CAPÍTULO 21

Fazoul, el estudiante extranjero lisiado, daba su propia fiesta del Cuatro de Julio, junto al río, en el parque Albertson, llamado así porque estaba justo enfrente del colmado de Albertson. La invitación especificaba que en el Refugio de Picnic Número Nueve, medio kilómetro hacia el interior, cerca de los acantilados del Nishnabotna. El pequeño aparcamiento estaba lleno y había un par de docenas de coches estacionados de manera no demasiado legal en el arcén de la carretera que llevaba al lugar.

Mientras Clyde, Desiree y Maggie llegaban al aparcamiento situado junto al gran refugio, vieron una cuerda con tiras de papel de impresora colgada del alero del refugio, con letras —en realidad, formas— impresas en verde. Supuso que eran árabes. Debajo, más pequeña, había otra escritura que no había visto nunca. Los hombres que vieron parecían salidos de Lawrence de Arabia. Iban vestidos con túnica blanca y la cabeza envuelta en una toalla; había hombres con delantal y chaleco de cuero, ataviados con sombreros cuadrados como cajas del tamaño de una bandeja de bebidas de McDonald’s; hombres con pantalones cortos, zapatillas Nike y camiseta estampada con palabras en inglés y otras lenguas; hombres con traje y corbata. Algunas mujeres iban completamente cubiertas por chadores, como simples columnas negras con ojos oscuros mirando por las troneras… Clyde se acordó de la mascota de los Twisters de la UIO, un tornado con patas, con un animador oculto dentro que miraba a través de una estrecha abertura. Otras mujeres iban con la cara descubierta, y había mujeres de piel morena corriendo por ahí descalzas, vestidas con pantalones cortos y camiseta. Había chicos por todas partes, todos vestidos como si hubiesen ido de compras al súper. Clyde apenas podía avanzar un paso de tantos niños como había.

Todas aquellas personas se pusieron a aplaudir. De pronto todos le miraban. Al aplauso se unió un extraño gorjeo emitido por las gargantas de las mujeres. Redujo el paso para luego retroceder un poco.

Tenía justo delante a un hombre alto y ancho de hombros, vestido con una túnica blanca y con una toalla en la cabeza; se había girado para mirar a Clyde y aplaudía con ganas, agitando las mangas de la túnica. Una forma más alta, más oscura y mucho más demacrada esquivó a ese hombre y fue directo por Clyde; era Fazoul, vestido con camiseta y chaqueta vaquera. Tendió hacia Clyde los brazos y le pilló la mano derecha para darle un doble apretón, con el índice y el pulgar de su mano izquierda mutilada agarrando el antebrazo de Clyde con sorprendente fuerza. Tras un largo y efusivo saludo, giró sobre la pierna ortopédica, pasó un brazo por los hombros de Clyde y le guió hacia el refugio.

—Lamentamos llegar tarde. Tuvimos que ocuparnos de otra cosa —dio Clyde.

—¿Sí? Tengo una doble deuda con usted si ha tenido que abreviar sus compromisos sociales para venir.

—Me he alegrado de tener una excusa para librarme de ellos —dijo Clyde. Todavía seguía tambaleándose por los republicanos.

Ya habían hecho sitio a Desiree en una de las mesas de picnic del refugio. Clyde suponía que era una mesa especial, porque la habían cubierto con una alfombra de colores o algo parecido… No era un resto de moqueta comprado en Sears, sino que parecía hecha a mano en algún lugar lejano. Sobre la mesa había una cuna tosca fabricada con tiras de cuero y trozos combados de madera, recubierta con la piel de cordero más gruesa y esponjosa que Clyde hubiese visto nunca. Dio por supuesto que era para el hijo de Fazoul, pero estaba vacía. Una media docena de mujeres, incluida Desiree, se habían reunido en las proximidades de esa mesa, manipulando y entreteniendo a un par de bebés, ninguno de los cuales era Maggie.

A Clyde le pasaron un vaso enorme lleno de un líquido blanco en el que flotaban trozos translúcidos; resultó ser suero de leche helado con pepino en rodajas, y estaba asombrosamente sabroso.

—¿Dónde está Maggie? —le dijo a Desiree entre tragos.

—No sé —dijo—. ¿No es agradable?

Clyde admitió que lo era. A pesar de sí mismo, examinó la zona buscando a su bebé y le pareció entreverlo a unos quince metros, en la hierba, bajo un roble, donde una docena de mujeres se habían sentado en círculo formando una especie de zona de juegos humana por la que cinco o seis bebés y niños pequeños se paseaban cayéndose continuamente. Varios bebés iban pasando de mano en mano y las mujeres los acunaban y les hacían carantoñas. Uno de ellos se parecía a Maggie.

Fazoul se sentó al otro lado de la mesa, a horcajadas sobre el banco y levantando la pierna postiza con una mueca.

—Anoche nos llevó más tiempo de lo previsto encender el fuego, así que han llegado justo a tiempo —dijo Fazoul.

—¿Anoche?

—¿Les gustan las barbacoas?

—Claro, eso creo.

—Venga conmigo, por favor. —Fazoul volvió a plantar la pierna falsa en el suelo y se levantó ayudándose con los brazos. Clyde le siguió en dirección a los grandes árboles que coronaban el acantilado. Mientras atravesaban el grupito de mujeres, alguien se le acercó y depositó un bulto en los brazos de Clyde: el bebé de otra persona, de no más de un par de semanas. Fazoul no pareció darse cuenta, por lo que Clyde siguió caminando.

—Uno pensaría que un montón de físicos, ingenieros y otros sabios no tendrían mayores problemas para encender un fuego —dijo Fazoul—, ¡pero con qué rapidez se olvidan esas cosas! —Fazoul rió y agitó la cabeza con incredulidad—. Es asombrosa la cantidad de raíces.

—¿Tienen una barbacoa encendida entre los árboles?

—Exacto —dio Fazoul.

—¿Saben?, se puede alquilar un asador en Budovich Flardware. Ahorra cavar tanto.

—A menos que fuese un asador completamente nuevo, no podríamos estar seguros de que no se hubiese usado jamás para asar un cerdo —dijo Fazoul—. De forma que sus amables esfuerzos por proteger el cordero del perro podrían haber sido inútiles.

—Oh. —Clyde empezaba a comprender—. Ya veo.

—¡Tengo un hijo! —exclamó Fazoul y señaló el bebé que Clyde llevaba en brazos—. Siempre celebramos una fiesta. Para esta fiesta necesitábamos un cordero baiai… Debía sacrificarse de la forma adecuada. Tal cosa se hizo en Carnes Lukas la mañana en que nos conocimos. Ese día, el perro policía estropeó buena parte de la carne, pero usted evitó que envileciese el cuerpo del cordero, que era lo más importante para nosotros.

—Y ahora lo asan en el hoyo.

—Lo hemos estado haciendo, oh, como desde la una de la mañana. —Fazoul miró la hora, en un pesado reloj de acero inoxidable, y bostezó.

—¿Su primer hijo? —dijo Clyde.

Fazoul apartó la vista y miró al bosque.

—El quinto.

—Oh. ¿Los otros cuatro están aquí?

—No —dijo Fazoul tras una pausa incómoda—, no han podido venir.

Llegaron a un claro cerca del borde del acantilado. Nishnabotna era visible en la otra orilla del río, a través de los grandes árboles dispersos. El denso sotobosque de verano que competía por la luz que iluminaba el borde del acantilado por las mañanas les impedía también ver directamente la planta de envasado. Había cuatro hombres alrededor de un lugar donde el humo y el vapor surgían del suelo, atravesando una gruesa capa de hojas. Todos iban vestidos a la manera occidental, y uno lo era.

—El doctor Kenneth Knightly, decano de programas internacionales —dijo Fazoul.

—Encantado de conocerte, Clyde —dijo Knightly, avanzando para darle la mano; pero al ver el bebé que Clyde llevaba en brazos, se conformó con un intercambio de asentimientos.

—Es un placer —dijo Clyde. Fazoul procedió a presentar a los tres extranjeros, cuyos nombres Clyde olvidó de inmediato.

—Me he puesto en contacto con tu jefe, el sheriff Mullowney, y le he contado tu buena acción —dijo Knightly—. Le he transmitido mi agradecimiento y el del presidente de la universidad. Dijo que siempre habías sido uno de sus mejores ayudantes.

Clyde no sabía por dónde empezar, así que se mordió la lengua y se pensó mejor lo de sincerarse con el doctor Knightly sobre el asunto de su trabajo.

Fazoul usó un rastrillo para retirar la capa de hojas del hoyo barbacoa. De él surgió una nube de vapor en forma de hongo que olía deliciosamente a comino y otras especias. En el fondo del hoyo había un bulto envuelto en más hojas, completamente rodeado por una gruesa capa de carbones blancos y negros que relucían como los tubos de neón a la creciente oscuridad que precedía la tormenta. Fazoul y sus tres correligionarios iniciaron un debate serio pero acalorado en la lengua que hablasen.

—Nuevo alto altaico —dijo Knightly, leyendo la curiosidad en la cara de Clyde—. Nuevo porque es un dialecto moderno. Alto porque procede originalmente de las montañas de Asia Central.

Knightly hablaba con acento de Tejas y llevaba botas de vaquero… de las viejas, arañadas por los bordes y manchadas aquí y allá por el alquitrán del camino. Llevaba una gorra Las Mejores Semillas de Maíz de Gooch para protegerse la extensa calva de la coronilla y se estaba fumando un Camel con la postura inclinada y compungida de un fumador empedernido que no ha logrado dejar el hábito. Clyde tenía la impresión de que a Knightly le podía hacer preguntas sin sentirse como un palurdo sin estudios.

—¿Qué hay del altaico? —dijo.

Knightly hizo una mueca, miró hacia Nishnabotna y dio una larga calada al cigarrillo.

—Bien, eso ya tiene más enjundia. Fazoul y sus amigos son turcos.

—¿De qué parte de Turquía?

—La mayoría de los turcos no han visto el país llamado Turquía. Supongo que podía ser anticuado y llamarlos turcomanos simplemente para dejar algo más clara la distinción. Hay muchos turcomanos diferentes, Clyde. Desde Constantinopla hasta China. Hay turcos en Siberia y turcos en la India.

—Da la impresión de que se mueven mucho.

—Se movieron mucho. Los turcos son los mayores pateadores de culos de la historia. En un momento u otro patearon el culo de todo el mundo. Me refiero a patearlo de verdad. ¿Sabes quién era Gengis Khan?

—Creo.

—Bien, Gengis Khan era mongol y no habría sido nadie si desde el comienzo no hubiera tenido a los turcos de su lado. Podría seguir contando más. En cualquier caso, la idea es que están por todas partes, hay muchos subgrupos diferentes. Fazoul y compañía pertenecen a un subgrupo que empezó hace mucho tiempo en las montañas de Altai y se ganó una reputación en el corredor de Vakhan, que es donde se juntan Afganistán, China, Rusia y Pakistán. Son turcos vakhanes. Pero desde que se hicieron merecedores de ese nombre han pasado por muchos otros lugares.

—Y ahora están en el condado de Forks —dijo Clyde.

Knightly rió con ganas y pisó el cigarrillo. Para entonces Fazoul y sus amigos habían extraído el paquete humeante, así que Knightly empleó la punta afilada de su bota de cowboy para darle una patada a la colilla y lanzarla al agujero. El y Clyde vieron cómo humeaba, se ponía marrón y estallaba convertida en una estrellita de llamas amarillas.

Se apagó momentos más tarde, cuando uno de los hombres de Fazoul echó la primera paletada de tierra en el agujero. Lo llenaron con rapidez; las primeras gotas de lluvia habían empezado a caer como globos de agua desde las nubes tormentosas negras y púrpura que en aquel momento se encontraban justo sobre sus cabezas. Clyde tapó la cara del bebé con la mantita y todos los hombres —los cuatro turcos vakhanes y los dos americanos— fueron al refugio tan rápido como pudieron. Cuando salieron de entre los árboles ya llovía con fuerza y estando a pocos metros del refugio ya diluviaba. Todos los asistentes a la fiesta se habían reunido bajo el techo inclinado del refugio, formando un bloque rectangular sólido. Clyde había perdido el contacto con Fazoul y durante varios minutos pasó entre la multitud a base de disculpas y acunando al bebé hasta que encontró a Farida, la esposa de Fazoul, sentada junto a Desiree.

Una vez que Clyde hubo entregado el bebé, Desiree pasó un brazo por los hombros de Farida, se inclinó de lado y colocó la cara junto a la de Farida.

—¿Qué opinas? —dijo.

—¿Disculpa? —dijo.

Desiree se negó a hablar, pero siguió posando junto a Farida, las dos mujeres mirándole con la misma expresión traviesa. Parecían dos hermanas pillas. Cerca destelló el rayo, grabando en lo más profundo del cerebro de Clyde una imagen estática de las dos mujeres.

—Que me aspen —dijo Clyde. Luego sintió de verdad que un escalofrío le recorría la columna y también un cosquilleo en la nuca donde el vello se le erizaba. Y no se debía al trueno del rayo cercano, ni al perfume a ozono de la tormenta.

Era del dominio público que a Desiree la habían adoptado en algún lugar exótico. Su pelo oscuro, la forma almendrada de sus ojos color avellana, su capacidad de broncearse con rapidez y uniformemente hasta adquirir un encantador tono terracota, todo señalaba que no era de la zona y que, desde luego, no era semilla de Dhont.

La señora Dhont afirmaba desconocer el origen de Desiree. Y si lo sabía, no soltaba prenda. Creía, quizá con buenas razones, que la herencia de su hija adoptada no tenía ninguna importancia y que no debía ser objeto de comentario público. Si Desiree hubiese sido rubia y de ojos azules, probablemente la señora Dhont jamás habría admitido que fuera adoptada. Era una política que seguía por su cuenta la señora Dhont, operando tras el velo que separaba a las mujeres de los hombres, siguiendo esas reglas antiguas y quizás instintivas que las mujeres aplicaban a las cuestiones familiares… reglas que no se pueden explicar ni justificar y de las que se derivan decisiones indiscutibles e inapelables.

Los hijos se limitaban a obedecer. Pero las hijas se convertían en mujeres y atravesaban el velo para tomar sus propias decisiones y desarrollar su propio programa, en ocasiones independientemente de los precedentes establecidos por la madre.

Clyde jamás había imaginado que Desiree sintiese la más mínima curiosidad por sus orígenes… hasta ese momento. Y de repente se daba cuenta de que siempre le había preocupado. Y también sabía que se había casado con alguna variedad de turcomana.

Clyde tenía la teoría de que las mujeres disponían de un libro, uno casero, fotocopiado, guardado en una carpeta de tres anillas, llamado Sorpresas que dar en una relación de pareja. Se lo pasaban de unas a otras, de vez en cuando le añadían páginas, y lo guardaban oculto bajo la cama. Suponía que aquella noche Desiree podría volver a casa y añadir una página nueva.

Destaparon el cordero, lo cortaron y lo sirvieron. La lluvia caía con tal fuerza que el agua que rebotaba en los charcos profundos bajo los aleros empapaba a los que estaban sentados en los bordes del refugio. Las ráfagas de viento, con el ímpetu de los trenes de carga en el Denver-Platte-Des Moines, inflaban las prendas de algunos asistentes como gavias y empujaban platos y comida por las mesas. Varios estudiantes extranjeros trabajaban sobre la hierba, protegiéndose con bolsas de basura, intentando levantar una tienda de postes de madera y pieles.

Buscó a Knightly, que justo estaba terminando una conversación en árabe, o algo parecido, con un hombre vestido con túnica.

—Le explicaba a este caballero —dijo Knightly— qué hacen bajo la lluvia esos pobres vakhanes. Supongo que tú también sientes curiosidad.

—Suponía que ese caballero ya lo sabía —dijo Clyde.

—Los antepasados del caballero iban en camello por los desiertos de Arabia. Ahora, por supuesto, se dedican al petróleo. Pero los antepasados de Fazoul iban en ponis por las praderas al pie de los picos nevados de las montañas Altai, en Asia Central, a unos cuantos miles de kilómetros de distancia. Personas diferentes, costumbres diferentes. El pueblo de Fazoul ha estado haciendo esto para sus varones recién nacidos desde, oh, un par de miles de años antes de que Mahoma pisase la arena.

—¿Van a realizar una ceremonia o algo así?

—Sí. Una especie de consagración. Dedican el hijo a Dios y nombran formalmente a un padre y a cualquier persona importante en la vida del niño. —Knightly se volvió hacia Clyde y entrecerró lo ojos—. Tú vas a estar ahí.

—¿Yo?

—Sí. Uno de los nombres del bebé es Khalid.

—¿Y?

—Es lo más que pueden aproximarse, en su sistema de pronunciación, a Clyde.

Clyde deseó que hubiese cerveza en las fiestas musulmanas.

—Que me aspen —dijo.

Fazoul cojeó hasta el refugio, tomó en brazos al bebé y lo llevó bajo la lluvia hasta la tienda. Dos miembros de su cohorte corrieron a uno de los coches aparcados, sacaron un baúl de la parte posterior y corrieron a la tienda, cerrándola después de entrar.

Cuando invitaron a Clyde a entrar en ella la habían decorado totalmente con alfombras, cojines, lámparas y otros detalles… Incluso había un par de fotografías enmarcadas bajo las que ardían pequeñas velas votivas. Una fotografía era la imagen apaisada de unas montañas; se había puesto azul por el paso tiempo. La otra era la fotografía de un hombre. No se trataba de un retrato de estudio sino de una instantánea tomaba en plena acción. Clyde supuso, por sus rasgos y su ropa, que el hombre era un turco vakhan, probablemente de algo menos de cuarenta años pero con porte autoritario. Estaba en una carretera de tierra que atravesaba una zona volcánica de rocas y arbustos; al fondo había otros hombres en motocicletas y todoterrenos viejos.

Era el hombre más guapo que Clyde hubiese visto nunca, a pesar de que no tenía la costumbre de ir por ahí fijándose en la belleza de otros hombres ni admirándola. Tenía las mejillas y la barbilla cubiertas de pelo corto y negro salpicado de gris, y el resto de la cara cubierta de polvo y sudor seco. Sonreía ampliamente a algo, como si alguien acabase de gastarle una broma, y por la forma en que se plegaba la piel, o quizá por la composición de la foto, le dio a Clyde la impresión de que no sonreía muy a menudo. Habían recortado la imagen para que se le vieran sólo la cabeza, los hombros y la parte superior del torso; pero Clyde se sorprendió al notar, en la esquina inferior derecha, una forma oscura de líneas rectas: apenas reconocible como la punta del cañón de un arma, que aparentemente el hombre llevaba bajo el brazo izquierdo. Evidentemente estaba unida a una cinta trenzada y gastada que le pasaba por el hombro izquierdo.

Siguiendo el ejemplo de los otros, Clyde se arrodilló sobre la alfombra. Además de Fazoul, había otros dos vakhanes. Al hijo de Fazoul lo pusieron en la cuna de piel de oveja que Clyde había visto antes. Fazoul dio comienzo a la ceremonia aullando con voz sorprendentemente aguda y aflautada. Clyde recordó una película que había visto hacía mucho tiempo en la que, aparentemente, torturaban a un hombre en lo más alto de una torre situada en medio de un vecindario musulmán.

Era igual que la primera vez que Desiree le había arrastrado a la misa católica y Clyde se había sentido confuso durante toda la ceremonia, rodeado de gente que conocían todos los detalles del programa y que lo ejecutaba con la misma facilidad con la que Clyde se ataba los cordones de los zapatos por la mañana. No hablaban en latín, pero como si lo hubieran hecho. Clyde había comprendido, durante esa y otras incursiones en el universo católico, a adoptar una expresión solemne, sentarse muy quieto y hacer lo que hacían los demás cuando era necesario; descubrió que aquella actitud le permitía superar esa ceremonia vakhan, fuese lo que fuese, tan bien como le había hecho pasar la misa. Oyó que se pronunciaba el nombre Khalid, y los demás lo miraron, y oyó pronunciar otro nombre, algo como Banov, y los demás miraron la fotografía del zurdo con el arma. La lluvia agitó la tienda, causando un rugido como el de un centenar de tambores resonando a la vez durante un espectáculo especialmente fantástico en el intermedio de un partido; la luminosidad de los rayos entraba por las costuras, el aire con olor a ozono se filtraba por debajo y hacía que las llamas de las lámparas se agitasen.

Estaba preparándose para una hora entera de fruslerías adicionales cuando Fazoul, súbitamente, se relajó y pasó al inglés.

—Ya está —dijo. Recogió a su hijo de la cuna y atravesó de rodillas la entrada. Se puso en pie y sostuvo a su hijo sobre su cabeza, y Clyde se estremeció, pensando en el peligro de los rayos. Oyó un lejano rugido de aprobación proveniente de la multitud del refugio.

Cuando Clyde salió de la tienda, casi todos los presentes habían huido a sus coches. Ayudó a Desiree a llevar hasta el suyo a Maggie y los trastos del bebé, luego regresó al aparcamiento cercano al refugio y, adoptando el papel de servidor de la ley, se puso a dirigir el tráfico. Los asistentes, tan alegres y amables a pie, se habían vuelto locos en cuanto se situaron al volante de sus coches y se daban bocinazos unos a otros mientras luchaban por escapar del aparcamiento. Clyde se dedicó a silbar con los dedos y a agitar los brazos con dramatismo. Cuando le reconocieron, dejaron de tocar las bocinas y aceptaron su autoridad.

Después de unos minutos apareció el doctor Knightly, vestido con un impermeable, que aparentemente ocultaba en algún lugar seco una generosa reserva de Camel. Se inclinó y encendió uno, para luego, muy consideradamente, situarse a contraviento de Clyde.

—Vine pronto, así que seré el último en irme —dijo—. Preferiría conducir marcha atrás por una autopista en plena noche y sin luces a meterme en medio de esta gente.

—¿Ha vivido alguna vez en uno de sus países?

—Ah, mierda, Clyde —dijo Knightly, y se encogió de hombros—. Sí. En Turquía durante un tiempo. Luego también en China. Por la Revolución Verde. Después de un tiempo viajar pierde su encanto. —Dio una profunda calada, como si el recuerdo de esos viajes le hiciese desear acelerar su propia muerte por cáncer. O, pensó Clyde, quizás el recuerdo de conducir en esos países le hubiese convertido en un fatalista. Knightly se dedicó a enterrar la punta de la bota en el suelo—. Esto no se me da muy bien —dijo como advertencia—, pero quiero agradecerte sinceramente lo que hiciste por Fazoul. Incluso es posible que le salvases la vida.

Clyde rió.

—La policía de Nishnabotna no es tan mala.

—No pretendo decir que fuesen a matarle, Clyde. Quiero decir que, de haber provocado más a Fazoul, éste podría haberse puesto irracional y cometer algún acto merecedor de ir la cárcel… con lo que hubiese sido deportado.

—¿Y eso le salvó la vida?

Knightly quedó sorprendido por la pregunta y miró largamente la brasa de su cigarrillo.

—Es un poco complicado, Clyde —dijo al fin—. En ocasiones olvido hasta qué punto debe parecer lioso para alguien como tú, un chico de Forks de toda la vida. Digamos simplemente que los turcos vakhanes son de esos grupos étnicos que no tienen territorio propio, por lo que para poder venir aquí a estudiar deben tener pasaporte de otro país de la zona. Si aquí se meten en líos y los deportan, les obligan a regresar a países donde puede que no sean bienvenidos. A países que podrían tenerlos en la lista de quienes, en el caso de que se presenten en la frontera, deben ser llevados de inmediato a una celda sin ventanas de la que no saldrán con vida.

Clyde sólo poseía un arsenal reducido de juramentos, de los cuales «que me aspen» era el más contundente, y dado que no parecía adecuado, no dijo nada en absoluto.

—Es por eso que esa gente hoy te ha honrado de una forma tan excepcional —dijo Knightly—. Por cierto, Khalid fue posiblemente el más grande de los guerreros de la primera historia del mundo musulmán… a la altura de Saladino. Le llamaban la Espada de la Fe, por lo que también se trata de un juego de palabras. Pensé que era mejor que lo supieses.

Cuando el atasco de tráfico se hubo aclarado y Knightly acompañó a Clyde de vuelta a la ranchera, Maggie se había quedado profundamente dormida y Desiree también empezaba a quedarse adormecida. Se había entregado a la práctica de «descansar los ojos», que Clyde jamás había podido distinguir del sueño. Las llevó a casa. A Desiree la despertó el sonido de la puerta del garaje y metió a Maggie en la cuna mientras Clyde se quitaba el uniforme de gala y se ponía el normal de ayudante.

—¿Qué pasó en esa tienda? —dijo, metiéndose en el dormitorio oscuro que olía a leche.

—Una ceremonia. Supongo que como en la iglesia —dijo Clyde.

—Bien, ¿qué te parecieron las dos cenas? —dijo ella con voz más clara, inclinando la cabeza de forma maliciosa para hacerle saber que se trataba de una pregunta con segundas.

—Si te contase todo lo que opino sobre las diferencias entre republicanos y musulmanes —dijo—, no dormiríamos nunca. Ya hablaremos mañana.