para quienes Bolívar, o era parameño o lo volvían a empacar de regreso hacia Barinas. En la iglesia, en la gallera, en el río, en el bolo y en los botiquines todomundo hablaba de Bolívar: tiene que mirar al llano un hombre a quien Páez le sirvió y veneró tan decisivamente. No. Tiene que mirar a la montaña quien hizo la Campaña Admirable desde el Táchira hasta Caracas. Diez o quince puñaladas, todas las noches, y toditas en nombre de Bolívar. Total, la guerra a muerte entre bencomos y rangeles con el saldo natural, en una noche mala del veinticuatro de diciembre, de rangeles y bencomos muertos, desaparecidos, presos y exiliados.

Un jefe civil salomónico, para evitar más complicaciones, decidió que Bolívar no mirara ni al páramo ni al llano, sino hacia el cementerio.

Y allí está Bolívar todavía, entre el calor y el frío, cagado de palomas y muy arrugadito, por tantos remordimientos de conciencia.