CAPÍTULO 19
Julio
Habían clavado en el suelo, en los bordes del camino de curvas que llevaba hasta el Club de Campo y Golf de Wapsipinicon, banderitas estadounidenses, muchas de las cuales ya se habían torcido debido al viento que aullaba sobre la pradera. Las banderas de plástico emitían una vibración quebradiza bajo el viento que las azotaba. Clyde tomó la última curva y vio a tres hombres muy elegantes, con traje negro y pajarita. Aquello le hizo vacilar; levantó el pie del acelerador y la transmisión de la ranchera emitió un silbido y un gemido en cuanto algunos litros de fluido hidráulico buscaron un lugar al que ir.
—¿Qué pasa, cariño? —dijo Desiree. Tenía la cara morena y adorable; se había pasado el último fin de semana con la Guardia Nacional, corriendo bajo el sol en simulacros de guerra química. El uniforme militar le tapaba los brazos, la espalda y los espléndidos deltoides Dhont, y al ponerse el vestido de tirantes se había quejado de su palidez incongruente; aunque Clyde opinaba que tenía un aspecto maravilloso. Pero jamás se hubiese atrevido a decirle que estaba todavía más encantadora con el uniforme de combate. Algo en el cuerpo de Desiree enfundado en metros de tela de camuflaje le ponía al máximo; el verde y el marrón destacaban los reflejos de sus ojos avellana.
—Vamos a decir que Maggie está enferma —dijo Clyde, mirando con esperanza hacia el asiento trasero. Treinta segundos antes de salir de casa Maggie había vomitado sobre la charretera del mejor uniforme de sheriff de Clyde y, a pesar de que lo habían limpiado casi del todo, las misteriosas proteínas se habían solidificado dándole un lustre diferente. Pero Desiree había declarado que era un episodio de vómito normal, una señal de buena salud y, efectivamente, Maggie estaba, desgraciadamente, sonrosada y feliz.
—No es más que una barbacoa.
Clyde miró por el retrovisor. No vio casi nada más que un Lincoln Town Car azul marino, al volante del cual iba Bob Jenkins, de Bob Jenkins Lincoln Mercury, que se detuvo detrás de él. Reconoció el Coche de la Muerte y se volvió animadamente hacia su esposa, que llevaba un peinado nuevo; Clyde lo sabía porque la mujer se movía con rigidez, como si un terrorista loco le hubiese encajado tubos de nitroglicerina en la permanente.
—En California tienen muchos de éstos —dijo Desiree—. Son aparcacoches. No tenemos más que salir y ellos lo aparcarán.
—Sé lo que son —dijo Clyde sombrío.
—Entonces, ¿por qué retienes a los Jenkins? ¿No quieres que Rick Morgan conduzca el coche?
—No.
—¿Te has olvidado algo en casa?
Rick Morgan, poniéndose derecha la pajarita, le miró a los ojos; estaba atrapado.
—Hola, Clyde. ¡Así que tú eres el que compró el Coche de la Muerte!
—Supongo que sí —dijo Clyde, bajando. Desiree ya estaba ocupada en el asiento trasero, liberando la unidad del bebé de la estación base.
—Bien, lo trataremos con cuidado —dijo Rick Morgan, sentándose en el asiento del conductor como si fuese el propietario del vehículo.
—Sale bastante bien en primera porque el viejo cuatro sesenta tiene un buen par de torsión, así que saldrá disparado en cuanto le des al acelerador —dijo Clyde—, y luego se nivelará muy rápido.
—Vale, Clyde —dijo Rick Morgan, fingiéndose sobresaltado y consternado.
Clyde cerró la portezuela.
—Te habrás dado cuenta de que no he dado un portazo —dijo Clyde—. Es por una razón. Se debe a que la portezuela es tan pesada que adquiere un tremendo impulso propio.
—Te escucho alto y claro, Clyde —dijo Rick Morgan y aceleró en exceso. La ranchera se encabritó y salió disparada. Clyde se imaginó que podía oír cómo el fluido de transmisión se convertía en vapor y rompía las válvulas. Pero ya era demasiado tarde. Desiree estaba de pie sosteniendo a la niña en la cadera, esperando (como acabó comprendiendo Clyde) a que él le ofreciese el brazo. Así lo hizo y guió a Desiree hasta la puerta.
—Vote a Banks —le murmuró Clyde, mientras entraba, a otro tipo con pajarita, agarrando él la puerta a pesar de que se la sostenía para que entrase. La idea de que hombres perfectamente capaces necesitasen sirvientes para que les abriesen las puertas no le cabía en la cabeza.
El club de campo se había construido durante una época arquitectónica que Clyde vagamente recordaba como el periodo Losas de Piedra. Mientras atravesaba el suelo del club, en su cabeza sonaba el tema de Los Picapiedra y tuvo que controlarse con todas sus fuerzas para no ponerse a tararearlo.
La zona estaba llena de mesas bajas y sofás. Había algunas personas, en su mayoría ancianos y mujeres con peinados llamativos, o posiblemente fuesen pelucas, que no podían exponer al viento del exterior. La pared posterior de la estancia estaba formada por cristaleras que daban a un enorme patio de losas de piedra con una piscina a un lado y una vista del campo de golf. Un asador cilíndrico humeaba, controlado por un joven tomado en préstamo al restaurante Hickory Pit, y unas docenas de republicanos hacían corrillos bebiendo lo que Clyde supuso que debían de ser cócteles mientras intentaban esquivar los largos penachos de humo que surgían del asador e iban cambiando de dirección con el viento… como prisioneros fugados que intentasen mantenerse lejos de los focos de la prisión. Muchos kilómetros al oeste se alzaba un hermoso frente tormentoso de vientre violeta, con la parte superior de un color melocotón incandescente y magenta. Pronto el sol se hundiría tras esas nubes, cercenando prematuramente el día.
Clyde vio la siguiente hora de su vida perfectamente trazada como si estuviese apuntada en la pizarra de tareas del Departamento del Sheriff. Andaría por ahí y se relacionaría con incomodidad. Todos mirarían a Desiree y al bebé. La niña tendría hambre al cabo de unos cuarenta y cinco minutos. Desiree la llevaría dentro, se sentaría en un sofá, justo delante de una vieja dama republicana con peluca azul y, así de simple, se sacaría una teta y le daría de comer. La vieja dama republicana no diría nada, pero habría repercusiones igualmente y Terry Stone no tardaría en mantener una conversación de hombre a hombre con Clyde para decirle que alguien esperaba una disculpa. Desiree se negaría a disculparse, por lo que Clyde lo haría en su nombre y dicha persona quedaría satisfecha… seguiría enfadada, pero enfadada con Clyde… y Desiree se enfadaría con él por haberse disculpado y Terry Stonefield también se enfadaría con Clyde por no haber llevado mejor las cosas.
En aquella situación, lo apropiado era que se tomase una copa. Así que fue hasta el bar del rincón.
Desde allí vio otro rincón donde John Stonefield y Ebenezer cebaban en silencio con grandes marañas de tabaco las cazoletas de sus pipas. Junto a ellos, con un combinado en la mano, hablando mucho pero sin obtener respuesta, estaba el hijo de John Stonefield, Terry, presidente del Comité Republicano del condado de Forks, presidente de la junta de varios venerables negocios de la zona de Forks, a temporadas senador del estado, candidato a gobernador y, en dos ocasiones, congresista de Estados Unidos. Era rechoncho pero delicado e iba vestido con una chaqueta azul, pantalón caqui y una corbata con un estampado de barras y estrellas.
Cuando Clyde consiguió su bebida —una botella de Steinhoffer Pilsner— Terry se había girado, le había visto y le había llamado. Apretones de manos para todos. Ni John Stonefield ni Ebenezer habían dicho nada todavía, ni en todo el día por lo que a Clyde le parecía.
Clyde no estaba seguro de cuándo John y Ebenezer habían empezado a jugar juntos al golf, pero no dedicaba muchos esfuerzos a intentar deducirlo. Se había dado cuenta de que los ancianos eran mucho más interesantes y complejos de lo que había creído de joven y no había forma de saber qué conexiones y maquinaciones secretas podrían estar tramando. Ebenezer había perdido a un yerno (el padre de Clyde) y John había perdido a un hijo: el mayor, su chico de pelo rubio y aparente heredero, había sido derribado sobre Corea y no le habían encontrado. Pero Clyde sabía, por pequeños retazos de información que se filtraban por aquí y por allá, que John había contado a Ebenezer muchos secretos sobre la familia Stonefield, las peculiaridades y defectos de sus miembros y el funcionamiento interno de su imperio empresarial.
Nada de lo cual era probable que impresionase a Ebenezer. Ebenezer era de los tipos que hablaban claro y siempre hacían tratos abiertamente. En su opinión, cualquier transacción más compleja que, digamos, pedir un plato de huevos revueltos en el mostrador de desayunos de Hy-Vee, y cualquier relación más compleja que un matrimonio de por vida totalmente monógamo pertenecía a la amplia e imprecisa categoría de las «tropelías». Había hecho saber, una o dos veces a lo largo de los años, que la familia Stonefield, en los años de decadencia, desde que el hermano mayor de Terry cayera envuelto en llamas y John hubiese dejado los negocios en manos de Terry y se hubiera retirado para vivir en soledad, se había entregado a gran cantidad de tropelías. Siempre lo decía con expresión de arrepentimiento, como si no quisiera que pareciese que los estaba juzgando. Pero a lo largo de los años Clyde había sido juzgado muchas veces por Ebenezer, habitualmente para acabar siendo azotado con un cinturón o un palo, y por tanto sabía que Ebenezer, ocultas en alguna parte, tenía sólidas convicciones.
John Stonefield pasaba casi todo el tiempo en una granja junto al río, en las afueras de Wapsipinicon, leyendo ridículos periódicos que le enviaban desde lugares como Londres y saliendo de allí sólo para jugar al golf con Ebenezer. Pero de vez en cuando se reunía con Terry y el resto de su familia y durante sus conversaciones había mencionado a la familia Banks. Clyde había llegado a esa conclusión porque, un día, a finales de 1989, Terry Stonefield, que jamás le había reconocido entre la multitud, le había invitado de pronto a almorzar y había dejado claro que sabía mucho sobre Clyde Banks y sobre su situación familiar y profesional. Todo el majestuoso poder del Partido Republicano de Forks apoyaría a Clyde Banks si decidía presentarse.
Por tanto, cuando Clyde se acercó al rincón donde estaban Ebenezer y el joven y el viejo Stonefield, se sintió como la última pieza de un rompecabezas que aquellos hombres habían estado montando durante meses o incluso años. No hacía falta ser un genio para deducir la razón; el titular Mullowney era un mal hombre y un mal sheriff. Por otra parte, el trabajo de sheriff tenía prestigio y mucho poder asociado, buena parte del cual era de naturaleza extraoficial y táctica. A cualquiera le hubiese gustado tener un pariente, o un amigo de un amigo, que fuese sheriff de Forks.
—Miren esos cumulonimbos —dijo Clyde, agitando la cabeza. Los cuatro hombres miraron por la ventana, valorando el frente tormentoso que se aproximaba.
—Deben de estar a unos dieciocho kilómetros —dijo Ebenezer.
—¿Cómo va la campaña, Clyde? —preguntó Terry animadamente.
Clyde no dijo nada, calculando que la respuesta sincera no podía dársela en presencia de John y Ebenezer.
—He visto unas cuantas pegatinas por ahí. Supongo que eso significa que contactaste sin problemas con Publicidad Jabalí.
—Sin problema —dijo Clyde.
—Siempre miro por la ventana esperando verte acercarte a mi puerta, Clyde —dijo John Stonefield.
—¿De qué demonios hablas? —preguntó Ebenezer.
—Bien, dijo que llamaría a todas las puertas de Forks. Todavía no ha llamado a la mía, a menos que lo haya hecho cuando yo no estaba en casa.
—Supuse que le vería algún domingo, señor —dijo Clyde.
—¿Y eso?
—Pensé que podría unirme a usted y al abuelo para jugar al golf, si no hay inconveniente —dijo Clyde.
—¿Has practicado tu swing? —dijo John Stonefield sombrío.
—No he ido al campo desde el Día del Padre. Pero he estado visualizando un buen golpe. Dicen que eso es efectivo.
John y Ebenezer intercambiaron una breve mirada de póquer y se concentraron en cebar y encender las pipas. Era su forma de decir que ambos comprendían que Clyde los había elogiado al empezar a seguirles la corriente.
—¿Te sirve para ganar las elecciones? —dijo Ebenezer.
Tras lo cual John y Ebenezer se volvieron aun menos comunicativos de lo habitual, aparentemente siguiendo la teoría de que lo que tuviesen que decir a Clyde podrían decírselo el domingo cuando no estuviesen regañándole por su falta de destreza para el golf. Dado el cambio de humor, Terry y Clyde se marcharon, regresando al centro de la acción.
Clyde sintió que había muchísimos deseosos de presentarse y dar la mano a Terry, pero que se contenían para no interrumpir alguna sesión improvisada de alto nivel sobre el funcionamiento interno de la campaña para el cargo de sheriff. Clyde, que no estaba dispuesto a incomodar a ese tipo de gente, decidió que transmitiría lo que quería decir tan rápido como pudiera.
—Ayer fui a la cárcel —dijo.
—¿A la cárcel? ¿Qué hacías allí? —dijo Terry con seriedad.
—Fui por trabajo —dijo Clyde.
Terry parecía ligeramente irritado.
—Oh, sí. Claro.
Clyde odiaba trabajar en la cárcel y sabía que el sheriff Mullowney le había dado muchos turnos en la cárcel simplemente para hostigarle, pero Ebenezer le había enseñado a no lloriquear. Así que se saltó esa parte.
—Hablé con Mark Becker.
—¿Quién es Mark Becker? —dijo Terry, de pronto intrigado por la idea de añadir un nombre más a su agenda mental de personas con influencia entre bastidores.
—Uno de los prisioneros —dijo Clyde.
Terry torció la cara despreciativo y apartó la vista. Cuando volvió a mirarle, tenía una expresión de resignada decepción paternalista.
—Bien, ¿por qué hablabas con alguien así?
—Cuando estoy en la cárcel —dijo Clyde a la defensiva—, no puedo evitar hablar con los prisioneros. Por lo general, ellos me hablan a mí. —La charla de la cárcel hacía que lo que se decía en el vestuario de un instituto pareciese un programa de debate de alto nivel—. Pero eso no importa. Mark dijo que estaba en West Lincoln recogiendo basura, cumpliendo servicios comunitarios…
—Espera un segundo, Clyde. Vamos a ver si nos aclaramos. ¿Qué hacía en la cárcel si ya le habían sentenciado a servicios comunitarios?
—Los servicios comunitarios los cumplió la semana pasada por una infracción anterior. Luego le arresté por escándalo, hace un par de noches. Probablemente le manden a la cárcel.
—Oh, comprendo. ¡Así que Mark Becker es un criminal profesional! —dijo Terry, indignado.
—Eso sería concederle demasiado crédito —dijo Clyde—. Si le dijese a Mark Becker que tiene una profesión, probablemente dejaría de ser un criminal y se dedicaría a otra cosa.
—Bien, ¿qué te dijo Mark Becker, Clyde? —dijo Terry mirando con atención a todas las personas que querían interrumpir la conversación, logrando, de alguna forma, dedicar a todas ellas una sonrisa cálida y algo de atención. Cosa que puso nervioso a Clyde, por lo que lo soltó todo en torrente.
—Dijo que el cincuenta por ciento de la basura que recogía en Lincoln eran pegatinas para guardabarros de «Vote a Banks». Dijo que recogió sacos enteros.
—Da la impresión de que a un camión se le cayó una caja —dijo Terry Stonefield.
—No, eran usadas, sin el papel encerado. Eran pegatinas que yo mismo había repartido en la iglesia, por el vecindario y demás, y la gente las había pegado al coche y se les había caído con la lluvia de la semana pasada.
Terry Stonefield lo pensó un momento y luego se echó a reír nerviosamente. Tenía una expresión de diversión en la cara y Clyde presentía que iba a tomarse la situación a la ligera. Clyde comprendió que era hora de sacar el as de la manga, de usar su cri de coeur.
—Mark Becker me dijo —dijo Clyde— que vio un remolino en la mediana de Lincoln, un remolino de pegatinas de Clyde Banks.
Terry adoptó de pronto su Expresión Seria. Se acercó a Clyde.
—Clyde, ¿has intentado llamar a Publicidad Jabalí?
—Han desconectado el teléfono —dijo Clyde—. La compañía telefónica de Little Rock dice que dejaron de pagar.
Terry lo meditó e hizo una mueca.
—¿Cómo pagaste por esas malditas pegatinas?
—Con la tarjeta de crédito de Desiree.
Terry se alegró.
—¿Por casualidad es una tarjeta del Primer Banco Nacional de NishWap?
—Claro que sí.
—Bien, entonces no hay problema. Tienen una política para esos casos.
—¿Política?
—Si con esa tarjeta compras cualquier cosa defectuosa, robada, que el tipo de UPS deja caer del camión, destrozada por un rayo o cualquier otro acto de Dios… te devuelven todo el dinero. Ha sido un placer hablar contigo, Clyde —dijo Terry Stonefield, y le dio a Clyde la mano con su izquierda mientras hacía lo mismo con otra persona usando la derecha.
Clyde regresó junto a Desiree justo a tiempo; estaba metiéndose la mano bajo la blusa, dispuesta a sacar la teta en medio de la sala. Clyde se hizo con Maggie con todo cuidado, buscó el biberón en la bolsa y la subió por una escalera abierta hasta un entresuelo asomado a la planta baja y el patio. Él y Maggie eran los únicos presentes allá arriba, y de inmediato Clyde se sintió más tranquilo mirando a los republicanos desde una distancia saludable.
Maggie se le durmió en brazos; pasó el tiempo; Desiree subió y admitió que ya sería aceptable irse. Las inmensas nubes tormentosas se alzaban altas sobre las colinas cubiertas de maíz de dos metros y medio, moviéndose como pesadas armas de destrucción lanzando rayos en todas direcciones, cayendo despiadadamente sobre los hogares de un cuarto de millón de dólares que bordeaban el campo de golf.