CAPÍTULO 53

Clyde, Fazoul y el ruso pasaron unos incómodos minutos de silencio sentados al fondo de la zona de carga del avión, en un pequeño espacio delante del enorme amasijo de tuberías y tanques de combustible. De vez en cuando probaban con el lenguaje de signos, que no los llevaba a ninguna parte. Fazoul parecía conocer un par de palabras en ruso, pero se mostraba más bien reticente a hablar.

Clyde daba mentalmente vueltas a todo lo que implicaba aquello.

El Gobierno iba a permitir que el Antonov abandonase el país y esperaría a que aterrizase en Islandia. Pero no lo haría. Para cuando la OTAN, o quien fuese, se diese cuenta de que llevaba un suministro adicional de combustible, ya estaría sobre Europa. ¿La OTAN derribaría un avión ruso cargado de toxina botulínica sobre Europa? No, no lo creía.

Fazoul se sacó un walkie-talkie del bolsillo, lo activó y repitió unas cuantas veces lo mismo, hasta que obtuvo respuesta de otra persona de la zona que hablaba turco vakhan. A continuación habló muy rápido más o menos medio minuto.

En el ínterin llegó Vitaly, el piloto, con el pasaporte recién sellado. Se sorprendió de ver a Clyde sentado en su avión con un turco desfigurado y un buen montón de cigarrillos. Luego entró en el juego y le ofreció a Clyde un cordial recibimiento de lo más falso. Fazoul apagó el walkie-talkie y se lo guardó.

—Supongo que no podréis despegar con este tiempo —dijo Clyde esperanzado.

—Oh, no. Esto no es nada. No olvides que somos rusos.

—¿Pero no hay regulaciones?

—Si estuviésemos en uno de vuestros grandes aeropuertos, no nos dejarían despegar, pero el señor Lutsky es nuestro amigo, le caemos bien, le gusta el caviar del mar Negro, le gusta el Stoli. Nos dejará salir sin inconvenientes.

—Pero aquí no hay equipo de deshielo.

—¿Crees que hay equipo de deshielo en Magadan? —La idea de que pudiera haber equipamiento moderno en Magadan le hizo reír con tal fuerza que casi tuvo que sentarse—. No, sheriff. Esto no es nada. Estamos en un avión ruso. Un avión siberiano. Nada puede pararlo.

—¿Qué hacen aquí los iraquíes? —dijo Clyde, haciendo un gesto hacia el aeropuerto.

Vitaly ni se inmutó.

—Los jordanos están presentando sus visados. Tienen visado especial de estudiante. Mucho papeleo. —Puso los ojos en blanco.

—¿Quién os paga? —dijo Clyde.

Vitaly parpadeó sorprendido, luego alzó las manoplas, con las palmas hacia arriba, y se encogió de hombros como si fuese la primera vez que pensaba en la paga.

—Clyde, moi drug. Si se trata de algún problema legal, podemos llegar a un acuerdo. ¿Quieres que te compre los cigarrillos? Estaré encantado de hacerlo. Me sobra el dinero.

—Puedes quedarte con los cigarrillos —dijo Clyde—. Quiero lo siguiente. Mi amigo y yo queremos cambiar nuestros abrigos con dos miembros de tu tripulación. Ellos dos saldrán del avión con el saco de dormir vacío y los pasamontañas puestos, y se marcharán en esa dirección. —Clyde señaló hacia Nishnabotna—. Seguirán caminando hasta una iglesia, tienda o algo similar donde puedan esperar.

—Khalid… —fue a decir Fazoul, pero Clyde levantó una mano para que se callara.

—¿Esperar a qué? —dijo Vitaly.

—A que despegue el avión.

Vitaly estaba asombrado.

—Clyde. ¿Quieres ir a Azerbaiyán con nosotros?

Clyde se sintió tentado de decirle a Vitaly que probablemente no fuesen a Azerbaiyán. Pero de momento no le convenía.

—Sí —dijo Clyde—, siempre he querido ver Azerbaiyán.

—Pero mi tripulación… Necesito a mi tripulación.

—Necesitas el dinero que los jordanos van a pagarte por este viaje tan especial —dijo Clyde—. Y si no me haces este favor, os arrestaré ahora mismo. Tengo más sheriffs esperando en los alrededores del aeropuerto.

Vitaly se lo pensó un momento.

—Clyde —dijo con alegría—, te encantará Azerbaiyán. Lamento decir que es mucho más bonito que Iowa.

Vitaly llamó a los dos miembros menos importantes de su tripulación y les explicó la situación. Sus rostros sólo manifestaron una mínima sorpresa; estaba claro que recorrer el planeta volando en un Antonov no era trabajo para los débiles de corazón o los estrechos de mente. El intercambio de ropa se produjo con rapidez, con los rusos comentando que el material americano era mucho mejor. Uno de ellos bromeó ofreciéndose a darle a Clyde un puñado de rublos. A Vitaly le inquietaba Fazoul, porque su ADN turco y sus horribles heridas de guerra eran más que evidentes, pero con esfuerzo apartó la vista del vakhan y le sonrió con todo su encanto a Clyde.

Básicamente, comprendió Clyde, Vitaly estaba haciendo el mayor negocio de su vida y tenía símbolos de dólar en los ojos aunque se cagaba en los pantalones de ansiedad. La presencia de Clyde en el avión era un problema; si podía eliminar el problema expulsando a dos de sus tripulantes, pues genial.

Los depósitos de combustible apilados formaban una estructura metálica por la que Clyde y Fazoul podían moverse hasta cualquier punto que les interesase y ver sin trabas todo el fuselaje hasta el morro del avión. Subieron casi hasta arriba del todo y observaron en la pista el final del ballet legal.

El funcionario federal que se había presentado en el enorme sedán gubernamental salió de la terminal con un fajo de papeles y dio un paseo lento alrededor del depósito rojo para luego agitar los papeles y rellenar algunos formularios.

—Debes salir ahora mismo del avión, Khalid —dijo Fazoul—. Después ya no tendrás ocasión.

—¿Y dejarte aquí solo?

—Sí.

—¿Y qué harás?

Fazoul no respondió.

El funcionario de Comercio terminó de escribir, entregó una copia amarilla a Vitaly y una copia rosa a los iraquíes, y luego regresó al coche y se fue, con la esperanza de volver a lo que quedase de la Navidad antes de que la nieve bloquease las carreteras. Mientras eso pasaba, los dos miembros de la tripulación con la ropa de Clyde y Fazoul bajaron la rampa con el saco de dormir vacío y se perdieron en la ventisca.

—¿Qué decías por el walkie-talkie, Fazoul?

—Para poder llegar a Bagdad, el avión tendrá que sobrevolar el Cáucaso, y luego zonas de Turquía y el norte de Irak, donde vive mi gente. Mi gente tiene formas de hacer que los aviones se estrellen.

—¿Vas a derribar el avión sobre tu propio territorio? ¿Eso es mejor que dejar que Saddam te lo tire encima más tarde?

Una ráfaga de viento, hielo y nieve golpeó el Antonov de lado, que tembló sobre la suspensión. Los iraquíes —tres— corrieron al avión para refugiarse, riendo y bromeando por la virulencia de la tormenta, con copos de nieve en el pelo negro. Clyde reconoció al importante, Mohammed, al que había entregado el paquete Bienvenido a la Maravillosa Wapsipinicon. Uno de la tripulación de Vitaly había puesto en marcha el pequeño tractor y lo conducía por la rampa, remolcando el depósito rojo.

—Vas a sabotear este avión…, volarlo sobre el Atlántico Norte y matar a todos los que van a bordo. ¿No es así? —dijo Clyde—. Es lo único que puedes hacer. Porque tú sólo eres uno y hay tres iraquíes.

—Cuatro —dijo Fazoul, e hizo un gesto hacia la rampa. Un cuarto iraquí salió corriendo del coche de las ventanillas tintadas con una cajita negra de la que sobresalía una antena: debía de ser el detonador. Clyde no se sorprendió demasiado cuando vio que no era otro sino Al-Turki, al que había visto por última vez conduciendo un camión cargado de aceite con destino a Chicago. Seguramente lo había abandonado allí y había regresado la noche anterior.

—Pero si somos dos a bordo y contamos con el elemento sorpresa… —dijo Clyde—. Podemos esperar a estar en un lugar seguro, sobre Groenlandia, y reducir a los iraquíes. Luego Vitaly podrá aterrizar en alguna parte. No tienes por qué morir, ni tampoco los rusos.

Fazoul le miró furioso.

—Sal del avión, Khalid. No debería preocuparte lo que les pase a estos rusos. Son cucarachas.

—Demasiado tarde —dijo Clyde—. Los iraquíes creen que pertenezco a la tripulación. Si me voy, sabrán que pasa algo.

—Probablemente ya sepan que pasa algo —dijo Fazoul—, pero saben que una vez en el aire tendrán tiempo de sobra para matarnos.

El gemido de la bomba hidráulica se hizo sentir a través de la estructura del avión y el montón de depósitos de combustible. La puerta de carga se cerraba mientras los miembros de la tripulación retenían el depósito y el tractor para que no se moviesen. O habían traído el pequeño tractor ellos o se lo estaban robando al aeropuerto regional del condado de Forks.

Uno a uno, oyeron cómo los motores se ponían en marcha. El creciente de luz azul que provenía del exterior se iba haciendo cada vez más estrecho, como una luna en eclipse, y finalmente desapareció, dejando sólo la luz interior amarilla. La puerta de carga estaba sellada.

—Estoy enfadado contigo, Khalid —dijo Fazoul—. Lo correcto en mi caso sería matarte. Porque tu plan es mucho menos seguro que el mío.

Ahora que el morro del avión estaba en posición horizontal, había espacio para los pasajeros…, asientos acolchados en un compartimiento parcialmente aislado del ruido encajado entre la cabina del piloto y la zona de carga. Tres de los iraquíes fueron allí de inmediato. Al-Turki se quedó atrás unos minutos, trasteando con algunas conexiones del exterior del depósito. Clyde y Fazoul cambiaron ligeramente de posición para ver qué hacía. Al-Turki fue retrocediendo, alejándose del tanque rojo, soltando cable de una bobina, pasándolo alrededor de algún objeto fijo. Se metió en el compartimiento de pasajeros y cerró la puerta.

Clyde miró inquisitivamente a Fazoul, quien se encogió de hombros.

—Quizá temen que, si confían en el detonador a distancia, vuestros ingeniosos especialistas en guerra electrónica encuentren la forma de detonar la bomba en el aire enviando una señal al avión. Eso es lo que yo temería. Así que han desactivado el receptor de señal de radio y conectado un detonador por cable.

Láminas de algo frío impulsado por el viento golpeaban la piel de metal del Antonov, con un ruido de agua a presión contra cemento. Los motores aceleraron, pero el avión no se movió; las ruedas estaban congeladas. En la carlinga, Vitaly se puso a alternar violentamente los impulsos de los motores. Al final, las ruedas se liberaron y la nave avanzó. Toneladas de combustible se agitaron de un lado a otro en el interior de los depósitos, haciendo que todo el conjunto forzase los agarres y que el Antonov oscilase sobre la suspensión con un balanceo que tardó un minuto o dos en cesar. Pero el avión se movía…, avanzando lentamente y deslizándose hacia el extremo sudeste del aeropuerto, donde empezaba la pista de casi cuatro mil metros.

Vitaly hizo girar muy lentamente el avión, intentando que el combustible no se agitase. Una vez orientado en la dirección correcta, permaneció inmóvil uno o dos minutos, quizá realizando comprobaciones, quizá simplemente haciendo acopio de valor. Clyde tenía la esperanza tonta de que abortase el despegue y él pudiese volver a casa.

Vitaly soltó los frenos y aceleró los motores al máximo. La combinación del ruido de los motores, que en la ciudad debía de estar rompiendo ventanas, y el viento, el hielo y la nieve que golpeaban el avión sobrecargaron el oído de Clyde y le impidieron pensar.

El Antonov aceleró despacio pero progresivamente, golpeando ventisqueros con las ruedas. El despegue se hizo eterno; Clyde no podía creer que siguiesen en el aeropuerto. Era imposible que la pista fuese tan larga. Pero de pronto el ruido de las ruedas disminuyó y acabó desapareciendo. El viaje seguía siendo movido, pero debido a las turbulencias aéreas, no a las vibraciones de un vehículo con tracción a las cuatro ruedas corriendo por un terreno accidentado. El sistema hidráulico gimió y las compuertas del tren de aterrizaje se cerraron con la fuerza de las puertas del infierno. El Antonov chocó con una turbulencia del tamaño de una manzana de casas y pareció perder la mitad de la altitud; el combustible de todos los depósitos chapoteó y el metal gimió y empezó a doblarse. Clyde no podía ver el exterior, pero conocía el territorio y calculaba que debían de estar a punto de estrellarse contra los acantilados de University Heights.

El ala derecha se hundió mientras Vitaly se inclinaba al norte lo necesario para evitar los riscos. Clyde contó hasta diez, luego hasta veinte, luego hasta cien. No chocaron contra nada. El viaje se hizo más tranquilo. A Clyde le estallaron los oídos… Luego otra vez.

Habían dejado atrás las ciudades gemelas.

Maggie no moriría aquel día.

Y Clyde se iba a un lugar muy, muy lejos de casa.

Clyde miró la hora. Pasaba de la una de la tarde.

—¿A cuánto estamos de Islandia? —le preguntó a Fazoul, que se había metido bajo un tanque de combustible y estaba muy ocupado en algo. Clyde bajó para ver mejor.

—¿A cuánto estamos de Islandia? ¿Lo sabes?

Fazoul hizo un gesto de exasperación.

—No es un lugar que los turcos vakhan visiten a menudo. —Había sacado algunas cosas de una riñonera que llevaba debajo de la sudadera de los Twisters y estaba enfrascado en un proyecto.

—Así a boleo —dijo Clyde—, se me ocurre que cuando hayamos recorrido mil quinientos kilómetros habremos dejado atrás la mayor parte del Canadá habitado. A los tres mil probablemente ya estemos sobre el Ártico. A cuatro mil quinientos ya estaremos sobre el océano. A seis mil será demasiado tarde…, estaremos demasiado cerca de Europa. ¿Te parece?

—Sí —dijo Fazoul ausente, pelando un par de cables.

—¿A qué velocidad crees que vuela este cacharro? ¿A ochocientos?

—Algo así.

—Así que dentro de seis horas saltamos sobre los iraquíes y, si fracasamos, sólo morirán un montón de peces.

—Bien —dijo Fazoul. Se puso a pulsar botones en la cajita electrónica que acababa de fijar al tanque de combustible con cinta negra—. Y dentro de siete horas estallará este ladrillo de plástico. —Señaló una masa de pasta translúcida encajada entre un depósito de combustible y un refuerzo—. A menos que uno de nosotros viva lo suficiente para desconectarlo.

—¿Y cómo se hace eso?

—Cortando estos cables. O arrancándolos, si tienes prisa. Y si quieres detonarla de inmediato, hay que darle a este interruptor rojo. —Con cautela tocó un pequeño interruptor rojo conectado al circuito.

Clyde se quedó allí un minuto más o menos, mirando el temporizador, que contaba hacia atrás desde 07:00:00. Viéndolo tuvo una extraña sensación de paz. Maggie no había muerto y, gracias a ese dispositivo, Desiree tampoco moriría. Al menos, no de botulismo.

Tardaron aproximadamente una hora en alcanzar la altitud de crucero. Luego los motores redujeron y el avión se acomodó. Clyde supuso que allá arriba los cielos debían de estar despejados, porque el vuelo resultó tranquilo y, cuando abrieron la puerta que daba a la zona de pasajeros, se sobresaltó, desorientado por la luz del sol que entraba por las ventanillas.

Al-Turki bajó con uno de los tripulantes y dio un par de vueltas al depósito rojo, comprobando que estuviese bien sujeto, soltando vapor por la boca mientras hacía preguntas. Luego se retiró al calor y la tranquilidad de la zona de pasajeros.

Como una hora más tarde, un tripulante apareció en la zona principal de carga llevando un termo de acero inoxidable, mirando por entre el amasijo, intentando verlos. Al final Clyde sacó una mano y le hizo un gesto.

El tripulante subió hasta ellos y les pasó el termo, les dedicó un saludo burlón y volvió a bajar. Clyde abrió el termo y olisqueó el contenido; era té caliente y ninguna bebida había sido jamás mejor recibida.

No parecía tener ningún sentido ocultarse encima del apestoso montón de depósitos de combustible, así que bajaron a cubierta y retrocedieron hacia la sección de cola del avión, donde no podrían verlos, para sentarse sobre algunos petates. Clyde sirvió té en la tapa del termo y durante un rato él y Fazoul se la fueron pasando. Estaba preparado al estilo ruso, casi demasiado amargo para su consumo. Pero el viaje por la nieve y dos horas en la zona de carga del Antonov los habían dejado deshidratados y congelados hasta la médula. El té era perfecto.

Lo que hizo que fuese todavía más frustrante que Fazoul derramara el último tercio, una taza completa. La tapa de acero rebotó sobre el metal y Clyde tuvo que correr a recuperarla. Cuando regresó se encontró a Fazoul apoyado contra el petate, respirando entrecortadamente. Clyde apuntó a Fazoul con la linterna y vio que tenía los labios violeta.

—Hemos evitado las discusiones religiosas —dijo Fazoul hablando con dificultad—. Ahora, corriendo el riesgo de ser descortés, me gustaría recomendarte que aceptes el islam ahora mismo. Sólo nos quedan unos minutos de vida. Es una pena. Pero nuestras esposas e hijos están a salvo.

—¿Qué pasa? —dijo Clyde. Temía que Fazoul estuviese sufriendo un ataque al corazón.

—El té —dijo Fazoul, deteniéndose prácticamente después de cada palabra para respirar—. Los iraquíes… saben que… estamos aquí. Rusos contaron. Cucarachas. No podían dispararnos… por el combustible… por tanto… botulínica… en el té.

Clyde sabía que Fazoul tenía razón. Reconocía los síntomas; Fazoul cerraba los párpados como los había cerrado Hal Karst.

—¡Botón rojo, ahora! Tú… también… estás… envenenado —dijo Fazoul.

—Fazoul —dijo Clyde—, puedes contar con que haré estallar este avión si es necesario. Y si alguna vez veo a Farida y al pequeño Khalid, les diré que fuiste directamente al cielo como hombre de la jihad y que hasta el final pensaste en ellos.

—Botón… rojo —dijo Fazoul. Su cuerpo se estremecía, agitado por la falta de oxígeno, y Clyde lo rodeó con los brazos y lo sostuvo para que no se golpease contra el frío metal. Al minuto las convulsiones perdieron intensidad y de pronto el cuerpo de Fazoul quedó inmóvil.

Clyde lo dejó en el suelo y le cerró los ojos. Rezó por él, intentando pensar en algo ecuménico que no ofendiese al vakhan muerto. Luego respiró hondo, estiró los brazos y agitó los dedos, buscando señales de parálisis. Notaba los dedos un poco rígidos, pero podía deberse al frío extremo.

El doctor Folkes se había quedado un poco conmocionado cuando Clyde se había presentado en su puerta un par de semanas antes de Acción de Gracias para hacerle muchas preguntas precisas sobre la inmunización contra la toxina botulínica. El torrente de llamadas telefónicas del Pentágono a la vieja cocina del profesor no había hecho más que incrementarse desde su primer encuentro con Clyde, y sabía que el interés de éste se debía a alguna razón importante. Al final, consiguió sacarle a Clyde toda la historia.

—Por tanto, ¿teme exponerse a la toxina aquí mismo, en Nishnabotna? —dijo el doctor Folkes—. Comprendo. Es asombroso.

—Y los civiles no pueden acceder a la vacuna… ni siquiera en tiempos de paz —dijo Clyde—. Pero sé que usted y sus ayudantes están inmunizados. Por tanto. ¿Hace?

Folkes le había administrado la primera dosis allí mismo y desde entonces le había puesto una inyección dos veces por semana. La semana anterior había asegurado a Clyde Banks que era el hombre más resistente a la toxina botulínica que había sobre la faz de la Tierra, a menos que los iraquíes estuviesen haciendo algo similar con su población.

El ruido intenso de los motores, el viento y el chapoteo del combustible ahogaba cualquier otro sonido. Clyde no se dio cuenta hasta casi demasiado tarde de que alguien se aproximaba, abriéndose paso con ayuda de una linterna entre los depósitos de combustible y la pared cóncava del avión. Los iraquíes habían enviado a alguien para asegurarse de que estuvieran muertos.

Clyde no tuvo apenas tiempo. No sabía cuántos hombres se acercaban y estaba atrapado en la cola del avión. Así que hizo lo único que se le ocurrió. Puso el cuerpo de Fazoul de lado y dispuso brazos y piernas de tal forma que pareciese muerto en esa posición, y luego se tiró boca abajo sobre al petate, junto al termo vacío, y se hizo el muerto. Apenas lo había hecho cuando el interior de sus párpados se iluminó de rojo por efecto de la linterna.

Casi pudo sentir la luz recorriendo su cuerpo, como una mano que buscase señales de vida.

El ruido ambiental era su enemigo. No había oído que se acercara el hombre. Tampoco oía si se había ido. Contó hasta mil y abrió ligeramente un párpado. Una luz escasa llegaba hasta allí procedente de lámparas colgadas cerca del depósito de toxina, y con tan poca luz no pudo ver a nadie. Abrió los ojos del todo e intentó contar hasta mil. Pero el frío fue excesivo para él, vestido con ropas tan delgadas, y tuvo que moverse. Así que se movió con decisión, poniéndose en pie con tanta rapidez como le permitieron las articulaciones y los músculos congelados. Comprobó de inmediato si alguien acechaba. Allí no había nadie.

Se giró una vez más y miró el cuerpo de Fazoul. La muerte de su amigo empezaba a afectarle. Intentó no pensar en ello para no asustarse ni desalentarse, algo que no se podía permitir.

No le habían entrenado para aquello y no tenía ni idea de qué hacer. Por alguna razón, recordó el entrenamiento de supervivencia de los exploradores. «Cuando te des cuenta de que te has perdido en el bosque, PARA. Siéntate, piensa, organízate, planifica.» Así que se sentó allí donde no podía ver a Fazoul y se puso a pensar. Clyde pensaba mucho; supuso que para eso no tendría problemas.

Era una situación espantosa. Pero no podía permitir que lo dominasen las emociones. De entrada había sido una decisión estúpida y alocada lo de subirse al avión, y no tenía derecho a esperar nada mejor. Era muy infantil quejarse de cómo habían salido las cosas. A Ebenezer le hubiera horrorizado: «Tú has preparado la cama, ahora te tienes que acostar en ella.»

Al final decidió que era mejor pensar como un poli. Estaba en un avión con un montón de criminales. No tenía más que realizar los arrestos y controlar la situación. En ese momento se encontraba a miles de kilómetros de su jurisdicción pero, después de todo, aquellos hombres habían robado un vehículo del aeropuerto de Forks y se sentía autorizado a ser el Largo Brazo de la Ley.

Lo había tenido mucho peor en el Barge On Inn, enfrentándose a hombres en muchos aspectos más formidables que ésos, y había logrado imponerse por la fuerza de su uniforme y su placa.

Clyde se puso en pie y se desperezó, lo que le resultó agradable. Se tocó los dedos de los pies y movió los brazos para activar la circulación y encender el horno interno. Luego avanzó entre los depósitos y el fuselaje, siguiendo la suave curva del cuerpo del Antonov.

El montón de depósitos de combustible terminaba diez o quince metros antes del mamparo que separaba el compartimiento cerrado y aislado de pasajeros. En medio de ese espacio estaba el depósito de toxina, sujeto y encadenado a anillas del suelo. El tractor robado seguía unido a él, orientado hacia popa, con una matrícula de Iowa que en aquel momento resultaba completamente incongruente. Tan fuera de lugar como Clyde.

Un peso tremendo hizo perder el equilibrio a Clyde. Alguien le había agarrado, pero el atacante no había logrado pasar firmemente los brazos alrededor del cuerpo de Clyde, que estuvo a punto de caer de bruces contra el suelo metálico. Los reflejos tomaron el control. Como le habían enseñado varios entrenadores desde que iba a la escuela elemental, descargó el peso sobre el brazo derecho y rodó hasta ponerse de pie. Se volvió y se encontró mirando a Al-Turki a una distancia de unos dos metros.

Al-Turki no se había dejado engañar por Clyde haciéndose el muerto al fondo del avión. A juzgar por la expresión de su rostro aplastado de luchador, le había sorprendido que Clyde hubiese sabido responder a su ataque. No era una sorpresa del todo desagradable. Avanzó y Clyde, instintivamente, adoptó la posición de inicio para luego echar la pierna derecha medio paso atrás y adoptar la posición de paso bajo, ensanchando la base de apoyo en previsión de la embestida de su oponente.

Al-Turki sonrió. Dobló las rodillas, observando pacientemente a su presa, preparando el ataque. Le dijo algo a Clyde, que no le oía. Probablemente fuese algo sobre lucha libre.

Clyde sabía que tendría que moverse con rapidez y decisión. Su oponente le superaba en varios kilos, era más joven y estaba más fuerte. En lucha libre, el peso y la fuerza son los triunfos definitivos y con el tiempo acabarían ganando, a pesar de la gran destreza que Clyde había adquirido luchando toda la vida contra los Dhont. El tiempo estaba de parte de Al-Turki. Incluso de no ser así era probable que llevase pistola y, aunque Clyde esperaba que el tipo no fuese tan estúpido como para disparar en una zona de carga llena de depósitos de combustible y toxina botulínica, tampoco quería tentarlo.

Clyde atacó primero, deseando desesperadamente ser rápido porque sabía que, por efecto combinado de la edad y el frío, se movía muy despacio. Hizo un amago de atacar por la derecha a Al-Turki pero en realidad pasó bajo su brazo izquierdo, se situó a su espalda y, con la pierna derecha, le golpeó la parte posterior de la rodilla izquierda. El impulso y la sorpresa de su oponente le permitieron completar el movimiento y derribarlo. Clyde, que no era un peso pluma, cayó de lleno sobre Al-Turki, pero cuando notó los músculos del oponente bajo el traje presintió de inmediato que tendría pocas posibilidades de retenerle. Dudó si asestarle un golpe de judo que había practicado en su juventud, pero tenía tantas posibilidades de dañar los músculos del cuello de Al-Turki como de abrir a dentelladas el fuselaje del avión.

Al-Turki intentó restablecer su base sobre manos y rodillas, pero Clyde le dio una patada en la pierna derecha. Luego el otro ejecutó una maniobra de huida más o menos a la perfección; casi había escapado al control de Clyde cuando éste, desesperado, golpeó lateralmente al iraquí usando todo su peso y rompiéndole la nariz con el antebrazo. Saltó sangre. Al-Turki movió los labios y Clyde apenas pudo oírle murmurar una exclamación de dolor y sorpresa. Mientras el iraquí seguía conmocionado, Clyde desenfundó la pistola y la lanzó a la oscuridad de la zona de carga; dio vueltas entre los depósitos y desapareció. Una cosa menos de la que preocuparse.

Al-Turki respiró hondo y gritó cuanto pudo pidiendo ayuda. Los dos sabían que era inútil, pero sólo Al-Turki sabía que con los gritos disimulaba otra maniobra: adelantó la mano libre para agarrar los testículos de Clyde, que lo intuyó en el último momento y se giró para apartarse, soltando a Al-Turki, que se aprovechó rápidamente de la situación aplicando una llave al brazo izquierdo de Clyde. Clyde aulló. El dolor de los testículos ya era lo suficientemente horrible. Al-Turki le retorció el brazo, intentando descoyuntárselo.

Sin embargo, la fuerza tremenda de Al-Turki y el bajo peso de Clyde provocaron un resultado inesperado para ambos: Clyde se levantó completamente. Eso le recordó un movimiento que a los Dhont les gustaba hacer cuando se exhibían. Apoyándose contra las piernas y la zona media de Al-Turki, dio una voltereta y enderezó el brazo. Al-Turki todavía le agarraba el izquierdo, pero Clyde tenía el derecho libre, así que le devolvió el favor agarrándole los testículos. Al-Turki le soltó. Clyde se apartó.

Al-Turki seguía moviendo la cabeza, furioso y, pensó Clyde, aterrorizado. «Deberías haberlo previsto, hijo de puta —le dieron ganas de decir a Clyde—. De todos los puebluchos del mundo escogisteis la capital mundial de la lucha libre… Preparasteis la cama, ahora os tenéis que acostar en ella.» Mantuvo los ojos fijos en los de su oponente: regla número uno. Mientras los dos hombres daban vueltas, Al-Turki buscaba un arma o algo similar. Clyde no se atrevió a apartar la vista del iraquí para comprobar qué miraba.

Lo comprendió casi demasiado tarde. Al-Turki se había situado de forma que podía alcanzar sin problema la puerta del mamparo. Clyde le vio prepararse y echar a correr. Le derribó cuando casi había llegado a la puerta y le agarró las piernas, haciendo que la cara de Al-Turki golpease el suelo. Se deslizaron unos pasos y golpearon el mamparo; Clyde rezaba para que el golpe no hubiese sido suficiente para alertar a los otros iraquíes. Saltó a la espalda de Al-Turki y tomó el control, pero no antes de que el iraquí se hubiese apoyado en rodillas y manos. Al-Turki paró un momento para recuperar fuerzas antes de saltar del suelo en otra maniobra de huida bien ejecutada. De haber sido tan fuerte y corpulento como Al-Turki, Clyde podría haberle retenido, pero el otro era demasiado fuerte, así que acabó de rodillas detrás del iraquí que seguía de pie, con los brazos apretados alrededor de su cintura.

Al-Turki se estiró hacia la palanca de la puerta. Clyde logró hacerle retroceder medio paso para que no pudiese agarrarla. Al-Turki le retorció un pulgar.

Clyde sabía que no podría retenerle más de tres segundos.

Recordó una maniobra puente que Dick Dhont había usado en una ocasión para no soltarlo.

Se afianzó sobre los pies y tiró hacia arriba, elevando al iraquí en el aire con la cara hundida entre sus omóplatos. Al mismo tiempo, dobló la espalda todo lo posible, hacia atrás, formando una especie de herradura. La cabeza de Al-Turki fue directamente hacia el suelo como una pelota lanzada contra la línea de meta, y sus piernas volaron.

El desequilibro los echó atrás a ambos y el peso de Clyde se sumó a la fuerza con la que la cabeza de Al-Turki golpeó el suelo.

Durante un momento formaron un arco: los pies de Clyde firmemente plantados en un extremo y la cabeza de Al-Turki al otro. Todos los músculos del cuerpo de Al-Turki se relajaron de pronto y el arco se derrumbó. Clyde acabó tendido de espaldas con el otro encima. Lo giró para tenderlo sobre el estómago y le sujetó las muñecas con unas esposas de plástico que se había metido en el bolsillo antes de salir del coche patrulla. Luego hizo lo mismo con los tobillos. Arrastró a Al-Turki hasta los depósitos de combustible, donde no pudieran verle desde la puerta del mamparo, le unió tobillos y muñecas y luego, para estar más seguro, lo ató a su vez a un pesado aro de hierro fijado al suelo. Realmente no esperaba que Al-Turki despertara, pero no tenía sentido hacer las cosas a medias. Repasó los bolsillos del iraquí y encontró varios pasaportes y otras cosas, pero ningún cuchillo con el que pudiese soltarse.

Las pelotas le dolían tanto que estaba al borde del vómito y tenía al menos dos dedos rotos. Clyde se acordó de una vez que Dan Dhont había corrido casi diez kilómetros hasta urgencias tras sufrir un accidente especialmente atroz con una sierra, encontrando fuerzas para ignorar el dolor. De todas formas, el frío le tenía medio anestesiado.

El cable eléctrico que iba del compartimiento del pasaje hasta el explosivo del depósito era un simple cable de lámpara. Clyde se lo enrolló tres veces alrededor de la mano y lo arrancó de un tirón.

En el avión quedaban cinco rusos y tres iraquíes. Los rusos eran malos, pero Clyde sabía bien que no estaban dispuestos a morir. Por otra parte, era posible que alguno de los iraquíes estuviese dispuesto a dar la vida por la misión. Sólo sabía que no podía entrar y asaltarlos a todos a la vez.

Tarde o temprano alguien más saldría por esa puerta. Para el caso de que fuese un ruso, Clyde se sacó un formulario de multa del bolsillo, le robó un bolígrafo a Al-Turki y dibujó la caricatura de una bomba: varios cartuchos de dinamita unidos a un despertador. Por si era iraquí, Clyde rebuscó en las cajas y armarios donde la tripulación almacenaba las piezas de recambio y acabó dando con una tubería de hierro de medio metro de largo. No era Excalibur, pero probablemente le ahorraría otro combate de lucha libre.

El primero que salió por la puerta, veinte minutos más tarde, era ruso. Clyde cerró la puerta de una patada para bloquearle la retirada y luego sopesó la tubería a modo de advertencia. El ruso se mostró adecuadamente conmocionado al ver a Clyde con vida y, a continuación, profundamente impresionado.

Clyde le mostró el dibujo de la bomba. El hombre arqueó las cejas.

Luego, al darse cuenta de que la opción del palo y la zanahoria podía ser todavía mejor, Clyde sacó el bolígrafo y añadió algo más: un enorme símbolo de dólar. Se lo pasó al ruso y dijo:

—Vitaly.

Como respuesta, el hombre se arremangó unos centímetros y le enseñó la muñeca. Tenía un hematoma alrededor, evidentemente producido por unas esposas que acababan de quitarle.

Así que todos los rusos estaban esposados excepto los que mandaban a algún recado.

—Clyde —dijo Clyde, señalándose.

—Boris —gritó el tripulante.

Clyde le hizo un gesto a Boris para que lo siguiera hasta los armarios de los que había sacado la tubería y encontró otra. Se la pasó a Boris, que casi la dejó caer de la sorpresa. Miró inquisitivamente a Clyde.

Tovarisch? —gritó Clyde.

Da —dijo Boris.

—Vamos a bailar —dijo Clyde, y le indicó a Boris que fuese delante porque tampoco confiaba demasiado en él.

Boris le hizo un gesto y señaló el bolígrafo. Clyde se lo entregó y el otro le dibujó un plano del compartimiento de pasajeros con cuadraditos que representaban a sus ocupantes.

—Ruso, ruso, ruso, iraquí, ruso, iraquí, iraquí —dijo. Luego señaló al último iraquí y formó una pistola con la mano.

—Vale, ése es mío —dijo Clyde, señalándose a sí mismo—. Tú te ocupas de los otros dos.

La puerta del mamparo daba a una escalera metálica muy empinada. La brillante luz del sol entraba por las ventanillas del compartimiento de pasajeros, situado arriba. Boris fue delante, acercándose al pie de la escalera con la tubería oculta en la manga, y miró. Luego le hizo un gesto a Clyde; ninguno de los iraquíes los había oído entrar.

Clyde ya no soportaba más la espera, así que subió los escalones de tres en tres y entró en el compartimiento del pasaje. El jefe de los iraquíes estaba sentado delante, más cerca de la puerta de la carlinga, para poder vigilar a Vitaly, a cuatro pasos de Clyde. Y Clyde ya había salvado la mitad de esa distancia antes de que alzase la vista. Había pasado mucho tiempo en el Barge On Inn, dando porrazos en la cabeza a mucha gente peligrosa, para saber que si usaba la barra como un bate de béisbol, el hombre la vería venir y la esquivaría o la bloquearía. Así que se abalanzó lanzando el extremo de la tubería hacia la cara del iraquí como si fuese la punta de una espada y le dio tal golpe en la sien que la cabeza le rebotó contra el mamparo. No quedó inconsciente, pero sí lo suficientemente atontado como para que Clyde pudiera darle en la cabeza una vez más.

Se volvió para ver a uno de los doctores iraquíes tendido en el pasillo y al otro en posición fetal, todavía en el asiento, sobre el que Boris descargaba un golpe tras otro. Daba la impresión de que Boris era bastante vengativo; o quizás había decidido que le convenía demostrar su lealtad al bando de Clyde.

Clyde le confiscó la pistola al jefe iraquí y lo esposó. Luego esposó a los doctores y dejó que Boris se preocupase de soltar a sus camaradas. Abrió la cabina del piloto y la intensidad de la luz que llegaba por encima de los hombros de Vitaly casi le derribó.

—¡Clyde, mi buen amigo! —dijo Vitaly—. Me alegro muchísimo de verte sano. Lamento mucho que mis tripulantes no supiesen guardar el secreto. Pero los iraquíes sospechaban de esos dos misteriosos contrabandistas que habían venido con la tormenta y fueron muy persuasivos.

Clyde conocía bien a la gente como Vitaly; la arrestaba continuamente, y sabía que no tenía sentido intentar demostrar su culpabilidad. Vitaly tendría tantas excusas plausibles como necesitara, como reactores esperando turno para despegar en el aeropuerto O’Hare un día de Acción de Gracias con niebla.

—Hablando de ser persuasivo —dijo Clyde—, puedes escoger entre seguir pilotando esta lata y volar por los aires, o aterrizar y obtener una buena recompensa de mi Gobierno. Tú decides.

Vitaly desaceleró e inició la maniobra para que el Antonov virara.

—No muy lejos hay una base aérea de Canadá con una pista preciosa —dijo—. ¿Has pillado a los cuatro iraquíes?

—A los cuatro.

—Bien —dijo Vitaly—. Vamos a poner un poco de música. —Alzó la mano y pulsó el interruptor de un estéreo de coche que habían instalado en el Antonov. Sonó un CD de Jane’s Addiction, «Been Caught Stealing», estupendamente a pesar del ruido del motor. Los rusos habían convertido el Antonov en el estéreo portátil más grande del mundo—. ¿Has probado el jerez de Crimea? —le preguntó a gritos Vitaly.

Ya era avanzada la tarde y el sol se hundió en el horizonte en cuestión de segundos en cuanto el Antonov perdió altitud. En el cielo que los rodeaba aparecieron fantasmales luces azules; Vitaly las identificó como estelas de cazas enviados como escolta.

Quince minutos más tarde vieron la larga pista de la base canadiense, como una ristra de diamantes sobre terciopelo negro, y Vitaly hizo descender el Antonov, apartando de vez en cuando la vista de la pista para encender otro cigarrillo o para beber de su taza cerrada llena de jerez de Crimea. El Antonov aterrizó con mucha más suavidad de lo que había despegado. Pero cuando Vitaly pisó el freno la agitación de los depósitos de combustible fue mucho peor y el avión se balanceó violentamente de un lado a otro al menos una docena de veces antes de parar; se oían tremendos chasquidos de metal retorciéndose a pesar de las dos mamparas que había entre la cabina y la zona de carga.

Los dirigieron a la zona de aparcamiento. Los enfocaron con potentes focos y les dijeron que permaneciesen en el avión. Lo hicieron, durante unos tres minutos; a continuación uno de los tripulantes anunció que las tuberías de la zona de carga se habían roto y que el avión se llenaba rápidamente de combustible. Así que llevaron al grupo a la pista.

Clyde miró el reloj. Faltaban varias horas para que estallase la bomba de Fazoul. Cuando todos los rusos y sus cigarrillos encendidos se hubieron alejado del avión, subió al montón de tuberías y depósitos, que se había derrumbado parcialmente, evitando los ríos de combustible, y echó un vistazo a la bomba. Vio los cables que Fazoul le había dicho que cortase. Acercó los alicates y se detuvo. A veces cortar los cables hace saltar chispas, y en aquellas circunstancias una chispa hubiera sido fatal.

Así que sacó el bloque de explosivo plástico del hueco donde Fazoul lo había metido, rompió la cinta aislante que mantenía fijo el temporizador y, luego, simplemente, se llevó la bomba, teniendo cuidado de no darle al interruptor rojo. Bajó con cuidado del montón de depósitos, porque no quería resbalar en las barras húmedas de combustible, y salió del avión.

Fuera hacía un frío increíble. A los rusos no se los veía por ninguna parte; aparentemente los canadienses se los habían llevado y Clyde se encontraba extrañamente solo.

Un reactor pequeño aterrizó en una pista cercana. Llevaba el emblema del Gobierno de Estados Unidos. Mirando al cielo nocturno despejado, Clyde vio las luces de aterrizaje de más aviones que descendían detrás del primero.

El Gulfstream fue hasta la zona de aparcamiento, manteniéndose a una prudente distancia del Antonov. Clyde corrió hacia él; debía de hacer calor dentro. Cuando llegó la puerta estaba abierta y la escalerilla bajada y una figura familiar estaba de pie en tierra, intentando encender un cigarrillo, maldiciendo el frío.

—Ayudante —dijo Hennessey—, está fuera de su jurisdicción. Pero prometo no contárselo a nadie.

—¿Tiene algún experto en bombas? —dijo Clyde, mostrándole el explosivo.

Hennessey lo miró y alzó las cejas.

—Tenemos todos los expertos conocidos por el Gobierno de Estados Unidos y el de Canadá —dijo, señalando el tren de reactores que esperaban turno entre las estrellas. Un C-130 de las Fuerzas Aéreas aterrizó y vieron cómo frenaba y se acercaba—. ¿Ves, Clyde? Resulta asombrosa la capacidad de organización heroica que sabe demostrar nuestro Gobierno… siempre y cuando estés dispuesto a esperar a que sea demasiado tarde.