CAPÍTULO 40

Noviembre

Era el dos de noviembre, el viernes previo a las elecciones. A las cinco en punto de la mañana, Desiree había llamado desde Fort Riley, completamente despierta y muy seria. Desde las altas esferas se habían ido filtrando las órdenes, ampliándose y ramificándose por la cadena de mando, y la noche antes había sabido por su oficial superior que su división, la Vigésimo Cuarta de Infantería Mecanizada, iba a ir a Arabia Saudita a hacer morder el polvo a las legiones de Saddam. Había pasado toda la noche intentando hablar con Clyde para comunicarle la noticia, pero todas las líneas de larga distancia desde Fort Riley habían estado ocupadas.

Clyde se había pasado el día mareado y confundido. Mucha gente le pitaba mientras recorría Wapsipinicon en el Coche de la Muerte; sólo comprendió la razón cuando miró el velocímetro y se dio cuenta de que iba a veinte por hora. Los amplios flancos de la ranchera estaban adornados con pegatinas de «Vote a Banks» y suponía que crear un atasco no estaba mejorando su ya desesperada situación en los sondeos. Así que se metió en un McDonald’s, pidió un café grande y se quemó la boca intentando volver a la realidad. Apagó la radio, que de todas formas no decía nada del inminente envío de tropas… sólo repetían interminablemente el discurso de George Bush el día anterior, en el que cargaba contra los «indignos actos de barbarie» de los soldados iraquíes. Respiró hondo un par de veces, volvió a meterle el chupete a Maggie en la boca y luego se obligó a entrar en Wapsipinicon a un ritmo algo más rápido. Al ganar velocidad, el viento agitó los carteles de campaña, que vibraron alarmantemente.

Pararon en el amplio aparcamiento de la iglesia metodista universitaria… una base crucial de datos estratégicos de espionaje. Clyde escogió un hueco cercano a la calle, porque supuso que no le perjudicaría que el vehículo oficial de la campaña de Banks estuviese aparcado en una iglesia, y un viernes nada menos. Uno o dos republicanos anónimos hicieron sonar la bocina al verle y le saludaron mientras soltaba a Maggie del módulo de transporte y encajaba su cuerpecito vestido de rosa en la mochila. Se dio la vuelta camino de la entrada de la iglesia. Era una fría mañana de otoño, pero todavía tenía la sensación de estar nadando en jarabe. Estaba sucediendo lo que más temía desde comienzos de agosto. Desiree se iba al Golfo.

La Brigada Hola trabajaba en una oficina cedida por la iglesia metodista, que era una iglesia grande con mucho espacio de oficinas que prestar. El olor del ala administrativa de la iglesia, especialmente eclesiástico, devolvió a Clyde a su niñez; era como si en todas las iglesias, o al menos en las protestantes, empleasen la misma marca de desinfectante. Al fondo del presbiterio oía al organista practicando, tocando escalas de graves con los pedales. Pasó rápidamente junto al despacho parroquial, para evitar toparse con un pastor y acabar atrapado en un proceso de socialización de los que antes solía evitar pero que se habían vuelto obligatorios desde que era candidato. Al final llegó a una puerta decorada con fotografías de estudiantes extranjeros de todas las formas y colores, recortadas para formar un collage que decía: «Brigada Hola.»

—Bien, hola, Clyde, qué puntual esta mañana —dijo la señora Carruthers—. ¿Qué puede hacer por ti la Brigada Hola?

—Tengo entendido que tienen ustedes un acuerdo con la esposa del decano Knightly para recibir información sobre todos los estudiantes extranjeros que llegan a la ciudad.

—Así es. Parte de nuestra misión es asegurarnos de que dentro de las primeras veinticuatro horas desde su llegada a Wapsipinicon todos los visitantes extranjeros sean recibidos por un miembro de la brigada, que les entrega una cesta de comida y el paquete BMW.

—¿El paquete BMW?

—Bienvenido a la Maravillosa Wapsi. Contiene mapas, números de teléfono, cupones y otras cosas que los ayudan a adaptarse a su nuevo hogar.

—Señora, ¿llevan el registro de qué estudiantes llegaron a la ciudad y en qué fecha?

La señora Carruthers se lo pensó.

—Bien, recibimos las notificaciones de Sonia Knightly… Normalmente nos las envía por fax o entrega la lista en persona. Y creo que las tenemos archivadas.

Abrió un cajón de un pesado archivador gris buque de guerra y repasó su contenido un rato, sin demasiado convencimiento. Maggie molestaba hasta el punto de impedir más charlas, así que Clyde la llevó pasillo abajo hasta la guardería y le cambió el pañal.

Cuando volvió, la señora Carruthers había sacado algunas carpetas e iba extendiendo sobre la mesa faxes arrugados y notas escritas a mano.

—¿Estás interesado en alguna época en concreto?

—Mediados de julio de este año.

—Oh. No es una época muy habitual para la llegada de nuevos alumnos… Normalmente llegan una semana antes del inicio del semestre, en agosto.

—Estoy seguro, señora.

Escogió una nota escrita a mano en papel de la UIO.

—Es la letra de Sonia. No tiene fecha. Pero no la había visto antes… Roger y yo estuvimos de vacaciones a mediados de julio.

Clyde examinó la nota un momento.

—Esto es lo que buscaba —dijo—. ¿Puedo llevármela?

La señora Carruthers se mostró acongojada y se llevó una mano al pecho.

—¿Qué pasa, señora?

—Bien, es que, como ya he dicho, no estaba aquí cuando llegaron esos estudiantes, y me temo que se colaron por las grietas.

—¿Grietas?

—No recuerdo haberles asignado una familia de acogida a esos pobres chicos. Creo que no recibieron la visita de la brigada.

—Señora Carruthers, es curioso que lo comente.

—¿Curioso en qué sentido?

—Como puede que sepa, en los últimos meses he tomado la decisión de dedicar parte de mi vida a acercarme a nuestros visitantes de Oriente Medio.

—¡Sí, el decano Knightly me lo contó! —dijo la señora Carruthers. Se le iluminó la cara. Luego otra idea se le pasó por la cabeza y volvió a mostrarse acongojada.

Clyde tenía que forzar su cerebro estresado y preocupado para mantenerse a la altura de todas las ideas dispersas que pasaban por la cabeza de la señora Carruthers. Finalmente lo entendió: como desconocía la razón de la visita de Clyde, había sumado dos y dos y había obtenido cinco: creía que estaba allí para reprocharle el no haber enviado en julio a la brigada a visitar a esos personajes.

Habiendo deducido todo eso y apreciando en la cara de la señora Carruthers las señales de un inminente ataque de nervios, sólo le quedaba una opción:

—Señora, me pregunto si me permitiría tomar bajo mi protección a esos recién llegados y actuar en su caso como representante de la Brigada Hola.

La señora Carruthers por poco se desmaya del alivio y momentáneamente pareció que sufría un fallo del oído interno.

—¿Desiree y tú seríais tan amables…? —susurró.

—Oh, no es ninguna molestia, señora Carruthers.

Seguía escéptica. Ningún ser humano era tan generoso de espíritu, y tardó varios minutos en convencerse. Pero al final se lo tragó; tras rebuscar las llaves en el bolso, abrió un armario situado al fondo de la oficina y entregó a Clyde los símbolos de autoridad de la brigada: una cesta de comida, en su mayoría cubos de queso ahumado recubiertos de cera, y el muy importante paquete BMW. Clyde tuvo que esperar varios minutos a que la señora Carruthers escribiese a mano una carta de disculpa por haberlos descuidado durante tanto tiempo; mientras lo hacía, él se llevó a Maggie a la guardería, le volvió a cambiar el pañal y le dejó saborear todos los juguetes.

—¿Tiene la dirección de estos caballeros? —dijo despreocupadamente cuando volvió.

—Ahora mismo hablaba con la señora Knightly sobre eso —dijo, y le pasó un trozo de papel con el dato crucial escrito con una letra perfecta. Clyde ya podía ver mentalmente la casa; había llamado a su puerta cuatro meses antes, como parte de su campaña, y se había encontrado con una familia de indios que esperaban el camión de la mudanza reunidos en el salón en medio de montones de cajas de vídeos y lavadoras.

Era una casa de dos pisos situada en un vecindario de prósperas residencias de dos pisos. Clyde se aseguró de que todas las puertas del coche estuviesen cerradas con el seguro y que Maggie estuviese completamente dormida. Luego se colgó la cesta de comida de la muñeca, se colocó el paquete BMW bajo el brazo y se puso a caminar, intentando adoptar una sonrisa de brigadista.

Sólo había recorrido la mitad del camino cuando se abrió la puerta; como había sospechado, alguien le había estado vigilando por entre las cortinas de guinga rosa del dormitorio de arriba. Clyde no quería pararse en el jardín, así que siguió avanzando, concentrando la atención en una ardilla que saltaba torpemente por la hierba marrón con una bellota del tamaño de su cabeza.

—¿Sí? ¿Señor? ¿Hola? —dijo una voz desde la puerta. Clyde dio otro par de pasos mientras buscaba la fuente de esas palabras—. ¿Puedo ayudarle, señor?

—¡Hola! —dijo al fin Clyde, entrando en el porche de cemento, tan vacío como durante su visita anterior—. ¡La señora Knightly dice que os debemos una disculpa en toda regla! Y aquí estoy para disculparme.

—Sí, señor, un momento —dijo el hombre de la entrada, quien se retiró al interior, cerró la puerta y corrió el cerrojo.

A continuación se desarrolló una discusión en el interior que duró varios minutos y que Clyde apenas podía oír a través de las paredes de la casa. Durante todo ese tiempo permaneció en el porche con una sonrisa tan forzada que empezaban a dolerle músculos faciales que rara vez usaba tanto. Miró a su alrededor e intentó recopilar datos útiles, pero lo cierto era que la casa bien hubiese podido estar deshabitada. Suponía que de haber sido Sherlock, incluso tal ausencia de datos habría sido una pista importante. Pero de momento no sacaba ninguna conclusión. La limpieza era un inconveniente para el trabajo detectivesco.

La puerta se abrió.

—Por favor, pase, señor —dijo el hombre con el que había hablado—. Pase.

El vestíbulo, con un enlosado azul verdoso, estaba desamueblado. Justo enfrente había un salón con moqueta marfil entretejida de cositas brillantes, dos sofás, una mesita de café y un televisor, todo cuidadosamente colocado, todo tan limpio y sin usar como si el servicio de alquiler lo acabase de entregar. Sentado en el sofá había un hombre trajeado que jugaba nerviosamente con un mando de televisión, aunque veía la CNN sin cambiar de canal.

El primer hombre era un luchador; Clyde lo sabía porque al igual que muchos Dhont, daba la impresión de llevar una media de nylon sobre la cara, a pesar de que no era así, y tenía las orejas como coliflores. Parecía estar prestando mucha atención a las axilas y la cintura de Clyde y, por tanto, como gesto tranquilizador, Clyde dejó la cesta de comida en el suelo y se quitó la chaqueta. El hombre dio un salto para cogerla, pero en lugar de dar la espalda a Clyde y colgarla de un perchero, se limitó a colgársela del antebrazo mientras recorría con los ojos la camisa de franela de Clyde, buscando bultos inapropiados.

—De todas formas, no me puedo quedar mucho tiempo —dijo Clyde—. Mi hija está en el coche.

Se produjo un momento de incómodo silencio, como si el hombre no se pudiese creer lo de la hija.

—Bien —dijo Clyde—, ¿qué estudiáis?

El hombre del salón tosió un poco.

—Por favor —dijo el luchador y dio un par de pasos hacia la moqueta marfil, indicando el salón con un grueso brazo—. Por favor. —Llevaba en la mano un par de anillos de oro un tanto vulgares.

—Oh, ¿me permite? —dijo Clyde y entró en el salón. El segundo hombre le dio al botón para quitar el sonido y se puso de pie. Con cierto esfuerzo, logró esbozar una sonrisa dentuda, como si estudiase para actor y practicase muecas faciales. Clyde respondió con una sonrisa que probablemente resultaba igual de natural.

—¡Bien, hola! —dijo Clyde, avanzó y le tendió la mano—. Clyde Banks.

—Me llamo Mohammed —dijo el hombre del traje, aceptando la mano de Clyde. Llevaba un reloj que daba la impresión de haber sido tallado en un lingote de oro.

—Mohammed. ¿Es un nombre común en tu país? —preguntó Clyde, articulando con cuidado, como hacía Anita Stonefield cuando se dirigía a estudiantes extranjeros.

—Sí. Muy habitual —dijo el hombre.

—Bien, Mohammed, estoy seguro de que tus estudios en la Universidad de Iowa Oriental te tienen muy ocupado y por tanto no voy a malgastar tu tiempo. Pertenezco a la Brigada Hola. Nuestro deber es ser embajadores de buena voluntad ante nuestros visitantes extranjeros. Nos gustaría que aceptaseis esta cesta de comida y este paquete de bienvenida que contiene mucha información útil sobre Wapsipinicon.

Clyde le ofreció ambas cosas. Mohammed miró al luchador, que inmediatamente tomó la cesta y el paquete de manos de Clyde para dejarlos sobre la mesita.

—Es un gran honor —dijo Mohammed entre dientes—. La señora Knightly es una mujer extraordinaria y cualquier amigo suyo es amigo nuestro.

—¿Cómo van los estudios?

—Van muy bien, gracias —dijo Mohammed, intercambiando una mirada de reojo con el luchador, como si fuese a soltar una gracia. Luego, forzó la situación—: ¿Puedo ofrecerle té? ¿Café?

—Oh, es muy amable por tu parte, Mohammed, pero hay otros invitados extranjeros que esperan la visita de la brigada.

—Entonces, no sería adecuado por mi parte retenerle aquí ni un segundo más —dijo Mohammed, dando un paso hacia Clyde y obligando a éste a avanzar hacia la salida.

—Espero que os guste el queso —dijo Clyde, tendiendo la mano para recoger la chaqueta. Pero el luchador se la sostuvo. Clyde había ayudado a muchas ancianitas a ponerse el abrigo y conocía el procedimiento, pero era la primera vez que alguien lo ayudaba a él y logró hacerse un lío con los brazos a la espalda antes de terminar de ponérsela.

—El olor a ahumado es muy apetecible —dijo Mohammed sin énfasis—. Esta noche nos daremos un festín.

—Por favor, transmite el saludo de la brigada al otro estudiante —dijo Clyde—. ¿Está en la biblioteca?

—Sí —dijo Mohammed, formando un puño y haciendo un gesto como si golpease—. Dándole a los libros.

El luchador abrió la puerta.

—Bien, ha sido muy agradable conoceros, y recordad que mi mujer y yo somos vuestra familia anfitriona mientras estéis en Wapsipinicon. Así que si tenéis algún problema o pregunta, dadnos un toque.

—Su generosidad dejaría en nada la de un rey —dijo Mohammed—. Adiós, amigo.

—Adiós —dijo Clyde, pasando al porche. Salió al jardín, se dio la vuelta y miró atrás; Mohammed había desaparecido, pero el luchador seguía vigilándole en la puerta abierta. Cuando regresó al coche la puerta se había cerrado, pero le pareció que el luchador observaba por entre las cortinas de la cocina. Clyde saludó una vez más y el hueco en la tela se cerró.